miércoles, 14 de octubre de 2015

MARTÍN OLMOS, PREMIO EUSKADI DE LITERATURA EN CASTELLANO 2015


A decir verdad no tengo nada en contra de él. Salvo que no me gusta cómo escribe. Lo cual no es demasiado trágico y menos aún viniendo de quien viene; es decir, viniendo de mí. Salvo que el aludido se tome su talento demasiado en serio. Tan en serio que pretendiera reclamar para aquello que redacta una elogiosa unanimidad que me parecería, en estos tiempos que corren, de una ingenuidad, ésta sí, ciertamente preocupante. Además yo no cuento con seguidores suficientes como para temer que las opiniones del que esto suscribe vayan a extenderse como la pólvora y desembocar en un desatinado escrache o en una pila de llamadas o cartas al director que colapsen la centralita del periódico o los ordenadores de la Sección ad hoc.
 

Porque el aludido y lo que voy a decir, lo voy a decir sobre él, sobre Martín Olmos, colaborador habitual de El Correo, el diario estrella de nuestra cornisa cantábrica, al que conozco desde hace años (compartimos en diferentes cursos muchos años en los Jesuitas de Bilbao, además de tener algún que otro buen amigo en común- y escribo esto para que nadie piense que existe alguna afrenta personal que dispare mis opiniones) acaba de ganar el Premio de Euskadi de Literatura en lengua castellana por su colección de crónicas negras reunidas en el libro Escrito sobre negro. Estos son los hechos, señor juez. Y a partir de aquí, lo que me ha hecho encender el ordenador y clicar el icono de Word.

Aunque, antes, a modo de prólogo apuntaría, para abrir boca, que no me parece muy afortunada que la elección del ganador de dicho Premio haya ido a parar a un libro que reúne 40 relatos seleccionados (me supongo) por el propio Martín entre los casi 200 que ya ha publicado en el periódico. Y es que (me supongo) el colaborador-periodista habría escrito sus crónicas con el loable propósito de verlas simplemente publicadas (condición imprescindible para optar al mencionado Premio), lo que no respondería sino al también muy loable (¡faltaría más!) propósito de ganarse un sueldo digno. Pero a lo que vamos. Y esto ya me mosquea. Porque honestamente pienso que del Premio deberían estar descartados, por una pura cuestión ética, todos aquellos libros que no hayan sido escritos expresa y exclusivamente para ser publicados.

Porque, ¿qué tal si el año que vienen, y por no salirme de El Correo y sus colaboradores, optan al Premio Roberto Moso con sus artículos escritos en euskera, u Óscar Cubillo con otra colección de sus amenas críticas a los conciertos musicales que podemos escuchar en la Villa y en sus alrededores, o el mismísimo, y siempre brillante, César Coca con una cuidada selección de sus artículos culturales? Sí claro yo no soy colaborador de nada y me siento como un desgraciado y apaleado escritor. Porque parece que al que ya tiene una taza, ¡toma!, otra taza. Y al que no tiene ninguna, pues nada, que siga así: volcándose sobre los labios la cafetera hirviendo para beberse el café. No, no creo que es justo. Es como premiar al ganador. Y estoy convencido de ello y dispuesto a discutirlo con quien tenga ganas. ¿O que se publiquen acaso algunas de las entradas de mi blog, las mejores de todas, y así aspirar un buen año al Premio de marras? Pero no. Lo que no me gusta en los demás, tampoco me gusta para mí.

Y reconozco que sobre todo lo que llevo escrito Martín no tiene culpa alguna. Si una Editorial se animó y le publicó su colección de crónicas negras, y si las bases de los Premios Euskadi la admiten como candidata al premio, y si un jurado elegido a tal efecto le adjudica (y creo que lo ha hecho, además, unánimemente) el Premio, sólo me queda tenderle la mano y felicitar sinceramente a Martín. Y alegrarme, sí, alegrarme por esos 18.000 euracos que engordarán su cuenta corriente, aparte de lo que El Correo ya le habrá ingresado por esas mismas 40 crónicas. ¡A ver si al final esto de escribir va a resultar un chollazo! ¡A ver si va a cumplirse aquel bonito sueño del gran Ramón Barea que en un hipotético, idílico y huxleyano mundo respondía al hijo que le anunciaba que quería ser actor, sí, me alegro de que, por fin, quieras sentar la cabeza.

Pero vuelvo a Martín. Y me alejo de los Cerros de Úbeda. Porque en todo esto hay una cosa verdaderamente preocupante. Y la ponía arriba, en la primera línea. Y no tiene un remedio sencillo. Y me habla del lamentable estado de nuestras cosas. Y es que pienso (lamentablemente) que Martín es un escritor que deja bastante que desear. En sus crónicas se recoge, perfectamente, y a mi modesto entender, aquello que alguna vez he dado en llamar, tal y como menciona otro escritor de cuyo nombre sigo sin acordarme (lo juro), el efecto sonajero.

¿Y en qué consiste este efecto sonajero?... Y nada que ver con el efecto mariposa o con cualquier otro efecto. Porque este efecto es, en realidad, un defecto muy gordo, casi una enfermedad para la que no siempre se encuentra tratamiento; un virus que afecta al escritor enamorado de su propia escritura, de su propio estilo; un sonajero que entretiene y fija la atención del niño pero que, al fin y al cabo, y por mucho que haga que el niño se calle y deje de berrear, no deja de ser un simple sonajero. Y Martín, a la crónica que El Correo le publicó y (me supongo) le pagó el domingo posterior a la entrega de los Premios Euskadi, tituló El rédito del héroe y empieza, Patrick Floyd Garret, que le dicen Juan el Largo, culmina la timba palmando y se le arisca la madre y se pone reñidor. Protesta el trago porque dice que aposenta zurrapa y lo ordena de vuelta y el mesero le pone otro colando el whisky con un tamiz. ¡Toma ya! Me imagino los ojos saltones de Martín brillando como dos monedas de oro y embebido en su ingenio y genialidad (sic).

Y no quisiera sacar yo a nadie, y menos a Martín que seguro que está tan a gusto recopilando tantos textos geniales, de ese gozoso estado en el que el efecto sonajero imbuye a los que lo practican. Los más afamados novelistas de nuestra posguerra son adalides de esta sonora forma de narrar. Y me meto con Cela (¿hay algún Premio Nóbel más sobrevalorado que el del vecino gallego de Padrón?), con Martín Santos y su mediocre Tiempo de silencio, con Delibes “el cazador” y con tantos otros que nos han puesto nuestras cabezas de estudiantes y de lectores como un enorme cesto con tantísimas muestras de indiscutible (¿?) erudición y talento para buscar las palabras más rebuscadas y juntarlas luego en una pirueta lingüística que haría las delicias de Pinito  del Oro.
 
Y eso no es todo, porque hasta aquí el efecto sonajero no sería sino una figura de estilo con sus detractores y defensores. Que para gustos no hay nada escrito. Pero, ¿qué es lo que ocurre con este efecto sonajero que sí debe ser puesto en cuarentena- ya dije que era una enfermedad? Porque detrás de su apabullante riqueza léxica descubro una fragante y dolorosa insuficiencia. Pues esa misma riqueza, en y con su soberbia semántica, se olvida del fondo de la cuestión. De los personajes. Y esto ya no es un leve resfriado. Esto es grave. Y precisa cama y reposo. Con el sonajero prima la forma. La forma es la única que campa (a sus anchas) entre las líneas de estas novelas, de estas crónicas sonajeras. Y cuando el fondo se esfuerza e intenta asoma su nariz al texto y pide educadamente permiso para participar de la fiesta narrativa, la Forma se pone mayúscula, le arrea un espléndido puntapié y cierra la puerta con un portazo. Y así Ella se queda sola. Pero no sólo es Ella quien se queda sola. El Autor también se ha quedado solo. También el que se cree tan mayúsculo y autosuficiente en su engreimiento como la Forma que surge de su talento, está solo. Y me pregunto, ¿dónde están el Fondo, los Personajes de carne y hueso y también con mayúsculas? Y sin duda que con estos Autores, con Martín Olmos por ejemplo, hay que buscarlos detrás de la puerta y del portazo porque la Forma (ese personal estilo de barroquismo, entre lo culto y lo lumpen que declaraba el Jurado para justificar el Premio a Martín- véase que el otro Martín, el Martín Santos del Tiempo de silencio no le andaba a la zaga: ¡¿¡tan poco habremos avanzado en tantos años?!) les ha dejado fuera, proscritos bajo sus barrocas pisadas entre lo culto y lo lumpen. O para que se me entienda, y volviendo a Martín, y en concreto, a El rédito del héroe que nos está sirviendo como ejemplo: Pat Floyd Garrett, que le dicen Juan el Largo, ha sido engullido por Martín Olmos, que le dicen Goma de Borrar. Por lo de su cabeza despejada, y que Martín me perdone por el chiste fácil, pero no lo he podido resistir. Las cañas corren de mi cuenta. Buen rollo.

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