lunes, 17 de junio de 2013

EL HÍGADO DE LOU REED


No parece que últimamente andemos sobrados de buenas noticias, pero esta última hace que me mire de soslayo en el espejo y comprenda que el tiempo no pasa en balde para nadie (ni mucho menos para mí). Que somos todos ya bastante mayores y que al gran Lou (Reed, se entiende) le han trasplantado un hígado, porque el ex-líder de la Velvet (Underground, se entiende) estaba bien jodido y a punto de cruzar, sigilosamente, al otro barrio.

Sí, porque a pesar de que a menudo se relacione al guitarrista neoyorkino con el rock más pesado, psicodélico y ruidoso, hace ya muchos años que ha abandonado ese lado salvaje (de la vida) que, sinceramente, nunca te lleva a ningún lado, y hace que muchas veces te despeñes por un acantilado. Sin pena ni gloria. Por mucho que nos gustara el final de Quadrophenia. O que algunas madres y abuelitas (de buen corazón, sin duda) derramasen sus buenas dosis de lágrimas y mocos viendo saltar al vacío a Thelma y Louise, agarraditas de la mano.

Pero al bueno de Lou nunca le han cuadrado semejantes “pasteles”. Él tomó la decisión, hace años, de cambiar de rumbo. Y lo hizo sin proclamarlo a pleno pulmón. Ni susurrándoselo a nadie en el oído. Simplemente lo hizo. Y fue quedándose solo. Lentamente… Pero no le importó. Lou es demasiado chulo y engreído, demasiado convencido y consciente de que ese nuevo camino era el mejor camino para coger en estos tiempos que corren (lo sabemos) que se las pelan. Y no inquietarse jamás por pagar ese peaje de quedarse-más-solo-que-la-una.

Y es que hay caminos que o se toman en solitario o es mejor no tomarlos. Y el de Lou, sin duda, es uno de esos caminos sin asfaltar todavía. Escuchar Lulu y entenderéis a qué me refiero. Cuando algún amigo me preguntaba, qué tal está ese último disco de Lou Reed, yo no sabía muy bien qué contestar. Simplemente se me ocurría, es como una patada en los cojones. Respira la mala leche de Lou por los cuatro costados. O te apasiona o lo aborreces. Pero te aseguro que no te deja indiferente.

Claro, la “indiferencia” es, según el catecismo de Lou, el peor pecado que hoy en día se puede cometer. No se castiga ni con tres padrenuestros ni con una temporada en el infierno (como diría Rimbaud) sino con algo mucho peor, y de imprevisibles y funestas (por lo general) consecuencias: con el éxito. Ese éxito que te llena los bolsillos de dinero, que te acaricia zalamero las mejillas y te da inocentes golpecitos en la espalda. Como un buen colega. Pero al que, en el fondo, le gusta verte sumiso, diciendo que sí a todo y formando parte, muy obediente, del espantoso engranaje en el que se ha convertido la cultura (espectacular), el show business, que cada día tiene, desgraciadamente, menos de show y más de business (guarro).

Y no, la pleitesía nunca ha sido el business de Lou. Cuando se olió que las cosas tomaban un rumbo casi catastrófico él radicalizó aún más su propuesta  (he oído su provocador e increíble Walk on the Wild Side en el hilo musical de una oficina del ¡¡Banco Santander!! y he temblado de miedo: ¿adónde nos quiere llevar este mundo donde de todo se hace un negocio?). ¿Tendría alguien en su sano juicio algún otro remedio? Los sonidos de la guitarra de Lou se hicieron más ásperos, casi hirientes, una buena tanda de puñetazos en la boca del estómago. Lou sólo quiere despertarnos. Porque ya no atendemos al sonido del despertador. Es demasiado dulce. Por eso su guitarra suena así. Por eso decidió en su día ponerle  música a El cuervo, de Allan Poe. Por eso nadie entendió qué trataba de hacer. Aunque a él seguía sin importarle. Es lo que tienen los caminos solitarios. Y Lou lo ha sabido desde el principio. Una vez que te desvías y coges su ruta no hay marcha atrás. Ni el lobo de Caperucita vendrá a asustarte. En esos caminos no hay nadie. No se ve ni un alma. No hay ni dios.

Por todo esto, nadie se acordó de Lou en los múltiples homenajes y conciertos que hubo a cuenta del 11-S, por ejemplo. Es más sencillo negociar con el bueno de Bruce (Springteen, se entiende) que con el cascarrabias y solitario Lou Reed. Lou, ¿qué?, preguntaría incluso algún joven promotor especialista más que en conciertos musicales en conciertos económicos, más en la bolsa o la Bolsa que en la vida. Y Lou, ¿qué coño?, preguntaría nuevamente ese joven promotor sintiendo que está haciendo lo que más aborrece de este mundo: perder el tiempo, luego perder dinero. Y, por fin, alguien le aclararía la duda, no importa, uno que fue famoso y que ahora está siempre sólo. Pues ¡que se joda!, respondería el joven promotor, pero, ¿contamos ya con Bruce (Springteen, se entiende), y con Juanes para los latinos, y Beyoncé para que haya de todos los colores? Sí, sí, en eso estoy, contestaría apurado el joven ayudante del joven promotor. Y claro con Lou nadie estaría.

No, nadie no. Yo, sí. Yo sí estaría y estaré siempre con él. Es como un John McEnroe sobre una pista de tenis, o un Mohammed Alí encerrado en un cuadrilátero, o un Salinger escribiendo El guardián entre el centeno y dándose después el piro. O Bobby Fisher. O Jean-Luc Godard. O Tarkovski. O tantos otros que se tiran, cada uno a su manera, por su solitario camino particular. A ninguno de estos ni a Lou les importa un pimiento. Su aire, seguro, que huele más limpio. Y ya tiene 71 “tacos”. Y un hígado nuevo. Que espero que le haga vivir muchos años. A personas como él siempre se les echa de menos. A los que más. Aunque estén, desde hace mucho tiempo, solos y no oigamos hablar de ellos, ni les veamos durante el prime time en los programas de televisión de más audiencia. Pero cuando no estén, y estoy muy convencido de ello, seremos todos los demás los que nos quedemos un poco más solos. Aunque no lo sepamos. Ni nos demos cuenta.
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jueves, 13 de junio de 2013

LA ROSA PÚRPURA DE WOODY ALLEN

 
El otro día volví a ver La rosa púrpura de El Cairo, la película que Woody Allen rodó en 1985. No la había visto desde hacía mucho tiempo. En realidad no recuerdo haberla visto después de su estreno. Y no lo lamentaba demasiado. Aunque la recordaba como una buena película, no la incluía entre las mejores películas de Woody Allen. En realidad la recordaba como una buena película pero, sin más (1).

Por eso este (sí, segundo) visionado me cogió por sorpresa. Y es que La rosa púrpura… me pareció una gozada, un precioso y pequeño jardín, una joyita del 7º arte. Y si utilizo el diminutivo lo hago, más que nada, por el formato (casi cuadrado) y la duración (casi 80 minutos) de la película.

La pregunta empezó, entonces, juguetona a brincar en mi cabeza entre mis (escasas, posiblemente) neuronas. ¿Qué demonios había ocurrido para que mi valoración de La rosa púrpura… se hubiera alterado tan notablemente, yéndose como un cohete “hacia arriba”? La primera respuesta se me vino encima casi de sopetón: el último cine de Woody Allen resulta tan previsible y decepcionante que sus “viejas” películas cobran automáticamente un valor añadido (por comparación). O, ¿aguantan (y seamos serios) Vicky Virginia…, la misma Midnight in Paris una, incluso, rapidísima comparación con Manhattan o Zelig? La duda ofende. Que Woody se ha vuelto un viejito (clarinetista) entrañable y que rueda sus (últimas) películas como panecillos de azúcar o churros me parecen unos hechos irrefutables. La mala leche (en su caso teñida, frecuentemente, de un cruel cinismo) y un autentico trabajo sobre los contenidos del plano, o lo que se conoce como puesta en escena, me parecen también dos proposiciones que brillan por su ausencia. Se trata, ante todo, de rodar una película al año. Como si fuera una apuesta. O un reto: el único que Woody estaría, actualmente, dispuesto a afrontar.

Y también la segunda respuesta se me vino encima a una (análoga a la primera) supersónica velocidad. Resumo su meollo apuntando aquello de que en el País de los Ciegos (el grueso de la actual producción cinematográfica mundial, haciendo hincapié especial en los “productos” salidos (¿escupidos?) de la factoría hollywoodense) el Tuerto (o sea, La rosa púrpua…) es el rey (o sea, la reina).

Aunque también a mí me había llegado la hora. Lo presentía. Y las ràpidas respuestas que-se-me-vienen-encima esconden, a menudo, sino fragantes injusticias sí fragantes insuficiencias. Porque si las razones, anteriormente expuestas, no me parece que escondan la verdad o que se codeen en la barra de un bar con la mentira, sí que me parece que no lo dicen todo o que dejan bastante que decir o que desear. Y, entonces, si además este blog se llama “lavueltaylatuerca” y quiere hacer honor a su nombre, hagamos eso: darle una vuelta a La rosa púrpura…, y ver si de sus bolsillos se nos cae algún que otro tesoro escondido, hasta ahora, en los forros del pantalón.

Porque el tiempo ha pasado. Cierto es. Pero si ha pasado y no podemos hacer nada por remediarlo que, por lo menos, no sea sólo para tener menos pelo y más arrugas sino que me sirva para darme cuenta de otras cosas.

De, por ejemplo, viendo por segunda vez La rosa púrpura…, la tristeza y maestría con que Woody Allen cierra su película: plano de Jeff Daniels (Gil Shepherd), ocupando su asiento en el avión que le devuelve a Hollywood, mascando la cobardía y frustración que le supone no haberse atrevido a quedarse en Nueva York y consumar su (imposible, sí, pero sincera) historia de amor con Mia Farrow. La cámara, entonces, retrocede en un lento travelling alejándose del personaje, como si Woody Allen nos anunciara con ese movimiento de retroceso que él tampoco comparte su decisión ni su huidiza actitud. Para, a continuación, enlazar con la entrada dubitativa de Mia Farrow, maleta en ristre, en el cine donde ahora se proyecta Sombrero de copa y se escucha la hermosa melodía de Cheek to Cheek cantada por Fred Astaire. Mia Farrow se sienta y empieza a ver la película. En un primer momento está abatida (el galán hollywoodense le ha dado calabazas y el personaje de ficción se ha vuelto a la película: otra huida, al fin y al cabo[2]) pero, poco a poco, la música y la película le hacen esbozar una corta sonrisa y la cámara y Woody Allen con ella, en otro leve movimiento opuesto al anterior dedicado a Jeff Daniels, se acercan al personaje y a su rostro hasta terminar con un primer plano de la actriz. ¿No nos recuerda esta escena a la espléndida también secuencia final de Las noches de Cabiria cuando Giuletta Massina recupera las ganas de vivir al ver y escuchar a los músicos ambulantes a los que terminará siguiendo mientras baila?

Muy pocas películas terminan con un primer plano. Y todas las que se me vienen a la cabeza ahora tienen algo especial. Y me acuerdo de Luces de la ciudad o de Los cuatrocientos golpes y en ellas ese primer plano final tiene, o al menos lo tiene para mí, un inequívoco y hondo significado que no es otro que el más férreo e insobornable compromiso que el director sabe mostrar hacia las actitudes que ha presentado y que han forjado a su personaje.

Y sobre esta certeza me atrevería a hacer una última lectura de La rosa púrpura… Woody Allen termina apostando por la sinceridad de Mia Farrow, por sus actitudes sin dobleces, “a calzón quitao” que diría un castizo, y que no son sino las maneras que han enamorado a Jeff Daniels en su doble rol de personaje real (el actor que interpreta a Gil Shepherd en La rosa púrpura…) y de personaje que se sale de la ficción del mismo título y salta, literalmente, de la pantalla del cine (Tom Baxter).

Sí, Woody Allen en La rosa púrpura… se queda con la gente humilde, con la gente que no lo está pasando bien pero que, al contrario de Gil Shepherd y de Tom Baxter, son gente-de-verdad, anónimos que se levantan todos los días al toque histriónico del despertador, que no se cansarán nunca de luchar (y más aún en esos años de Depresión y depresivos en los que se desarrolla La rosa púrpura…), y sin que nadie les aplauda ni les dé, tan siquiera, las gracias o un golpecito en la espalda (en su lugar, el marido de Mia Farrow le atiza, de vez en cuando, un par de buenos cachetes y, en el fondo, porque se lo merece, como le dice Danny Aiello). Ésta es, sin duda, la gente imprescindible que diría Woody Allen junto a Bertold Brecht por mucho que casi nadie repare en ella o que cuando la vemos sentada en un cine alelada y boquiabierta frente a los pasos de danza que se marcan Fred Astaire y Ginger Rogers pensemos con cierto aire de (estúpida) superioridad, ¡sí, pobre gente! Porque esa “pobre gente” es la que ha conseguido, y Woody Allen nos lo ha contado en 80 concentradísimos minutos, que un actor de la Meca del Cine, una joven estrella-en-ciernes,  y ¡uno de los personajes preferidos por el público en La rosa púrpura…! se hayan enamorado de ella. Y sin levantar la voz, y con la misma sencillez y puntería con que la propia Mia Farrow nos contaría su alucinante historia delante de una taza de café. Y todo, en apenas 80 minutos. ¿Habría alguien hoy que diera más en tan poco tiempo? Y que Terence Malick deje de levantar la mano. Él no es uno de ellos. Ni uno de los nuestros tampoco. Como sí lo es, sin embargo, el “viejo” Woody.

 



[1] Aunque todo hay que decirlo: cualquier parecido con su tiempo pasado es, gracias a Dios, una mera casualidad. Pensar que el misma persona que ha dirigrido esta buena rosa púrpura es el mismo perpetrador de las horribles Bananas o de La última noche de Boris Grushenko es, como mínimo y para mí, por lo menos,, un misterio de fondo insondable. Como las  piedras de Stonehead, vamos.
[2] Además las dos huidas esconderían un malicioso punto en común. Ambas comparten, y Woody Allen nos lo muestra, la cobardía de los personajes por no atreverse a afrontar sus verdaderos sentimientos por Mia Farrow. Jeff Daniels (Tom Baxter) huye y se refugia nuevamente en La rosa púrpura…,: una película, una ficción, incapaz de afrontar lo que es real. Pero Jeff Daniels (Gil Shepherd), regresando a Hollywood, se comporta de igual manera (el actor es también el mismo, claro). Se va a refugiar en otra película (más colosal), en otra ficción (más colosal) que es lo que en el fondo es Hollywood, incapaz de afrontar, asimismo, lo que es real. Por ello no debe extrañarnos que el propio Woody terminara huyendo de esa falsa y aparatosa “fábrica de sueños” y prefiriera montar sus proyectos en Europa.
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lunes, 10 de junio de 2013

NBA 2013. LEBRON: OTRO SÚPER TAPÓN

Y, ¿qué decir de esta taponazo que Lebron (sobre el minuto 3 de este vídeo) le coloca a Splitter, el pivot que jugó en Vitoria y que dominanaba las "pinturas" de la ACB, más o menos, a sus anchas? De lo que debemos aprender que si lo mejor siempre estará por encima del bien nunca es, sin embargo, algo definitivo. Siempre habrá otro mejor que el mejor anterior. Dentro de unos años se lo preguntaremos al mismo Lebron, aunque de momento disfrutemos con él.

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lunes, 3 de junio de 2013

LOU REED O LA MEJOR CANCIÓN DEL MUNDO


No parece que últimamente andemos sobrados de buenas noticias, pero esta última hace que me mire de soslayo en el espejo y comprenda que el tiempo no pasa en balde para nadie (ni mucho menos para mí). Que somos todos ya bastante mayores y que al gran Lou (Reed, se entiende) acaban de transplantarle un hígado, porque el ex-líder de la Velvet (Underground, se entiende) estaba bien jodido y a punto de cruzar, sigilosamente, al otro barrio.

Sí, porque a pesar de que a menudo se relacione al guitarrista neoyorkino con el rock más pesado, psicodélico y ruidoso hace ya muchos años que ha abandonado ese lado salvaje (de la vida) que, sinceramente, nunca te lleva a ningún lado, y hace que muchas veces te despeñes por un acantilado. Sin pena ni gloria. Por mucho que nos gustara el final de Quadrophenia. O que algunas madres y abuelitas (de buen corazón, sin duda) derramasen sus buenas dosis de lágrimas y mocos viendo saltar al vacío a Thelma y Louise, agarraditas de la mano.

Pero al bueno de Lou nunca le han cuadrado semejantes pasteles. Él tomó la decisión, hace años, de cambiar de rumbo. Y lo hizo sin proclamarlo a pleno pulmón. Ni susurrándoselo a nadie en el oído. Simplemente lo hizo. Y fue quedándose solo. Lentamente… Pero no le importó. Lou es demasiado chulo y engreído, demasiado convencido y consciente de que ese nuevo camino era el mejor camino para coger en estos tiempos que corren (lo sabemos) que se las pelan. Y no inquietarse jamás por pagar ese peaje de quedarse-más-solo-que-la-una.

Y es que hay caminos que o se toman en solitario o es mejor no tomarlos. Y el de Lou, sin duda, es uno de esos caminos sin asfaltar todavía. Escuchar Lulu y entenderéis a qué me refiero. Cuando algún amigo me preguntaba, qué tal está ese último disco de Lou Reed, yo no sabía muy bien qué contestar. Simplemente se me ocurría, es como una patada en los cojones. Respira la mala leche de Lou por los cuatro costados. O te apasiona o lo aborreces. Pero te aseguro que no te deja indiferente.

Claro, la “indiferencia” es, según el catecismo de Lou, el peor pecado que hoy en día se puede cometer. No se castiga ni con tres padrenuestros ni con una temporada en el infierno (como diría Rimbaud) sino con algo mucho peor, y de imprevisibles y funestas (por lo general) consecuencias: con el éxito. Ese éxito que te llena los bolsillos de dinero, que te acaricia zalamero las mejillas y te da inocentes golpecitos en la espalda. Como un buen colega. Pero al que, en el fondo, le gusta verte sumiso, diciendo que sí a todo y formando parte, muy obediente, del espantoso engranaje en el que se ha convertido la cultura (espectacular), el show business, que cada día tiene, desgraciadamente, menos de show y más de business (guarro).

Y no, la pleitesía nunca ha sido el business de Lou. Cuando se olió que las cosas tomaban un rumbo casi catastrófico él radicalizó aún más su propuesta  (he oído su provocador e increíble Walk on the Wild Side en el hilo musical de una oficina del ¡¡Banco Santander!! y he temblado de miedo: ¿adónde nos quiere llevar este mundo donde de todo se hace un negocio?). ¿Tendría alguien en su sano juicio algún otro remedio? Los sonidos de la guitarra de Lou se hicieron más ásperos, casi hirientes, una buena tanda de puñetazos en la boca del estómago. Lou sólo quiere despertarnos. Porque ya no atendemos al sonido del despertador. Es demasiado dulce. Por eso su guitarra suena así. Por eso decidió en su día ponerle  música a El cuervo, de Allan Poe. Por eso nadie entendió que trataba de hacer. Aunque a él seguía sin importarle. Es lo que tienen los caminos solitarios. Y Lou lo ha sabido desde el principio. Una vez que te desvías y coges su ruta no hay marcha atrás. Ni el lobo de Caperucita vendrá a asustarte. En esos caminos no hay nadie. No se ve ni un alma. No hay ni dios.

Por todo esto, claro, nadie se acordó de Lou en los muchos homenajes y conciertos que hubo a cuenta del 11-S.  Por ejemplo. Es más sencillo negociar con el bueno de Bruce (Springteen, se entiende) que con el cascarrabias y solitario Lou Reed. Lou, ¿qué?, preguntaría incluso algún joven promotor especialista más que en conciertos musicales en conciertos económicos, más en la bolsa o la Bolsa que en la vida. Y Lou, ¿qué coño?, preguntaría nuevamente ese joven promotor sintiendo que está haciendo lo que más aborrece de este mundo: perder el tiempo, luego perder dinero. Y, por fin, alguien le aclararía la duda, no importa, uno que fue famoso y que ahora está siempre sólo. Pues ¡que se joda!, respondería el joven promotor, pero, ¿contamos ya con Bruce (Springteen, se entiende), y con Juanes para los latinos, y Beyoncé para que haya de todos los colores? Sí, sí, en eso estoy, contestaría apurado el joven ayudante del joven promotor. Y claro con Lou nadie estaría.

No, nadie no. Yo, sí. Yo sí estaría y estaré siempre con él. Es como un John McEnroe sobre una pista de tenis, o un Mohammed Alí encerrado en un cuadrilátero, o un Salinger escribiendo El guardián entre el centeno y dándose después el piro. O Bobby Fisher. O Jean-Luc Godard. O Tarkovski. O tantos otros que se tiran, cada uno a su manera, por su solitario camino particular. A ninguno de estos ni a Lou les importa un pimiento. Su aire, seguro, que huele más limpio. Y ya tiene 71 tacos. Y un hígado nuevo. Que espero que le haga vivir muchos años. A personas como él siempre se les echa de menos. A los que más. Aunque estén, desde hace mucho tiempo, solos y no oigamos hablar de ellos, ni les veamos durante el prime time en los programas de televisión de más audiencia. Pero cuando no estén, y estoy muy convencido de ello, seremos todos los demás los que nos quedemos un poco más solos. Aunque no lo sepamos.

¡Ah, sí por cierto: la mejor canción del mundo!:

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