sábado, 27 de mayo de 2017

BRANCUSI, FELLINI; QUIÉN DA MÁS


Sobre el arte y el cine (como siempre) contaré otro par de jugosas reflexiones; o ésa es mi intención, por lo menos.

Al arte figurativo, a ese en que con mayores detalles todos nos reconocemos; ese que con todas las distancias que quieran salvarse podría asemejarse a una fotografía, voy a dejarle de lado. Cualquiera está en disposición de reconocer sus grandísimos méritos o, ¿habría que citar, y solo pongo un par de ejemplos, al David, de Miguel Ángel o a Las meninas, de Velázquez?

Pero, ¿qué ocurre con el otro arte, con ese que ya no es tan figurativo?, ¿con el más abstracto? Y esto que escribo se me vino a la cabeza el otro día que tuve la oportunidad de visionar un espléndido documental que daba cuenta de la problemática que suscitó la entrada en los Estados Unidos del Pájaro en el espacio, del escultor rumano Constantin Brancusi.


El caso, resumiéndolo y por no provocar con ello ningún indeseado dolor de cabeza, consistió en lo siguiente. En la aduana norteamericana las obras de arte no estaban sujetas a aranceles, mientras que los productos manufacturados pagaban, religiosamente, sus tasas correspondientes, y cuando las autoridades vieron el Pájaro, de Brancusi, no tuvieron dudas al respecto: aquello era una obra manufacturada y, por lo tanto, debía pagar por entrar en los EEUU.

Brancusi, obviamente, protestó. Su Pájaro era una escultura. Muchos se rieron. (Ahí tenéis la fotografía, por si os apetece opinar). Pero Brancusi insistió. Hasta el punto que su terquedad le llevó a juicio, y el debate saló a la calle: ¿era el Pájaro en el espacio una escultura?
 
Porque entonces todos asociaban el arte con el arte figurativo, y rápidamente respondieron que, por supuesto que no. O ¿dónde coño está el pájaro en este Pájaro en el espacio? Que lo señalaran. Y claro, ninguno lo veía por ninguna parte. Quizás, el pájaro había volado, contestaría seguramente alguno continuando con el cachondeo.
 

Pero Brancusi no desistía por las risas, y continuó defendiéndose. No era mudo el rumano, precisamente. Su pájaro no era ningún pájaro figurativo, faltaría más, sino una representación del vuelo de un pájaro. Luego con esta aparentemente inocua declaración, el escultor pasaba a decir, y a atrincherarse detrás de algo mucho más importante y decisivo: el arte puede describir las ideas, sin dejar por ello de ser arte; ahí teníamos en su obra la idea de un vuelo, por ejemplo, y que la viera quien quisiera verla.


Con ello el arte figurativo, entendido tradicionalmente como el único arte con probados caracteres para ser entendido como tal, pasaba a tener un compañero, opuesto a él en formas y significados, el arte abstracto.
 
Por todo ello la decisión que adoptó el Tribunal americano en 1928 dando la razón a la postura de Brancusi y sus abogados fue de aquéllas que dejan huella: el arte vanguardista, el arte abstracto también merecía ser llamado arte, también merecía pasar a ocupar su lugar correspondiente en los museos y muestras más emblemáticas del mundo entero.
 
34 años después de estas peripecias portuarias le tocó pasar por el torno de los más dogmáticos e intransigentes al cineasta italiano Federico Fellini. En 1962 Fellini rueda su famoso 8 ½. Y la polémica, aunque con otros protagonistas, se reabre: servida en bandeja. ¿Qué demonios es 8 ½?, ¿qué argumento tiene? (los figurativos siempre intentando agarrarse a algo concreto; el Pájaro de Brancusi, ¡34 años después!, no había terminado de convencerles del todo)? Sin reparar en que el argumento de 8 ½ era, precisamente, que no tenía argumento; o, por decirlo más exactamente, que su argumento giraba sobre un director de cine que no tiene un argumento concreto (¡figurativo!) para su próxima y esperadísima película. (Incluso el tráiler, cuyo enlace incluyo aquí abajo, no tiene desperdicio)
 
 
Pero Fellini, el director de verdad de la película, lejos de amedrentarse con estos ataques a su película, a su falta de argumento, a la ausencia de elementos cinematográficamente figurativos donde agarrarse (¡pobres figurativos!), tira para adelante, sin redes que valgan (más elementos figurativos), y rueda su película. Y creo que con un éxito que nadie debería estar en condiciones de poner en duda.
 
Porque si Brancusi, con su Pájaro en el espacio, había abierto al arte a poder ser reflejo del mundo de las ideas (un vuelo, por ejemplo, ¿cómo reflejar un vuelo? Pues así), Fellini con 8 ½ daba un increíble segundo paso y dirigía una película donde no sólo el argumento era el no argumento, sino que la misma idea era la no-idea, con lo que el arte se abre con él a cualquier posibilidad. Con 8 ½ nada queda ya fuera del universo artístico que, desde entonces, puede apelar a argumentos y no-argumentos; en definitiva, ser infinito.

Sí, en el 8 ½ felliniano el ½ es un ½ socarrón e irónico, porque en esa mitad cabe esa totalidad infinita. El arte puede ya tratar sobre cualquier cosa sin pedir permiso por ello a nadie.


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viernes, 5 de mayo de 2017

DIVOS & ESTRELLAS: UN BAILE DE MÁSCARAS

A mí me gustan el cine y la ópera. Y no creo que con esto esté sorprendiendo a nadie. Basta con que echéis un vistazo a las entradas de este blog para comprobar que no miento. Incluso, a veces, tengo la sensación de estar incurriendo con ello en cierta repetición en mis filias aunque, lo juro, siempre trato de ser diferente siendo, mal o bien que me pese, el mismo.

Pero a lo que voy o a lo que hoy quiero ir con estas líneas es a una repetida, ésta sí, discusión que mantienen los buenos aficionados a la ópera. Ninguna opinión desmerece al lado de la otra, pero en demasiadas ocasiones resultan como el agua y el vino, o más exactamente, como el agua y el aceite por aquello de que no desean mezclarse y unos defienden, así, una forma de entender la ópera, mientras los otros se atrincheran detrás de unos parapetos justo enfrente, en el lado contrario.

O dicho de una manera más sencilla. En un extremo de la barricada se situarían los aficionados al bel canto; y en lado contrario, aquellos aficionados que defienden las nuevas y atrevidas puestas en escena, casi por encima del canto, y donde las voces parecen que pasar a un segundo plano, por detrás de esas tremendas y espectaculares puestas en escena.

Y a mí que la otra tarde, un buen amigo, me regaló una representación en vivo de Un ballo in maschera de Verdi, grabada en Viena, con la Filarmónica de esa ciudad, dirigida por un enérgico y magistral Claudio Abbado e interpretada por unos no menos magistrales Pavarotti, Cappuccilli y Lechner, se me ocurrieron un par de cosas que paso ahora a compartir con vosotros, y que espero sirvan para arrojar alguna luz sobre la mencionada disputa que, a veces, resulta más enconada y encendida de lo que a uno le apetecería (ya que estamos con la ópera) escuchar, y dirimir la contienda en tablas, en un empate técnico que no tiene porqué resolverse en una tanda de penaltis, por ejemplo, sino que haríamos muy bien en dejarlo como está: en un justo empate, en un “ni para ti ni para mí”, en un cálido apretón de manos donde cada aficionado reconociera lo méritos del contrario sin dejar, por ello, de apreciar más los méritos propios de su manera de entender la ópera.

Y para todo esto, para resolver la contienda recurro, ¡cómo no!, al cine estableciendo una jugosa comparación entre el belcantismo y la ópera moderna o posmoderna, y el cine clásico y el cine moderno o posmoderno. Y no creo que incurramos con ello en una argumentación baladí, porque los parecidos y diferencias entre una y otra forma de hacer arte, y que nadie venga ahora, saque la cola y mee fuera del tiesto u ose en poner en duda los indudables méritos de ambas expresiones, ya que ambos los tienen, y a raudales, o citemos si me pongo cabezón, la excelente Carmen de Bizet con modernísima puesta en escena de Calixto Bieito, y este espectacular, aunque por otros motivos, baile de máscaras verdiano que sería lo que me ha dado pie para entrar y hablar de todo esto.

Porque, y sigo con las comparaciones, si el cine clásico estaba sustentado en el Star System, la ópera belcantista lo está o lo ha estado (luego veremos hasta qué punto estamos hablando de tiempos pasados o- y perdón por el barbarismo- proustenianamente perdidos) en la figura del Divo, la star particular que canta y embelesa con su voz durante estas representaciones clásicas.

O lo digo también de otra manera, más sucinta si cabe: pienso que, por ejemplo, Clark Gable sería al cine clásico lo que Luciano Pavarotti, por ejemplo también, es a la ópera clásica o belcantista. Y reparemos que en ambos casos la representación, la causa última de que la película o la ópera tengan lugar, está en la estrella, en Clark Gable o en Pavarotti. Ellos son la última o la primera, según desde donde se mire, razón de ser de la película o de la función de ópera, y el resto de elementos que conforman la película o la ópera se moverán y girarán en torno a ellos, situados en el centro como un cálido y reluciente sol, mientras los otros elementos merodearán como satélites a su alrededor, completando así la puesta en escena o la representación, pero asumiendo siempre su papel secundario, su estar al servicio de, su rendir honda pleitesía a la star o al divo. Estos mandan y el resto obedece. Nadie discute su jerarquía. El cine clásico era así. El belcanto era así.

Y sí, ya me habría decantado por el pasado. Escribo “era”. ¿Acaso el cine clásico o la ópera belcantista han desaparecido en estos tiempos nuestros tan modernos o posmodernos, tan líquidos, que diría el recientemente fallecido e imprescindible Bauman?

Aunque no debería extrañarnos tanto que así fuera. La estrella y el divo se imponen al espectáculo, le imponen sus intransferibles modos y ritmos de hacer y de actuar. El espectáculo, de esta forma, lo habríamos dicho ya, les rinde pleitesía: está a su servicio.

O fijémonos para aclararnos en el cine, en una película como Apocalypse Now!, de Francis Ford Coppola. En ella no nos cuesta descubrir que la presencia de una star como Marlon Brandon, en el tercio final de la cinta, ralentiza la película respecto a los momentos en los que él no se encuentra en pantalla. Sus maneras de moverse y de pronunciar sus partes del diálogo, su presencia, su ritmo provocan que la película adquiera otro tiempo, más pausado, más pesado, motivado por el propio arte interpretativo de Brandon. Y lo mismo sucede con las otras estrellas que podríamos incluir dentro de lo que llamamos Star System y que, desde aquí, yo habría relacionado con la esencia que distinguía al cine clásico.

Porque no es casual que, cuando el Star System inicia su declive (por circunstancias que, dada la longitud que pretende tener este artículo, no viene a cuento estudiar ni enumerar), el cine clásico le haga compañía por la cuesta abajo. La desaparición del Star System supone la desaparición del cine clásico, y podemos preguntárselo sino a Hitchcock, o a John Ford, o a Howard Hawks. ¿Qué fue de ellos cuando las verdaderas stars, los Jimmy Stewart, los John Wayne o Cary Grant hicieron mutis por el foro? Y si siguieron trabajando ya nada volvería a ser igual. Su juego favorito no era lo mismo que La fiera de mi niña, Topaz no era lo mismo que La ventana indiscreta ni Siete mujeres lo mismo que La diligencia. Con el declive del star system, con el declive de la star, el cine clásico también inició su particular canto (ya que también hablamos de ópera) del cisne.

Pero no habría que caer con esto en un ejercicio de fútil nostalgia. Eso no nos lleva a ninguna parte. Y, sobre todo, seríamos injustos. Porque las películas sin stars no siempre son peores que las películas con ellas. A mí, y sin salirnos de los casos mencionados, me gusta más Topaz que Atormentada, con Ingrid Bergman, un star como la copa de un pino; y prefiero la misma Siete mujeres que Fort Apache, con el gran John Wayne; o Eldorado, con un Mitchum y Wayne literalmente entablillados y menos stars que nunca, que la sosa versión de Bola de fuego que Hawks rodó en 1941, en pleno apogeo del Star System y de Gary Cooper.

Así que el cine moderno no debe ser peor ni mejor que el clásico. Sólo que aquél se rodaba siguiendo otros patrones. Y ahora el Star System se habría escurrido entre sus 24 fotogramas de celuloide y las películas (modernas) se deben narrar y se las deben ingeniar sin su apoyo y contar, también, de otra manera.

En Europa, siendo generosos y simplificadores, se consagra la política de autores y, con ella, la nueva estrella de la función pasa a ser el director: Wim Wenders, por ejemplo; Paris-Texas, por ejemplo. Y en Hollywood será el espectáculo en-sí-mismo quien ostente la nueva corona de rey de la fiesta. La saga de La guerra de las galaxias, por ejemplo. O Avatar, por ejemplo. Y no nos enredemos ni busquemos, en todo esto, lo mejor o lo peor. Las películas sólo son distintas.

Y apliquemos, ahora, estas enseñanzas cinematográficas a la ópera. Y donde escribimos cine clásico, escribamos bel canto, y donde escribimos stars, escribamos ahora, divos, y donde dijimos cine moderno, digamos ya, ópera moderna.

Y podríamos repetir, casi punto por punto, la secuencia establecida para el cine. ¿O no condiciona la propia presencia sobre el escenario del divo la propia sustancia de la ópera, del mismo modo que Brandon condicionaba los últimos minutos de Apocalipse Now!? Fijaos que en el clip (Ma se m´é forza) que os dejo aquí abajo, correspondiente al ballo in maschera: Pavarotti, después de una de sus incomparables arias, detiene la función, y los aplausos llenan el coliseo durante uno, dos, o los minutos que hagan falta, para que el divo reciba, de esa forma, el agradecimiento que se merece, pegándose el más gratificante baño de enfervorizados y exaltados bravi.

Y lo que decíamos antes, hablando de cine y hablando de las stars, lo repetiríamos ahora: el divo condiciona con su arte la función de ópera. Pavarotti condiciona Un ballo in maschera. El divo siempre por encima de todo. ¿Cómo no iba a estarlo, entonces, por encima del mismísimo Verdi (el caso que toca) o del mismísimo ballo? Cuando recibe los aplausos después de la última nota del aria, Pavarotti ya no es sólo un excelso cantante (como tampoco Cary Grant, Jimmy Stewart, Cooper o Brandon eran sólo excelsos actores), sino que representa esa cualidad, ese increíble talento que está más allá de su propia persona y del que se ha hecho acreedor; Dios sabrá por qué, pero a él le ha tocado el Gordo de la Primitiva.
 
Por eso, y termino, me gusta pensar que cuando Pavarotti escucha los aplausos, el agradecimiento es un agradecimiento doble. Tal vez por eso la duración de los aplausos se prolongue durante tanto tiempo. El público agradece a Pavarotti la magnífica interpretación del aria y, por otro lado, es como si el propio Pavarotti, con su gesto humilde y recogido, agradeciera… a la divinidad, ¿por qué, no?, y esté donde esté, que le haya regalado semejante (e intransferible, sí) don.

Después los aplausos con lo que se premia al elenco completo, al final de la representación, son siempre menos estruendosos, y más breves. Y es normal. Sin duda, que asistir en vivo al milagro de la voz única del divo, de Pavarotti en nuestro caso, se merece una mayor admiración. No deja de ser uno de los pocos casos es lo que vemos a Dios haciendo de las suyas por este mundo; o cuando asistimos al momento en que Cary Grant descubre que la mujer inválida, en el segundo Tú y yo, de McCarey, es la misma Deborah Kerr de la que está enamorado: otro de esos instantes que nos indican que este Dios rara vez sabe estarse quieto. Nosotros, en esta época posmoderna, sólo pedimos que no se canse y continúe así.
 
 

 
 
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