sábado, 30 de noviembre de 2019

KORNGOLD, EL ARQUERO DE SHERWOOD

Hay personas y artistas por las que siento una especial debilidad, me resultan entrañables. Hablando de música citaría al gran, desconocido e infravalorado Nino Rota (sí, el del padrino, pero también el de cualquiera de sus tres excelentes Sinfonías) y, justo a su lado, también le haría dar un paso al frente, a Korngold, quizás más (o por ahí, por ahí…) desconocido e infravalorado aún que el músico italiano y por motivos que se antojan muy similares: haber compaginado la todo santa-música-clásica compuesta para salas de conciertos, con la música de cine compuesta para escucharse mientras se está viendo tranquilamente una película. Y esto, por lo visto, para los grandes popes “clásicos” resulta algo imperdonable. Y si además en esa otra actividad musical se tiene éxito y se ganan unas buenas perras ya ni te cuento. Como si el gran músico debiera ser siempre pobre de solemnidad, sufrido o muy sufrido, atormentado o muy atormentado, con una desgraciadísima vida personal, y afecto a todas las calamidades que a un ser humano le pueden caer encima.


Pero Korngold no fue así. Nace en 1897 en Brno, por entonces parte del Imperio Austrohúngaro, en el seno de una familia, más o menos, acomodada, y durante su infancia goza del fervor de sus contemporáneos que ven en él a un nuevo niño prodigio, ¡el nuevo Mozart! Casi nada al aparato. Aunque, como tantas veces suele pasar, su vida pronto se torcería. Primero, aunque parezca mentira, con la llamada de Hollywood para que arreglara la partitura de El sueño de una noche de verano, de Mendelsshon en la bonita adaptación para el cinematógrafo que en 1935 realizaría William Dieterlie. Y escribo “aunque parezca mentira” porque Korngold se sintió tan a gusto con la experiencia que, entre la amenazadora subida al poder de Hitler y las perspectivas que le pintaba la Meca del Cine, decide quedarse y continuar con su labor como compositor de bandas sonoras. ¡Horror!, pensarían muchos de esos finitos y estirados oídos clásicos. Éste no es uno de los nuestros, añadirían también después, no sufre, ni se atormenta, ni es cojo, mudo, ni sordo. ¡Horror, sí, un músico normal! ¡Y además, esperad un segundo, ha ganado 2 Oscar por hacer musiquillas para películas y vive en una situación totalmente desahogada[1] Vade retro! Y sentenciarían, con este tipo de “afortunados” no queremos tener ninguna relación. Y así fue. Korngold al cubo de la basura de las salas y de los programas clásicos de música.



Pero, ¿quién se había molestado en escuchar, seriamente, su excelente score para Robin Hood, por ejemplo? Seguramente ni pitxitxi. Y menos aún cualquiera de esos grandes directores que dirigían desde el podio a las más renombradas orquestas europeas. Así que, ¿Korngold?, ¿quién coño es Korngold?, ¿uno que fue niño prodigio?, ¿de qué niño me estás hablando, y de qué prodigio? Por eso cuando, terminada la guerra, Korngold vuelve a Europa, Europa ni se digna a mirarle. Enseña los Oscar y todos esos endomingados y puristas de la música clásica le dan la espalda y ya, entonces, no le queda más remedio que ahuecar el ala y volver, abatido, a las Américas, a Hollywood donde compone un par de bandas sonoras más, unas melancólicas variaciones para orquesta y un sentido homenaje a Johann Strauss hijo. Después, como a todos nos pasará algún día, Erich Wolfgang Korngold muere a la edad de 60 años en 1957.



Y para mí al que la injusticia siempre le ha “tocado” y que aún me “toca” y que el cine, ¡cómo no!, también lo ha hecho y lo hace, Korngold sí que es uno de los míos. Cosa en la que me reafirmo cuando escucho sus trabajos para la gran pantalla (como esta Suite de Robin Hood que he dejado arriba) y que hicieron que la música de cine cobrara un valor con el que hasta entonces ni soñaba tener, tal y como lo han reconocido Leonard Bernstein o el mismo John la guerra de las galaxias Williams. Y en la que aún me reafirmaría, más si cabe, cuando oigo sus composiciones para orquesta: su bellísimo Concierto para violín, por ejemplo, o su increíble ópera La ciudad muerta, donde se incluye el aria Gluck, das mir verblieb (arriba también), y que es de lo más conmovedor que estas orejas (las mías) han tenido ocasión de escuchar.



[1] El bueno de Korngold los ganaría por Anthony Adverse (1935) y por Las aventuras de Robin Hood (1938) con Errol Flynn.
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