lunes, 24 de diciembre de 2018

STANLEY KUBRICK Y ERNESTO CARDENAL: EL TANGO NO HA MUERTO


Y termino el año. Y si entendemos bien las consignas de Kubrick y Ernesto Cardenal expuestas en la entrada del 8 de diciembre Stanley Kubrick y Ernesto Cardenal chocan esos cinco, habrá que colegir que universo = danza (sí, la misma dantza de la bonita película de Telmo Esnal), o sea, que mientras el universo exista, la danza, la música también existirán, y esto debería incluir al tango. Luego habría que rectificar el apocalíptico titular EL TANGO HA MUERTO, con el que tan alegremente me hice eco del fallecimiento de Bernardo Bertolucci (el 26N), porque el tango continuará vivito y coleando mientras este universo, en perpetua expansión, siga cubriendo nuestras cabezas…

Lo que bien mirado tampoco debiera extrañarnos mucho, porque El último tango en París continúa siendo una película de-moda, una obra de actualidad como lo es todo aquello que ha devenido clásico y que trate de algo infinito, de la unión eterna, por ejemplo, de la pareja, del 1+1 igual a 1, y más aún, con la ambición psicoanalítica con la que Bertolucci aborda el tema. Y con apenas 30 años, como los casi-30 con los que también Coppola rodaba, por aquellas mismas fechas, su Padrino. ¡Ésos, digo yo, son 30 años bien aprovechados! Y lo escribo mirando, bien de frente, a los 30añeros que en la actualidad pululan a nuestros alrededores, más despistados y pretenciosos de lo que nunca los “viejales de turno” pudiéramos haber imaginado.

Pero además, y dejando al margen el divague y yendo a lo que quiero ir, sigo viendo la estela de Ernesto Cardenal en el tango de Bertolucci. ¿O no nos habla su película sobre esa unión, sobre la pareja en todas sus dimensiones? Primero, como pareja anticonvencional. Como hombre y mujer, hombre maduro y jovencita que se reúnen en un apartamento vacío para estar juntos, sin nombres propios, sin pasado ni futuro conocidos, incluso antes que las palabras existan, como sucede en la secuencia en que el hombre y la joven se comunican meramente a través de chillidos y graznidos animales.

Así, el apartamento (vacío) del Tango vendría a simbolizar ese mundo primigenio del ser humano, ese mundo anterior al mundo civilizado: el útero materno. No es casualidad que el hombre y la joven accedan, por primera vez, a sus cuatro paredes y suelo desnudos tras ascender directa y verticalmente a su interior desde la cápsula-ascensor que se sitúa en el centro del portal.

Esto es, el mundo primigenio del interior contrapuesto al mundo convencional del exterior donde el hombre tiene una historia repleta de pequeños sucedidos, donde ha sufrido, recientemente, la terrible tragedia del suicidio de su mujer, donde ha descubierto que esa mujer tenía un amante, y donde la joven tiene, por su parte, un novio empeñado en filmarla allá por donde va, haciendo lo que haga… ¿No es en esto también el tango premonitorio de la actual obsesión de la juventud, sobre todo, por grabar o fotografiar cualquier cosa que nos esté ocurriendo y en la que estemos implicados por insulsa que ésta sea?

Pero esto que acontece en el exterior del útero-apartamento es el mundo civilizado, el mundo convencional con el que nos enredamos todos los días y con el que el hombre, llamémosle Paul, quiere romper a partir de la relación que desea establecer, empezando desde cero, desde el punto primigenio con una joven desconocida, llamémosla Jean. Y la tragedia, porque el Tango es una tragedia, sobreviene cuando ese mundo primigenio se trunca, derrotado por el mundo civilizado. Y Jean acepta la oferta de matrimonio de su joven pretendiente. O sea, el matrimonio, el amor convencional. Y Paul se rebela. O sea, los celos, el des-amor convencional. Y no quiere que Jean le abandone. Y la sigue por las calles de París, y la retiene en una sala donde se celebra un concurso de tangos. O sea, el baile ahora, el baile convencional o, ¿habría algo más convencional, hablando de bailes, de parejas, de uniones cardenales que un hombre y una mujer bailando un tango, ejecutando sus mecánicos y rígidos movimientos?
 

Por eso, después del tango, a la película, y a Paul y Jean con ella, sólo le queda la muerte. Paul persigue hasta su casa a Jean y allí ella le dispara con un revólver (el que éste sea la pistola de su padre muerto, y el que Paul se haya colocado, previamente, sobre su cabeza el quepis que el padre usaba cuando vivía y guerreaba, no dejan de ser otra de esas secuelas psicoanalíticas tan caras a Bertolucci). Paul avanzará hasta el balcón y allí se derrumba en el suelo, arrullado, sí, arrullado como un recién nacido que nunca debió salir de aquel apartamento primigenio, que nunca debió… ¿nacer?
 

Aunque, por lo que nos cuenta Bertolucci con su Tango, éste sea un deseo imposible. Sí, la civilización, como un caníbal insaciable e inevitable, siempre terminará ganando la partida contra la frágil inocencia primigenia.

Y Jean, mientras Paul yace muerto, no dejará de repetir como una letanía la falsa historia con la que, posiblemente, se defenderá cuando la Policía la interrogue (cito de memoria): no le conozco…, empezó a seguirme de repente…, no le conozco…, entró en mi casa…, yo tengo un revólver de mi padre…, no le conozco… ¿Querrá Bertolucci significar con esto, colocado en el final del Tango, el triunfo de la ficción, más allá de cualquier mundo primigenio y/o convencional? Sí, si alguien me pidiera una opinión yo contestaría que sí y me quedaría con la ficción pura y dura. Creo, incluso, que es lo que a Bertolucci, como cineasta y como artista, más le debe interesar.  

Y acabo ya con Cardenal, para que el título de la entrada se entienda, con un extracto de su Cántiga 35 del Cántico cósmico, y escribo en negrita y mayúsculas, que se me perdone la falta de modestia, algunas claves que muestran los paralelismos entre la poesía del nicaragüense y la película del italiano (en lo que a Paul se refiere, por ejemplo), y algunas otras cosas que, tal vez, nos hagan pensar un poco sobre nosotros y sobre nuestros mundos, en plural, convencionales o primigenios:

(…)
(PAUL EN EL APARTAMENTO, EN EL MUNDO PRIMIGENIO)
Feto libre, feliz como pez, en el líquido amniótico,
flotabas sin orillas, sin tropezar con límites,
pero al ir creciendo te vas sintiendo en un encierro,
el vasto océano queda hecho una estrecha cueva,
donde se choca con paredes que rechazan,
el cuerpo se dobla cuanto puede, se enrolla, se acurruca,
bajo el oleaje que lo mece y lo mece más y más,
ya no se nada en un agua tranquila,
el último mes es el de las mareas más fuertes, las olas
son ya tempestad, algo que te ahoga, te hunde hacia abajo,
aterrado te acurrucas más, el agua te arroja ¿adónde? (PAUL EN EL EXTERIOR DEL APARTAMENTO, EN EL MUNDO CIVILIZADO) A la boca de la muerte,
adonde ya no hay agua, ya no hay cueva, sólo el vacío,
el caos, la nada, el frío de afuera,
se ha salido a la luz.
Se es libre. Pero ya no como pez. (PAUL MUERTO EN EL BALCÓN DE JEAN) Enrollado todavía,
acurrucado, los ojos cerrados, deseando volver
a las ciegas profundidades donde se estaba metido.
Pero no será tu último llanto ni tu última muerte
porque hay más nacimientos. Todo crecimiento
es doloroso, porque el crecimiento es nacimiento
y por lo tanto muerte, y por lo tanto llanto.
Aprenderás también que toda muerte es nacimiento,
y que el hombre tiene que nacer y nacer
hasta ser el hombre completo.
Y saldrás de este cosmos para nacer en otro.

 
¡¡Ah, sí, y ya puestos que no se me olvide: FELIZ NAVIDAD Y AÑO!!
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sábado, 8 de diciembre de 2018

STANLEY KUBRICK Y ERNESTO CARDENAL CHOCAN ESOS CINCO


Sabido es que en este 2018 se están celebrando los 50 años del estreno de 2001: una odisea en el espacio, la película de Stanley Kubrick que cambió los caminos por donde hasta entonces se había movido la Ciencia Ficción cinematográfica, y que abrió nuevas y enormes posibilidades (aún no agotadas) para el futuro del género. Pero esto lo sabe casi todo pitxitxi.

Aunque también pienso que si la película gusta más o menos, o es considerada más o menos buena es, en este caso, y valga la redundancia, lo de menos, porque lo que de verdad importa, o lo que de verdad me importa a mí, es que el género, desde 2001, ya no volverá a ser el mismo, ni podrá seguir siendo considerado por la sesuda crítica un género, sí, pero menor. Y creo que sólo por esto ya podríamos anotar un buen tanto en favor de Kubrick, y de su 2001: haber hecho que el género sacara pecho, se pusiera de puntillas y creciera lo suficiente y necesario para hacerse por fin mayor. Y todo esto, ¡qué duda cabe!, siempre tiene su gran mérito sin importar tanto, y valga otra redundancia, los méritos o deméritos de la cinta en cuestión.
 

Pero es que además Kubrick, contando con la oposición y las puyas de una parte de esa sesuda crítica, se atrevió a prescindir, durante el montaje, de un músico del prestigio de Alex North para componer la banda sonora de su película y utilizar, en su lugar, extractos de conocidas piezas musicales clásicas. Así, por ejemplo, lo hizo con el archipopular Danubio Azul de Johann Strauss para alguna emblemática secuencia. Y al decidirse por esta opción, y he aquí lo que me interesa, la secuencia en cuestión, localizada en el espacio infinito, en el cosmos, con la nave espacial girando y bailando frente a la Tierra, tiende una mano, un choca esos cinco, al extraordinario e increíble Cántico cósmico del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal con el que estoy alucinando durante estos días.

Porque para Cardenal el cosmos, el universo en su totalidad, la vida es, sobre todo, unión, amor, armonía, y también música y danza. Así lo transcribe en muchas de las cántigas que componen su Cántico. Porque, sin ir muy lejos y sin atosigar al personal, podemos leer en la que hace la nº20:
(…)
La materia en formación tuvo una música
y su eco son los cantos de las ballenas en el fondo del mar
o los Cuartetos de Beethoven.
(…)
Animales y plantas, todos
nosotros del mismo antepasado microscópico.
Somos notas de la misma música.
(…)
Sinfonía del universo.
La creación es un canto.
La creación que no ha terminado todavía.
(…)
“Si nuestros ojos fueran más perfectos veríamos los átomos cantar”.
El protón dicen que parece una fuga de Bach.

O en la 30:
(…)
Newton vio lo que unía
a la manzana, a la tierra y a la luna.
La danza de la energía.
(…)
Materia terrestre y materia celeste con Newton
fueron la misma.
Los movimientos de la luna y los planetas:
los de las manzanas.

Y entonces cuando la nave espacial gira y baila a los sones del Danubio en el espacio bajo la atenta mirada de La Tierra me retrotraigo (¡incluso- ver el clip- la estilográfica, como una mini-nave, baila en el interior de la nave mayor y los pasitos de la azafata sobre la moqueta también son baile!), me retrotraigo, digo, a estos versos de Ernesto y pienso que una vez más, y ya irían unas cuantas, el director estadounidense se junta en sus películas con la Cultura mayúscula, con la Cultura que a todos nos compete e incluye; hace medio siglo con 2001, unos años después con Barry Lyndon, siempre con genio y con ideas singulares e inagotables; ideas que tienen, en este caso, en 2001 al cosmos como protagonista, como gigantesca pista de baile donde los danzantes, estos son, los planetas, estrellas, galaxias, nosotros mismos sabemos guardar las distancias, flirteamos, nos juntamos y nos separamos para volvernos a unir y componer, de esta forma, ese imponente mosaico de formas, de luces y sombras, de ritmos silenciosos que nos hacen quedarnos con la boca abierta cada vez que miramos hacia arriba y vemos una estrella que, es un decir, se encuentra a 11 mil años luz de nosotros; o sea, a un porrón de kilómetros de distancia, teniendo en cuenta que un Año luz sería la distancia que recorre la luz en un año; o sea, e intento no atragantarme, ¡9,46 x 10 elevado a la 12ª potencia kms!


Sin duda, el cosmos como discotecón, como pista de baile de proporciones descomunales en el que todos y todo estamos re-unidos y movemos el esqueleto (por la fuerza de la gravedad, claro). Kubrick y Cardenal lo sabían. Y 2001, El Danubio Azul y el Cántico cósmico nos lo enseñan.


Fijaos, por último, que sólo el súper computador Hal-9000 no mueve, no menea sus huesos metálicos. Y así le luce el pelo: muere. Y a nosotros y, sobre todo, al astronauta David Bowman, con sus increíbles peripecias por salvar el pescuezo, casi nos arruina la película.



 
 
 

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lunes, 26 de noviembre de 2018

EL TANGO HA MUERTO

Hoy es un mal día para el tango. Lo fue cuando Gardel murió, pero a esa pérdida ya nos hemos ido acostumbrando. Pero a partir de hoy tendremos que acostumbrarnos a otra. Bernardo Bertolucci también nos ha dejado, y para muchos de nosotros su tango, el último que se escuchó en París, formará siempre parte de nuestra pequeña historia, de nuestra pequeña educación sentimental, con el permiso de Flaubert.

Porque El último tango...  de Bertolucci, mucho más allá que otras películas suyas (para mí siempre será la mejor, la más entrañable y sentida, la que a Bernardo le salió desde las más honda de sus entrañas) supuso una auténtica llamada de atención, una llamada que nos comunicaba que el cine también podía ser eso: algo nunca visto hasta entonces, como el personaje de Marlon Brandon, como ese Paul desesperado y desquiciado era también algo que, hasta el día de su estreno, no se había visto nunca sobre una pantalla de cine.

Después han ocurrido muchas otras cosas, gracias a Dios, pero El último tango en París, con Bernardo, con Marlon, con Maria, con el malogrado Gato, y su excelente banda sonora (ahí os va un enlace), siempre estará ahí, mientras que las otras "muchas cosas" pasarán de largo y apenas si sentiremos con su ausencia aquel mismo latigazo que experimentamos desde que vimos a Paul, en los minutos iniciales de la película, gritando mientras se tapaba los oídos bajo el paso elevado del tren; un grito que es todavía el grito de todos nosotros, el grito de nuestros tiempos, el grito de estos ruidosos tiempos que tanto nos cuestan comprender y que, a menudo, nos dejan perplejos, con el corazón metido en un puño...

 




 
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jueves, 1 de noviembre de 2018

UN PIS FUERA DEL TIESTO: LOS HERMANOS MALASOMBRA

Me acuerdo de cosas. Tengo por el cuello a la nostalgia pero aún me acuerdo de algunas cosas. Me acuerdo, por ejemplo, de aquellos Hermanos Malasombra que salían en un viejo programa de TVE que se llamaba Los Chiritipiflaúticos, junto a Valentina, al Capitán Tam-Tam, Locomotoro, y otros personajes ilustres y delirantes que nos distrajeron la infancia, y de los que hoy apenas unos cincuentones tenemos recuerdo.

Pero lo dicho: la nostalgia no va conmigo. La nostalgia me parece un “apalancón”. Que haciéndonos sentir a gusto, no nos permite, traidoramente, tirar para adelante. Y esto es peligroso. La nostalgia casa bien con aquello que escribía Manrique en la Coplas a la muerte de su padre, “cualquier tiempo pasado fue mejor” pero yo, si me quedo con algo, es con la letra y con el disfrute del poema. Y punto. Porque discrepo con el espíritu del verso.

Y así recuerdo a Los Chiritipiflaúticos y a los Hermanos Malasombra. Y a estos últimos, en concreto, que son a quienes quiero ir a parar. Porque me hacen pensar (que no añorar, ¡horror!). Y pensar que sus personajes, sus cachondeos y chuflas hoy ya no serían posibles. O si lo fueran, se echaría del escenario, o de la pantalla de TV, a los dos brothers con una patada en el culo, por inoportunos.

Porque que alguien cante en 2018 aquello que cantaban los Hermanos de, somos los hermanos Malasombra, somos malos de verdad, somos como una espina, que solo sabe pinchar y más malos que la quina, quedaría, no ya como una tonadilla anacrónica, sino como una bravuconada que no vendría a cuento, muy lejos de las pretensiones originales de resultar una gracieta más o menos amable y divertida.

Porque para cantar eso de malos de verdad, y que una gran mayoría de este país se tronche de risa, hace falta, además de una considerable dosis de ingenuidad, creer, a pies juntillas, que la bondad, como reverso de la maldad, no solo es posible sino que es amplia mayoría, y que gana a la maldad por una abultadísima goleada. Y entonces, sí, la maldad hecha minoría, hecha, por lo tanto, excepción, sí que puede resultar tema para la sorna, asunto para tomárselo a sano pitorreo. Esta excepción del malo que presume de maldad, de los Hermanos Malasombra, más malos que la quina, en cuanto que sería excepción a la regla (bondadosa), nos movería, como nos movía, a la risa.

Porque el chiste está siempre en la excepción, excepcionalmente. Aquello que contaba Woody Allen sobre el hombre que va al médico y le cuenta que su mujer se cree una gallina. Y el médico le dice que venga con ella a la consulta y que lo arreglará. Y entonces el hombre le responde que no es tan fácil: que él también quiere los huevos... Esto es, la excepcionalidad de la mujer que se cree una gallina. Y la excepcionalidad del marido que no quiere quedarse sin los huevos. La excepcionalidad...

Pero hete aquí que hoy, cuando la tortilla se ha volteado y los malos han girado el partido y el resultado, y son, ahora, ellos los que ganan por goleada a los buenos, la maldad ya no es la excepción sino la regla (malévola), y la presunción de maldad, de la que hacían gala los Hermanos Malasombra queda como una chirigota más pasada que las pinturas de las cuevas de Altamira.

Sí, claro, los malos-malotes (soy muy malo, ¡pues yo más y pongo esta cara de malísimo!) o los malos reincidentes o los que trincan y engañan, o los que falsean documentos públicos o expedientes académicos, o los que se abren cuentas en Suiza o en cualquier paraíso fiscal que toque y alimentan sus saldos con lo que pueden escamotear a tantos ingenuos, los que matan incluso, han dejado de ser una excepción y se han convertido en esa regla malévola, en los verdaderos signos de los tiempos que corren.

Y entonces cuando vemos esos decorados en blanco y negro, de cartón piedra, y a los Hermanos Malasombra cantando su letanía pienso, ¡cómo hemos cambiado! Pero lo pienso sin gota de añoranza y sí como un flagrante ejemplo de cómo está, desgraciadamente, el patio y los trapos que cuelgan en él. Nada de ingenuidad, ni de bonhomía y sí mucha mala leche, venganzas y unas ganas inmensas de medrar, de tener a toda costa más “ceros” en la cuenta corriente que el vecino, de ser más listo que el pobre ingenuo, de sabérselas todas, de presumir de que aquí estoy yo en un yate de nosécuántosmiles de euros, tostándome al sol en una remotísima y paradisíaca playa, sin haber dado ni clavo pero habiendo estafado a cuantos más y cuanto más, mejor.

Y descarao. En este orden de cosas, presumir hoy de malo, o de ser uno de los que se ríen con los Hermanos Malasombra, sería como… presumir de guapo o guapa en un desfile de modelos: una chorrada: un pis fuera del tiesto.
 

 
 
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miércoles, 10 de octubre de 2018

LEBRON Y LOS LAKERS: EL ELEGIDO Y LOS ÁNGELES

Para Alfonso,
que está atravesando su particular 11-S
 
Ahora que la pretemporada del nuevo curso de la NBA ya ha comenzado, yo voy y me descuelgo con estas reflexiones que espero que nos lleven, al final del camino, a hablar de la mencionada NBA.

Porque salgo (¡toma ya!) desde Las conversaciones con Goethe, el libro que J.P. Eckermann escribió sobre los últimos años de vida del gran escritor alemán, y que tan fascinante me ha resultado (bien que decía Nietzsche que le parecía la mejor obra escrita en lengua germana) y, sobre todo (por lo no previsible), por las dudas que me ha aclarado sobre el alucinante ascenso al poder de Adolf Hitler, sobre la 2ª Guerra Mundial, el Holocausto judío y todas esas barbaridades que cientos de documentales, películas y entrevistas dedicadas al tema, nos cuentan casi a diario.
 
Pero continuo. Y me refiero entonces a la figura del Daimon, sobre la que Goethe habla largo y tendido en estas conversaciones, y sobre la que no puede dejar de manifestar su admiración y que, además, me ha respondido a alguna de esas preguntas-sin-respuesta que me han rondado desde siempre por la cabeza, como esa por la que me he preguntado en el párrafo anterior; o sea, ¿cómo fue posible que un país tan civilizado como Alemania desencadenara las monstruosidades que desembocaron en los crematorios de Auswitz y de tantos otros lugares de infausto recuerdo?

Y es que el Daimon sobre el que Goethe escribe viene a ser una persona que aparece sobre la faz de esta Tierra cada cierto número de años, investido con una serie de particularidades que lo hacen vivir casi al margen del resto de los mortales, diferentes y geniales en su singularidad, enérgicos, impulsivos, dioses y demonios a partes iguales pero, en el fondo, una manifestación de que una divinidad “vigila” todos nuestros movimientos y nos envía, de vez en cuando, a uno de estos Daimon, situados más allá del bien y del mal (Nietzsche, again!), para hacernos ver a nosotros, vulgares mortales, lo que es capaz de realizar.
 
Os pongo algunos ejemplos. Por ejemplo, el Daimon por antonomasia para Goethe fue Napoleón Bonaparte. y es que a pesar de las guerras y muertes que provocó, su figura no podía dejar de asombrarle: su juventud, su osadía, su energía, su capacidad de generar empatías y entregas totales a su persona, su visión de futuro, su ánimo de alterar el curso de la Historia … Otro Daimon para el escritor alemán sería, sin duda, Mozart que con sólo 5 años ya componía música y daba sus primeros conciertos, o Lord Byron y su personalísima poesía. Son, sin duda, todos ellos personajes tocados por la varita del genio, singulares en su genialidad y que, normalmente, gozan de muy pocos años de vida, ya que sus años son, realmente, años que valen el doble o el triple que los normales, años vividos sin desperdicio, a tope para, rápidamente (no pueden esperar), alcanzan sus objetivos, aquello para lo que fueron depositados en la Tierra... y, rápidamente, morir a continuación. Napoleón lo hizo con 52 años, Lord Byron, con 36 años, Mozart, 35, ¿nos acordamos del “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”, de Nick Ray?.

Ellos serían los elegidos… que mueven con sus ideas al resto de una Humanidad que, por momentos, parece dormida. Son los elegidos a los que debe rendirse la merecida admiración, a pesar de no coincidir con ellos en muchas de sus acciones, pero a los que nunca puede negarse esa singularidad de la que se hayan investidos: únicos en medio de la masa.

Goethe lo sentía de esta manera y, durante sus últimos años, no dejaba de añorar la próxima venida de uno de estos elegidos que sacudiría a la futura Alemania, y al Mundo, ¿porqué, no?, del letargo y de la apatía política y artística en la que se hallaba sumido malgré lui; ¿tal vez, y por desgracia en este caso, hablaría del próximo Führer? Aunque yo prefiero mirar con las lentes más cortas y pensar en Richard Wagner, ese músico que puso banda sonora al despertar alemán.

Y todo esto se me habría ocurrido mientras leía esas bonitas conversaciones de Eckermann y veía a Lebron James, ¡sí, a Lebron por fin!, con su desgarro ocular, enfrentándose a los Warriors de Oakland durante las últimas finales de la NBA.

Porque Lebron es uno de esos Daimon de los que hablaba Goethe. Estoy seguro. Más allá del bien y del mal. De los odios y simpatías. Y si para muestra de cómo se las gastan estos Daimon valiera un botón, recuerdo que, antes de uno de esos decisivos partidos finales, con los calambres, con el ojo como un tomate (¿vería algo por él?... Pero para un Daimon eso es simple cosquilleo), Lebron habló con su entrenador. Tú preocúpate sólo, le dijo, por los cuatro jugadores que saltarán a la pista conmigo porque yo voy a jugar todo el partido.  Así son los Daimon. Y LeBron lo es. Sabía que la Final estaba perdida como Waterloo lo estuvo para Napoleón, pero no podía actuar de otra manera. Sólo al Destino se rinden estos Daimon rendirse. Pero a su propio Destino.

Y por cierto, esta temporada Lebron jugará con los Lakers de Los Angeles. Sí, el elegido y los ángeles, una mezcla de la que no pienso perderme ni un sorbito.
 

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jueves, 20 de septiembre de 2018

CHARLES LLOYD & SILVIO RODRÍGUEZ: LA MÚSICA PELIGROSA


Para Tintxo, por supuesto
Charles Lloyd, es un músico de jazz nacido en Memphis en 1938. Y yo lo cuento entre los grandes porque su figura y talento no se han casado nunca con nadie, y es peligroso. Esto último es fundamental: la música debe ser también peligrosa (¡¿por dónde andas Juan Querol?!), debe despertar conciencias y hacerlo con un bofetón, si es necesario. Quizás no guste a la primera escucha. Esto es parte de su peligrosidad, porque estaros seguros que cuando a la 2ª o 3ª os vaya atrapando, estaréis perdidos. Ya nunca volveréis a ser los mismos. Y eso es lo mejor de todo. Porque el cambio es algo inherente a nuestro mundo, a la materia que con la que se construye. Sólo los malos no cambian. Los que se agarran a lo que ya tienen y se quedan para siempre iguales. Yo creo que estos son los verdaderos traidores, los parásitos a los que se refiere Ernesto Cardenal, los que desprecian lo más noble de la naturaleza humana: el cambio, el progreso...

Y os dejo, para muestra un botón, con Twin Pearls, el temazo que Charles Lloyd grabó en 1967 con Keith Jarrett ¡al saxo soprano!, él mismo al tenor, Jack De Johnette a la batera y Ron McClure al contrabajo. Y al lorito, ¡peligro por los cuatro costados!…
Y añado, para completar la pareja (más "&"), la increíble versión, que un buen amigo me ha encontrado y que Charles Lloyd realizo más de 20 años después, de la bonita Rabo de nube, la canción de Silvio Rodríguez, otra alma con goma2 en los dedos, e imprescindible en estos años musicalmente tan dados al bostezo, a la MTV, a lo mismo-de-siempre. Sí, no podía haber ocurrido de otra manera: Charles Lloyd  y Silvio Rodríguez, dos perlas gemelas y muy peligrosas.


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martes, 4 de septiembre de 2018

BERNSTEIN & KARAJAN, PARECIDOS RAZONABLES


El pasado 25 de agosto se cumplieron los 100 años del nacimiento de Leonard Bernstein, posiblemente el compositor americano más famoso de todos los tiempos (en lo que a la música clásica se refiere no tendría duda alguna al respecto). Pero Lenny, como era conocido entre sus amigos y amigas, no fue un grandísimo pianista. Ni un grandísimo director de orquesta. Ni tan siquiera un grandísimo compositor. En su época, en cada una de las categorías que he mencionado, hubo músicos mejores músicos que él. Seguramente no demasiados, pero sí algunos. Pero en lo que ninguno habría podido superarle, ni siquiera acercársele a los talones, fue en popularidad.

Y es que Bernstein no paraba quieto. En todos los sentidos. Era el prototipo de americano hecho para comerse el mundo y no dejar ni una miga sobre el mantel. Nada parecía detenerle y desbordaba una vitalidad que transmitió tanto a las orquestas a las que tuvo que dirigir, como a los hombres y mujeres que se cruzaron por su vida, que no fueron pocos ni anónimos.

Al final, sin embargo, como nos ocurrirá, tarde o temprano, a todos los mortales, Lenny murió. Tenía 72 años. Era un otoñal 14 de octubre de 1990. Y expiró en su residencia de Nueva York, en el mítico (también este inmueble lo es) edificio Dakota (¿no se cargaron ahí a John Lennon?, ¿no rodó también ahí Polanski su semilla del diablo hace hoy justo medio siglo?- que el que quiera lea la crítica en la entrada grandes películas, pequeñas críticas). Desde entonces, desde que Lenny no está entre nosotros, la partitura de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler, uno de sus autores favoritos, descansa junto a su cuerpo: una buena compañía para emprender ese siempre enigmático viaje a la eternidad.

Aunque si estoy escribiendo sobre Bernstein lo hago, además de por los obvios motivos de su centenario, por otra circunstancia en la que, tal vez, no todo el mundo haya reparado. Y es que pienso que Bermstein se presentó al mundo musical, y al mundo en general, como un alter ego, eso sí, con todas las diferencias que quisiéramos atribuirle, al también mítico Herbert von Karajan. Yo, por lo menos, siempre les he encontrado físicamente parecidos, aunque personal y musicalmente siempre se posicionaran en las antípodas el uno del otro. Si uno era blanco, por decir algo, el otro negro. Si Karajan era un espíritu teutón: serio, distante, arrogante (¿no afirmó aquello de que cuando muriera no se le enterrara, porque si Jesús resucitó al tercer día él no esperaría tanto?), Bernstein era más popular, cercano, casi “de andar por casa”: puro estilo “Gran Manzana”. Y si Bernstein reinó en América, Karajan lo hizo en Europa. Karajan, más volcado en las grabaciones discográficas, Bernstein, más (¡cómo no!: This  is America) en la televisión, donde difundiría sus conocimientos musicales con grandes cifras de audiencia, como demuestran sus Conciertos para Jóvenes, grabados cuando era ya titular, lo era desde 1958, con apenas 40 años, de la Filarmónica de Nueva York, y que continúan siendo, al día de hoy, el programa cultural de mayor éxito en la Historia de la televisión.

Y si hablo de los dos, aparte de sus parecidos físicos razonables (por lo menos para mí), es porque sus características me retrotraen a esos años de la Guerra Fría, donde si había, pongo por caso, un ajedrecista eminente a este lado del charco, y pronúnciese Karpov, los americanos producían otro a su estilo, al american way of life, pronúnciese ahora el controvertido y espectacular Bobby Fisher (¿cuántos reportajes y películas no se habrán producido sobre su esquiva figura?); y, del mismo modo, donde habría en la vieja Europa un aclamado director de orquesta, éste sería, Karajan, los americanos sabrían oponerle puntualmente su réplica correspondiente, o sea, Bernstein.

Y si Karajan nunca anduvo lejos de los centros de poder, no sólo musicales sino políticos, Bernstein tampoco los esquivaría. Sólo que a estos añadiría los aromas de esa atractiva popularidad que le acompañaba allá por donde fuera: compuso una Misa por encargo de la familia Kennedy, aunque también celebraría un concierto multitudinario con motivo de la caída del Muro de Berlín, con su salud hecha ya unos zorros, consecuencia, ¡cómo no!, de excesos de todo tipo. Llegó a fumar más de cuatro paquetes de tabaco diarios, asiduo consumidor de todo tipo de pastillas, y practicante del sexo sin demasiados miramientos. Tuvo relaciones con casi todos los miembros de sus orquestas. Tanto hombres como mujeres. Y con famosos de su tiempo, que podrían rellenar una inmensa lista de agraciados. Cuentan que Marlon Brandon andaría entre las líneas de su pentagrama.

Luego ni que decir tendría que en un hipotético enfrentamiento entre Bernstein y Karajan hoy, pisando ya el 2018, el ganador, y por k.o. técnico, sería el músico americano. Qué duda nos debería caber que, en ese hipotético cuadrilátero de la fama, el espíritu televisivo, follarín, alegre y animoso de Lenny levantaría los brazos triunfante. Hoy todos quisiéramos parecernos a él: culto, pero popular y desinhibido. Mientras que Karajan se nos habría quedado trasnochado. Culto, sí, muy culto, pero frío como un susto, seco como una nuez, adusto como un carraspeo…

Y es que en estos tiempos baumanianamente líquidos, sí, y populacheros como una romería, los ademanes y la entrepierna juguetona de Lenny serían otro ejemplo de esas actitudes ganadoras que derrotan a la solidez, a la rigidez de Karajan, a sus ojos entornados, casi ausentes, mientras la orquesta sigue, sin perderse una coma, el dictado que surge de sus prodigiosas y geniales manos.

Así que aquí os dejo con el Adagietto de la 5ª de Mahler, con el que Lenny cubre su pecho, pero en una versión ejecutada por Karajan porque, después de sus razonables parecidos (físicos), que haya también, y a pesar de sus diferencias, buen rollete entre estos dos genios de la música.



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jueves, 30 de agosto de 2018

MUSEO GUGGENHEIM Y JOANA VASCONCELOS: UNA VISITA MUITO OBRIGADO

 El otro día volví al Guggenheim para ver y disfrutar con la exposición de Joana Vasconcelos que, además, lleva por título I´m Your Mirror, con el que parafrasea la inolvidable (para muchos, entre los que me cuento) canción que Nico interpreta en el primer disco de la Velvet Underground (os incluyo el vídeo aquí abajo para que se os haga más amena la lectura de estas líneas).

La exposición merece la pena. Y bastante. Vasconcelos es una de esas artistas de “gran tamaño” que no deja indiferente a nadie. Además sus obras, multidisciplinares, invitan a que el público no pase de largo frente a ellas sino que participe en/con las obras, con una conexión con el mundo actual que nos rodea, que hace que el paseo por las salas donde se exponen, sea una bellísima versión sobre cualquiera de los aburridísimos telediarios que se cuelan a diario en nuestras casas. Vaya, que aprendo más de esta vida viendo, por ejemplo, la obra que Joana realiza sobre la decapitación de una mujer con burka que escuchando las clásicas peroratas de Ana Blanco sobre los disturbios de Siria.

Incluso, y no voy a destripar más propuestas, puede asistirse a una encomiable, y más que saludable y recomendable, confraternización entre sexos disfrutando en los exteriores del museo del gran anillo que Joana realiza con embellecedores de neumáticos de coches (el hombre y el automóvil) y coronado por un diamante realizado con platos de cocina (la mujer y la cuisine) y, sobre todo ya en el interior, de los dos inodoros de pared (elementos, ni que decir tiene, adscritos a la sexualidad masculina) recubiertos y embellecidos con piezas de ganchillo (arte en el que las mujeres son, tradicionalmente, maestras). Incluso con estos inodoros el homenaje a la Fuente de Duchamp, pionera del ready-made y padre del arte más vanguardista, me parece un precioso y atinado detalle en estos tiempos que corren que se las pelan y hacen que nos volvamos tan olvidadizos.

Y, por último, un pensamiento, ¿un deseo marciano?, que me asaltó a la salida de la exposición, y con el me hago eco de una idea que tiene un buen amigo poco marciano:  ¿y si Vasconcelos y, por ejemplo, Barceló fueran compatriotas, y si España se olvidara de mirar tanto hacia arriba, hacia Europa quiero decir, y concentrara su atención en Portugal, en ese país que tiene ahí al lado y con el que sí le unen muchas más cosas y años de común convivencia, y juntos se centraran en construir una verdadera Península Ibérica, donde se bailara la jota, se cantara fado, se leyera a Pessoa, se viera el cine de Buñuel y de Miguel Gomes, se disfrutara con las playas de El Algarve o con las de Caños de Meca, se comiera una exquisita merluza a la ondarresa o un delicioso bacalao dorado?, ¿o tantas diferencias hay entre las costas de Finisterre y los atajos que bordean Oporto o el tranvía que recorre renqueante las angostas y enrevesadas calles de Lisboa?...

Bueno, pero paro ya, y os dejo con Nico y la Velvet. Lo prometido siempre ha sido deuda:
 
 

 
 
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jueves, 19 de julio de 2018

WIMBLEDON: EL 5º SET SIN TIE-BREAK ES UN TURRE

Hace algunos años escribí a la Federación de Tenis una carta que hoy, después de haber presenciado y ¡padecido!, algunos de los partidos de la última edición de Wimbledon, lejos de echar marcha atrás, hace que me reafirme en mis trece.

Bueno, la carta decía, más o menos, lo siguiente:

Estimados amigos/as,
ante todo felicitaros por la labor que realizáis por el bien de este increíble deporte, al que todos queremos, que es el tenis. Asistir, aunque únicamente sea como televidente, a uno de los partidos que actualmente se está disputando en Melbourne (era el mes de enero) es, no se me ocurre otra expresión, una gozada.

Pero, a pesar de esto, quisiera realizar una pequeña puntualización que me gustaría que ustedes trasladaran a los organismos y personas competentes para que le dieran una oportuna solución (que yo asimismo, modestia aparte, me atrevo a conjeturar en las siguientes líneas).

El tema sería el siguiente: en los partidos correspondientes a los torneos del Grand Slam (entonces Australia, hoy sólo Roland Garros y Wimbledon), el 5º set se ha decidido, excepcionalmente, que no se resuelva mediante el justísimo (al menos para mí, aunque esto ya sería otro cantar) recurso a la disputa de un tie-break, sino que se continúe, en su lugar, jugándose el partido hasta que uno de los dos jugadores obtenga una ventaja de 2 juegos.

A la situación le (pr)opongo una serie de pegas o defectos:

1º. Importante: si el tie-break es válido (y se supone que justo además) para resolver los empates a 6 juegos en el primer, en el segundo, en el tercer y en el cuarto set, ¿por qué no lo es también para el quinto set?

2º. No menos importante: cuando el partido no se sabe cuándo va a acabar (al no haber tie-break este hecho resulta más evidente) y puede prolongarse, de hecho, sine die (recuerdo aquel interminable 72-70 que disputaron Isner y Mahut hace unos años en el mismo Wimbledon- por cierto en la ronda siguiente Isner perdió en tres sets contra un tal Thiemo de Baker), el partido pierde interés y los espectadores acaban tan agotados como los sufridos jugadores, ya que en cualquier espectáculo que se precie es fundamental que el espectador, que al fin y a la postre es quien paga y debería mandar, sepa CUÁNDO VA A ACABAR aquello para lo que ha abonado su entrada.

(Entre paréntesis, recordaría al respecto los lanzamientos de los cohetes al espacio. El lanzamiento se ejecuta después de una cuenta atrás: 3-2-1-¡0!, y no después de una cuenta hacia delante que quién sabe cuándo va a concluir. Supongamos: 1-2-3-4-5- etc, etc…A la cuenta de 78, por ejemplo, me imagino que ya no quedaría nadie en las tribunas de Cabo Cañaveral.

O incluso, la misa. ¿Quién escucharía una sin saber cuándo va a terminar? Cuando se estuviera leyendo la 18ª lectura del Santo Evangelio según X, apuesto lo que fuera a que los banquitos del templo estarían ya más vacíos que la lavadora de una comunidad de nudistas. Y cierro paréntesis).

3º. Importante también: en esta situación sin tie-break el jugador que saca con igualdad en los juegos (imaginemos 7-7, 10-10, 14-14, etc.) tiene una GRAN VENTAJA psicológica respecto al jugador que sirve con desigualdad en los juegos (imaginemos 8-7, 11-10, 15-14, etc.).

Mientras que, en el primer caso, el jugador que saca puede perder su servicio y aún dispondría de otro juego para poder recuperarlo, recomponer la igualdad y evitar la derrota, en el segundo caso, el jugador que saca tiene “la soga al cuello” de forma permanente: claro,  perder su servicio le supone, inexorablemente, perder el partido. Y este desgaste mental (se entiende, el tener tantas veces la “soga al cuello”) se incrementa según los juegos y el partido vayan alargándose.

Sólo traería a la memoria aquel largísimo 5º set en la final de Winbledom entre Federer y Roddick que terminó a favor del tenista suizo 16-14. Sinceramente creo que para Roddick estar sirviendo siempre perdiendo, en situación de desventaja 15-14, 14-13, 13-12, 12-11, 11-10. etc. debió suponerle una añadida y, a lo que voy, injusta, porque nada ha hecho para sufrir tamaño castigo y evitable “tortura”. Porque bastaría para ello con mantener el tie-break también para el 5º set.

Y sin más y pidiendo perdón por, quizás, tan larga digresión, y agradeciendo vuestra paciencia infinita, recibid el más cordial de los saludos,

Toni Garzón
Un aficionado más


Sólo un par de días después me llamaron desde la Federación y, aún reconociéndome que tenía razón en mis argumentos, me aclaraban que poco podían hacer, ya que la decisión de no decidir el 5º set con un tie-break era una postura que defendían los grandes popes del Circuito; o sea, los Federer, Nadal, Murray, Djokovic, etc. Así, que los demás debíamos quedarnos calladitos.

Bueno y yo, por lo menos, he callado hasta hoy, porque ahora espero que después de las SF del Wimbledon de este año, donde el absurdo del no querer jugar un tie-break en el 5º set ha perjudicado, precisamente, a Federer (¡menudo turre para el suizo de 36 años meterse en un berenjenal de 11-13!), a Nadal y a Djokovic, ya que aunque éste ganara el partido qué agonía debió suponerle estar esperando, contando ovejas, a que acabara el interminable Ishner v. Anderson, para saltar a disputar su partido.

Resumiendo, creo que en este mundo hay cosas que son difíciles y otras muy fáciles de arreglar. Ésta sobre la que estoy escribiendo pertenece, sin duda, a las segundas. Basta con jugar un tie-break en el 5º set para que todo sea más justo y normal. Y punto, pelota y partido.

Por cierto, Djokovic ganó la edición de este año contra Anderson que no sé si acusó el inmerecido cansancio, yo sí lo sufrí con un gran bostezo, del 11-13 del 5ª set en los Cuartos contra Federer o de los 26-24 del 5ª en la SF contra Isner. Aunque al final siempre ocurre lo mismo: el pato lo paga quien ha pagado la entrada: la final fue un turre.

¡Ah! y otro día hablaremos del Mundial y del VAR…

 
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viernes, 29 de junio de 2018

AMANECER CON EL PIANO DE JOSETXO: QUIÉN DA MÁS

El martes 26 de junio me tocó cerrar los coloquios del 2º trimestre del cineclub FAS de Bilbao con la mejor de las compañías que alguien pudiera imaginar: sobre la pantalla, una excelente versión del clásico silente de Murnau, Amanecer (1927), y sobre las teclas del piano que acompañó la proyección, los dedos del no menos excelente Josetxo Fernández de Ortega.

Por eso el placer y la gozada fueron dobles. Al menos, para mí. O triples también, porque contamos con los socios y asistentes a la proyección y al coloquio y que, con un criterio digno de alabar, dieron, en un número más que notable, la espalda al fútbol, a los problemas de Messi, al Argentina-Nigeria correspondiente al Mundial de Rusia.

Pero yendo a lo que vamos, y a lo que quiero ir, que no es a otra cosa que a la prodigiosa Amanecer… Sí, no exagero: “pro-di-gio-sa”. Como tantas otras obras pertenecientes a los últimos años del Cine Mudo, a esos que precedieron y, muchas veces, ya se juntaron con el cine sonoro que ya voceaba desde los tiempos de El cantor de jazz, también de 1927.

En 1895, 32 años antes, y tuvimos ocasión de comprobarlo en el mismo cineclub, se habían iniciado las andanzas del celuloide con aquellas primeras películas de los hermanos Lumiere, Salida de la fábrica de los Lumiere en Lyon, La llegada de un tren a la Ciorat, El mar, y un larguísimo etc. Y como una increíble avanzadilla de los tiempos líquidos que nos iban a tocar vivir, y que aún vivimos, durante el siglo XX, estos tiempos que, en contraposición a los tiempos sólidos que habríamos conocido hasta entonces y donde se sabía exactamente en qué estado te encontrarías en función de los años que adjudicara tu DNI (estudiante, cursando la mili, carrera, novia, trabajo ¡fijo!, mujer, hijos, nietos…), todo iba a saltar por los aires, ponerse manga por hombro y dejarnos en la mayor de las incógnitas sobre qué es lo que va a pasarnos al segundo siguiente de hacernos la pregunta…

Sí, a esto me refería en una reciente entrada en mi blog cuando hablaba de las pinturas rupestres, garabateadas por nuestros ancestros hace 40.000 o, según recientes estudios, hace 70.000 años, y de las primeras civilizaciones surgidas a orillas del Tigris y del Eufrates hace 6.000 años, o del Nilo hace 5.000. Sí, no cabe duda de que el tiempo entonces avanzaba, por seguir usando términos cinematográficos, a cámara lenta, muy lenta. Que el hombre se tomó su tiempo, valga ahora la redundancia, para dejar las pinturas de colores y pasar a construir, las algo más colosales, pirámides. Casi 34.000 años, según unos, o 64.000 según otros. Que tanto monta como monta tanto.

Porque en cualquiera de los casos, tiempos solidísimos como una roca., hasta la llegada del siglo XX y del cine mudo a sus espaldas que se erige como el más poético canto a la liquidez de los nuevos tiempos ya que en un plazo de apenas 30 años comienza, se desarrolla, crece, madura y muere atizando un golpe en la mesa y asegurando que más que desaparecer, se pone de costado y deja, respetuosamente, paso al estrepitoso cine sonoro, ofreciéndonos, a modo de espléndido canto del cisne, aquella inagotable muestra de obras de arte a la que antes aludíamos y que vendrían a decirnos algo como, aquí está el nivel que en 30 años hemos sido capaces de alcanzar, a la vez que nos lanzaban el guante y nos retaban bravucones, a ver, a ver si vosotros, tan parlanchines, conseguís llegar a nuestra altura. Sí, eso “decían” La pasión de Juana de Arco, El demonio y la carne, El gran desfile, El maquinista de La General, El circo, Metrópolis, El acorazado Potemkin, El viento, La madre, Los muelles de Nueva York, El cameraman … Y el mundo marcha, Luces de la ciudad, Vampyr, y no sé cuántas obras maestras más.

Y cierto, la bravuconería silente quedó ahí, junto a la planta de nuestros pies. Pero los cineastas sonoros recogieron el reto. ¡Cómo no! ¡Buenos eran ellos! Aunque muy pronto comprobarían que el reto se las traía, tan pronto como supieron que igualar la maestría de Amanecer, por ejemplo, iba a tratarse de una empresa diabólica, una cumbre casi imposible de hollar y que aquellos mudos que no “decían” nada, en realidad quizás callaran porque ya lo habrían dicho todo.
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martes, 19 de junio de 2018

POR QUÉ EL FÚTBOL ES EL DEPORTE REY



Sí, ahora que el rey es más rey que nunca. Ahora que el balón que ha chutado, corre por los campos de Rusia pero también por la hierba que todos vemos apoltronados en las butacas de nuestras casas, os voy a contar lo que nadie os ha contado nunca sobre el fútbol, pero empezando, irónicamente, por una cosa sobre la que todos habréis oído hablar antes miles de veces, eso: que el fútbol es el deporte rey. Y todos podréis pensar, al momento, en algún o en algunos motivos para que este aserto sea tan cierto como que la Tierra da vueltas y todos, casi sin excepciones, tendréis razón.

Pero yo, en estas líneas, voy a centrarme en un detalle, en el detalle que hace que la realeza del fútbol sea una proclama indiscutible, en el auténtico quid de la cuestión y, sobre el que también pienso, que muchos no habréis reparado con la atención que se merece: el fútbol es el deporte más complicado que al hombre, en cuanto homo sapiens sapiens, se le ha podido ocurrir inventar y practicar, o ver en vivo pagando una entrada o en el salón de su casa abonándose a un canal de televisión. Y por estos derroteros voy a seguir.
 

Porque al hombre, a ese homo sapiens sapiens, todo lo que es complicado le resulta más atractivo y apasionante que aquello que es más sencillo. Le va en los genes. Y a estos les va la marcha de la complejidad. ¿O, acaso, no preferimos contemplar las majestuosas y complicadas pirámides de Egipto que la apañada y sencilla caseta de un perro? Luego sigamos.

Y reparemos en que el fútbol es un deporte en el cual dos equipos, compuestos cada uno por 11 jugadores, juegan sobre un campo rectangular cuyas medidas más comunes suelen ser, en la Liga Española sin ir más lejos, de 105 metros de largo y de 68 de ancho, y tratan sobre él de meter un balón, que de acuerdo con lo que dictamina el Reglamento de Competencia de la Internacional Board, en su regla 2ª, será esférico, de cuero o de algún otro material adecuado, con una circunferencia no superior a 70 centímetros ni inferior a 68; con no más de 450 gramos de peso ni menos de 410 al comienzo del juego y con una presión que oscile entre las 0,6 y 1,1 atmósferas al nivel del mar; o sea, y hablando en plata, entre los 600 y 1100 gramos por centímetro cuadrado, tratan, decía esos dos equipos de meterlo en una portería (cada uno en la del contrario, claro), situada en los dos lados cortos y opuestos del mencionado campo rectángular, de 7 metros y 32 centímetros de largo, y 2 metros y 44 centímetros de alto, defendida por un jugador al que llamamos portero y que será el único de los 11 que pueda emplear para evitar que el balón entre en la portería cualquier parte de su cuerpo (luego veremos que esto para el resto de los jugadores será una excepción, y una nota fundamental para todo lo que pretendemos explicar). Bueno, cojamos aire…

Y ahora, si ese balón entra en la portería, el equipo que lo haya logrado habrá marcado un gol. Y el equipo que marque más goles al término del tiempo reglamentado, que se divide en dos partes de 45 minutos cada una (lo sé voy poco a poco), habrá ganado el partido.

Y esto que a muchos les puede sonar a chiquillada o a algo relativamente sencillo, si se mira con cuidado, o con cuidadín que decía el gran Chiquito, se verá que es bastante más complicado. Y más todavía si a las premisas citadas añadimos aquella nota fundamental, o fundamentalmente puñetera y antinatural (después me explico), de que cualquier jugador, que no sea el portero, ¡sólo puede emplear la cabeza y el pie para manejar y conducir el balón hasta la portería contraria y nunca las manos! ¡Coño, y esto que parece, a simple vista de pájaro, una tontería es lo que hace del fútbol el deporte más endiabladamente complicado que podamos, sapiens sapiens, haber inventado! Y el más apasionante. Por eso, decíamos arriba, que es el rey.

Pero “antinatural” y “endiablado”, también. Y lo escribo y lo subscribo. Porque el hombre, lo sabemos o lo hemos escuchado en algún documental, si por algo se distingue del resto de las especies animales que pueblan, y con las que compartimos, este Planeta es por el uso extremadamente singular y portentoso que hacemos de las manos y con ellas, de los dedos. Esta capacidad es la que nos hace naturalmente superiores y, a veces, y en nuestros mejores momentos, casi divinos.

Aunque si jugamos al fútbol, y no ocupamos el puesto de portero, las manos al bolsillo. Las manos no deben servirnos para nada, porque si se nos ocurre tocar con ellas el balón incurriremos en falta y si lo hacemos descaradamente seremos expulsados del partido. ¡Coño, esto empieza a complicarse, sí! Antinaturalmente…

Porque habrá que reconocer que poner a 11 jugadores (bueno a 10, el portero ahora no cuenta) de acuerdo en conducir con los pies un balón, no muy grande, en un campo, bastante más grande, y colarlo en una portería, ni grande ni pequeña, pero defendida por el único jugador que puede usar todo su cuerpo en impedir que este balón entre en su portería, es una práctica y un logro bastante, o por decirlo castizamente, muy jodido.

¿O habéis pisado, alguna vez, un campo de fútbol reglamentado, y os habéis situado, por ejemplo, en su centro y mirado, hacia delante y hacia atrás, las distancia que os separa de las porterías, ¡en el 5º pino!, o en el tamaño que desde ahí tienen esas mismas porterías, ¡liliputienses!? Pues añadid ahora a estas dificultades, que por el campo pululan 21 jugadores más como nosotros, y que con 10 de ellos tendremos que pergeñar una táctica que nos permita llevar el balón hasta la portería contraria, sorteando el denso tráfico de compañeros y contrarios, y conseguir un golito, mientras estos, los 11 contrarios harán todo lo posible para evitarlo. Complicadillo, ¿verdad?…

Y sin embargo, a medida que las dificultades crecen, nosotros, los homo sapiens sapiens,  nos vamos poniendo más y más cachondos. Lo sabemos. Las complicaciones hacen, irónicamente, que lo mejor de nosotros mismos salga a relucir. Y a todo esto habrá que sumar ahora, para entender por fin lo del deporte rey, los consecuentes directos que estas características complicadillas del juego tienen sobre el fútbol.
 

El primero de ellos, y creo que el más decisivo para que la complicación sea efectiva, y la subsiguiente consideración de deporte rey resulte concluyente es que, a causa de esas complicaciones, los goles que se marcan durante los partidos de fútbol son relativamente escasos. Incluso muchos partidos acaban con el resultado de 0-0, o con un pírrico 1-0. Pero esta racanería, paradójicamente y lejos de resultar un defecto, es la hace del fútbol precisamente un deporte real, ya que es esta escasez de goles la que hace que el resultado final de un partido sea muy incierto y que, de esta manera, ¡cualquiera de los dos equipos pueda ganarlo!

¿No os dais cuenta que en el baloncesto, por ejemplo y al contrario de lo que ocurre en el fútbol, las sorpresas o los “maracanazos” casi brillan por su ausencia? Un equipo para ganar un partido de baloncesto tiene que anotar en el cesto contrario, por lo menos, 30 canastas, y esto hace la victoria para el equipo más débil sea casi una misión imposible, y, por lo general, terminará dando su brazo a torcer ante el equipo más poderoso, al que le resulta mucho más sencillo, por sus probadas aptitudes y jugosas cuentas corrientes, llegar a esa cantidad de canastas.

Pero el fútbol es distinto. En el fútbol, a cuenta de lo que llevamos escribiendo, a cuenta de su complicación, de los pocos goles que se necesitan para ganar un partido, el equipo más débil puede derrotar al más fuerte. Y esto, desde David y Goliat, nos entusiasma. Porque el débil podrá ganar al fuerte y abusón sólo por 1-0. ¿Y qué equipo no es capaz de marcar solo un gol? ¡Un gol y no las 30 o 40 canastas, por acudir otra vez al ejemplo del basket! Y estas cuentas, un-solo-gol, únicamente cuadran jugando al fútbol. Y así, las sorpresas, los imprevistos, la incertidumbre del resultado, el lado hacia el que finalmente se inclinará la balanza nos mantendrá a todos en vilo, ¡esto es pasión!, mordiéndonos las uñas, estirándonos de los pelos, con los apretados “uuuyyys” entre los dientes porque el resultado, hasta el final de los 90 minutos, se mantendrá fácilmente en el aire.

Y después, y sobre estas premisas, ya nos cae el resto en cadena. Con los mimbres de la incertidumbre se inventan y se alimentan los grandes estadios abarrotados de ese público enfebrecido, las lucrativas quinielas y las apuestas en general: ¡más pasión!; también ellas contribuyen, ¿quién lo puede negar con dos dedos de frente?, a la inmensa popularidad del fútbol. Y al revés: también ellas, las apuestas, se calzan las chancletas y los trajes de baño y hacen del fútbol su particular y más refrescante agosto.

Por eso debemos convenir que, una de las sentencias más repetidas en los corrillos futboleros (que estarán llenos de estos lugares comunes; por algo el fútbol es el deporte rey y el más popular), aquella que reza que el gol es la salsa del fútbol, habría que entrecomillarla con esta extraña y aprendida coletilla (por lo menos para quien haya llegado hasta aquí), que los goles sean pocos o que la abundancia de salsa no arruine el plato.
 

Y termino con un más de lo mismo. Pensad que los partidos de fútbol acabaran con un 12-7 o un 21-8, o con un más ajustado y teóricamente apasionante 19-18, y mucho me temo que, al contrario de lo que pudiéramos creer sin la extraña y aprendida coletilla, ya que el gol sí sería entonces la salsa del fútbol y punto, posiblemente nos veríamos envueltos en un profundo muermazo, en un turre, en un mareante e insulso correcalles, en un sin ton ni son, hasta poder apostar (¡sí, me lo juego todo!) que dejaríamos de levantarnos de los asientos cada vez que nuestro equipo marcara un gol, ¿el 16º o el… 18º? Además de advertir que, con esta soporífera abundancia de goles, al fútbol habría que modificarle el nombre y en lugar de llamarle “fútbol”, referirnos a él como un tipo de “futbolito” o “futbito” jugado en campo grande, en el que el propio diminutivo del término ya nos estaría indicando que el fútbol habría perdido esas “rácanas” señas de identidad que le hacen único y especial, y que, entre otras cosas, le han aupado hasta la cima del podium, hasta su indiscutible majestad y reconocimiento como el rey de los deportes.

 
 

 

 
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