domingo, 27 de octubre de 2013

LOU R.I.P.

(SÓLO UN MINUTO DE SILENCIO... PARA ÉL QUE METIÓ EL MÁS MARAVILLOSO DE LOS "RUIDOS").
...
Y DESPUÉS DEL SILENCIO, LLUEVE EN BILBAO, GRIS  SIRI-MIRI, EL CURRO BAJO MÍNIMOS: Y UN EXCELENTE MOMENTO PARA ESCUCHAR LA "TRISTE CANCIÓN" (SAD SONG) EN UN DÍA QUE, SIN ÉL, NUNCA PODRÁ SER COMPLETAMENTE ALEGRE
AUNQUE LOU ESTÁ BIEN. ME LO DIJO UN PAJARITO QUE PASÓ SILBANDO ROCK&ROLL ANIMAL.




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viernes, 25 de octubre de 2013

VERDI O V.E.R.D.I. VERDI, POR SUPUESTO

 
Este año 2013 se ha cumplido (¿habrá algún aficionado que no haya oído hablar de él?) el segundo centenario del nacimiento del compositor de Bussetto. Uno de los nuestros, sin duda, que diría el magnífico Joseph Conrad de Lord Jim mucho antes que al original (sic) distribuidor de la película de Scorsese se le ocurriera alterar su título original que era, si no recuerdo mal, simplemente Goodfellas.

Y es que, hablando de “recuerdos”, esto de las efemérides también me sirve para refrescar mi entumecida memoria y darme un garbeo por la biografía y los numerosos logros de sus protagonistas. Así que abandono el sedentarismo por un momento, y el confortable butacón donde mis meninges y posaderas se encuentran tan a gusto, y pienso (porque, en el fondo, estas líneas no son sino una invitación a pensar para todos aquellos/as que decidan leerlas con un cierto detenimiento) en ese hombre entrañable con barbas, quizás, algo descuidadas, en Verdi o, ¿en V.E.R.D.I.? ya que por algo habré elegido este titulo para encabezar el presente y pequeño artículo, a sabiendas que de que éste (el pequeño artículo) pudiera no ser más que una escueta introducción a un tema que debiera estudiarse con mucha más atención que la que aquí podemos dispensarle, olvidándonos de una vez por todas de lugares comunes y de las sentencias que, durante muchos años (demasiados), nos han llenado a todos los ojos y los oídos con las mismas cantinelas, aburridas, reiteradas, e insustanciales por ello mismo, y que quizás pudieran provocar alguna que otra molesta ampolla en nuestros pies o introducir una no menos molesta arenilla en nuestra retina.

Porque lo que quiero plantear, y vamos ya al grano o a la arenilla, se resume en esta pregunta: ¿V.E.R.D.I. o Verdi? O bien, ¿Vittorio Emmanuel Rei D´Italia o Verdi, a secas? A lo que yo, por lo menos, ya me he tomado la licencia de responder. Para lo que me remito al encabezamiento de estas páginas.

¿Y cuál es el problema?, pudiera cuestionarme a continuación cualquier lector indiferente a la disyuntiva que plantea la pregunta. Y yo, entonces, trataría de resultar preciso y acusar a la crítica, más comúnmente aceptada, de haber colocado y dado primacía (¡vaya usted a saber porqué!- el tema daría para numerosas y suculentas reflexiones- aunque esto ya sería parte de otra historia, lo sé) a V.E.R.D.I., o al Verdi-Patria (con Mayúsculas) sobre Verdi o el Verdi-hombre (con minúsculas). Y esto, por lo menos a mí, ya me parece grave porque antes que grave me parece injusto.

Pero aclaremos la cuestión. A propósito de la reciente reposición de Rigoletto en el Palacio Euskalduna de Bilbao leía, en el periódico Escena que edita con cada título la Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera, que Rigoletto es la primera obra maestra de Verdi. Quizás la afirmación resulte exagerada pero en lo que a mí respecta, y a falta de escuchar algunas de sus obras anteriores, sí que me parece una afirmación acertada. Rigoletto es la ópera de Verdi (no de V.E.R.D.I.) más redonda hasta la fecha.

Los motivos son por casi todos conocidos. Pero hay novedades no por todos anotadas. A las excelencias de una trama muy bien urdida, del libreto y de la música se unen, en esta ocasión, …¡los personajes! Sí, Rigoletto, Gilda, el Duque de Mantua son, por una vez, personajes de carne y hueso. Nosotros les oímos cantar pero también les sentimos respirar, reír, odiar, actuar, y moverse como nos moveríamos nosotros o como hemos visto moverse a tantas personas cercanas.

Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos?, decía Shylock, uno de los personajes de Shakespeare, en su impecable Mercader de Venecia. Y Gilda sangra. Y su sangre nos duele y nos conmueve. Es viscosa y oscura. Y cuando se pierde se pierde la vida.

¿Y Rigoletto? Rigoletto llora. Pero sus lágrimas apenas pueden brotar y resbalar por las mejillas. En su lugar, hinchan los ojos y congestionan la respiración. Se las oye, y sólo la desesperación del personaje hace que nosotros, espectadores, podamos imaginárnoslas. Y que traguemos saliva. Parecen lágrimas sin un final posible. Después solo queda que al telón baje hasta el suelo lentamente. Como la más respetuosa reverencia ante lo que acaba de presenciar.

Claro, digo ahora yo: los personajes de Rigoletto no representan, como había sucedido en el V.E.R.D.I. anterior, a ninguna entidad (país, religión, familia, clan o tribu) que se coloca por encima y los aplasta haciendo de ellos símbolos que, a lo sumo, quieren decir pero que, en el fondo, no dicen nada con sus propios labios. Por esto (o en mucha parte, por esto) considero a Rigoletto la primera obra maestra de Verdi. Que nunca cansa aunque la hayamos visto o escuchado ¡cuántas veces! Porque sus personajes, como los hombres y mujeres de carne y hueso, siempre tienen algo nuevo que contarnos. Y no como les sucede lo que a los personajes-símbolos de V.E.R.D.I. que siempre están dándole vueltas y diciendo las mismas cosas. Y mareando a las moscas. Pero Rigoletto, no. Esta vez Verdi se libró de V.E.R.D.I. Le engañó con el argumento y le encerró en un macizo armario. Después cerró con llave. Con doble vuelta. Para asegurarse que no pudiera salir y asomar sus narices estropeando la honda humanidad que se respira escuchando Rigoletto.

Pero, ¿qué había ocurrido para que semejante desahogo pudiera ya regalarnos los oídos tantas veces, y durante tanto tiempo (hoy casi 165 años)? Ocurrieron muchas cosas. Siempre ocurren muchas cosas. La “culpa” nunca la tiene una sola. Ocurrió, por ejemplo, que El rey se aburre, de Víctor Hugo, la obra en que Piave basaba su libreto no pasó la censura. Y que de Francia tuviera que situar la acción en Italia. Y que el Rey (una molesta reminiscencia de los años que Verdi pasó en “galeras”) fuera reemplazado por un Duque. Y que el París de Francisco I debiera transmutarse en una Mantua casi fuera del tiempo. Pero en estas nuevas circunstancias el ser humano salió triunfante. Luego todos salimos triunfantes. Verdi ganó la partida a V.E.R.D.I. Y los espectadores y aficionados, eternamente agradecidos a las circunstancias. Después de haber estado con ellas (o, por lo menos, yo lo estuve) seriamente enfrentados cuando no simplemente cabreados.

Porque fueron ellas, las circunstancias de marras, aunque otras circunstancias sí, las que formaron a V.E.R.D.I.. Desde la profunda y lacerante depresión en la que el compositor había caído allá por 1840, después de la muerte de su mujer y, sobre todo, después del tremendo fracaso que sufriría su segunda ópera, Un giorno di regno; tristes acontecimientos que llevarían al excelente músico a plantearse, incluso, abandonar la práctica musical. Leamos al propio Verdi en una carta fechada casi 40 años después, (…) llegué a convencerme de que el consuelo que esperaba del arte era en vano, y tomé la decisión de no volver a componer nunca más.

Pero, ¿qué pasó para que el deprimido protagonista de estas líneas no llevara a cabo sus sombrías intenciones? Y recapitulo brevemente. Para los desmemoriados o para aquéllos a los que, simplemente, les apetece seguir leyendo. La dirección de la Scala iba a poner a disposición del músico un nuevo libreto, Nabucco. Y Verdi, no muy convencido, emprende la composición de la obra casi a regañadientes. Pero, al contrario de lo que había sucedido con sus dos óperas previas, Nabucco va a cautivar al público italiano desde sus primeros compases. El éxito fue apoteósico. El coro de los esclavos judíos, el archifamoso Va piensero, va a ser asimilado inmediatamente por el pueblo como un canto contra la opresión extranjera.

El éxito había salvado a Verdi, sí, pero también lo convertiría en V.E.R.D.I. Y con el éxito y con el nuevo nombre cosido a sus espaldas el compositor de Bussetto iba a embarcarse (ya que, con Nabucco, ha pagado el pasaje) en la nave del éxito, en una nueva y fructífera etapa, y produce nada menos que ¡17 óperas en 12 años! Son los años que la crítica ha llamado “de galera”. Son la otra cara del éxito. Ni Ben-Hur habría podido “remar” tanto ni tan rápido. Son los años de I Lombardi, Ernani, I due Foscari, Atila, Macbeth, La battaglia di Legnano, etc. Los años en que a sus personajes también se les ata bajo un yugo; el yugo, para éstos, del símbolo. Que también atenaza y les obliga, como al propio autor a remar siempre en la misma dirección. Lo que los personajes representan aplasta, como el zapato y la cucaracha, aquello que verdaderamente son. Pero el pueblo grita ¡V.E.R.D.I.! y V.E.R.D.I. se levanta. El pueblo le aclama. Y V.E.R.D.I. asiente. Y el pueblo le proclama su compositor, el compositor de la Italia unida, el Garibaldi sin mapas en la cintura pero con pentagramas en los bolsillos.

Y mientras tanto, ¿dónde está el “otro”?, ¿dónde está Verdi? Yo creo que permanece escondido, debajo  de las letras Mayúsculas, de las S.I.G.L.A.S., debajo del estruendo de los aplausos, del dulce aroma del éxito (traducción literal del título original de otra película, del estupendo film de Mackendrick) que le rodean allá por donde va. Y que, como tan a menudo sucede (pero, ¿a quién no le gusta el cálido sonido de los aplausos? Que levante la mano), no dejan que se escuche al hombre de verdad que todos llevamos dentro, al otro, al Verdi sin S.I.G.L.A.S., ni Mayúsculas que el músico también llevaba dentro. Y que aún debería esperar para salir. ¡9 años!

Pero cuando lo hizo fue como para quitarse el sombrero. Chapeau! Porque Verdi se hizo Rigoletto, ese bufón deforme, enano y genial que hace reír pero que también cuenta cosas muy serias detrás de su sonrisa pintarrajeada. Cosas como aquélla que le dice a Gilda, su hermosa y adorada hija, cuando canta, yo no tengo patria (…), tú eres todo mi universo. Sí, toda una declaración de principios. Un antes y un después. Cuando Verdi gana la partida a V.E.R.D.I. El hombre, desde entonces, también es el universo de Verdi. Y la Patria, la Religión, y todas esas Cosas con Mayúsculas que nos inventamos para (sobre)vivir pero que, tan a menudo, no nos dejan ni vivir se quedan definitivamente en un segundo plano cuando no certeramente cuestionadas.

Y pienso entonces, por ejemplo, en el malogrado y triste Simon Boccanegra que sobre los enfrentamientos entre Génova y Venecia, sobre los conflictos entre Güelfos y Gibelinos, muere añorando y pronunciando el nombre de María, aquella mujer a la que había querido antes de ser nombrado Dux de Génova. O lo que es lo mismo para mí: renunciando al Ducado y apostando sólo por el amor y la vida. Y pienso en Otello carcomido por las malas artes de Iago y por los celos. Y, sobre todo, pienso en Falstaff porque, en realidad, es el puente que conecta a Verdi con el gran bardo inglés, porque en ella me parece estar escuchando nuevamente a Rigoletto, pero más viejo, gordo, socarrón y cínico, años después, en los estertores de esa Merry England que seguramente sea la época preferida por todos estos personajes sin Patria… ni firmamento. Pero con minúsculas. Y las cuatro son óperas de Verdi, por supuesto.     

P.D.: Y, en fin, no me resisto a concluir este comentario sin mencionar que Rigoletto inaugura una de esas cumbres que la creatividad humana ha dado a lo largo de la Historia. Rigoletto (1851), Il trovatore (1853) y La traviata (1853) son, por ese orden y ¡en apenas 2 años!, una de las más irrefutables pruebas de la altura que el hombre puede alcanzar, y de que “algo” grande y minúsculo (yo-no-sé-qué) anda enredando por ahí y que, de vez en cuando, mete cosas maravillosas en las cabezas de algunos elegidos, para hacernos disfrutar a los demás mortales, y recordarnos de paso que, a pesar del mucho tiempo transcurrido, continúa gozando de muy buena salud y al pie del cañón.
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lunes, 15 de julio de 2013

MOURINHO: LA VENGANZA DEL CORSARIO BLANCO



Para entender lo que voy a tratar de explicar a continuación creo que resulta necesario que se me permitan ciertas licencias poéticas que a nadie creo que vayan a perjudicar. De lo contrario, tal vez, el texto quedara reducido a una, más o menos, ingeniosa elucubración que dice, sí, algunas cosas interesantes pero que, en el fondo y en realidad, apenas si nos aportará algo de cierta enjundia y relevancia.

Partimos, así, exponiendo que en primer lugar el título de las presentes líneas rinde un merecido, y nada oculto, homenaje a las excelentes novelas que Emilio Salgari escribiera sobre el corsario negro y que lo hace, además, con una indisimulada y socarrona ironía porque el nuestro no sería “el Negro” sino “el Corsario Blanco”; éste sería, y lo iba a escribir, “el corsario merengue” pero me ha parecido a última hora demasiado evidente y “empalagoso”. Porque, como ya se habrá adivinado, el tal Corsario Blanco no es otro que el “portugués” Mouriho, en otro tributo que me sale de la manga, al “Portugués” (el personaje que Anthony Quinn interpretara en The World in his Hands, o en El mundo en sus manos, título con el se pasó aquella inolvidable película de Raoul Walsh en su distribución española), el ex entrenador del  Real Madrid C.F., “Mou”, el bucanero más temido de los mares del balompié, la lengua más acerada y desatada de la prensa deportiva. Sí, en definitiva, la venganza del Corsario Blanco alude a la venganza de Mouriho. Y a me gusta. Me atrae ese carácter post mortem que tiene esta venganza que voy a tratar de explicar a continuación. No es que Mouriho haya fallecido, por supuesto, ni tampoco que queramos llegar tan lejos ni desear a nadie, ni a él, la suerte suprema simplemente porque, en un arrebato infantil y tonto, le metiera al entrenador del Barcelona el dedo en el ojo en lugar de habérselo introducido él mismo por otro ojo más oscuro y, según algunos, más placentero. No, no buscamos la muerte de nadie aunque, por su condición de ex (entrenador del Real Madrid), a mí me encanta la idea de una venganza después de “muerto” (entrecomillas), después de haber sido destituido (como entrenador del Real Madrid).

Esta venganza así, desde el más allá, siempre resulta más atractiva. Y fantástica. Nos lleva de la mano hasta las mejores historias de terror, a los relatos de Allan Poe o Mary Shelley o Richard Matheson o Bram Stoker: ¿o acaso no es también Drácula la historia de un conde transiberiano, muerto o asesinado en extrañas circunstancias, que vuelve a la vida y re-clama la venganza que él piensa que se le debe por parte de una sociedad-que-continúa-viviendo? Sí, toda venganza, después de destituido, perdón, después de muerto, tiene un sabor especial. Como el último golpe que tumba al contrincante sobre la lona. Y contra el que ya no existe respuesta. La venganza, después de muerto, es como una última palabra. Y, en nuestro caso, como la última bravata del Corsario Blanco, el así llamado con un obvio castañeo en los dientes presa del más puro terror, el así apodado por todos los rincones del mundo habitados por un balón de fútbol, “Mou”, el corsario que durante un par de temporadas fue blanco. Y que con ello se quedó.

Pero paremos un segundo. Y vamos a ver: ¿a cuenta de qué viene esta larguísima (me temo, y pido perdón por ello) introducción? o, ¿de qué coño va a hablarnos este tío, que soy yo? ¡¿De fútbol?! Y asiento con la cabeza y con un poco de vergüenza, lo reconozco. El fútbol parece un tema para comentarlo más en concurridas tascas y garitos llenos de humo prohibido o en vocingleras y “gallináceas” tertulias que en un solitario y silencioso artículo al que sólo el ruido del tráfico, a través de las ventanas de mi cuarto, parece contestar sin mucha precisión. Pero hoy quiero hablar de fútbol. ¡Socorro!, me llega por ahí una voz. E insisto, hoy voy a hablar de “La Roja”, de la Selección Española de Fútbol. ¡Socorro y socorro! Pero yo, erre que erre, voy a hablar de fútbol. Y, en concreto, de la Final de la Copa de Confederaciones que disputaron España y Brasil en el mítico Estadio de Maracaná de Río de Janeiro, y en la que Brasil goleó a la mejor selección del momento, y a una de las mejores de la Historia (o eso afirman algunos), al combinado español, por un contundente 3 a 0. Sí, a este “combinado” se le derritieron, por fin, los hielos y terminó aguado. Y de esta forma, empapados, lentos y cabizbajos, sus jugadores se introdujeron en el túnel de vestuarios, con la medalla de plata colgándoles del cuello como una soga que se anuda en el pescuezo de cualquier forastero inocente y sorprendido por una turba de descerebrados en los peligrosos parajes del Far West. Y, sobre todo, una cruel ironía a sus voceadas excelencias.

Pero, ¿qué tiene que ver “Mou” con todo esto? ¿También el Corsario Blanco va a tener la culpa de la derrota de los españoles? ¿De las consecuencias que de ella parece que van a derivarse? ¿De la urgente (sic) necesidad de ir cambiando de cromos e incorporar a la plantilla caras y tácticas nuevas: el pivote, o el doble, o el triple pivote en el centro del campo, el “9”, o el falso “9”, o el “9” de verdad pero que sabe mentir y engañar, en la punta del ataque, los laterales que suben por la banda con un recorrido más o menos largo, los centrales con mayor contundencia y mala leche, y Xavi que está mayor, y… la hostia con vinagre? Y, sin embargo, sí. Mi intención es proponer que la venganza del Corsario Blanco está en el origen de todas esas preguntas, de todas esas dudas que, de repente, han tomado por asalto el plácido castillo y estado de superioridad en el que descansaba La Roja al frente de ese extraño ranking que la FIFA confecciona cada vez que le apetece. Porque me re-afirmo en que el Corsario Blanco algo o mucha o muchísima parte de culpa tiene en que a nuestros excelentes jugadores les haya crecido la chepa de caerse, de repente, hacia adelante. Y esto voy a tratar de explicar. Que la venganza del Corsario Blanco, del portugués “Mou” ha consistido, precisamente, en esas artes más propias de la brujería que de un ex entrenador del Real Madrid. Ha sembrado el Corsario Blanco, como si de un campo de minas se tratara en lugar de un campo de fútbol, de las más “sangrantes” dudas al espíritu de La Roja, le ha cercado y acercado a la altura de sus morros el abismo de la inseguridad más dolorosa, la titubeante y temblorosa pregunta de si somos tan buenos como dicen o de si no será todo una exageración. Y mientras, el Corsario Blanco se carcajea. Desde su posición de ex. Desde el más allá. Aunque este más allá nos quede, si lo pensamos bien, más que a la vuelta de la esquina, tirando un poco hacia arriba, o en Inglaterra, concretando. Pero habrá que empezar. Y no ser demasiado prolijo. Ya hemos gastado bastante tiempo y letras en llegar hasta aquí.

A La Roja por sus semejanzas en el juego que desarrolla en el campo se le ha equiparado con el Barcelona que montó Guardiola (aunque pienso, sinceramente, que antes de todo estuvo Cruyff). Pero esto lo sabe todo el mundo que no confunde un balón con una onza de chocolate. Y habrá que colegir que a los que defienden esta idea no les falta razón. Xavi e Iniiesta, emblemas del Barcelona, lo son también de la Selección española. Y el tiqui-taca del BarÇa es también el segundero que marca los corazones y los movimientos en el campo de La Roja. Y hasta aquí todo, más o menos, bien. Y no sigo. O, mejor dicho, sigo por otro lado.

Cuando Mouriho fue fichado por el Real Madrid se hizo con la clara intención de acabar con la hegemonía (que ya duraba demasiado, según los prebostes merengues) del Barcelona. Claro, si Guardiola es la cruz “Mou” es la cara. Si Guardiola es el tiqui-taca, y el fútbol de tira líneas y terciopelo, “Mou” es el pase largo, el fútbol de contacto, agresivo, duro y físico. Si Guardiola es la táctica del juego bonito, “Mou” es la táctica del resultado. Si a “Mou” le gusta ir al grano, a Guardiola no le gusta ir tan rápido, aunque más que marear la perdiz, a él le gusta encantar la perdiz. Y que el pajarillo, aturdido por las vueltas que ha dado sin ningún sentido, termine por picotear en su mano, hasta la última pluma de buscar el balón, de perseguirlo y de no encontrarlo más que en los saques de banda. Y “Mou” como buen bucanero portugués, como Corsario Blanco no quiere hacer amigos mientras juega. Porque en cada partido se está juega la vida. Y eso es demasiado serio como para tratar de hacer nuevos colegas. Guardiola, por el contrario, desea ganar, claro, pero también quiere que el rival acabe rendido ante sus virtudes, tendiéndole hechizado “los cinco” al término del encuentro y, si fuera posible, que después de las duchas pudieran irse todos en cuadrilla, juntos, a tomarse unos mojitos mientras escuchan a Cold Play, por ejemplo. Si, en definitiva, a lo que jugaba el Real Madrid de “Mou” se le llamaba fútbol viril. A lo que jugaba el Barcelona de Guardiola aún no se le habría encontrado un nombre exacto. Quizás también pudiera ser “fútbol”. Aunque no sé. A mí se me queda corto. Y dejo el tema y el nombre ahí para extenderme sobre ello en otra ocasión.

Pero el asunto ya está planteado. “Mou” se presenta como el antídoto contra Guardiola. El anti-Guardiola. Y en estas lides estuvo empeñado durante tres años. Tres años que se saldaron con un… fracaso. Y no me meto en si fue un estrepitoso o un sonoro fracaso. Eso dependerá, digo yo, de la salud auditiva que tenga cada uno o del volumen, más o menos elevado, en que haya colocado su “sonotone” particular. Pero, en cualquier caso, fracaso, sí. Se mire como se mire.

Porque de ahí, del fracaso, le vino al Corsario Blanco la idea de la venganza. Se celebraba este año, como ya hemos apuntado, la Copa Confederaciones y si al BarÇa no había podido derrotar, como el más insistente (y perruno) Pierre-no-doy-una, iba a variar el rumbo de su carabela e iba a centrarse en La Roja que, al fin y al cabo (según apuntan todos los entendidos), es un alter ego del Barcelona aunque con diferente indumentaria. Y así el Corsario Blanco fue tejiendo su venganza. Ahora ya no tendría como objetivo al equipo de una ciudad sino a todo el Equipo Nacional, de un país que no había sabido (¡pobres ellos!) ver y apreciar su jogo no tan bonito. Y a eso fue poco a poco.

Primero el Corsario Blanco se encargó de Casillas, el portero titular del Real Madrid y símbolo por antonomasia de La Roja. A Casillas le sentó casi media temporada en el banquillo. Y, de esta manera, fue minando la moral del chaval. Sus comentarios no tenían desperdicio. Llenaron páginas y páginas en la prensa deportiva, y en la no deportiva. Así que no vamos a repetirlos. El caso es que el portero que se encumbró en aquella semifinal del Europeo 2008, resuelta en la tanda de penaltis frente a Italia, por su actitud y calidad pasó a ser un tipo taciturno, cabizbajo, tristón y que se retiraba hacia un aparte cuando La Roja saltaba al césped como si su cabeza estuviera rumiando las últimas cuestiones, ésas que pudo plantearse un Séneca cualquiera antes de abrirse las venas en la bañera de su casa.

Sí, aquél no era el auténtico Casillas. El del 08´. Aún así, Del Bosque confió en él y le mantuvo en la titularidad de La Roja re-negando de las añagazas de “Mou”. Pero no era lo mismo. Y Casillas lo sabía y lo sentía. No es lo mismo ganarse el puesto que te lo concedan con educación (sí, en eso Del Bosque es todo-un-señor). No es lo mismo hablar en el campo y que el equipo te obedezca, que salir en silencio y recibir palmaditas en la espalda. Que los porteros suplentes, Valdés o Reina, te pregunten a ver qué tal te encuentras como preguntamos todos cuando visitamos al abuelo en la Residencia. Y en la Copa Confederaciones eso me pareció Casillas. Comparar su tanda de penaltis contra Italia en 2008 con esta última del 2013 es como para pedir cita urgente en el diván de un buen psicoanalista. En la del 2013 el que Casillas parara uno de los penaltis de los jugadores italianos se me antojaba algo tan complicado como hacer que Bud Spencer parezca un actor del Método. Casillas iba y venía ensimismado (notar la diferencia con “concentrado”), y sólo se giraba para sacar el balón de la portería. ¡Aunque menos mal que uno de los italianos tiró a las nubes su penalti! Eso nos salvó. Sólo un error de los italianos podía salvarnos porque Casillas no iba a detener ni un penalti. El trabajito, soterrado y malicioso del Corsario Blanco empezaba a hacer sus (d)efectos pero en la semifinal contra Italia a los nuestros los tiros les salieron a pedir-de-boca, directos a las redes de Buffon, y a él, al Corsario Blanco el suyo le salió, de momento, por la culata. La Roja estaba en la final.

Pero eso: aún nos quedaba la final. Y el Corsario Blanco no desistía. Rumiaba su venganza con mayor encono, si cabe. A este tipo de personajes la perseverancia nunca les falta en el bolsillo. Su engreimiento les hace ser así: fascinados por conocerse y, por lo tanto, fascinados porque los demás le conozcamos, sin reparar en si nos da cien patadas o si le creemos el genio que él cree que es. A mí me recuerda al televisivo Risto Mejido: infatigables los dos, impertinentes, descarados y cargantes hasta la extrema unción, perdón, hasta la extenuación. Pero sí, en la final el Corsario Blanco se salió con la suya. No tuvo que esperar demasiado. Dos minutos, si acaso. Balón colgado al área. Los centrales que no se aclaran. ¡Y Casillas en la inopia! Su presencia, tantas veces, valiente, “mandona” es ahora la otra cara de la Luna: vacilante, melindrosa, un lo-siento-si-te-haga-daño y entonces Fred, desde el suelo, no tiene más remedio que meter la puntera de la bota, elevar y empujar el balón a gol si quiere quitarse de encima ese molesto tufillo a alguien-se-ha-bufao-que-huele-etc. y que despide ¿quién?… ¡el otrora excelso Casillas! 1-0. Minuto dos. Y el partido, a bote pronto, para La Roja como un muro vertical, como intentar escalar Alpe D´Huez en una bici con ruedines. El Corsario Blanco comenzaba a agitarse en un éxtasis de agua salada. Aunque luego diría que el partido ¿verlo?, no, ni en pintura. Echaban una de piratas en la Diez (como él: su cadena favorita). Y no iba a perdérsela, claro…

Aunque no contento con esta labor de acoso y derribo del cancerbero español aún ideó otra estratagema, por si la anterior no resultaba suficiente que, ésta sí, iba sino a darle el trofeo de campeón a él en persona sí, por lo menos, iba a encumbrarle y a hacer que su estilo y su sapiencia futbolística fueran reconocidas por todo el mundo,… Barcelona incluida. Y sería por aquí por donde entrarían esas artes de brujería a las que aludíamos al principio de estas líneas. Porque el Corsario Blanco, desde su condición de ex, tiene sus pactos sellados con el Diablo y así pudo atravesar todos los mares y tierras y todos los vientos hasta meter su espíritu (porque él en persona no entraba) en la cabeza de Scolari, el entrenador de la Selección brasileña, y así poder trasplantarle su particular visión del fútbol. Esa a la que antes nos hemos referido como fútbol recio, presión constante y agobiante, achique de espacios para que esa presión constante y agobiante estrangule a los rivales que se andan con mariconadas o con tiqui-tacas, y constantes pataditas y faltitas a los emblemas del equipo contrario (Iniesta, sobre todo, en este caso), ésas que por ser “-itas” el arbitro sólo señala y apercibe, y si juegas en casa (como lo hizo Brasil), incluso puede darse la “extraña” circunstancia de que el trencilla de turno no las vea.

Sí, todo era como si el Corsario Blanco, desde su figurada tumba de ex, le estuviera “soplando” al inconsciente Scolari su credo futbolístico, ése con el que no había terminado de triunfar en Madrid. Pero no por su culpa, ¡oh no, Dios mío, eso nunca!, sino por la “evidente” falta de los mimbres adecuados para llevar a cabo sus terroríficos planes. Pero, ahora, Brasil tenía a Hulk: ¡qué hombretón!, una fiera que hace honor a su apodo, y que habrá hecho que el Corsario Blanco tomara nota de él, en su cuaderno de bitácora, para incorporarlo, y no precisamente como cocinero, en futuras y sanguinarias expediciones; Pauliho, ¡alto y fibroso!, también lo querría el Corsario Blanco. Como piloto, tal vez. Thiago Silva, magnífico central, encargado de que nadie pase a los camarotes sin su permiso y, como guinda de la tripulación, Neymar, un marinero siempre dispuesto al abordaje, un delantero, y con cara de muy-pocos-amigos (su escupitajo en la semifinal contra Uruguay: toda una declaración de principios- sic). ¡Pero si éste es mi equipo!, ¡estos son los mimbres que yo pedía una y otra vez a los Reyes Magos o a Florentino!, pensaría el Corsario desde su tumba de mentirijillas, ¡el equipo que sólo yo me he podido imaginar! ¡El que, por fin, me corona- por delegación, pero me corona- y me da la victoria contra La Roja, perdón, contra el Barcelona y, por extensión, contra Guardiola y contra su maldito y reiterativo tiqui-taca! Y sin haber tenido ni tan siquiera, además, la necesidad de haberse sentado en el banquillo. Insuflando, sólo, sus órdenes en los tímpanos de un Scolari que se creía que actuaba por cuenta propia. ¡Je, je, pobre infeliz! El Corsario Blanco le dictó la táctica perfecta desde la ultratumba. Y así al 1 le siguió el 2. Y luego el 3. ¡3-0! Y sonó el pitido final. Fin del partido.

Y el bucanero, el Corsario Blanco pudo, al fin, descansar tranquilo. El “Portugués”, y no el elegante y sobrio “Hombre de Boston” (o Guardiola por seguir con los símiles de la película de Raoul Walsh), es quien ahora tiene “el mundo en sus manos”. Su venganza se había consumado. Y sonríe. Y su risa se extiende amenazadora sobre todos los confines del planeta del tiqui-taca. Que no nos pase nada. A los que no somos como él. Aunque yo, si fuera el entrenador del BarÇa o… del ¿Bayern?, colgaría una ristra de ajos en el banquillo visitante. Sólo por si acaso. Y es que, me olvidaba, el Corsario Blanco también es insaciable. ¡Que tiemble el tiqui-taca!

 

 

 
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lunes, 17 de junio de 2013

EL HÍGADO DE LOU REED


No parece que últimamente andemos sobrados de buenas noticias, pero esta última hace que me mire de soslayo en el espejo y comprenda que el tiempo no pasa en balde para nadie (ni mucho menos para mí). Que somos todos ya bastante mayores y que al gran Lou (Reed, se entiende) le han trasplantado un hígado, porque el ex-líder de la Velvet (Underground, se entiende) estaba bien jodido y a punto de cruzar, sigilosamente, al otro barrio.

Sí, porque a pesar de que a menudo se relacione al guitarrista neoyorkino con el rock más pesado, psicodélico y ruidoso, hace ya muchos años que ha abandonado ese lado salvaje (de la vida) que, sinceramente, nunca te lleva a ningún lado, y hace que muchas veces te despeñes por un acantilado. Sin pena ni gloria. Por mucho que nos gustara el final de Quadrophenia. O que algunas madres y abuelitas (de buen corazón, sin duda) derramasen sus buenas dosis de lágrimas y mocos viendo saltar al vacío a Thelma y Louise, agarraditas de la mano.

Pero al bueno de Lou nunca le han cuadrado semejantes “pasteles”. Él tomó la decisión, hace años, de cambiar de rumbo. Y lo hizo sin proclamarlo a pleno pulmón. Ni susurrándoselo a nadie en el oído. Simplemente lo hizo. Y fue quedándose solo. Lentamente… Pero no le importó. Lou es demasiado chulo y engreído, demasiado convencido y consciente de que ese nuevo camino era el mejor camino para coger en estos tiempos que corren (lo sabemos) que se las pelan. Y no inquietarse jamás por pagar ese peaje de quedarse-más-solo-que-la-una.

Y es que hay caminos que o se toman en solitario o es mejor no tomarlos. Y el de Lou, sin duda, es uno de esos caminos sin asfaltar todavía. Escuchar Lulu y entenderéis a qué me refiero. Cuando algún amigo me preguntaba, qué tal está ese último disco de Lou Reed, yo no sabía muy bien qué contestar. Simplemente se me ocurría, es como una patada en los cojones. Respira la mala leche de Lou por los cuatro costados. O te apasiona o lo aborreces. Pero te aseguro que no te deja indiferente.

Claro, la “indiferencia” es, según el catecismo de Lou, el peor pecado que hoy en día se puede cometer. No se castiga ni con tres padrenuestros ni con una temporada en el infierno (como diría Rimbaud) sino con algo mucho peor, y de imprevisibles y funestas (por lo general) consecuencias: con el éxito. Ese éxito que te llena los bolsillos de dinero, que te acaricia zalamero las mejillas y te da inocentes golpecitos en la espalda. Como un buen colega. Pero al que, en el fondo, le gusta verte sumiso, diciendo que sí a todo y formando parte, muy obediente, del espantoso engranaje en el que se ha convertido la cultura (espectacular), el show business, que cada día tiene, desgraciadamente, menos de show y más de business (guarro).

Y no, la pleitesía nunca ha sido el business de Lou. Cuando se olió que las cosas tomaban un rumbo casi catastrófico él radicalizó aún más su propuesta  (he oído su provocador e increíble Walk on the Wild Side en el hilo musical de una oficina del ¡¡Banco Santander!! y he temblado de miedo: ¿adónde nos quiere llevar este mundo donde de todo se hace un negocio?). ¿Tendría alguien en su sano juicio algún otro remedio? Los sonidos de la guitarra de Lou se hicieron más ásperos, casi hirientes, una buena tanda de puñetazos en la boca del estómago. Lou sólo quiere despertarnos. Porque ya no atendemos al sonido del despertador. Es demasiado dulce. Por eso su guitarra suena así. Por eso decidió en su día ponerle  música a El cuervo, de Allan Poe. Por eso nadie entendió qué trataba de hacer. Aunque a él seguía sin importarle. Es lo que tienen los caminos solitarios. Y Lou lo ha sabido desde el principio. Una vez que te desvías y coges su ruta no hay marcha atrás. Ni el lobo de Caperucita vendrá a asustarte. En esos caminos no hay nadie. No se ve ni un alma. No hay ni dios.

Por todo esto, nadie se acordó de Lou en los múltiples homenajes y conciertos que hubo a cuenta del 11-S, por ejemplo. Es más sencillo negociar con el bueno de Bruce (Springteen, se entiende) que con el cascarrabias y solitario Lou Reed. Lou, ¿qué?, preguntaría incluso algún joven promotor especialista más que en conciertos musicales en conciertos económicos, más en la bolsa o la Bolsa que en la vida. Y Lou, ¿qué coño?, preguntaría nuevamente ese joven promotor sintiendo que está haciendo lo que más aborrece de este mundo: perder el tiempo, luego perder dinero. Y, por fin, alguien le aclararía la duda, no importa, uno que fue famoso y que ahora está siempre sólo. Pues ¡que se joda!, respondería el joven promotor, pero, ¿contamos ya con Bruce (Springteen, se entiende), y con Juanes para los latinos, y Beyoncé para que haya de todos los colores? Sí, sí, en eso estoy, contestaría apurado el joven ayudante del joven promotor. Y claro con Lou nadie estaría.

No, nadie no. Yo, sí. Yo sí estaría y estaré siempre con él. Es como un John McEnroe sobre una pista de tenis, o un Mohammed Alí encerrado en un cuadrilátero, o un Salinger escribiendo El guardián entre el centeno y dándose después el piro. O Bobby Fisher. O Jean-Luc Godard. O Tarkovski. O tantos otros que se tiran, cada uno a su manera, por su solitario camino particular. A ninguno de estos ni a Lou les importa un pimiento. Su aire, seguro, que huele más limpio. Y ya tiene 71 “tacos”. Y un hígado nuevo. Que espero que le haga vivir muchos años. A personas como él siempre se les echa de menos. A los que más. Aunque estén, desde hace mucho tiempo, solos y no oigamos hablar de ellos, ni les veamos durante el prime time en los programas de televisión de más audiencia. Pero cuando no estén, y estoy muy convencido de ello, seremos todos los demás los que nos quedemos un poco más solos. Aunque no lo sepamos. Ni nos demos cuenta.
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jueves, 13 de junio de 2013

LA ROSA PÚRPURA DE WOODY ALLEN

 
El otro día volví a ver La rosa púrpura de El Cairo, la película que Woody Allen rodó en 1985. No la había visto desde hacía mucho tiempo. En realidad no recuerdo haberla visto después de su estreno. Y no lo lamentaba demasiado. Aunque la recordaba como una buena película, no la incluía entre las mejores películas de Woody Allen. En realidad la recordaba como una buena película pero, sin más (1).

Por eso este (sí, segundo) visionado me cogió por sorpresa. Y es que La rosa púrpura… me pareció una gozada, un precioso y pequeño jardín, una joyita del 7º arte. Y si utilizo el diminutivo lo hago, más que nada, por el formato (casi cuadrado) y la duración (casi 80 minutos) de la película.

La pregunta empezó, entonces, juguetona a brincar en mi cabeza entre mis (escasas, posiblemente) neuronas. ¿Qué demonios había ocurrido para que mi valoración de La rosa púrpura… se hubiera alterado tan notablemente, yéndose como un cohete “hacia arriba”? La primera respuesta se me vino encima casi de sopetón: el último cine de Woody Allen resulta tan previsible y decepcionante que sus “viejas” películas cobran automáticamente un valor añadido (por comparación). O, ¿aguantan (y seamos serios) Vicky Virginia…, la misma Midnight in Paris una, incluso, rapidísima comparación con Manhattan o Zelig? La duda ofende. Que Woody se ha vuelto un viejito (clarinetista) entrañable y que rueda sus (últimas) películas como panecillos de azúcar o churros me parecen unos hechos irrefutables. La mala leche (en su caso teñida, frecuentemente, de un cruel cinismo) y un autentico trabajo sobre los contenidos del plano, o lo que se conoce como puesta en escena, me parecen también dos proposiciones que brillan por su ausencia. Se trata, ante todo, de rodar una película al año. Como si fuera una apuesta. O un reto: el único que Woody estaría, actualmente, dispuesto a afrontar.

Y también la segunda respuesta se me vino encima a una (análoga a la primera) supersónica velocidad. Resumo su meollo apuntando aquello de que en el País de los Ciegos (el grueso de la actual producción cinematográfica mundial, haciendo hincapié especial en los “productos” salidos (¿escupidos?) de la factoría hollywoodense) el Tuerto (o sea, La rosa púrpua…) es el rey (o sea, la reina).

Aunque también a mí me había llegado la hora. Lo presentía. Y las ràpidas respuestas que-se-me-vienen-encima esconden, a menudo, sino fragantes injusticias sí fragantes insuficiencias. Porque si las razones, anteriormente expuestas, no me parece que escondan la verdad o que se codeen en la barra de un bar con la mentira, sí que me parece que no lo dicen todo o que dejan bastante que decir o que desear. Y, entonces, si además este blog se llama “lavueltaylatuerca” y quiere hacer honor a su nombre, hagamos eso: darle una vuelta a La rosa púrpura…, y ver si de sus bolsillos se nos cae algún que otro tesoro escondido, hasta ahora, en los forros del pantalón.

Porque el tiempo ha pasado. Cierto es. Pero si ha pasado y no podemos hacer nada por remediarlo que, por lo menos, no sea sólo para tener menos pelo y más arrugas sino que me sirva para darme cuenta de otras cosas.

De, por ejemplo, viendo por segunda vez La rosa púrpura…, la tristeza y maestría con que Woody Allen cierra su película: plano de Jeff Daniels (Gil Shepherd), ocupando su asiento en el avión que le devuelve a Hollywood, mascando la cobardía y frustración que le supone no haberse atrevido a quedarse en Nueva York y consumar su (imposible, sí, pero sincera) historia de amor con Mia Farrow. La cámara, entonces, retrocede en un lento travelling alejándose del personaje, como si Woody Allen nos anunciara con ese movimiento de retroceso que él tampoco comparte su decisión ni su huidiza actitud. Para, a continuación, enlazar con la entrada dubitativa de Mia Farrow, maleta en ristre, en el cine donde ahora se proyecta Sombrero de copa y se escucha la hermosa melodía de Cheek to Cheek cantada por Fred Astaire. Mia Farrow se sienta y empieza a ver la película. En un primer momento está abatida (el galán hollywoodense le ha dado calabazas y el personaje de ficción se ha vuelto a la película: otra huida, al fin y al cabo[2]) pero, poco a poco, la música y la película le hacen esbozar una corta sonrisa y la cámara y Woody Allen con ella, en otro leve movimiento opuesto al anterior dedicado a Jeff Daniels, se acercan al personaje y a su rostro hasta terminar con un primer plano de la actriz. ¿No nos recuerda esta escena a la espléndida también secuencia final de Las noches de Cabiria cuando Giuletta Massina recupera las ganas de vivir al ver y escuchar a los músicos ambulantes a los que terminará siguiendo mientras baila?

Muy pocas películas terminan con un primer plano. Y todas las que se me vienen a la cabeza ahora tienen algo especial. Y me acuerdo de Luces de la ciudad o de Los cuatrocientos golpes y en ellas ese primer plano final tiene, o al menos lo tiene para mí, un inequívoco y hondo significado que no es otro que el más férreo e insobornable compromiso que el director sabe mostrar hacia las actitudes que ha presentado y que han forjado a su personaje.

Y sobre esta certeza me atrevería a hacer una última lectura de La rosa púrpura… Woody Allen termina apostando por la sinceridad de Mia Farrow, por sus actitudes sin dobleces, “a calzón quitao” que diría un castizo, y que no son sino las maneras que han enamorado a Jeff Daniels en su doble rol de personaje real (el actor que interpreta a Gil Shepherd en La rosa púrpura…) y de personaje que se sale de la ficción del mismo título y salta, literalmente, de la pantalla del cine (Tom Baxter).

Sí, Woody Allen en La rosa púrpura… se queda con la gente humilde, con la gente que no lo está pasando bien pero que, al contrario de Gil Shepherd y de Tom Baxter, son gente-de-verdad, anónimos que se levantan todos los días al toque histriónico del despertador, que no se cansarán nunca de luchar (y más aún en esos años de Depresión y depresivos en los que se desarrolla La rosa púrpura…), y sin que nadie les aplauda ni les dé, tan siquiera, las gracias o un golpecito en la espalda (en su lugar, el marido de Mia Farrow le atiza, de vez en cuando, un par de buenos cachetes y, en el fondo, porque se lo merece, como le dice Danny Aiello). Ésta es, sin duda, la gente imprescindible que diría Woody Allen junto a Bertold Brecht por mucho que casi nadie repare en ella o que cuando la vemos sentada en un cine alelada y boquiabierta frente a los pasos de danza que se marcan Fred Astaire y Ginger Rogers pensemos con cierto aire de (estúpida) superioridad, ¡sí, pobre gente! Porque esa “pobre gente” es la que ha conseguido, y Woody Allen nos lo ha contado en 80 concentradísimos minutos, que un actor de la Meca del Cine, una joven estrella-en-ciernes,  y ¡uno de los personajes preferidos por el público en La rosa púrpura…! se hayan enamorado de ella. Y sin levantar la voz, y con la misma sencillez y puntería con que la propia Mia Farrow nos contaría su alucinante historia delante de una taza de café. Y todo, en apenas 80 minutos. ¿Habría alguien hoy que diera más en tan poco tiempo? Y que Terence Malick deje de levantar la mano. Él no es uno de ellos. Ni uno de los nuestros tampoco. Como sí lo es, sin embargo, el “viejo” Woody.

 



[1] Aunque todo hay que decirlo: cualquier parecido con su tiempo pasado es, gracias a Dios, una mera casualidad. Pensar que el misma persona que ha dirigrido esta buena rosa púrpura es el mismo perpetrador de las horribles Bananas o de La última noche de Boris Grushenko es, como mínimo y para mí, por lo menos,, un misterio de fondo insondable. Como las  piedras de Stonehead, vamos.
[2] Además las dos huidas esconderían un malicioso punto en común. Ambas comparten, y Woody Allen nos lo muestra, la cobardía de los personajes por no atreverse a afrontar sus verdaderos sentimientos por Mia Farrow. Jeff Daniels (Tom Baxter) huye y se refugia nuevamente en La rosa púrpura…,: una película, una ficción, incapaz de afrontar lo que es real. Pero Jeff Daniels (Gil Shepherd), regresando a Hollywood, se comporta de igual manera (el actor es también el mismo, claro). Se va a refugiar en otra película (más colosal), en otra ficción (más colosal) que es lo que en el fondo es Hollywood, incapaz de afrontar, asimismo, lo que es real. Por ello no debe extrañarnos que el propio Woody terminara huyendo de esa falsa y aparatosa “fábrica de sueños” y prefiriera montar sus proyectos en Europa.
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lunes, 10 de junio de 2013

NBA 2013. LEBRON: OTRO SÚPER TAPÓN

Y, ¿qué decir de esta taponazo que Lebron (sobre el minuto 3 de este vídeo) le coloca a Splitter, el pivot que jugó en Vitoria y que dominanaba las "pinturas" de la ACB, más o menos, a sus anchas? De lo que debemos aprender que si lo mejor siempre estará por encima del bien nunca es, sin embargo, algo definitivo. Siempre habrá otro mejor que el mejor anterior. Dentro de unos años se lo preguntaremos al mismo Lebron, aunque de momento disfrutemos con él.

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lunes, 3 de junio de 2013

LOU REED O LA MEJOR CANCIÓN DEL MUNDO


No parece que últimamente andemos sobrados de buenas noticias, pero esta última hace que me mire de soslayo en el espejo y comprenda que el tiempo no pasa en balde para nadie (ni mucho menos para mí). Que somos todos ya bastante mayores y que al gran Lou (Reed, se entiende) acaban de transplantarle un hígado, porque el ex-líder de la Velvet (Underground, se entiende) estaba bien jodido y a punto de cruzar, sigilosamente, al otro barrio.

Sí, porque a pesar de que a menudo se relacione al guitarrista neoyorkino con el rock más pesado, psicodélico y ruidoso hace ya muchos años que ha abandonado ese lado salvaje (de la vida) que, sinceramente, nunca te lleva a ningún lado, y hace que muchas veces te despeñes por un acantilado. Sin pena ni gloria. Por mucho que nos gustara el final de Quadrophenia. O que algunas madres y abuelitas (de buen corazón, sin duda) derramasen sus buenas dosis de lágrimas y mocos viendo saltar al vacío a Thelma y Louise, agarraditas de la mano.

Pero al bueno de Lou nunca le han cuadrado semejantes pasteles. Él tomó la decisión, hace años, de cambiar de rumbo. Y lo hizo sin proclamarlo a pleno pulmón. Ni susurrándoselo a nadie en el oído. Simplemente lo hizo. Y fue quedándose solo. Lentamente… Pero no le importó. Lou es demasiado chulo y engreído, demasiado convencido y consciente de que ese nuevo camino era el mejor camino para coger en estos tiempos que corren (lo sabemos) que se las pelan. Y no inquietarse jamás por pagar ese peaje de quedarse-más-solo-que-la-una.

Y es que hay caminos que o se toman en solitario o es mejor no tomarlos. Y el de Lou, sin duda, es uno de esos caminos sin asfaltar todavía. Escuchar Lulu y entenderéis a qué me refiero. Cuando algún amigo me preguntaba, qué tal está ese último disco de Lou Reed, yo no sabía muy bien qué contestar. Simplemente se me ocurría, es como una patada en los cojones. Respira la mala leche de Lou por los cuatro costados. O te apasiona o lo aborreces. Pero te aseguro que no te deja indiferente.

Claro, la “indiferencia” es, según el catecismo de Lou, el peor pecado que hoy en día se puede cometer. No se castiga ni con tres padrenuestros ni con una temporada en el infierno (como diría Rimbaud) sino con algo mucho peor, y de imprevisibles y funestas (por lo general) consecuencias: con el éxito. Ese éxito que te llena los bolsillos de dinero, que te acaricia zalamero las mejillas y te da inocentes golpecitos en la espalda. Como un buen colega. Pero al que, en el fondo, le gusta verte sumiso, diciendo que sí a todo y formando parte, muy obediente, del espantoso engranaje en el que se ha convertido la cultura (espectacular), el show business, que cada día tiene, desgraciadamente, menos de show y más de business (guarro).

Y no, la pleitesía nunca ha sido el business de Lou. Cuando se olió que las cosas tomaban un rumbo casi catastrófico él radicalizó aún más su propuesta  (he oído su provocador e increíble Walk on the Wild Side en el hilo musical de una oficina del ¡¡Banco Santander!! y he temblado de miedo: ¿adónde nos quiere llevar este mundo donde de todo se hace un negocio?). ¿Tendría alguien en su sano juicio algún otro remedio? Los sonidos de la guitarra de Lou se hicieron más ásperos, casi hirientes, una buena tanda de puñetazos en la boca del estómago. Lou sólo quiere despertarnos. Porque ya no atendemos al sonido del despertador. Es demasiado dulce. Por eso su guitarra suena así. Por eso decidió en su día ponerle  música a El cuervo, de Allan Poe. Por eso nadie entendió que trataba de hacer. Aunque a él seguía sin importarle. Es lo que tienen los caminos solitarios. Y Lou lo ha sabido desde el principio. Una vez que te desvías y coges su ruta no hay marcha atrás. Ni el lobo de Caperucita vendrá a asustarte. En esos caminos no hay nadie. No se ve ni un alma. No hay ni dios.

Por todo esto, claro, nadie se acordó de Lou en los muchos homenajes y conciertos que hubo a cuenta del 11-S.  Por ejemplo. Es más sencillo negociar con el bueno de Bruce (Springteen, se entiende) que con el cascarrabias y solitario Lou Reed. Lou, ¿qué?, preguntaría incluso algún joven promotor especialista más que en conciertos musicales en conciertos económicos, más en la bolsa o la Bolsa que en la vida. Y Lou, ¿qué coño?, preguntaría nuevamente ese joven promotor sintiendo que está haciendo lo que más aborrece de este mundo: perder el tiempo, luego perder dinero. Y, por fin, alguien le aclararía la duda, no importa, uno que fue famoso y que ahora está siempre sólo. Pues ¡que se joda!, respondería el joven promotor, pero, ¿contamos ya con Bruce (Springteen, se entiende), y con Juanes para los latinos, y Beyoncé para que haya de todos los colores? Sí, sí, en eso estoy, contestaría apurado el joven ayudante del joven promotor. Y claro con Lou nadie estaría.

No, nadie no. Yo, sí. Yo sí estaría y estaré siempre con él. Es como un John McEnroe sobre una pista de tenis, o un Mohammed Alí encerrado en un cuadrilátero, o un Salinger escribiendo El guardián entre el centeno y dándose después el piro. O Bobby Fisher. O Jean-Luc Godard. O Tarkovski. O tantos otros que se tiran, cada uno a su manera, por su solitario camino particular. A ninguno de estos ni a Lou les importa un pimiento. Su aire, seguro, que huele más limpio. Y ya tiene 71 tacos. Y un hígado nuevo. Que espero que le haga vivir muchos años. A personas como él siempre se les echa de menos. A los que más. Aunque estén, desde hace mucho tiempo, solos y no oigamos hablar de ellos, ni les veamos durante el prime time en los programas de televisión de más audiencia. Pero cuando no estén, y estoy muy convencido de ello, seremos todos los demás los que nos quedemos un poco más solos. Aunque no lo sepamos.

¡Ah, sí por cierto: la mejor canción del mundo!:

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miércoles, 29 de mayo de 2013

NBA 2013. LEBRON: EL SÚPER TAPÓN Y EL SÚPER ALLEY-OOP

Y ya que seguimos con los playoffs de la NBA os invito a ver lo que es un tapón o un súper tapón, un alley-oop o un súper alle-oop; en concreto del gran Lebron James de los Heat de Miami. Otro de los candidatos a engrosar esa lista del no-infierno sobre la que nos "informaba" Bauman y que, en estos jodidos tiempos, no me resisto a repetir. Que se nos quedara grabado el meollo de su mensaje y que estuviéramos dispuestos a llevarlo a cabo no sería tan mal asunto. Se precisa un deseo infinito por aprender, y estar al loro:
El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Y hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.
Por cierto, encontraréis a Lebron y al súper tapón sobre el minuto 2 del primer enlace y al súper alley-oop sobre los 45´´del segundo. Y creedme que es uno de ésos que no son infierno. Dejémosle entonces espacio y hagámosle durar.


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martes, 7 de mayo de 2013

NBA 2013. EL TRIPLE DE MANUDO


Y buscando me encuentro, sin salirme de estos play-off de la NBA, con un súper triple de Manudo o sea, del gran Manu Ginobili de los San Antonio Spurs en su primer partido contra los Warriors (¡este equipo se merece más y más!). Decir que "quien tuvo retuvo" dada mi animadversión hacia el refranero (leer mis razones en la entrada "Maldito refranero, refranero maldito") sería quedarnos en la nada. Por eso prefiero pensar en los años que contemplan al escolta argentino (treinta y...), pensar que se trataba del segundo final ¡de la segunda prórroga! y que el tiro iba a decidir la victoria o la derrota de su equipo. Sí, prefiero pensar que Manudo es uno de los grandes, competitivo (¿no será ésta la virtud principal que debe atesorar todo deportista?), y disfrutar con su triple visionándolo mil veces... o casi.



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lunes, 29 de abril de 2013

PAÍS DE GALES: EL HIMNO MÁS BONITO DEL MUNDO

Y ya que estamos hablando de deporte no he podido resisitr la tentación de incluir en este blog el que me parece uno de sus momentos más emotivos: el himno de País de Gales cantado por la grada y los propios jugadore galeses en los prolegómenos de un partido de rugby en el Milenium Stadium de Cardiff.
Por un lado, creo que el himno de País de Gales es el himno más bonito y emocionante que he escuchado nunca. Y por otro, el momento en sí con todos los jugadores abrazados antes del comienzo del partido y el público puesto en pie; un instante mágico de íntima comunión entre jugadores y afición y, ¿por qué, no?, con la propia Historia del país y con todo lo que ese equipo significa para ellos.
Yo estuve en el Milenium hace 6 años y todavía hoy cuando lo recuerdo la carne se me sigue poniendo de gallina. Es uno de esos instantes por los que merece la pena darse una vuelta por este planeta.

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domingo, 28 de abril de 2013

NBA 2013. KEVIN DURANT: EL MATE

Y en plan distendido, echar un vistazo (dejando el fútbol a un lado y la Champions en el trastero salvo a Messi, ¿no?) al mate de Kevin Durant de Oklahoma City Thunder en el tercer partido de los play-offs de la NBA que les está enfrentando este año a los Houston Rockets. De momento Oklahoma gana la serie 3-0; tranquilamente. Pero la altura (¡un cohete!) que alcanza este súper atleta para "matar" la pelota contra el aro de los Rockets; éstos son, irónicamente, los "Cohetes", creo que es digna de esta nueva entrada. Sin olvidar que Durant, posiblemente, sea otro a los que habría que dejarle espacio, según la imprescindible proclama de Zygmunt Bauman (ver en este mismo blog la entrada "Faulkner no es infierno").


Mientras tanto seguimos buscando, por supuesto...


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miércoles, 24 de abril de 2013

EL TAMAÑO SÍ IMPORTA


Nos pensamos que esto del “tamaño” siempre está referido a la misma cosa (que cuelga con, más o menos, decoro y salud entre nuestras piernas de machitos) por lo que, a pesar de la creciente chabacanería y simpleza que embadurnan los comentarios y pensamientos (no digamos “reflexiones”) de los más conocidos contertulios que inundan, entre otras, las sesiones de tarde y noche de nuestras televisiones, no deberíamos (es fácil, lo sé) caer en el desánimo y sí reafirmarnos, contrariamente, en lo ya escrito y que viene en otro sentido muy a cuento de lo vamos a tratar en las siguientes líneas. O sea que el tamaño sí que importa. En serio. Y mucho.

Y es que parece un hecho consumado o, siendo benévolos (aunque no sabría decir por qué), próximo a consumarse, la crisis y disminución creciente y galopante de las grandes pantallas de las tradicionales salas comerciales de cine en favor de otros sistemas de proyección como el teléfono móvil, las tablets o el ordenador, dotados (permítaseme el chistecillo), en su lugar, de pantallas más pequeñas.

Las consecuencias de dicha reducción serían varias pero en estos momentos, me gustaría traer a colación una sola que me parece, especialmente, preocupante y sobre la que me temo que no se ha hecho en los medios suficiente hincapié.

Primero, y hablando de cine, habría que convenir en que el formato de proyección de la película en cuestión es algo consustancial a su ser-película. Quiero decir con ello en que el formato de proyección hace que, ante nuestros ojos, la película pueda parecer una u otra cosa. Que la película varíe. Y me explico con un ejemplo que no pienso que sea muy difícil de seguir.

Paguemos una entrada y entremos a ver Lawrence de Arabia en un cine (como Dios manda, porque la película se rodó para ser vista en un cine). Y a continuación nos tomamos un par de días de reposo (es que la película dura casi 4 horas), y la visionamos otra vez a través de la pantallita de nuestro teléfono móvil (preparado, por supuesto, para tales circunstancias) o de la pantallita más grande de una tablet. Resulta obvio que la película nos parecerá diferente. Las propias dimensiones de la pantalla, la sala oscura, la “soledad” del espectador, el silencio sólo interrumpido por las voces de los actores o por un acorde de la banda sonora (y no por el timbre de la puerta, por ejemplo), el hecho de que cuando dejamos de ver la película (porque nos urge ir al servicio, por ejemplo) la película sigue por su cuenta y riesgo como si tuviera vida propia, y no se la interrumpe caprichosamente accionando la pausa en el botón del mando a distancia harán que la película se vea, indudablemente, de otra manera. Quizás, y estaría dispuesto a transigir, ni mejor ni peor (acabo de leer que el 57% de los españoles no pisa una sala de cine en todo el año), pero sí diferente.

Con lo que si persistimos en el acierto de titular a estas líneas con el socorrido “el tamaño sí importa” y ahora hablamos de diferencias tendremos que demostrar que estas diferencias también importan. Y es a lo que ahora voy. Porque si el formato de proyección (más grande o pequeño) es consustancial a la película será porque el tamaño influye en la manera en que  nosotros, espectadores, recibimos su mensaje; es decir, el tamaño opera directamente sobre el propio lenguaje cinematográfico. Y esto del lenguaje son ya palabras mayores. Y explico ahora las cursivas. Pero brevemente.

El lenguaje cinematográfico se compone, esencialmente, de planos, de igual manera que el lenguaje escrito (por ejemplo) se compone, esencialmente, de palabras. El plano y la palabra son las unidades lingüísticas de ambas artes. Cada una de la suya. De tal forma que hojeando cualquier manual de cinematografía podríamos enumerar, en función del espacio que el actor o actriz ocupa en el plano (de menos a más abierto), el primerísimo plano, el primer plano, el plano ¾, el plano medio, el plano general concreto, el plano general y el gran plano general. Éstas serían las armas (como las palabras para el escritor) con las que el cineasta debe jugar, debe atinadamente combinar para lograr el efecto deseado en el espectador.

Sin embargo cuando el tamaño en el sistema de proyección se reduce el lenguaje cinematográfico inexorablemente se estaría reduciendo también. Y las primeras víctimas (resulta obvio escribirlo) serían los planos que están en relación con la “generalidad”. Claro, tanto el gran plano general, como el plano general como el general concreto tenderán a no rodarse ya que en la pantalla pequeña apenas podrán apreciarse y verse y, por lo tanto, el espectador del DVD o del Blue-Ray, por ejemplo, pulsarán los botones de avance rápido o de quitarme-esto-que-no-veo-nada-de-encima-cuanto-antes.

¿O no hemos padecido en numerosas ocasiones la machaconería y sobreabundancia de primerísimos y primeros planos y planos medios en los telefilms (las películas hechas para ser vistas por la tele, por si acaso nos lee algún despistado/a); un abuso, no obstante, coherente con el tamaño de proyección, la tele, ya que con independencia de las proporciones, de las pulgadas (de pulga) de la pantalla televisiva estos planos sí pueden verse en ella, sí pueden capturar y transmitir sus contenidos al telespectador. Y sin embargo el gran plano general, por ejemplo, para qué. En la tele no luce. Aburre, distrae, mueve al zapeo (¡horror!). Así que habrá que desterrarlo (vade retro!). Y el plano general usémoslo sólo en los momentos estrictísimamente necesarios. Nunca más. Con lo cual el lenguaje cinematográfico cambia. Claro. Pero no sólo cambia (en el fondo el cambio no tiene porqué tener ninguna connotación de valor) sino que se empobrece. Y esto sí que es negativo y preocupante. Se le quitan “palabras” al cine.

¿Y nos imaginamos entonces, y por ayudarnos con comparaciones literarias, que a un novelista se le prohibiera utilizar en sus libros todas las palabras que empiezan por “p” o por “r”? Su lenguaje no sólo se reduciría sino que se empobrecería. Ya no podríamos leer nunca “pasión” ni “ruiseñor” como tampoco, y volvemos a hablar de cine, podríamos ver “el gran plano general de Lawrence caminando entre las grandes dunas del desierto africano” ni al inolvidable “Norman Maine perdiéndose en Ha nacido una estrella (versión George Cuckor, 1954, a ser posible), una noche, entre las olas de la playa de su residencia en Hollywood” o, ¿para qué seguir?, a la indómita Perla Chávez y al enjuto y rudo Gregory Peck disparándose y amándose en los montañosos y terrosos fotogramas finales de Duelo al sol.   
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viernes, 19 de abril de 2013

MALDITO REFRANERO, REFRANERO MALDITO


Hombre refranero, hombre majadero
(Se lo dijo a mi mujer una amiga)

Llevo cierto tiempo de asueto. Respecto a lavueltaylatuerca. Lo reconozco. Y agacho la cabeza para recibir las correspondientes y bien merecidas tollejas. Pero es que en estos momentos ando liándome. Y me explico. He iniciado la redacción de un nuevo libro y ya sabéis los que me conocéis, y a los que no se lo cuento ahora, empezar para mí a escribir un nuevo libro viene a ser como si de repente tu mujer te suelta una buena tarde que ha ido al ginecólogo y que está esperando trillizos. Pero como el techo de la cocina no puede caérsete encima de la cabeza cuando a ti te da la gana es el mundo el que, en su lugar, empieza a dar vueltas y vueltas a tu alrededor, te marea, se te seca la boca, tragas y tragas saliva y te aclaras la voz antes de preguntar tontísimamente, y como si fuera la cosa más natural del mundo, ¿de verdad? A lo que ella dice sí, sí, sí (tres veces por si alguien se ha olvidado de contar).

El mundo, entonces, es cierto no se para pero se mueve de una forma diferente, girando y girando, y lo que antes ocupaba un espacio, más o menos, primario en tu vida pasa a retroceder y a esconderse detrás de otros asuntos que pasan a ocupar, ahora, esos espacios primarios en tu mollera (que, ni que decir tiene, tampoco está ya para demasiados trotes). Y son estos asuntos del tipo de los trillizos imaginados o del nuevo libro, éste no imaginado sino con pretensiones de hacerse realidad los que han mantenido apartado de lavueltaylatuerca. Aunque soltaré una pequeña primicia antes de adentrarme en el tema que hoy quiero tratar con todos vosotros/as, y que sirva para paliar mi (impresentable) mala cabeza: el nuevo libro será un libro sobre el silencio pero en el que se hablará sobre poesía, filosofía y cine. Así que tendré la mejor compañía durante los próximos meses ya que esto de escribir siempre va para largo. Por lo menos en lo que a mí respecta.

Aunque vamos ya a lo que vamos. Esta tarde voy a referirme al refranero. Y lo traeré a colación porque si en su día decidí llamar a este blog lavueltaylatuerca no fue por otro motivo que el de buscar-la-boca, meter-las-narices (figuradamente, claro) en todas aquellas cosas que damos por supuesto y que están muy claro y que, en realidad, ni están tan claras ni deberíamos haberlas dado por tan supuestas.

Y el refranero casa con estos presupuestos a la perfección. Podría constituirse casi en su auténtica razón de ser. El refranero o el lugar común. El refranero o las verdades que son mentira pero que, aún y así, se resiste a dar el brazo a torcer y continúa creyéndose sabio (sic). Sí, la gente lo dice muy convencida, el refranero es sabio. Aunque yo añadiría, ¿cómo no va a serlo si se apunta a las duras y a las maduras, al negro y al blanco, al favor y al contra? Un ejemplo: No hay dos sin tres. Y a continuación: A la tercera va la vencida. ¡Claro, de esta manera se acierta siempre! Basta con cubrirse del todo, con gabardina, abrigo, traje de baño, guayabera, bermudas, pantalón de pana, zapatillas y botas, con apostar al 100% de las posibilidades. Otro ejemplo: Al que madruga Dios le ayuda. Y el siguiente: No por mucho madrugar amanece más temprano. Sí, más de lo mismo. Luego eso de que el refranero es sabio vamos a ponerlo por fin entrecomillas, ¿de acuerdo? Seamos serios y démosle a la tuerca la vuelta que le es debida.

Y ahora aludamos a otra característica del refranero que me resulta particularmente molesta. Sería aquélla que se refiere al refranero como una “sabiduría” (sí, entrecomillas) popular. Esto último no voy a discutirlo, pero me gustaría llamar la atención sobre cómo esta “sabiduría” popular está revestida con unos tintes descaradamente pesimistas. Está el refranero lleno de estos agua-fiestas populares. Y es que el pueblo llano (de donde bebe esa “sabiduría”) es, recalcitrantemente, negativo. Hasta el aburrimiento más supino. Aunque haya que reconocer que motivos para serlo, posiblemente, no le falten. Un ejemplo: A perro flaco todo son pulgas. Y otro: Hasta el 40 de mayo no te quites el sayo. Y otro más sobre la climatología: En abril aguas mil. Y, por no agotar al personal, el último: En martes y 13 ni te cases ni te embarques. Pero, perdón, me falta uno: la joya de la Corona: la proclama más directa y contundente hacia el máximo sedentarismo y "apalancamiento": Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. O sea más vale cruzarse de brazos y tostarse bajo el sol que levantarse del suelo y ver si se puede hacer algo por ahí.

¡No, el pueblo no es precisamente la alegría de la huerta, ni el sagrado depositario del optimismo! Seguramente no haya tenido muchas razones para esbozar una sonrisa. El terruño es duro. Y el pedrisco amenaza las cosechas. Por eso apuntaría que atender y seguir (como parece ser que mucha gente hace) las consignas de unos cenizos tan insistentes y convencidos, quizás, no sea la mejor receta para salir de los atolladeros en los que nos empeñamos en meternos. Y que una vez son por una cosa y que otras lo serán por otra. Sí, pocos refranes hay que muevan a ver la botella medio llena aunque sí que hay alguno que se sale de la botella o de la norma. Y lo citaré para que no se me acuse de partidista. Ahí va… (¡¡casi cinco minutos más tarde!!): Después de la tormenta siempre llega la calma.

Aunque para finalizar esta “refranería” no quisiera dejar de mencionar un refrán concreto, y no por su intrínseco y latoso pesimismo (que esto ya lo tenemos sabido) sino por lo que me parece más grave: por su particular inexactitud. Dice el refrán lo siguiente: Hecha la ley hecha la trampa; estando la particular inexactitud referida al simple orden cronológico de las frases y que haría que el refrán, tal y como está escrito, resulte más falso que un billete de 15 euros. Y me explico. Y acabo.

Pregunta (con el reloj en la mano), ¿qué acontece antes la ley o la trampa?, ¿los policías o los ladrones? Y la contestación y su explicación deben resultarnos bastante sencillas. En primer lugar, se inventan las trampas. En primer lugar, llegan los ladrones cabalgando hasta el pueblo no, hasta el campamento (sin ley). Y a continuación, luego en segundo lugar, y en función de los desmanes que pudieran estar provocando las trampas o de las tropelías que estuvieran cometiendo los ladrones se empezarán a redactar las leyes y a nombrar a los policías (que ejercen y juran sus cargos al amparo de la ley).

Luego Hecha la ley hecha la trampa resulta una flagrante calumnia. La ley no se redacta sino después de cometida la trampa. Y, sin duda, podría ser este diferimiento una buena explicación para justificar su insuficiencia. Que de esto sí que tiene la ley. Para dar y regalar.

La ley, en cuanto es posterior a la trampa, siempre se redactará en base a ella pero, por esa misma causa, siempre queda por detrás de ella. Los ladrones siempre van por delante de la policía. Y la policía siempre corre detrás de los pillos y delincuentes. Pienso que, en el fondo, tratamos con una simple cuestión de orden que debería recomponer el mencionado refrán en los siguientes términos más exactos: Hecha la trampa hecha la ley. Lo cual consagraría las insuficiencias que tiene por principio la ley para atajar TODAS las trampas. La insuficiencia de la policía para echar el guante a TODOS los ladrones. Lo cual, dicho sea de paso, tampoco sería decir nada nuevo ni tendría demasiada gracia ni nos aportaría gran cosa. Como, en el fondo, me sucede a mí con el (tan socorrido, dichoso y decepcionante) refranero.    

     

 
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miércoles, 20 de febrero de 2013

FAUSTO, DE SOKUROV: APUNTES PARA UN COLOQUIO



 
Voy a centrar este coloquio sobre la película en las diferencias que separan la simple dirección de una película de la puesta en escena de la misma; concepto éste, el de la puesta en escena que, con el paso de los años, se está perdiendo, del que ya casi nadie habla y del que hoy casi pueden contarse y constatarse con cuentagotas los directores que andan preocupados por estos fregados. FAUSTO y Sokurov son una de esas últimas gotas y un excelentísmo ejemplo, para agoreros y aguafiestas, de que no todo está perdido todavía.

Pero vayamos por partes. Si definiéramos la dirección, en términos informáticos o de ordenadores personales, hablaríamos del típico corta-pega de los planos que constituyen el metraje de la película, y del mayor o menor acierto en el uso del pegamento en el “ensamblaje” final, en ese final-cut del que hablan los puretas. Pero la puesta en escena va más allá de esa dirección “informática” y se compromete sin olvidarse del encadenado de planos con el contenido de los mismos y con la manera de construirlos. La puesta en escena supone trabajar desde ese contenido del plano que le va a dar (al plano) su razón de ser y de estar-ahí y no en otro lugar (como imaginar un cuadro o una tela pintada en movimiento: FAUSTO, entre otras muchísimas cosas, es eso: un cuadro de Brueguel en perpetuo movimiento), a partir de la posición que ocupa la cámara en combinación con los movimientos de los actores, el ritmo de los diálogos, la iluminación, etc. hasta construirlos como entidades acabadas que, posteriormente, en la sala de montaje se cortan y se juntan en un rompecabezas apabullante. FAUSTO también es eso.

En el último término la puesta en escena, por su mayor complejidad respecto a la mera dirección, haría referencia a que el director o la directora en cuestión se encuentran en posesión de un estilo (en tanto que construyen), de una original “marca de fábrica” que hará que sus películas resulten reconocibles por cualquier espectador mínimamente avezado y atento. Aunque no por ello deberemos tirar las campanas al vuelo y pensar que por fin hemos dado con un criterio que nos hará diferenciar a las películas buenas o “puestas-en-escena” de las menos buenas o únicamente “dirigidas”. No va a resultar tan sencillo.

Porque pienso que existe un verdadero estilo: el estilo que sí tiene valor (y FAUSTO es una incontestable muestra de todo esto) y que debe estar orientado y confluir en algo que ya no es el estilo-en-sí-mismo; un hecho que de no cumplimentarse anularía las supuestas bondades de ese estilo-en-sí-mismo para convertirlo en un fin; como si el objetivo del director, que se ha puesto detrás de la cámara, fuera que la película se reconociera inmediatamente como salida de su cabeza, como UNA PELÍCULA DE… ALMODÓVAR, por ejemplo, ya que pienso que el realizador manchego es un buen ejemplo de esto que vengo exponiendo. Decir que Pedro Almodóvar tiene un estilo propio es algo innegable. Pero ante la pregunta de a qué fines sirve ese estilo habría que encogerse de hombros o responder algo tan vago como que Almodóvar siempre hace las cosas así. El estilo de Almodóvar no es, entonces, un verdadero estilo, un medio para alcanzar otros objetivos más preciados. Sería, a lo sumo, un simple manierismo que no atiende a otras consignas más que a sus propias consignas. Un estilo, o una pescadilla que no dejaría de estar mordiéndose continuamente la cola, y cuyas vueltas y re-vueltas terminan por cansar y marear.

Yo, sin embargo y permítaseme la alusión al disco de Pink Floyd, apostaría por la otra cara de La Luna, por hacer que el estilo sea un medio o, quizás mejor escrito, un meta-medio: un estilo que transcienda al simple medio, quizás en ese sentido trascendental del que nos habla Paul Schrader cuando analiza a Bresson, Ozu o Dreyer en su magnífico libro: una recomendación de cinco estrellas y la promesa de que nadie incluirá su lectura entre los tiempos perdidos. Y no como pudiera suceder, por continuar con el mismo caso antes mencionado, con Almodóvar cuyo estilo sí que es, lo hemos dicho, y a todas luces y sombras, innegable y reconocible pero diluido en los propios contenidos de sus planos estilizados. Almodóvar no (los) trasciende. Nunca es su estilo un meta-estilo. Su estilo muerte en la orilla. No es un buen nadador. Es un fraude intrascendente. Porque, ¿a qué intereses sirve? A nada ni a nadie más allá de él mismo.

Y no obstante habría que añadir rápidamente, antes de que nadie fuera llevado a error que todo esto que venimos defendiendo, el estar en posesión de un estilo que trascienda al propio estilo, continuaría sin ser signo ni garantía de que la película en cuestión vaya a tener calidad o pudiera ser, automáticamente, calificada con un “5” o con un “excelente” u “obra maestra” en la revista o periódico de turno. Bela Tarr, por ejemplo, sería uno de esos cineastas dotado de un estilo propio y trascendente en el sentido que he estado usando la expresión meta-estilo. Y sin embargo, su último Caballo de Turín, siendo una película interesante en sus propuestas de puesta en escena, me parece una película fallida: su ambiente apocalíptico, el final del mundo anunciado por la muerte de los grandes pensadores (Nietzsche) y la llegada de unos tiempos líquidos simbolizados en su fotografía brumosa  y en las revueltas (en off visual) que tienen lugar en la lejana ciudad me parecen reiterativos hasta la evidencia. Y al mismo tiempo, pudiéramos revertir la propuesta y recurrir a excelentes películas cuyo estilo no es particularmente brillante ni se constituye en una de sus señas de identidad, ni posiblemente pretenda serlo, pero cuyo visionado siempre es una auténtica gozada. Me acuerdo, en estos momentos, de George Stevens y de Raíces profundas.
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viernes, 8 de febrero de 2013

CENTAUROS DEL DESIERTO


TODOS DEBEMOS SER BUSCADORES
 
 
Antecedentes.

La última vez que asistí a una proyección de The Searchers (y las líneas que a continuación siguen mostrarán el porqué utilizaré a partir de ahora el título original de la película, traducible por Los buscadores), la obra maestra que el cineasta norteamericano John Ford dirigió en 1956, fue una tarde en el auditorio del Museo Guggenheim de Bilbao.

La película se enmarcaba dentro de un ciclo de proyecciones organizado por el decano de los cine-clubes españoles, el Cine-club FAS, y que bajo el título genérico de El sueño americano englobaba también a Tiempos modernos, ...Y el mundo marcha, Los violentos años 20, Hombres errantes, Cantando bajo la lluvia entre otras, y fue introducida y comentada por el señor Patxi Urquijo, profesor de Imagen y Sonido en la Universidad del País Vasco. Pero esto fue lo de menos. Porque lo de más y lo que me animó a asistir a la proyección fue la posibilidad de ver, por fin, The Searchers en pantalla grande y disfrutarla en unas condiciones apropiadas: el formato Vistavision, el inmaculado Technicolor, una impecable versión original con subtítulos en castellano, sala acondicionada, silencio, oscuridad...

Habría visto The Searchers unas tres veces (ignoro si lo mismo le pasa a otra gente pero a mí con las películas clásicas me ocurre que pienso haberlas visto en docenas de ocasiones pero luego, cuando me paro a pensar, descubro con cierta sorpresa que el número apenas si sobrepasa los tres o cuatro visionados. Creo que la razón estriba, simplemente, en que al retener estas películas en la memoria y viajar así ellas siempre conmigo los tres o cuatro visionados se me antojan no tres o cuatro sino muchísimos más) pero en el pequeño y reducido cuadrado de un televisor y en versión castiza doblada al castellano, por lo que estimé que la ocasión que me brindaba el Guggenheim no podía desaprovecharse.

Y en ésas estaba compartiendo entusiasmo con el señor Urquijo aunque éste comentara que, por una vez y sin que ello sirviera de precedente, él prefería el título de la versión española: Centauros del desierto. Y yo hoy y ahora, en ese punto y lo siento de verdad por el excelente profesional y comunicador que es el señor Urquijo, no estoy de acuerdo. Yo prefiero el original: The Searchers. Me encantan los searchers, los buscadores. Porque pienso que nosotros siempre debemos andar buscando. En la búsqueda anidan las raíces del inconformismo que es la mejor receta contra los apáticos y ruinosos tiempos (culturales) que nos está tocando vivir. Y no sólo ello sino que además, días más tarde, cuando empecé a preparar la presente asignatura y recibí por correo el libro sobre la “Introducción a la Estética y la Teoría del Arte I”, que me serviría para preparar el examen de febrero, descubrí en las primeras páginas la cita del precioso poema de Cavafis “Viaje a Itaca” y se me ocurrió, uniendo las dos experiencias (película y cita) que el tema para la redacción que se me pide para este primer parcial viajaba también implícita en el título original y en las precisas imágenes de The Searchers, por lo que se puede considerar que aquella tarde fue, al menos para mí, una tarde perfecta:

Itaca te dio la travesía.

Sin ella, no hubieras emprendido

La jornada…

 

Porque habría visto The Searchers tres o cuatro veces. Lo he dicho. Y también que habría podido pensar que eran catorce o quince. Pero sobre lo que no albergaba la menor duda era sobre la riqueza de significados y sugerencias que la película me trasmitía a cada nuevo visionado. No sin motivo en nuestro mundo se dice, aunque con cierto tufillo a lugar común, que las obras maestras resultan inagotables. Es uno de esos convencionalismos que inundan nuestro imaginario y la prensa escrita y/o gráfica que nos asalta por doquier, a la vuelta de cualquier esquina o a la vuelta, incluso, de cualquier rincón de nuestra sala de estar. Y sin embargo en el caso de The Searchers esta afirmación es cierta. The Searchers es inagotable porque a cada nuevo visionado se descubre una nueva lectura, algo que habíamos pasado por alto en anteriores ocasiones, un detalle que encierra un mundo, una línea de diálogo que quiere decir mucho más de lo que habíamos pensado en una primera o segunda escucha. Y es entonces cuando la certeza nos asalta sin ningún género de dudas y podemos decirlo en voz alta sin temor a equivocarnos: sí, The Searchers es una obra maestra. Aunque ahora trataremos de ir un poco más lejos y, ya que hablamos de buscadores, buscar yo mismo un por qué de ese aseerto.

 

La interpretación de aquella tarde.

(Nota primera,- De igual forma que la idea de un paisaje no se puede formar sino es por la participación activa de un sujeto consciente que contempla la naturaleza puramente orgánica pero a la que con su mirada incorpora toda una serie de estructuras culturales aprendidas e interiorizadas por las que, a partir de aquel juicio estético reflexionante del que nos hablaba Kant, la naturaleza pasa a convertirse en paisaje[1], de igual forma, digo, una película sólo deja de ser una sucesión de planos arbitrariamente encadenados uno detrás de otro por la participación de un sujeto activo y consciente que añade a esa sucesión una estructura cultural macerada por años de aprendizaje y que la dotarán de una coherencia e interpretación por la que pasará de ser una mera sucesión de planos a erigirse en una auténtica obra artística; en este caso, una película. En el mismo sentido, por ejemplo, en que nos habla la escritora Eileen Chang, autora de la novela en la que se basa Deseo, peligro, la película de Ang Lee: “La interpretación y la imitación es algo de naturaleza brutal: los animales, como los personajes de la novela, se sirven del camuflaje para escapar de sus enemigos y atrapar a sus presas. Pero la imitación y la interpretación también nos ayudan, como seres humanos, a abrirnos a experiencias mayores, a conexiones difíciles de definir, a significados más elevados, al arte y a la verdad”[2]. A la vida, añado yo).

Pero empecemos: The Searchers es, normalmente, encuadrada dentro del género de películas estadounidenses sobre vaqueros; considerada, dicho en pocas palabras, un western. Pero a mí aquella tarde del 2 de septiembre me pareció no sólo una película fantástica y un western sino también una película que bien pudiera engrosar las listas y las estanterías del género fantástico (¿?).

¿The Searchers, cine fantástico?, podría preguntarse incluso un espectador atento. Y modestamente le sugeriría que siguiera el presente razonamiento: la película muestra una indudable, y en eso todos estamos de acuerdo, contraposición entre los interiores (principalmente, el hogar de los Edwards) y los exteriores (principalmente, los paisajes secos y duros del Monument Valley), entre la iluminación (¿será necesario mencionar el espléndido trabajo de Winton C. Hoch?) mortecina y apagada de los primeros y la clara y contundente de los segundos; en definitiva entre las categorías, como si de un inocente recuerdo de alguno de aquellos programas de “Barrio Sésamo” de nuestra infancia se tratara, “dentro” y “fuera”.

Y esta contraposición no es, de ningún modo, baladí. Y menos aún en una obra maestra como The Searchers que si es maestra lo es, entre otros motivos, por la ausencia de componentes gratuitos en su estructura. Antes al contrario, la oposición dentro-fuera es uno de los paradigmas característicos del género fantástico: la tajante división y enfrentamiento de ambientes y escenarios. Dentro (de la casa) habita la familia Edwards. Ellos son Martha, su marido Aaron y sus hijas Lucy, Debbie y un muchacho de corta edad. Vive la familia una existencia apacible. Fuera (de la casa) deambulan los searchers, los buscadores. Principalmente Ethan, el personaje que interpreta John Wayne (¿quién ha podido decir o escribir alguna vez que no es un magnífico actor?) y la tribu del indio Cicatriz. Éstos, al contrario que los Edwards, nunca vivirán una existencia apacible sino errática, al acecho, siempre inquieta.

Cuando comienza la película Ethan cansado de este deambular, peregrinar (¿sin sentido? No y, aunque luego volveré sobre ello, recuerdo Itaca: Itaca nos dio la jornada: el peregrinar tiene sentido en sí mismo), regresa al hogar de Martha y de su hermano Aaron. Quiere establecerse como ellos. Quiere dejar de ser un buscador. Parece decidido pero, sin embargo, el ataque de Cicatriz y el consiguiente secuestro de la pequeña Debbie, le expulsarán otra vez a los exteriores, le obligarán a seguir siendo un buscador. Marty, un joven que ha vivido en el hogar de los Edwards desde que sus padres murieron siendo un niño, le acompañará no casualmente en esta frenética búsqueda que se prolongará durante varios años.

Y es que Marty podría ser la clave en esta personal interpretación que propongo sobre The Searchers. Marty es un personaje a medias, en mitad de los dos espacios. Vive con los Edwards (dentro) pero no forma parte de la familia (fuera): fue adoptado siendo niño. Y así, se debate entre su amor por el hogar, por el dentro simbolizado para él en el personaje de Laurie y la deuda que tiene contraída con los Edwards que le obligará a seguir los pasos de Ethan por fuera y a ser otro buscador (en busca de Debbie). Como todos los buscadores Marty deberá moverse por fuera.

Sí, Marty es un personaje fundamental. Representa una continuidad (y al final, el anverso) del perfil de Ethan. Como él se debate entre un sueño de estabilidad y lo errático, entre el dentro y el fuera, pero al término de la película, y al contrario de Ethan, él opta por el hogar y en compañía de Laurie entrará en casa (at home, dentro) mientras que a Ethan nada ni nadie le invita a entrar y se queda fuera. Él, Ethan continuará siendo un searcher, un home-less (literalmente). Y Marty, a partir del rótulo The end, un no searcher, un home-more (literalmente y perdón por el barbarismo).

Pero si esta dicotomía entre el dentro y fuera se quedara simplemente en eso, en el antagonismo entre dos categorías, entre dos formas de enfrentarse al mundo, The Searchers no me parecería, por ese lado, particularmente memorable. Sin embargo, el caso es que John Ford, desmintiendo los calificativos de conservador, reaccionario o, incluso, fascista con los que tan a menudo se le despachó desde ciertas publicaciones cinematográficas, propone, a mi entender, una fascinante (por enriquecedora) lectura de esas dos categorías.

Porque si tradicionalmente hemos considerado al “dentro”, al hogar como lo seguro, como lo bueno[3], el conservador, reaccionario o incluso fascista (¿?) Ford le da la vuelta a la tortilla y nos plantea con y en sus imágenes que, tal vez, el hogar pueda ser el lugar de la lumbre y el calor pero también el lugar de la muerte (en vida) porque en él nunca tienen cabida los buscadores, porque en él nunca viven los buscadores, porque en él los buscadores estarán siempre ausentes. Y para Ford los buscadores, esos, al fin y al cabo, entrañables sin-hogar, y a pesar de su ingrata y no siempre reconocida tarea, son, sobre todas las cosas, la vida. Véase sino:

- El hogar de los Edwards se sitúa junto a un cementerio como si, en realidad, se tratara de una tumba más. Cuando, tras el ataque de Cicatriz, Debbie huye de la casa y va esconderse al cementerio apenas si salta por la ventana, recorre un par de metros y se agazapa detrás de una (¿otra?) lápida.

- Cuando Ethan regresa y descubre el ataque que Cicatriz ha efectuado al hogar de su hermano y en el que aún humean los restos de la masacre entra en la casa como si, en realidad, estuviera accediendo al interior de una cripta.

- Y el famoso plano final cuando Marty y Laurie, la Sra. Jorgensen, su marido y Debbie entran en la casa parece como si estuvieran entrando en el interior de una tumba. Ethan se queda fuera, sin hogar (homeless, again) y la puerta se cierra como si de la tapa de un ataúd se tratara clausurando el círculo que se abrió en la secuencia inicial cuando la puerta del hogar (en aquella ocasión la puerta del hogar de los Edwards: otra tapa de ataúd) se abría dejando que sus moradores salieran al exterior (como fantasmas, dicho sea de paso) para recibir a Ethan que regresa al hogar varios años después de terminada la guerra de Secesión y sin que, hasta ese momento, se supiera nada de él.

- Y todo ello sin entrar a pormenorizar la iluminación, las luces apagadas, rojizas y mortuorias con las que Hoch y su asesor de color, James Gooch bañan los acotados y claustrofóbicos interiores del hogar de los Edwards contrapuestas a la luminosidad, amplitud  de los exteriores con todo el aire en libertad.

(Y nota segunda,- Anotar cómo Martha Edwards huele cariñosa y tristemente el gabán de Ethan cuando éste regresa a casa. La crítica siempre se ha mostrado unánime al ver en ese gesto un hermoso detalle que oculta una frustrada historia de amor entre Ethan y Martha. Pero, ¿no podría interpretarse o ser también la añoranza que siente una “muerta” ante la vida (simbolizada en ese gabán curtido en mil batallas, sucio de polvo y sudor pero vivo) que se desarrolla fuera de las paredes de su hogar-tumba?)

 

El porqué de una interpretación: ¿la paideia infinita?

Sí porque, ¿qué ha ocurrido para que toda esta interpretación apuntada en las líneas precedentes haya podido formarse en mi mente? La obra en cuestión, la película The Searchers, de John Ford no ha variado desde la fecha (1956) de su realización. Se ha mantenido inmutable. Sus personajes fueron y quedaron fijados en la pantalla, los planos montados en riguroso orden (o por lo menos en el orden que estimaron oportuno Ford y Jack Murray, el montador) y así la seguimos viendo hoy. Las obras de arte (y una película no puede ser menos) tienen esa particularidad. Una vez realizadas, se congelan en su espacio y se detienen en su tiempo. Y sin embargo, ¿por qué cada vez que las vemos, o en este caso particular cada vez que vemos The Searchers, tenemos la impresión que la película es otra, nueva, de que nos habla y me habla de cosas que nunca antes habíamos oído, de que su poder de sugerencia y/o de evocación nunca se agotará con los años ni en sucesivos visionados, de que por eso es, en definitiva y como apuntábamos al principio de este trabajo, inagotable?

Quizás fuera Kant el primero que puso el dedo en la llaga y enunció la posibilidad de una respuesta. Porque por un lado, estaba la obra inamovible pero por otro, estaba el yo que ve y es movible. Y es este movimiento, esta fluidez (¿heraclitiana?) la que dará pie a la construcción de una nueva atalaya desde la que consideraremos al ser humano. Y desde allí, desde la nueva atalaya vislumbramos a un nuevo homo, el homo ludens que a veces comparte presencia y a veces se contrapondrá al viejo, y al que se pensaba como único hasta entonces, homo logicus. Y desde esta nueva atalaya “lúdica” surgirán nuevos prismas o categorías. Principalmente, la categoría de la “verosimilitud”; una especie de prima-hermana de la categoría lógica de “verdad” con la que vivirá momentos de avenencia pero también momentos de conflicto. La verosimilitud abre vías para la comprensión del ser humano que rellenan faltas del orden lógico. Con ella podremos introducirnos en el kantiano juego libre de las facultades; esto es, en las diferentes y subjetivas interpretaciones propias de cada ser humano y a las que somos acreedores precisamente por pertenecer a la universalidad de “ser humano”. Es aquel mismo y apasionante lanzamiento de dados del que nos hablaba Nietzsche y que enlaza con la estela fenomenológica de Husserl o Marcuse y que, asimismo, da pie a la moderna y actual fragmentación de nuestros días. Aunque todo esto ya daría pie para otra historia…

Así que invocando las teorías empiristas de las que Kant extrajo fundamentales conclusiones, extraemos que éstas reorientan la estética hacia un terreno virgen, no contemplado hasta el momento: la estética del espectador, una estética de la recepción donde se ubican, sin dificultad, todas las teorías de la sensibilidad del sentimiento (y valga la redundancia) y de la propia percepción en la que el sujeto cobra una posición predominante sobre el objeto, objeto (y valga, nuevamente, la redundancia) de la experiencia. Toda una gnoseología inferior que si bien se encuentra subsumida en una ciencia del conocimiento sensitivo se encuentra también liberada de aquellas categorías que condicionaban lo inteligible (y lo lógico) y, de este modo, la Estética puede reivindicarse desde sí misma, desde lo sensible valorado en sí y por sí mismo. Y como es fácil imaginar, moviéndonos por estos lares, el papel que en ellos jugará el espectador se me antoja crucial desde el instante en que éste contribuye desde su status receptor a engrandecer su misma naturaleza de hombre como sujeto autónomo (otra cosa que daría para muchos estudios y horas de encendidos debates sería el discutir el enfrentamiento que se produce entre este sujeto autónomo por universal y las impurezas empíricas a las que su autónoma actuación dará lugar). La fenomenología estética se encuentra desde estos presupuestos, tal y como intuyó Herder, a la vuelta de la esquina.

Y es que de igual modo, los griegos ya hablaban de la paideia como de una educación orientada a conseguir la helenización de los habitantes de la polis, una auténtica estética de la existencia (aquel sentido original del término griego aesthesis) donde se tenían en cuenta dos niveles, uno mínimo y otro máximo. Esta distinción fundamental se perdió posteriormente en el mundo latino en el que los parámetros “mínimo” y “máximo” se trastocarían en los de “peor” o “mejor” (cumplimiento de un máximo o ideal); extremos que heredaría el medievo, el humanismo renancentista y en los que nosotros, por no ser menos (sic), continuamos moviéndonos[4].

Las consecuencias de todo ello son decisivas. La paideia griega, contemplando ese mínimo (en el que el orden humano se despega, transgrede y se separa el orden natural) y ese máximo (que nos hace helenos, dirían ellos; que nos hace humanos, diría yo) es una tarea que se me antoja infinita. Porque “máximo” es una categoría que, en su misma semántica, resulta inalcanzable. No se le puede superponer ningún límite. Y consideremos entonces cómo no sucede lo mismo con la categoría latina de “mejor” que es, por seguir con la terminología semántica, una categoría meramente comparativa y por ello fuente de conflictos, de “superioridades” y discriminaciones mal entendidas (¿alguna vez son bien entendidas?)

Y es este aspecto del máximo-infinito-inalcanzable el que me gustaría rescatar ahora ya que pienso que en él converge aquella educación de la sensibilidad artística que defendió Schiller. Porque la estética de la recepción, ésta de la que venimos hablando, la estética que atañe al espectador también debe resultar una tarea infinita. Y no es sino esta educación infinita la que nos permite (la que me permitió) disfrutar The Searchers desde un nuevo punto de vista, la que hace que la obra de arte resulte inagotable ya que nuestra educación sensitiva también debe resultar siempre inagotable, siempre infinita. Si el objeto permanece estable, esta educación permanente hará que nuestro yo autónomo se encuentre en continua variación y re-educación. Esto permite que la obra sea permanentemente fluida y, por seguir parafraseando a Heráclito, que nunca podamos ver (bañarnos) The Searchers (en el mismo río) dos veces. Porque si The Searchers es siempre la misma película, yo siempre soy un nuevo espectador. Y ésa es la tarea en la que el ser humano debe aplicarse. Como la paideia también la educación de la sensibilidad debe ser infinita, aspirar a ese máximo-inalcanzable inscrito en su propia definición.

Y por esto, y como corolario a estas líneas, que estime que el ser humano siempre deba revestirse con el espíritu de los buscadores. Y por esto, el encabezamiento de la presente redacción: Todos debemos ser buscadores. Y por esto, mi pequeño desacuerdo con el señor Urquijo en lo referente al título de la película. La épica exagerada de Centauros del desierto (título de la versión española) no me aporta nada. Sin embargo, la sonoridad directa y más humilde de The Searchers me lleva a reconducir la película al ámbito del género fantástico, lo decía, a pensar en Itaca remitiendo el argumento a uno de los atributos básicos de la vida íntimamente humana (la vida y el pensar filosófico, por inclusión): la jornada, la búsqueda constante. Y esto siempre nos debe interesar. Los que no buscan porque creen saberlo y/o haberlo visto todo están (literalmente) descansando en el hogar, (figuradamente) muertos.

Y ésta es la lectura que me sugirió el último visionado de The Searchers aquella tarde en el Guggenheim, y la que me lleva a concluir con que John Ford no sólo no fue aquel director “conservador, reaccionario o, incluso, fascista” sino uno de los más atinados retratistas de las contradicciones que envuelven al ser humano.

Aunque, en definitiva y tal y como nos apunta Terry Eagleton, quizás lo estético no sea, en el fondo, más que el modelo secreto de la subjetividad humana. Pero que, a partir de los presupuestos englobados en esa estética del espectador (infinitamente receptivo, infinitamente abierto a la infinitud humana; aquel perspectivismo en el sentido que nos hablaba Nietzsche), sea también, y esto no tiene precio (y por esto nunca será logicus), el implacable enemigo de todo pensamiento de dominación.

 



[1] Para todo este asunto sobre la naturaleza y el paisaje remito al lector al bonito Tema VI en Simón Marchán Fiz, Introducción a la Estética y la Teoría del Arte I, Facultad de Filosofía U.N.E.D., Madrid 2007-2008.
[2] Extraído del affiche de Deseo, peligro (2007), de Ang Lee. El subrayado, obviamente, es mío.
[3] Me viene a la cabeza la afortunada frase de Manuel Alcántara, en una de sus columnas de El Correo, cuando habla de que todos los problemas que nos amargan la existencia provienen del simple hecho de no saber quedarse en casa (at home, añado yo).
[4] Para todo este fascinante debate entre mínimos y máximos versus peores y mejores, ver Javier San Martín Sala, Antropología filosófica, UNED, Madrid, 2005, p.212.
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