lunes, 24 de diciembre de 2018

STANLEY KUBRICK Y ERNESTO CARDENAL: EL TANGO NO HA MUERTO


Y termino el año. Y si entendemos bien las consignas de Kubrick y Ernesto Cardenal expuestas en la entrada del 8 de diciembre Stanley Kubrick y Ernesto Cardenal chocan esos cinco, habrá que colegir que universo = danza (sí, la misma dantza de la bonita película de Telmo Esnal), o sea, que mientras el universo exista, la danza, la música también existirán, y esto debería incluir al tango. Luego habría que rectificar el apocalíptico titular EL TANGO HA MUERTO, con el que tan alegremente me hice eco del fallecimiento de Bernardo Bertolucci (el 26N), porque el tango continuará vivito y coleando mientras este universo, en perpetua expansión, siga cubriendo nuestras cabezas…

Lo que bien mirado tampoco debiera extrañarnos mucho, porque El último tango en París continúa siendo una película de-moda, una obra de actualidad como lo es todo aquello que ha devenido clásico y que trate de algo infinito, de la unión eterna, por ejemplo, de la pareja, del 1+1 igual a 1, y más aún, con la ambición psicoanalítica con la que Bertolucci aborda el tema. Y con apenas 30 años, como los casi-30 con los que también Coppola rodaba, por aquellas mismas fechas, su Padrino. ¡Ésos, digo yo, son 30 años bien aprovechados! Y lo escribo mirando, bien de frente, a los 30añeros que en la actualidad pululan a nuestros alrededores, más despistados y pretenciosos de lo que nunca los “viejales de turno” pudiéramos haber imaginado.

Pero además, y dejando al margen el divague y yendo a lo que quiero ir, sigo viendo la estela de Ernesto Cardenal en el tango de Bertolucci. ¿O no nos habla su película sobre esa unión, sobre la pareja en todas sus dimensiones? Primero, como pareja anticonvencional. Como hombre y mujer, hombre maduro y jovencita que se reúnen en un apartamento vacío para estar juntos, sin nombres propios, sin pasado ni futuro conocidos, incluso antes que las palabras existan, como sucede en la secuencia en que el hombre y la joven se comunican meramente a través de chillidos y graznidos animales.

Así, el apartamento (vacío) del Tango vendría a simbolizar ese mundo primigenio del ser humano, ese mundo anterior al mundo civilizado: el útero materno. No es casualidad que el hombre y la joven accedan, por primera vez, a sus cuatro paredes y suelo desnudos tras ascender directa y verticalmente a su interior desde la cápsula-ascensor que se sitúa en el centro del portal.

Esto es, el mundo primigenio del interior contrapuesto al mundo convencional del exterior donde el hombre tiene una historia repleta de pequeños sucedidos, donde ha sufrido, recientemente, la terrible tragedia del suicidio de su mujer, donde ha descubierto que esa mujer tenía un amante, y donde la joven tiene, por su parte, un novio empeñado en filmarla allá por donde va, haciendo lo que haga… ¿No es en esto también el tango premonitorio de la actual obsesión de la juventud, sobre todo, por grabar o fotografiar cualquier cosa que nos esté ocurriendo y en la que estemos implicados por insulsa que ésta sea?

Pero esto que acontece en el exterior del útero-apartamento es el mundo civilizado, el mundo convencional con el que nos enredamos todos los días y con el que el hombre, llamémosle Paul, quiere romper a partir de la relación que desea establecer, empezando desde cero, desde el punto primigenio con una joven desconocida, llamémosla Jean. Y la tragedia, porque el Tango es una tragedia, sobreviene cuando ese mundo primigenio se trunca, derrotado por el mundo civilizado. Y Jean acepta la oferta de matrimonio de su joven pretendiente. O sea, el matrimonio, el amor convencional. Y Paul se rebela. O sea, los celos, el des-amor convencional. Y no quiere que Jean le abandone. Y la sigue por las calles de París, y la retiene en una sala donde se celebra un concurso de tangos. O sea, el baile ahora, el baile convencional o, ¿habría algo más convencional, hablando de bailes, de parejas, de uniones cardenales que un hombre y una mujer bailando un tango, ejecutando sus mecánicos y rígidos movimientos?
 

Por eso, después del tango, a la película, y a Paul y Jean con ella, sólo le queda la muerte. Paul persigue hasta su casa a Jean y allí ella le dispara con un revólver (el que éste sea la pistola de su padre muerto, y el que Paul se haya colocado, previamente, sobre su cabeza el quepis que el padre usaba cuando vivía y guerreaba, no dejan de ser otra de esas secuelas psicoanalíticas tan caras a Bertolucci). Paul avanzará hasta el balcón y allí se derrumba en el suelo, arrullado, sí, arrullado como un recién nacido que nunca debió salir de aquel apartamento primigenio, que nunca debió… ¿nacer?
 

Aunque, por lo que nos cuenta Bertolucci con su Tango, éste sea un deseo imposible. Sí, la civilización, como un caníbal insaciable e inevitable, siempre terminará ganando la partida contra la frágil inocencia primigenia.

Y Jean, mientras Paul yace muerto, no dejará de repetir como una letanía la falsa historia con la que, posiblemente, se defenderá cuando la Policía la interrogue (cito de memoria): no le conozco…, empezó a seguirme de repente…, no le conozco…, entró en mi casa…, yo tengo un revólver de mi padre…, no le conozco… ¿Querrá Bertolucci significar con esto, colocado en el final del Tango, el triunfo de la ficción, más allá de cualquier mundo primigenio y/o convencional? Sí, si alguien me pidiera una opinión yo contestaría que sí y me quedaría con la ficción pura y dura. Creo, incluso, que es lo que a Bertolucci, como cineasta y como artista, más le debe interesar.  

Y acabo ya con Cardenal, para que el título de la entrada se entienda, con un extracto de su Cántiga 35 del Cántico cósmico, y escribo en negrita y mayúsculas, que se me perdone la falta de modestia, algunas claves que muestran los paralelismos entre la poesía del nicaragüense y la película del italiano (en lo que a Paul se refiere, por ejemplo), y algunas otras cosas que, tal vez, nos hagan pensar un poco sobre nosotros y sobre nuestros mundos, en plural, convencionales o primigenios:

(…)
(PAUL EN EL APARTAMENTO, EN EL MUNDO PRIMIGENIO)
Feto libre, feliz como pez, en el líquido amniótico,
flotabas sin orillas, sin tropezar con límites,
pero al ir creciendo te vas sintiendo en un encierro,
el vasto océano queda hecho una estrecha cueva,
donde se choca con paredes que rechazan,
el cuerpo se dobla cuanto puede, se enrolla, se acurruca,
bajo el oleaje que lo mece y lo mece más y más,
ya no se nada en un agua tranquila,
el último mes es el de las mareas más fuertes, las olas
son ya tempestad, algo que te ahoga, te hunde hacia abajo,
aterrado te acurrucas más, el agua te arroja ¿adónde? (PAUL EN EL EXTERIOR DEL APARTAMENTO, EN EL MUNDO CIVILIZADO) A la boca de la muerte,
adonde ya no hay agua, ya no hay cueva, sólo el vacío,
el caos, la nada, el frío de afuera,
se ha salido a la luz.
Se es libre. Pero ya no como pez. (PAUL MUERTO EN EL BALCÓN DE JEAN) Enrollado todavía,
acurrucado, los ojos cerrados, deseando volver
a las ciegas profundidades donde se estaba metido.
Pero no será tu último llanto ni tu última muerte
porque hay más nacimientos. Todo crecimiento
es doloroso, porque el crecimiento es nacimiento
y por lo tanto muerte, y por lo tanto llanto.
Aprenderás también que toda muerte es nacimiento,
y que el hombre tiene que nacer y nacer
hasta ser el hombre completo.
Y saldrás de este cosmos para nacer en otro.

 
¡¡Ah, sí, y ya puestos que no se me olvide: FELIZ NAVIDAD Y AÑO!!
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sábado, 8 de diciembre de 2018

STANLEY KUBRICK Y ERNESTO CARDENAL CHOCAN ESOS CINCO


Sabido es que en este 2018 se están celebrando los 50 años del estreno de 2001: una odisea en el espacio, la película de Stanley Kubrick que cambió los caminos por donde hasta entonces se había movido la Ciencia Ficción cinematográfica, y que abrió nuevas y enormes posibilidades (aún no agotadas) para el futuro del género. Pero esto lo sabe casi todo pitxitxi.

Aunque también pienso que si la película gusta más o menos, o es considerada más o menos buena es, en este caso, y valga la redundancia, lo de menos, porque lo que de verdad importa, o lo que de verdad me importa a mí, es que el género, desde 2001, ya no volverá a ser el mismo, ni podrá seguir siendo considerado por la sesuda crítica un género, sí, pero menor. Y creo que sólo por esto ya podríamos anotar un buen tanto en favor de Kubrick, y de su 2001: haber hecho que el género sacara pecho, se pusiera de puntillas y creciera lo suficiente y necesario para hacerse por fin mayor. Y todo esto, ¡qué duda cabe!, siempre tiene su gran mérito sin importar tanto, y valga otra redundancia, los méritos o deméritos de la cinta en cuestión.
 

Pero es que además Kubrick, contando con la oposición y las puyas de una parte de esa sesuda crítica, se atrevió a prescindir, durante el montaje, de un músico del prestigio de Alex North para componer la banda sonora de su película y utilizar, en su lugar, extractos de conocidas piezas musicales clásicas. Así, por ejemplo, lo hizo con el archipopular Danubio Azul de Johann Strauss para alguna emblemática secuencia. Y al decidirse por esta opción, y he aquí lo que me interesa, la secuencia en cuestión, localizada en el espacio infinito, en el cosmos, con la nave espacial girando y bailando frente a la Tierra, tiende una mano, un choca esos cinco, al extraordinario e increíble Cántico cósmico del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal con el que estoy alucinando durante estos días.

Porque para Cardenal el cosmos, el universo en su totalidad, la vida es, sobre todo, unión, amor, armonía, y también música y danza. Así lo transcribe en muchas de las cántigas que componen su Cántico. Porque, sin ir muy lejos y sin atosigar al personal, podemos leer en la que hace la nº20:
(…)
La materia en formación tuvo una música
y su eco son los cantos de las ballenas en el fondo del mar
o los Cuartetos de Beethoven.
(…)
Animales y plantas, todos
nosotros del mismo antepasado microscópico.
Somos notas de la misma música.
(…)
Sinfonía del universo.
La creación es un canto.
La creación que no ha terminado todavía.
(…)
“Si nuestros ojos fueran más perfectos veríamos los átomos cantar”.
El protón dicen que parece una fuga de Bach.

O en la 30:
(…)
Newton vio lo que unía
a la manzana, a la tierra y a la luna.
La danza de la energía.
(…)
Materia terrestre y materia celeste con Newton
fueron la misma.
Los movimientos de la luna y los planetas:
los de las manzanas.

Y entonces cuando la nave espacial gira y baila a los sones del Danubio en el espacio bajo la atenta mirada de La Tierra me retrotraigo (¡incluso- ver el clip- la estilográfica, como una mini-nave, baila en el interior de la nave mayor y los pasitos de la azafata sobre la moqueta también son baile!), me retrotraigo, digo, a estos versos de Ernesto y pienso que una vez más, y ya irían unas cuantas, el director estadounidense se junta en sus películas con la Cultura mayúscula, con la Cultura que a todos nos compete e incluye; hace medio siglo con 2001, unos años después con Barry Lyndon, siempre con genio y con ideas singulares e inagotables; ideas que tienen, en este caso, en 2001 al cosmos como protagonista, como gigantesca pista de baile donde los danzantes, estos son, los planetas, estrellas, galaxias, nosotros mismos sabemos guardar las distancias, flirteamos, nos juntamos y nos separamos para volvernos a unir y componer, de esta forma, ese imponente mosaico de formas, de luces y sombras, de ritmos silenciosos que nos hacen quedarnos con la boca abierta cada vez que miramos hacia arriba y vemos una estrella que, es un decir, se encuentra a 11 mil años luz de nosotros; o sea, a un porrón de kilómetros de distancia, teniendo en cuenta que un Año luz sería la distancia que recorre la luz en un año; o sea, e intento no atragantarme, ¡9,46 x 10 elevado a la 12ª potencia kms!


Sin duda, el cosmos como discotecón, como pista de baile de proporciones descomunales en el que todos y todo estamos re-unidos y movemos el esqueleto (por la fuerza de la gravedad, claro). Kubrick y Cardenal lo sabían. Y 2001, El Danubio Azul y el Cántico cósmico nos lo enseñan.


Fijaos, por último, que sólo el súper computador Hal-9000 no mueve, no menea sus huesos metálicos. Y así le luce el pelo: muere. Y a nosotros y, sobre todo, al astronauta David Bowman, con sus increíbles peripecias por salvar el pescuezo, casi nos arruina la película.



 
 
 

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