jueves, 27 de diciembre de 2012

UN BRINDIS PARA EL FIN DE AÑO

Y DESPIDAMOS AL AÑO COMO DIOS MANDA. SE ME OCURRE CON EL BRINDIS DE LA TRAVIATA DE VERDI YA QUE EL PRÓXIMO AÑO SERÁ EL DEL SEGUNDO CENTENARIO DE SU NACIMIENTO. Y NOSOTROS LE AJUSTAREMOS LAS CUENTAS DESDE ESTAS PÁGINAS. NADA SANGRANTE. SIMPLEMENTE UN PAR DE PUNTOS SOBRE LAS ÍES: UNA VUELTA DE TUERCA. ¡¡Y A DISFRUTAR!!


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HABLANDO UN POCO DE CINE (Y DEL SONETO 126)


Se nos acaba el año. Se nos terminaron las sesiones del Cine-club FAS 2012. Fue, y lo decimos sin muchos rodeos, un buen año (para los jodidos años que corren). Y una de las últimas proyecciones nos presentó a Lope, la película que Anducha (Waddintong) dirigió en 2010 centrándose en la juventud del magnífico poeta y dramaturgo: Lope de Vega, claro.

La película, y olvidándome del chiste fácil de que el nombre del director ya debía haberme alertado sobre sus deficiencias: “flacucha”, perdón Anducha, me sirvió en bandeja de plata un par de reflexiones. Y paso a referirlas. Y después descorcharemos el champán. Por las fechas que corren. Y no por mis ocurrencias. Ni por la calidad de la cinta de Anducha. Aunque a esto ya he aludido antes.

Así que la primera reflexión haría referencia al peligro eminente y evidente que atraviesan actualmente las cinematografías nacionales que basan un porcentaje importante o importantísimo de su producción en la participación en ella de los diferentes canales públicos y/o privados de televisión que operan en su territorio. Y un ejemplo flagrante de esto último sería el caso español.

Y si hablo de “peligro” lo hago en relación a que estas televisiones, con independencia de su mayor o menor sabiduría sobre asuntos exclusivamente cinematográficos, buscan ante todo la consecución de cuantiosas recaudaciones y rendimientos que les permitan cuadrar sus (endiabladas) cuentas de resultados, y esas (malditas) obligaciones de-invertir-en-cine que en muchas ocasiones se les impone desde las legislaciones estatales.

Aunque una vez pasado el susto cualquier cadena televisiva sabe sobreponerse y llevar el “castigo” con mayor o menor entereza. ¿Qué hacer?, se preguntan sus avezados directivos. Copiemos, contestan, con mayor o menor disimulo, los éxitos cinematográficos de otras cinematografías más reconocidas, con o sin justicia, y más prestigiosas, con o sin justicia, que la nuestra. Y pronuncian, entonces, al unísono: “¡Hollywood, los americanos! Porque es el cine que más a mano está, el que todos conocen; quizás, el único que conoce la mayoría de los directivos. Y luego, incluso, alguno de esos directivos, más culto y con más tablas que los demás se atreverá a ir más lejos y proponer,  Shaskespeare in Love! (porque aunque sea medio inglesa, sus actores y actrices hablan en inglés)  Y a continuación ese mismo directivo con más tablas que los demás, ya envalentonado, soltará la numerosísima lista de premios (Óscars incluidos) recibidos y las aparatosas cifras de recaudación para proponer, al fin, la gran cuestión: ¿Y por qué no hacemos nosotros, españoles, lo mismo? Y tras un brevísimo intervalo de silencio (porque todos están, en el fondo, pensando en irse a comer) el resto de directivos con menos tablas sonreirán satisfechos, alguno dirá, ”¡gran idea”!, y todos se frotarán las manos, aunque la calefacción está encendida a tope (¿quién habló de crisis?). Y así habrá nacido un proyecto: Lope in Love o, por no resultar demasiado descarados, Lope (a secas).

Y hasta aquí la cosa puede pasar. Puede, incluso, que esté bien. La concatenación de razonamientos que nos llevan hasta el diseño de la película no parece, a priori, errónea. Ni parece tener vías de escape que le pudieran hacer zozobrar y hundirse a los pocos días de haber iniciado su periplo comercial. Pero el problema (¡y muy gordo!) ha surgido, mucho antes, ¡a los pocos minutos de haber comenzado su primera proyección!, y para cualquier espectador que haya decidido ver la película sin tiritas en los ojos.

Enunciado en una escueta frase, el problema podría se el siguiente: ¡Esta película me suena! Y éste es un problema que va más allá de las supuestas calidades de las cintas que se entremezclan en nuestras cabezas de espectadores. Yo, personalmente, y sin tirarme de los pelos, puedo preferir Shakespeare in Love pero ése no es el verdadero asunto. El asunto crucial es que Lope, al tratar de copiar y seguir las estelas de Shakespeare in Love se ha quedado vacía de contenido. Se ha quedado sin nada que añadir o, lo que es lo mismo, sin nada que decir. Y esto sí que es ya muy grave. Porque, ¿si Lope no dice nada para qué se pagan 7€ por entrar a verla? El dejá vu nos recorre como el filo de una navaja el espinazo. La personalidad brilla por su ausencia. Y el arte (porque el cine es un arte, ¿o no?- tal vez aquí esté HOY el auténtico quid de la cuestión) sin personalidad no deja de ser más que nunca una bolsa de palomitas, una sala oscura, el aire acondicionado y el acomodador iluminándonos amablemente la butaca que hemos adquirido durante dos horas. El resto, lo que se proyecta sobre la pantalla, es sin duda lo de menos o un “más de lo mismo”.

Y si estamos hablando de cine habrá que puntualizar que la personalidad se percibe directamente en eso que algunos pedantes continuamos llamando “puesta en escena”. La puesta en escena hace DIFERENTES a los directores y a las películas. Nos obliga a NO CONFUDIRLAS. Y a defender que Fellini no es Bergman ni Tarkovski ni Howard Hawks. La puesta en escena nos permite mirar desglobulizadamente. Porque, sin-personalidad, globalizadamente, ¿qué más nos da que, por ejemplo, Lo imposible sea dirigida por Bayona o por cualquier otro director “globalizado”, bien adocenado e instruido en los lugares comunes? Claro, cuando muchos valen para lo mismo, “lo mismo” pierde todo su valor. Y los “muchos” ven su cachet reducido. ¡Negocio redondo! Claro, muchos pueden hacer lo mismo. Esta fue la primera reflexión. La segunda fue más breve. Y gratificante.

Y es que, incluso, en las peores circunstancias globalizadas surge la magia, el ARTE con mayúsculas, y éste hacer (como me ocurrió a mí) que los pelos se me pongan de punta. Y me pasó, y sin salirme de Lope. Cuando ya lo daba por imposible. Fue durante su último plano, .cuando una perfecta voz en off comenzó el recitado del magno Soneto 126 de Lope. Y comprendí, entonces, que la personalidad es algo inimitable, que no se encuentra a la venta en ningún bazar ni centro comercial. Y que el arte auténtico, ese ARTE con mayúsculas no puede copiarse. Se tiene o no se tiene. O sale por sí solo, de las entrañas, o no sale nunca ya que si lo copiamos ya no es arte sino, apenas, una vulgar imitación o calcamonía. Que nos hable Lope y callemos el resto. Escuchad su Soneto126:

Desmayarse, atreverse, estar furioso,
Áspero, tierno, liberal, esquivo,
Alentado, mortal, difunto, vivo,
Leal, traidor, cobarde y animoso;
No hallar fuera del bien centro y reposo,
Mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
Enojado, valiente, fugitivo,
Satisfecho, ofendido, receloso;
Huir el rostro al claro desengaño,
Beber veneno por licor suave,
Olvidar el provecho, amar el daño;
Creer que un cielo en un infierno cabe,
Dar la vida y el alma a un desengaño;
Esto es amor, quien lo probó lo sabe.
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sábado, 13 de octubre de 2012

HABLANDO UN POCO DE CINE (y 2): LA MELODÍA INFINITA



Sí, continuaremos hablando un poco de cine. Pero, en esta ocasión, dando un pequeño rodeo. Así que nadie se despiste. Porque empezaremos refiriéndonos a aquel concepto que ¡Richard Wagner! definió en su célebre ensayo La música del porvenir, escrito en 1860, hacia la época en la que componía también Tristán e Isolda, y donde acuñaba el término que ahora, en estas precipitadas (como siempre) líneas, nos interesa. Es la melodía infinita.

Y, ¿qué es esto de la melodía infinita?, ¿y, sobre todo, qué tiene que ver con el cine? Sí, de acuerdo: vayamos por partes. Y demos, en primer lugar, cuenta de la primera (y valga la redundancia) pregunta. Para tomar posiciones y situarnos, más que nada. yo voy a tratar de no ser resultar prolijo y restringido; claro como una patena.

Y empezaré diciendo que “melodía infinita” es una expresión (en principio musical) que Richard Wagner congregó en torno a la idea de “infinitud”, una de esas categorías centrales de la filosofía romántica del arte. La melodía infinita trata de evitar las cadencias o cesuras y, en su lugar, tiende un puente entre ellas que las aúna en un todo. Así, la melodía infinita no admite la fragmentación y apuesta, por el contrario, por una continuidad no-fragmentada e infinita.

Por todo ello, con la melodía infinita se está aludiendo a un “algo” de índole estética y sólo secundariamente a un “algo” de índole técnico. Su significado, en fin, es el de que cada figura musical debe contener un “pensamiento” real y suficiente en sí mismo, y de que hay que abstenerse, por lo tanto, de todo aquello que resulte accesorio,  “un mero relleno”, de todo aquello que suene a simple fórmula. Y lo que es aún más decisivo para nuestros intereses: Wagner está aspirando a lograr con esta música una continuidad musical ininterrumpida en el que cada detalle contiene su propio significado y no precisara de complemento alguno para componer, escribía antes, un “pensamiento” real.

Y a mí esta idea de la “infinitud” ininterrumpida, compuesta por fragmentos “autosuficientes”, me resulta enormemente atractiva y tentadora. Los fragmentos no precisarían de otras muletas para decir algo. Suenan y el sonido ya nos basta. El sonido ya nos llena. Sin que tengamos que “esperar a lo que va a venir a continuación”. Por eso en la sucesión de instantes ya somos felices.

Y por concretar, un ejemplo perfecto de todo esto que estamos contando lo tendríamos en el 2º acto de Tristán e Isolda. (Recurro a un extracto sacado del archisocorrido youtube: ver enlace abajo). Si nos conseguimos abandonarnos al espíritu de la música, durante ese 2º acto, enseguida quedaremos atrapados en sus acordes y figuras ininterrumpidas. La música podría durar eternamente. Y no nos importa. Estamos capturados en una maravillosa telaraña sonora, construida con pentagramas, silencios y notas musicales, que nos trasporta, viento en vela, hacia un infinito que no sabemos, de momento, dónde puede terminar. Pero tampoco nos importa. Quizás no termine nunca. Es infinito. Porque al “borrar” los fragmentos, los cortes que existen entre ellos y que no terminarán nunca de unirles al quedar siempre los cortes entre ellos como prueba ineludible de que han sido pegados, también se han diluido.

Y he pensado que más de un siglo después, en la música del grupo británico The Cure (¡¡) he encontrado parte de esa herencia del espíritu wagneriano, “algo” de todo aquelllo infinito. Lo descubrí cuando me preguntaba de dónde surge la fascinación que experimentaba al escuchar, por ejemplo, A Forest. (Recurro, again, al youtube: ver enlace abajo). A Forest, y preferentemente en sus versiones en directo, comienza con una larga introducción musical. Y si me dejaba llevar por sus acordes ininterrumpidos no me importaba que la voz de Robert Smith no interrumpiera, no cortara el momento y empezara a cantar. Quería siempre que se esperara otro minuto más. Que se callara. La música y las melodías de The Cure son también, en este sentido y en algunos temas como A Forest, infinitas. Son algo más que una simple canción con su estrofa-estrofa-puente-estribillo, porque esa melodía infinita (lo hemos apuntado ya) no tendrá ni divisiones ni partes. Aspira a ser un todo seguido. Por eso cuando sus acordes acaban y las luces de la sala vuelven a encenderse, tengo que aguardar un minuto a recuperar el resuello, el ritmo cotidiano de nuestra respiración, a darme cuenta de que respiro y de que tengo una conciencia con la que cargo día a día. Y pensamos, entonces, que la próxima semana deberemos abonar el alquiler de nuestra vivienda o cotizar, puntualmente, las cuotas de Autónomos. Esto se relaciona con el mundo dividido, con el mundo lleno de cortes, con el mundo interrumpido continuamente. Es nuestro mundo. Aunque ahora ya debemos saber que existe otro mundo sin cortes ni divisiones: ininterrumpido. Richard Wagner y The Cure nos han grabado algunos ejemplos y, por un precio módico (para lo que ofrecen: ¡¡es un nuevo mundo!!), nos lo venden en cualquier tienda de discos que se precie.

Bien, vale. Pero, ¿y el cine?, ¿no se iba a hablar un poco de cine? Claro. En el cine también nos encontramos con la melodía infinita. En los fotogramas ininterrumpidos de En el curso del tiempo, la película que Wim Wenders rodó en 1976. En el curso del tiempo dura 3 horas. Y no importa. Cuando te has sumrgido en sus imágenes y en su ritmo, no importa que dure 3 horas. Podrían ser 4 o 5 horas, o un número infinito de horas. Y nada (¡y esto es un milagro!) de lo que nos cuenta la película resulta especialmente relevante. Pero es que Wim Wenders nos habla de algo mucho más etéreo y abstracto, y complicadísimo de capturar. Nos está hablando del tiempo. Pero no del reloj que divide y corta. Nos habla del tiempo sin divisiones (en actos por ejemplo) ni cortes (en planos, por ejemplo). Del tiempo que aspira a la “infinitud”. En el curso del tiempo todo fluye continuamente. Sin principios ni finales. Por eso empieza de repente, y acaba de repente. Anunciándonos que la película termina (hay que salir del cine y cenar e irse a casa) pero que el tiempo verdadero sigue ininterrumpidamente. Por eso, En el curso del tiempo me parece una obra única. En ella Wim Wenders se ha vestido con el traje de “infinito cineasta”. Porque si Richard Wagner acuñó el término “melodía infinita” y lo plasmó en su Tristán, porque si The Cure ha persistido con la idea (y ahí estaría A Forest), Wim Wenders la ha traslado a imágenes para que nosotros, espectadores, no sólo la sintamos sino que también la veamos. Sin duda Wim Wenders ha sido con En el curso del tiempo el cineasta de la melodía infinita. ¿Podemos decirlo así, verdad?
TRISTAN E ISOLDA:

A FOREST:
 



 
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viernes, 14 de septiembre de 2012

HABLANDO UN POCO DE CINE


Sí, hablemos un poco de cine. Yo mismo dirigí un largometraje: Lo mejor de cada casa y, actualmente, preparo el rodaje de un documental sobre el tenor canario Alfredo Kraus. También, y desde hace seis años, imparto clases de dirección y guión en diversas escuelas y organismos oficiales. Y de momento basta: ni quiero alargarme ni darme excesivo jabón. Estoy contento con mi altura: 1,82. Y estoy limpio. Simplemente quería constatar que hablando de cine yo también sé hablar un poco. Pero sin que “la voz de la experiencia” diga nada. Sólo los “ojos de un espectador” hablan. Y me explico.

Y es que mucho antes que director, guionista o profesor de cine yo he sido espectador de cientos y cientos de películas. Me apasionaban las películas[1]. Las devoraba. En el cine, principalmente. Y en televisión. Y en vídeo y después en dvd, ocasionalmente (al Sr. Blue-Ray no tengo aún el placer de conocerle). Había días (sí, eran otros tiempos, lo reconozco) en que era capaz de ver ¡hasta 4 películas! y más tarde, por la noche, en la soledad de mi habitación, ver alguna otra de propina a través de la televisión o del vídeo o del dvd. Y creo que salvo contadísimos casos no me arrepiento de haber visto ninguna de ellas.

Que de todas las películas se puede aprender algo es la enseñanza que debería figurar sobre la puerta de la entrada de cualquier escuela de cine que se precie de ser tal. Esto lo he tenido yo claro desde el principio. Y con el tiempo me he dado cuenta de que los buenos cineastas norteamericanos, de los Estados Unidos (de Los Ángeles a Nueva York), también se han aplicado sabiamente el cuento. En esto han sido precursores. Y son insuperables.

Sí, aún me asombra la capacidad de muchos de estos directores estadounidenses (los buenos) de asimilar y trasladar a sus propias películas, imágenes secuencias, personajes, y el (siempre escurridizo) tempus narrativo de otras películas alejadas tanto en tiempo como en espacio de las suyas. Y citar, en este último caso y para aclarar la noción que manejo del tempus narrativo, el nombre de Tarantino me parece una verdad de Perogrullo (que a la mano cerrada le llamaba puño, por si alguien se ha lvidado). Sentir el ritmo, ese tomarse su-tiempo-para-decir-y-contar-las cosas que nos demuestra en Malditos bastardos (Unglorius Bastards, creo) no podría entenderse sin haber deglutido, literalmente, muchísimos spaghetti western, sus tempi narrativos, y el cine de Sergio Leone en particular. Aunque, sí, puede que el ejemplo de Tarantino resulte demasiado obvio. Su cine es el incontrovertible celuloide de un excelente espectador de tantas y tantísimas películas. No en vano trabajó como esforzado dependiente de un cine-club (¿lo habéis oído alguna vez?).

Pero ahora me gustaría referirme a otro ejemplo de esta “fructífera transfusión”, posiblemente, no tan conocido ni manoseado. Y me sitúo. La película es conocida por todos los buenos aficionados. Se trata de Blade Runner. Y la secuencia es la penúltima, la que antecede al final, la mítica e inolvidable muerte del replicante Nexos 6 (Rutger Hauer) frente a la alucinada y perpleja mirada del detective que encarna Harrison Ford. El director, ya lo sabéis, es Ridley Scout. Norteamericano. Y la “transfusión”, en este caso, viene también del antebrazo de Sergio Leone. ¿Habéis visto, y recordáis, la muerte de Cheyenne (Jason Robards) en la bonita Once upon a time in the West? Cheyenne (como Nexus 6) también se sienta lentamente antes de morir (frente a Charles Bronson), y cruza las piernas a “lo indio”, y habla, y habla mucho,  y ladeando suavemente la cabeza sobre el hombro expira como si la vida se escurriera de su cuerpo a través del último suspiro, de la última palabra, como si la vida se hubiera detenido.

¡Pero claro, pensará más de un aguafiestas, esas dos películas, y esa escena en concreto, son muy diferentes! Y yo no lo niego. El argumento, el género (la ciencia-ficción y el western), los diálogos (Cheyyene no habla de “las lágrimas en la lluvia”, ni de “la puerta de Tannhauser”), todo lo que flota en la superficie y se ve  es muy distinto (la fina lluvia de Blade Runner, el machacante sol de Once upon…, sería sólo otro ejemplo).

Por eso yo hablo de “transfusión”, o quizás mejor debiera emplear el sustantivo “inhalación”. Más que nada porque el aire no se ve. El aire se siente. Y por esto, la inhalación nunca tratará de calcar, de “fusilar”, de plagiar o copiar (¿cómo podría copiarse aquello que sólo puede sentirse, copiar lo invisible?) sino de asimilar y “capturar” algo tan etéreo como el “aire”, el espíritu que emana de una determinada película o de una determinada secuencia, empapándose hasta los huesos de ese mismo aire, de la manera que tendría un actor o actriz de moverse, de flotar en el plano (¿o acaso Cheyenne y Nexos 6, aun permaneciendo los dos sentados bajo el sol o la lluvia, no flotan durante sus respectivos adioses a la vida?), y captar su sentido, el “aroma” último de la puesta en escena (porque sí, los grandes momentos del cine también “huelen”: ¿o no huelen a muerte esas despedidas de Cheyenne y Nexos 6 aguardando a que el tiempo les roce con su tick-tack y les detenga?) y hacer, en definitiva, de ese o de esos momentos un momento universal.

Luego desde aquí, y sin que sirva para todos los casos (sólo para los buenos), lanzo una amistosa consigna: respetemos el cine hecho en los USA, el cine de “los mejores espectadores del mundo”. Y no caigamos en las tentaciones de aquellos que, a menudo, lo califican de comercial o simple. Y se quedan tan anchos. Aprendamos, en su lugar, de él las mágicas enseñanzas que sólo los mejores espectadores pueden conseguir e incorporar a su “zurrón”. Ningún cineasta europeo, asiático o africano ha sabido plasmar en sus películas mejor esas mágicas “inhalaciones”, esas mágicas enseñanzas. En eso los cineastas estadounidenses (los buenos) son únicos. Nadie como ellos ha sabido mirar, apre(h)ender, conjugar lo intangible del Séptimo Arte en una simbiosis perfecta a partir de dos visiones diferentes del mundo. Porque, ¿habría algo tan distinto y, sin embargo, tan similar como las muertes de Cheyenne y Nexus 6, tan similar como sus “aromas”, las irónicas resignaciones de los dos personajes ante lo único inevitable). Y para eso hace falta saber ver, y ver y ver cientos de veces una cosa, una película por ejemplo. Porque sólo después de ese enésimo vistazo nos podremos descubrir a nosotros mismos mirando otra cosa, otra película por ejemplo. Como muchos de los mejores directores del mundo. Los estadounidenses, sin ir más lejos[2].  



[1] Seguramente mi actual y fría relación profesional con el 7º Arte provenga, precisamente, de la falta de chispa, de apasionamiento que siento hoy cuando acudo a un cine a una película.
[2] No en vano cualquiera que haya oído hablar de las escuelas de cine de Los Ángeles y Nueva York sabrá que la asignatura de “mirar películas” es la llave que abre las aulas donde se imparten los otros contenidos del 7º Arte.
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viernes, 17 de agosto de 2012

DE QUÉ CRSIS ESTAMOS HABLANDO


Ando un poco obsesionado con esto de la crisis. No con la económica que, al fin y al cabo, tarde o temprano se pasará y cuyos protagonistas ya despiden (por lo menos despiden para mí) un tufillo, cuando no pestilente aroma (seamos claros), a querer mantenerse en las cabeceras de los periódicos y televisiones de medio mundo, le pese a quien le pese, por la nada loable razón de haberle cogido el gustillo a la “alfombra roja”, a los destellos de los flashes y micrófonos de fotógrafos y reporteros ávidos como nunca por hacerles una foto o extraer de sus bocas una palabra, una contraseña salvadora que nos dé ánimos, a nosotros con los  bolsillos cada vez más vaciados, para seguir adelante.

Pero ellos ya son los protagonistas de esta mediocre historia de telefilm de sobremesa veraniega y dominical en que se ha convertido la crisis económica. Son ellos los consejeros de cuántas de empresas, que facturan cuántos millones, y que son todos muy listos (¿o serán todos muy listillos?), ministros de economía, primeros ministros, grandísimos inversores, presidentes, analistas, brokers y demás especimenes que no tienen, paradójicamente, ningún problema para llegar a fin de mes o disfrutar de unas bonitas (¿y honrosas?, quizás sea pedir demasiado) vacaciones en algún paradisíaco lugar al margen, paradójicamente otra vez, del mundanal y caótico estruendo que ellos mismos se han encargado de montar.

Todos ellos hablan mucho. Aunque yo cada vez les entiendo menos. Pero se agarran con las uñas y los dientes a la poltrona, se han enganchado a la moqueta y no quieren dejar de pisar la blandita alfombra roja y bajarse al duro asfalto que el común de los mortales nos zapateamos a diario. Han descubierto el placer de ser las estrellas. Y parece que, ahora, nos están pidiendo a los demás que descubramos el placer de ser los estrellados. Incluso le han puesto un nombre más digno a la operación: “sacrificio” (y ya sabemos que toda esta parafernalia pseudo-cristiana hace que las palabras nos resulten más soportables).

Sí, es la “erótica del poder”, nos explicaban hace años algunos de los más modernos sociólogos. Pero a mí esta erótica ya me ha tocado los cojones, y no me la ha puesto dura. No entiendo el meollo de esta crisis económica, y me aburren los diálogos (que se repiten hasta la saciedad) de estos protagonistas siempre tan educados y oliendo a colonia de 100 euros el frasco. Así que he decidido zapear a la velocidad que desenfundaba Shane (¿os acordáis de Alan Ladd, y de Shane o Raíces profundas para su distribución española?) en cuanto cualquiera de esos actorzuelos hace su aparición en la pequeña pantalla y empieza a pronunciar la maldita palabra “cri…”.

Por lo que ¡ya!: me olvido de la crisis económica, y se acabó. Y me (pre)ocupo de la otra. De la crisis humana o de la crisis de los valores no bursátiles sino humanos. Porque si la otra se remontará cuando los actorzuelos lo deseen o se cansen de caminar sobre tapices mullidos, lo de la crisis de los valores humanos es más jodido. Si se pierde la confianza en los semejantes que nos gobiernan, en casi todos los semejantes que no seamos nosotros mismos, o nuestro tío o algún pariente muy-muy cercano y sólo acertamos a decir “semejante caradura, semejante cabrón o semejante piii….”, entonces la crisis es muy-muy grave y que, nadie lo dude, su recuperación muy-muy larga.

Ganarse la confianza de los mercados es una cosa que se recupera pronto. En cuanto el IBEX lo diga. Pero ganarse otra vez la confianza en nuestros semejantes es harina de otro costal. Nadie, ni tan siquiera el IBEX, nos lo puede pedir y menos, ordenar. Por lo que propongo un par de ejemplos que, quizás, nos echen un capote en este sentido. Uno, los Juegos Olímpicos: ver a los atletas y a las atletas sirias, norteamericanas, alemanes, turcos, israelitas y etc. (¡de más de 200 países!) compitiendo por el simple hecho de poder decir “yo-también-estuve-allí:-en-unos-Juegos-Olímpicos”. Y dos, ese cuartelillo de la NASA donde se daban cita un grupo nada despreciable y cosmopolita (cada uno de su madre y de su padre, sin importar el país de origen, ni el color de la piel, ni el sexo, ni la lengua que hablan ni la religión que profesan) de las cabezas, posiblemente, más agudas de nuestro mundo, chillando, aplaudiendo y riendo como chiquillos cuando, ¡nueve meses después de su puesta en órbita!, un armatoste llamado “Curiosity” posaba sus ruedas sobre la superficie de Marte y enviaba una sencilla foto en blanco y negro del suelo marciano; una foto en la que, no necesitaría escribirlo, ninguno de esos protagonistas del telefilm dominical y veraniego, a los que antes he aludido, deja asomar su estirada y estúpida sonrisa de sabérselo-todo.

Algunos diréis que soy un ingenuo. Pero estas cosas olímpicas y marcianas sí me “ponen”. Me congracian con el ser humano. Hacen que me sienta orgulloso de ser uno de ellos.        


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miércoles, 25 de julio de 2012

UNA ACLARACIÓN: EL ESTADO DEL BIENESTAR Y LA CLASE MEDIA



No quería hablar sobre la crisis, pero con la última entrada me ha quedado cierto regusto amargo en el cuerpo. No sé si debería aclarar la relación fundamental que tiene para mí el Estado del bienestar con la clase media, al punto de que en la entrada mencionada terminaba equiparando la desaparición del Estado del bienestar con la desaparición de la clase media, pero voy a darle una vuelta (de tuerca).

Olvidémonos de momento del bienestar y centrémonos en el Estado. Es fácil, en estos términos, concluir que en nuestras sociedades occidentales sin la comparecencia de un Estado no hay bienestar posible. Por eso escribía sobre las minas anti-personas que volaban el mocasín del protagonista de mi anterior entrada, en un país como el antiguo Congo belga donde el Estado brilla por su ausencia, y en donde el único estado (éste con minúsculas) que se contempla es el estado del malestar o del perenne dolor de muelas.

Pero, ¿qué relación hay entre todo esto y la clase media? Directamente afirmaría que el Estado es el hijo predilecto  de la clase media. Y viceversa. Sin la clase media el Estado se evapora. No se sostienen sus cimientos sobre la tierra. Y sin el Estado la clase media hace mutis por el foro. No aguantan sus miembros más tiempo sobre una escena que se vuelve hostil a sus intereses. Lo he dicho, más o menos, antes; y ahora, más o menos, trataré de explicarme.

El Estado, si omitimos la letra mayúscula, es un “estado”. ¿Y qué es aquello que, principalmente, caracteriza a un “estado”? Principalmente cierta duración, cierto arraigo, cierta estabilidad. Cuando alguien dice de otro: “se encuentra en un estado de depresión” cabe presuponer que dicho estado no se remonta a las últimas dos horas, ni tan siquiera a un par de días, sino que el maltrecho estado del sujeto es una desgraciada situación que tiene ya una duración prolongada. Y si, por extensión, volvemos a colocar la mayúscula, y a lo que vamos, obtendremos que Estado=permanencia.

Luego si el Estado contiene una presunción de “estabilidad”, de “seguridad” parece hasta cierto punto obvio que le espanten los extremos: la extrema derecha o la extrema izquierda. Entre los extremos es relativamente sencillo que surjan los desacuerdos, la disensión irresoluble y las trifulcas, las peleas, ¿y por qué no?, la guerra: la inestabilidad suprema.

Y si, ahora, convertimos a estos extremos en extremos de carne y hueso no nos resultará difícil ver detrás de la extrema derecha a ciudadanos muy ricos (económicamente) y de corazón muy duro (humanamente), y detrás de la extrema izquierda a violentos agitadores, distintos terror-istas que proclaman un caos desde el que poder empezar de cero (o al menos eso dirán ellos), y de mollera y de corazón muy duros también.

Y así la estabilidad, que anhelaría (por definición) el Estado, necesita huir de tales extremos, y refugiarse en el centro. No es otro el motivo por el que los Estados se nutren de partidos moderados. Los habrá moderados de derecha, moderados de izquierda y moderados de centro pero SIEMPRE MODERADOS. La moderación es garantía del Estado[1]. Y, ¿quién vive moderadamente?, ¿sin grandes lujos pero tampoco sin grandes necesidades? La clase media, obviamente. Por eso ELLA ESTÁ DETRÁS DE TODO, del Estado y, por extensión, del Estado de bienestar.

Y espero que ahora se me entienda mejor cuando digo que esta crisis es una crisis del Estado del bienestar, una crisis del Estado a secas, y una crisis de la clase media. Y aquí deberíamos andarnos con mucho cuidado. Sin la clase media renacen los extremos (véase el último y desgraciado caso: las cruces gamadas griegas: ¡si Aristóteles- el padre del término medio y de la moderación- levantara la cabeza!). Y es que sin la clase media estamos finalmente perdidos. Cuidemos, entonces, y en estos tiempos más que nunca, del Estado y de ella. Tanto monta, monta tanto. La crisis lanza sus torpedos contra esa línea de flotación. Al dinero, al capitalismo más exacerbado y extremo sólo el Estado, y la clase media con él, le ponen trabas, límites, condiciones en sus intentos de campar a sus anchas; unas “anchas” que, de lo contrario, huelen a selva, a carroña, a sálvese-quien-pueda (y con los bolsillos bien repletos), a paraisos (¡qué paradoja!) fiscales (¿alguien se acuerda hoy de ellos, de meterles mano hasta la entrepierna?).

Leamos y veamos con cuidado, entonces, todas esa noticias que parecen encaminadas a desestabilizar el sistema, a desprestigiar porque sí al conjunto de los funcionarios atándoles a TODOS el mismo saco (al cuello), al conjunto de TODOS los parados (¿no hemos oído y nos repite como una indigestión ese “¡que se jodan!” que alguien pronunció?), al conjunto de TODOS los que se dedican a eso que llamamos Cultura (la anunciada subida del I.V.A. es una auténtica puñalada trapera mortal). Sí, hoy TODA la clase media se encuentra amenazada. Y sin duda, los extremos afilan sus uñas y se les hace la boca agua mientras las falsas primas (de riesgo) suben y suben sin parientes a quien rendirles cuentas.

A esto quería referirme. Que no nos tiemble el pulso. Prometo seguir en el medio mientras el cuerpo me aguante.  



[1] No es casual que en los procesos electorales los partidos atenúen sus discursos, renieguen de los extremismos, y tiendan cálidamente las manos a todos los ciudadanos. Por el contrario, las urnas (estatales) penalizan, casi sin piedad, los discursos más desmedidos. Citar el ejemplo del Partido Nacionalista Vasco es sólo eso: un ejemplo. Cuando coquetean con las aspiraciones independentistas el electorado le da la espalda, sale corriendo y cambia, en el último instante, el color de su papeleta.
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martes, 17 de julio de 2012

EL ESTADO DEL BIENESTAR


No quería escribir sobre la crisis. De momento. Porque me temo que la jodida, no por manida, va a darse por satisfecha. Así que la crisis continuará, y pensaba que ya habría un tiempo mejor, o mejor dicho, peor para hablar de ella. O sea que la crisis continuará agravándose, y yo me reservaba el turno o estas líneas para cuando las aguas ya nos taponaran las narices, después de habernos cosquilleado los cojones hace un rato y un poco más abajo, y que al paso que vamos será un momento que, de un momento a otro, nos dejará sin aire.

Así que antes de que esto suceda, y de que no podamos movernos, y de que se nos hinchen y amoraten nuestras bonitas (y aún, más o menos, saludables) carnes rosadas quisiera hacer un  pequeño hincapié sobre un detalle que a fuerza de tenerlo en la lengua, y con los miles de discursos que desde todas partes se nos vienen encima y amenazan con colapsarnos los oídos, los ojos, la cabeza y el pensamiento, en definitiva, parece, sin embargo, que no acabamos de entenderlo o de que no acabamos de reparar en toda su maligna extensión.

Y hablo del Estado del bienestar. Y de esta crisis que parece estar azotándole en plena línea de flotación. Y hago constar, en primer lugar, en que escribo “Estado” con mayúsculas, es decir, no me refiero a un estado (con minúsculas) del bienestar que podríamos contraponer a un estado febril, o un estado de convalecencia, o a un estado de shock, incluso. Ni tan siquiera aludiría, tampoco, a un gobierno puntual que nos-toca-cada-cuatro-años sino a todo aquello que está, precisamente, más allá de toda circunstancia, de todo gobierno, que nos trasciende y que, en gran medida, hace que nos podamos llamar “españoles”, o “griegos”, o “italianos”, o “rumanos” o lo que sea PERO EN PLURAL, y que siempre habría que situar por encima del singular y clásico “yo soy fulano de tal”. Y esto nos debe entrar en la mollera ya que SIN ESTE ESTADO PLURAL (Y CON MAYÚSCULAS, POR LO TANTO) NO HAY BIENESTAR POSIBLE.

Por esto algunas crisis resultan peligrosas. Ésta, por ejemplo. Son aquéllas que ponen al Estado (con mayúsculas) a prueba. Y como en todas las pruebas (hasta programitas televisivos como Supervivientes nos lo enseñan) se puede salir de ellas ganador o… perdedor. Y, en este caso que nos (pre)ocupa, si el Estado pierde hay que atarse los machos, que es otra forma de decir que el bienestar se nos va escurrir entre los dedos como un puñado de arena sin que podamos hacer nada por retenerlo. Y no habrá otra vuelta de hoja. Ni de tuerca.

¿O si la hay? Nosotros insistiremos en girar, o en intentar girar la tuerca. Siempre. Son peligrosas las crisis. De acuerdo. Pero habrá que consentir en que existen diversas maneras de afrontarlas, por mucho que desde Europa se empeñen en señalarnos una dirección y nos trasladen al aeropuerto, y nos suban en un avión para llegar cuanto antes a nuestro destino. PORQUE TODAS ESTAS FORMAS QUE EL ESTADO TIENE DE AFRONTAR ESTAS CRISIS PELIGROSAS NO SE REFIEREN, EN ÚLTIMA INSTANCIA, SINO AL IMPACTO Y A LAS CONSECUENCIAS QUE TENDRÁN SOBRE EL MENCIONADO BIENESTAR. Por esto lo que hoy nos estamos jugando es el Estado del bienestar.

Y llegados ya a este punto podemos hablar de medidas. Y enumerar casos concretos. El Estado español, por ejemplo. Más que nada porque es el que más conozco, y el que tengo más a mano. Y me pregunto, en una facilona y primera vuelta de tuerca, ¿podríamos poner a la/s causa/s de esta crisis peligrosa una cara, un nombre o un mote ((¡sin faltar, de momento!) con el que poder referirnos a ella/s? Claro que sí. Hemos oído hablar de ellos en muchísimas ocasiones. Son los mercados. Los mercados nos están machacando. ¿Nos suenan, verdad? Síííí… Pero, ¿quién coño son los mercados? Y respondo. Los mercados son el dinero, la “pasta” no-italiana, los beneficios. Pero también son el todo-vale, el pisotón-al-enemigo, el-solo-cuento-yo-y-mi-cuenta-corriente, el-soy-más-listo-que-nadie-y-por-eso-me-merezco-las-indemnizaciones-que-cobraré-el-día-en-que-me-vaya-de-aquí, el que-se-jodan-los desempleados-y-los-funcionarios-que-cobran-de-mi-dinero-sin-hacer-nada, el-que se-jodan-todos-aquellos-que-no-son-yo. Eso: los mercados son yo-yo-y-yo-y-solamente-yo. Y el Estado queda en el extremo opuesto. El Estado somos nosotros-nosotros-y-nosotros-y-solamente-nosotros.

Las diferencias saltan a la vista. Las distancias entre los dos modelos de entender el mundo son abismales. El primero es la selva. El segundo es la civilización. El primero apela al sálvese-quien-pueda. El segundo, al salvemos-entre-todos-a-cuantos-más-mejor. El primero habla de mi bienestar. El segundo, de NUESTRO BIENESTAR. Por esto SÓLO en la pluralidad de bienestares podemos, también, pronunciar “Estado de bienestar” con todas las de la ley (por cierto, en la selva no existe la ley) porque afecta a MUCHOS (y no a uno solo). Y a CUANTOS MÁS “MUCHOS” AFECTE MÁS BIENESTAR SE OBTENDRÁ.

Por todo ello si en este crisis peligrosa, que no es sino la más maligna dialéctica entre el Estado y los mercados, una lucha encarnizadísima entre la solidaridad y el dinero (monedas y papeles sin ética ni corazón), el Estado acaba claudicando se van a poner las cosas muy, muy cuesta arriba. Y habrá que olvidarse de viajar de Bilbao a Madrid, por ejemplo, en un comodísimo tren, con bar, prensa, tv y cd y cuatro o cinco canales de radio incorporados a los asientos por 48€ (conste que yo lo hice y lo pagué), en apenas 5 horas y con ¡sólo 4 personas en el vagón! Los mercados, contrariados, anotarían que, ¡uhmm! cuatro personas y 48€ son muy pocos euros. Eso no puede ser rentable. Es-un-viaje-claramente-deficitario. Por lo que los mercados, rápidamente (¡no más pérdidas!), se apresuran a tomar medidas. Y vienen las medidas. Y el tren se suprime. O se incrementa el precio del billete de 48 a… supongamos 200€ (para cubrir también las posibles indemnizaciones a los miembros del Consejo de Administración en la tesitura de que el tren, aun con las medidas, descarrile). Y, entonces, el bienestar que, o bien afecta al común de los mortales o NO ES BIENESTAR, se ve tocado de muerte o de malestar. Ya no viaja de Bilbao a Madrid en tren el común de los mortales o cualquier bicho viviente cómodamente por 48€ sino SÓLO AQUELLOS QUE PUEDEN ABONAR LOS RECIENTEMENTE IMPLANTADOS 200€ POR EL TRAYECTO. Y el todo bicho viviente o el común de los mortales pasa a ser un poco más pobre, disfruta de MENOS BIENESTAR. Y, sin embargo, el que puede viajar puede ahora viajar más veces porque los que bien-están son menos, y en este nuevo Estado del menos-bienestar, el dinero se repartirá entre menos gente.

Las distancias (económicas) entre los integrantes de dos extremos de la cadena (económica; estos son, los ricos y los pobres) se alargarán, se alargarán y se alargarán hasta los que están en medio (estos son, la clase media) acaben reventando, o la cadena rompiéndose, y finalmente desapareciendo sus miembros, engullidos por los extremos.

Y sin esta clase media… Que alguien coja el avión y se acerque a África, y baje al antiguo Congo belga, por ejemplo. Y pregunte, ¡¿dónde está la clase media?! Y que vaya acostumbrándose a escuchar el silencio. Y que, a continuación, grite, ¡¿Dónde se encuentra el Estado del bienestar?! Y, seguramente, si no se anda con cuidado su pierna se apoye sobre (una oculta y `puñetera) mina anti-personas. Y se escuche un ¡booooom! Y un bonito zapato mocasín de marca salga volando llevándose una (aún) bronceada pierna derecha con él.      
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viernes, 6 de julio de 2012

FAULKNER NO ES INFIERNO

 Hoy se cumplen 50 años del fallecimiento de William Faulkner. Y no me parece que haya que dejar que la efemérides se (nos) pase de largo como si tal cosa. Porque William Faulkner no es “cualquier cosa”. Creo, sinceramente, que Luz de agosto es la mejor novela que he leído nunca. La leí hace años pero aún no he encontrado nada-encuadernado que la supere. Sólo por eso William Faulkner se merece un lugar en mi particular galería de aquellos que “no son infierno”. Y me explico. Que “no son infierno” es una atinadísima expresión que se inventó otro de los brechtiamente imprescindibles (y éste aún vivo: impartirá una conferencia en el Palacio de Euskalduna de Bilbao mañana sábado), el filósofo polaco Zigmunt Bauman, para orientar nuestros pasos y conductas en estos lares por donde nos está tocando (mal)vivir.

Escribe Bauman (no puedo resistirme a reproducir su reflexión): “El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Y hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: BUSCAR Y SABER QUIÉN Y QUÉ, EN MEDIO DEL INFIERNO, NO ES INFIERNO, Y HACER QUE DURE, Y DEJARLE ESPACIO” (las mayúsculas, obviamente, son mías).

Y por eso los 50 años del fallecimiento de William Faulkner me han recordado a Bauman. Porque Faulkner es uno de esos a los que hay que “dejar espacio”. Y que debe durar, ya que cuanto más dure o más se prolongue su influjo más pequeño y soportable será nuestro infierno. Nosotros sólo tenemos que “buscar” y esforzarnos en “saber quién no es infierno”. Y si yo, modestamente, puedo aportar algo desde este blog propondría una serie de qués: los techos de la Capilla Sixtina, los canales de Venecia, el skyline de Nueva York, el viaje al Polo Sur de Scott o las asistencias de “Magic” Johnson. Y una serie de nombres. Vivos y muertos porque a estos últimos (Faulkner, sin ir más lejos) se les puede también “dejar espacio” y hacerles durar consiguiendo que su obra y memoria convivan entre nosotros y nos “alimenten” y sirvan como guía y ejemplo. Y, entonces, pensaría también en Federer (un caballero para quien se inventó el tenis, parafraseando a Tomás Carbonell), en Mandela, en Fellini y Nino Rota al mismo tiempo (y en La strada y en Los clowns al mismo tiempo), en Titín III (que a sus 42 años sigue sin defraudar a nadie que haya pagado una entrada por verle jugar a pelota, dejándose la piel en cada jugada), en Lou Reed (insobornable en sus criterios musicales), en Richard Strauss (y en sus Cuatro Últimos Lieders, por ejemplo, que nunca puedo escuchar sin que la piel se me ponga de gallina- he añadido en un enlace el tercer lieder, a modo de majestuoso ejemplo) o en otro Richard, también músico, Richard Wagner (y en Tristán e Isolda- creo que si la muerte de Isolda no nos sobrecoge al final de la ópera hay que tener por seguro que la sangre no nos corre por las venas). Y pensaría en más richards (curioso). Nunca Clayderman sino en Rorty, el más lúcido de los pensadores modernos. Leer Trotsky y las orquídeas silvestres es un placer. Y una esperanza. Os invito a hacerlo. Y repasaría nuestra “piel de toro”, este país que nos ve vivir con “una mala salud de hierro”. Y pienso en Antonio López o en Iniesta. Todos ellos son gente que merece la pena. Y son muchos. Luego, quizás, no haya que desesperar. Y haya que actuar con la “atención y aprendizaje continuos” que nos pide Bauman. Y el infierno, aunque nos sintamos tan quemados (casi calcinados), se podrá reducir. Seguro. Volverse reversible. Porque los que “no son infierno” son más de los que pensamos. Cada uno de nosotros tiene su lista particular. Y esa lista personal es una obligación humana: otra forma de referirnos a los saludables ejercicios de admiración de los que nos habla Cioran (le incluyo en mi particular lista). Y, entonces, dejándoles espacio a todos ellos y haciendo que duren se logrará que el infierno “jibarice”, poco a poco (la tarea es ardua y complicadísima: no engañamos a nadie), sus dimensiones y su duración (infernal). Y podremos coger aire. Más aliviados. Sin que nos ardan los pulmones. Y creer que todo lo que se nos ocurra imaginar como bueno o mejor es, sin ninguna duda, posible.


 

 
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jueves, 28 de junio de 2012

LOS LUGARES COMUNES (Y EL FÚTBOL)


LOS LUGARES COMUNES (Y EL FÚTBOL)

No me hacen gracia los lugares comunes. Ya sé que, posiblemente, no sea esa su intención, o sea, la de hacer reír pero, aún y así, no me hacen ninguna gracia. Casi me incomodan. Me resultan desmoralizantes porque, en el fondo (o no tan al fondo), son un signo inequívoco de pereza mental. De no pensar porque no nos da la gana. Y este blog es, quizás y por encima de cualquier otra cosa, un blog contra los lugares comunes. Ellos podrían atribuirse el rol de enemigo a batir. Porque no sólo son mentiras disfrazadas de verdades sino que son mentiras que, en virtud de ese disfraz (o sea, de la costumbre, de la pereza mental a la que aludía antes), nadie se atreve a poner en duda. ¡Y yo quisiera dudar de una mentira!

Pongo un ejemplo para que se me entienda. Hablaba antes de “enemigo a batir”, y a cuenta de que se está disputando la Eurocopa de Polonia y Ucrania, hablando, por una vez, de fútbol y del partido de semifinales que España disputó ayer contra Portugal y que, en este país, vio todo el mundo, incluso los que dicen que no lo vieron, me choco de frente contra un perfecto caso de “lugar común”. El partido, ya se sabe, se resolvió en la tanda de penaltis. Y el fútbol es un magnífico manual de lugares comunes. Uno de los mejores. ¿No escuchamos hasta el hartazgo que la tanda de penaltis es una lotería? Y nadie dice nada. Alucino. Ya que si esa mentira fuera verdad y no una verdad disfrazada, supongo que los equipos no pondrían pegas a elegir entre la cara y la cruz de una moneda y tirarla después al aire. Quien hubiera acertado, a la final. Y el que fallara en su predicción, para casa. Y punto y pelota.

Y sin embargo me temo que ninguno de los dos equipos aceptaría semejante arreglo. Los dos querrían tirar los penaltis porque saben que decidir el ganador tirando una moneda al aire SÍ ES UNA LOTERÍA, pero la tanda de penaltis NO. EN LA TANDA DE PENALTIS GANA EL MEJOR, el que dispone de mejores lanzadores, el que elige los más adecuados según su estado de forma física y psíquica, el que mejor dispone el orden en que esos lanzadores tirarán sus respectivos penaltis o el equipo que cuenta con el portero más experto o más lúcido para esos cruciales momentos y, en fin, de OTRO MONTÓN DE PEQUEÑOS DETALLES (incluso de la portería sobre la que se ejecutan los penaltis o de si has elegido ser el primero o el segundo en chutarlos- ¿acaso no elige siempre Nadal ceder el saque al adversario para empezar él restando? UN POCO O UN MUCHO PERO TODO CUENTA).

Y termino. La semifinal de España contra Portugal se decidió en la tanda de penaltis. Y los penaltis clasificaron a España para la final del domingo. Y no, no fue un asunto de suerte o de loterías (del Estado). Simplemente España fue mejor en esa faceta última del juego. O cometió menos errores que el contrario. O no tan graves. Porque Portugal se enredó en uno bastante gordo. O, al menos, así lo creo yo. Dejó que Ronaldo tirara el quinto penalti de la tanda. El quinto, el decisivo (¿ah, Ronaldo, el engreído, el que quiere el Balón de Oro por encima de todo y de todos- ¿está Messi por ahí?) porque el quinto penalti siempre vale para algo: para ganar el partido, para perderlo o para empatar y seguir tirando más penaltis. Siempre vale para algo pero SI SE TIRA porque es un lanzamiento que puede no tirarse. Que fue lo que pasó. Y pregunto, ¿qué hubiera ocurrido si el mejor lanzador de Portugal, o sea Ronaldo, hubiera tirado el primer penalti, más discreto y sin tanto bombo como el quinto? España había iniciado la tanda. Y Xabi Alonso falla el primer lanzamiento. Si Ronaldo hubiese sido el primero, hubiera chutado y marcado, posiblemente, el resto de los lanzamientos no habrían sido lo mismo. ¿Quién sabe? Quizás España se hubiera descentrado y Portugal hubiera alcanzado la final. Nunca podrá decirse. Pero el caso es que Portugal y Ronaldo cometieron un error. Y los errores se pagan. Y España está en la final. ¿Suerte, lotería? ¡Por favor, seamos serios y… menos comunes!


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jueves, 21 de junio de 2012

DIVINO TESORO: LO FÁCIL Y LO DIFÍCIL


Que se me permita inaugurar este blog con una (inofensiva, espero) autorreferencia. Y es que hace apenas un par o tres semanas se ha publicado el libro Divino Tesoro. Casi un ensayo contra la juventud en el que he estado trabajando casi tres años. El ensayo va, de momento, por buen camino y eso que, como escribo en la contraportada y parafraseando la canción, “corren malos tiempos para la lírica”. Pero qué le vamos hacer. Nunca seremos dueños del tiempo. Ni debemos nunca pretender serlo, porque me temo que, en ese caso, el fracaso más doloroso aporrearía nuestras puertas y no nos dejaría dormir en paz. Incluso, se me ocurre, si el más avezado relojero rompiera su más preciado cronómetro con la intención de frenar el tiempo y después se sentara a esperar vería que, al cabo de unas horas, el cielo se ha oscurecido y que a él le han entrado unas tremendas ganas de cenar.

Así que, de momento, me soporto por el buen camino de las ventas. Ya no podré incluirme en aquel viejo chiste que contaba cómo dos amigos se reencuentran después de muchos años sin verse y uno le dice el otro:

- ¡Coño, tío, cuánto tiempo! ¿Qué haces?

- No gran cosa- responde el segundo- Escribí una novela.

- Ah, sí, ya la compré.

- ¡Ah, fuiste tú!

Pues bueno, esto parece que no va a ocurrirme aunque tampoco parece que vaya a convertirme en un Tolkien a la española. Aunque tampoco ésa era mi intención. De hecho el libro tiene su pequeña dificultad. No es, digámoslo ya, un libro de lectura fácil y rápida. Abundan, por ejemplo, las frases largas. Y los paréntesis. Algunos me han comentado, incluso, que han optado por saltárselos. Ellos se lo pierden. Porque a mí los paréntesis me gustan, y son importantes. Cumplen una función. Vienen a representar la figura de un Pepito Grillo que estuviera sobre mis hombros y me quisiera añadir una coletilla a aquello que escribo o que trato de explicar. De tal manera que animo al lector, que abra mi ensayo, a leer las frases con paréntesis dos veces: una, con el paréntesis y la otra, sin él. Con lo que la lectura del ensayo será más lenta y reposada, que fue una de las intenciones que tuve al redactarlo. Nada de prisas. ¡Huyamos de las precipitaciones y de los juicios atolondrados! No caigamos en los tiempos jóvenes y nos rompamos la crisma por no haber sabido mirar, antes, a los lados. Sí, quizás éste pudiera ser un buen resumen del libro. Sí, y quizás sea ésta también una de las razones por las que abundan las frases (intencionadamente) enrevesadas. Para que el libro cueste… leerlo (comprarlo, no: vale 12€). Porque yo, por lo menos, estoy harto de lo fácil. Porque, en este mundo, lo fácil es mentira. Lo fácil es el opio del pueblo. Lo fácil es Sálvame de luxe. Lo fácil es decir, fútbol es fútbol y quedarse tan ancho. Yo me quedo con Goethe. Y así puedo terminar esta primera incursión blogera con aquella leyenda (urbana) que cuenta que el escritor alemán siempre daba a leer a su doncella aquello que había terminado de escribir y después le preguntaba:

- ¿Qué le ha parecido?

Y ella contestaba:

- Muy claro, Herr Goethe, está todo muy claro.

A lo que el genio alemán decía:

- Está bien. Entonces habrá que oscurecerlo un poco.

Y así he escrito Divino Tesoro. Con la intención de que no todo esté claro desde el principio. Porque, ¿de dónde nos habrá venido esa arrogante manía de querer entenderlo todo a la primera y de pensar, a continuación, que si no lo hemos logrado es que lo incomprendido es, en el fondo, una tontería que no tiene la mínima importancia?

Una pausa y al loro.
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miércoles, 20 de junio de 2012

UNA DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS… Y FINALES

De lo se trata en este blog es de comerse, pura y llanamente, el tarro; una invitación a pensar. Por eso podría ser también un anti-blog, o un contra-blog. Como una alarma que se dispara y suena contra los cacos. Contra los frívolos, o contra los que piensan que 2+2 siempre suman 4. Éste será nuestro reto, porque las circunstancias nos lo están poniendo bastante difícil: pensar y discurrir (y discutir también, ¿por qué no?, acaloradamente a ser posible) sobre TODO lo que ocurre a nuestro alrededor. Será nuestro particular "Renacimiento". Y hacerlo con sentido, con mucho sentido. Y esto nos diferenciará de otros blogs, tertulias radiofónicas, o espacios televisivos sólo aptos para echarse una insustancial cabezada. Cualquier línea u opinión valdrá la pena, si merece la pena. Y eso es algo que sólo tú podrás decidir. Una gran responsabilidad que, quizás, Poe te ayude a resolver. En las primeras páginas de su estupendo Los crímenes de la Rue Morgue nos dice: "Del mismo modo que el hombre fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen en acción sus músculos, el analista (o sea nosotros) goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar."

¡Desentrañemos, entonces! ¡Y seamos irreverentes, osados, originales! ¡Que el "lugar común" sea el plácido destino adonde nunca se nos ocurriría viajar! ¡Demos otra vuelta a la tuerca y despertemos a los que a pesar de tener los ojos muy abiertos están, aún, profundamente dormidos! Y que la salud (mental) nos acompañe. Este planeta nos lo está pidiendo a gritos.


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