martes, 14 de enero de 2014

CINE & SOCIEDAD


CINE & SOCIEDAD

Cuando el mundo se hizo mayor…

Sentemos un par de bases sobre las que empezar a escribir estas líneas, con el ánimo de saber que, quizás, una correcta confluencia de circunstancias y hados de la más diversa procedencia pueda resultarnos de una grata utilidad para el lector que arrime sus inquietos ojos a estos renglones.

Y no creo que la primera base que vamos a resaltar contenga una formulación excesivamente comprometida ni difícil de entender. Sería algo tan simple como escribir el cine es una expresión artística. Y tan (p)anchos nos quedaríamos si no fuera porque a nosotros nos persigue y vivimos desde hace tiempo en compañía de esa particular, puñetera y… fascinante (¡sí!) inclinación a enredar las cosas y a buscarle cinco pies al gato. Y, de esta forma, siguiendo los retorcidos caminos de los busca-bocas, podemos formular directamente una segunda pregunta, ¿para qué (demonios) sirve una “expresión artística”? Y no es pregunta tan inocua e inofensiva como pudiera parecer a una vista simple. Porque ya el tiempo y los años nos han debido enseñar que todo aquello que no sirve para nada será, un día u otro, barrido por el escobón de ese mismo tiempo y de esos mismos años y retirado al más recóndito granero de nuestra memoria colectiva. Y entonces cuando a alguien se le ocurriera interrogarnos sobre el cine, nos llevaríamos la mano a la oreja y pediríamos que se nos repitiera la pregunta, por favor, ¿cine, dice?, ¿pero a qué coño de cine se refiere usted?

Luego parece de una evidencia meridiana sostener que si el cine es una expresión artística (de hecho parece haberse arrogado como sobrenombre el nada discreto: 7º arte) lo será siempre que cumpla, como condición sine qua non, con ese requisito de “valer para algo”; aunque este “algo” no deba ser medido con la vara (crematística) de la utilidad (económica) que esgrimen, sobre todo, capitalistas e integrantes del gremio de los positivistas que, a ultranza, defienden aquello de que sólo vale lo que vale dinero o en términos generales,  sólo vale lo que vale para algo en concreto.

Por eso al arte, y al cine con él, se le podría conceder esta prerrogativa: que no le fuera necesario ni consustancial a su propio ser arte o cine el tener que valer para algo en concreto. Incluso, y a primerísima, ambas expresiones podrían ser, en muchos casos, caracterizadas y descritas a partir del presupuesto contrario de no servir para nada. Y si no pongamos un ejemplo: ¿para qué sirve el Tristán e Isolda, de Wagner? Y muchos, no tan terroristas ni maleducados, tal vez dieran en el clavo respondiendo, no se me ocurre; quizás, a bote pronto, para nada. Y a nosotros, a quienes nos fascina el Tristán e Isolda de Wagner, intentaríamos salvar los muebles por cualquier medio e insistiríamos, ¿está usted seguro?, ¿para nada, nada? Y el espectador sensible, éste sí sensible, nos aclararía entonces, para nada en concreto. ¡Ah! Luego el Tristán e Isolda de Wagner sí que sirve, por lo menos, para algo intangible. Para algo que, quizás, parezca (a aquella primerísima vista) inútil pero que en el fondo, apelando a un universo abstracto e ideal no lo es. Y esto ya nos suena más prometedor. Porque la utilidad de segunda mano, que se agazapa, que se esconde, discreta, silenciosa detrás de una primera y aparente inutilidad resulta, paradójicamente, más útil y provechosa que cualquier otra expresión, vocinglera y engreída, que se jacta y nos arroja en los morros esa indiscutible utilidad de primera mano la cual, si nos fijamos bien, casi siempre puede ser reducida y encerrada en una cajita de caudales donde las monedas a la que es, rápidamente, traducida esa utilidad vocinglera y engreída resuenan como los cascabeles de la más traicionera y peligrosa serpiente.

Luego, a concretar. Que ya va siendo hora. Nosotros defendemos que el arte, y el Tristán e Isolda, de Wagner es, en este sentido, un maravilloso ejemplo resulta inútil en concreto pero útil en abstracto; aparentemente inútil pero esencialmente útil. Y esta utilidad esencial sí que vale. Y vale mucho. Mucho más que la primera. Y si hablamos de ópera, hablemos también de cine: ¡del 7º arte! Y, después de tan amplia introducción, nos estaremos acercando a aquello que nos interesaba plantear desde un principio, poniendo todo lo escrito hasta ahora a 24 imágenes por segundo; esto es, el cine aparentemente inútil pero esencialmente útil. Para a continuación, y ya lanzados, soltar a bocajarro la pregunta, pero ¿en qué consiste esa utilidad esencial que supera  a la utilidad aparencial

Pero la pregunta, precisamente por estar referida a algo esencial, no tendría una sola respuesta. La esencialidad contiene, en sí misma, una pluralidad tal de elementos y variaciones que anula el poder ser dicha de una vez, el poder ser significada de una vez, con una breve y mágica palabra. Así que por estos renglones nuestras andanzas serán, más bien, cortas. Aunque entonces, ¿por qué no renunciamos a esta breve y mágica palabra?, ¿por qué no nos planteamos (in)directamente una utilidad que no sea en concreto, que no sea convertible en algo útil en concreto o en pasta, y no estaríamos hablando de espaguetis, sino de euritos contantes y sonantes? Tal vez, con esta premisa, obtendríamos alguno de esos atributos que configuran la esencialidad: el acceso a lo ideal o abstracto, el acceso a lo no en concreto. ¿Nos vamos aclarando?

Porque el cine (y seguimos con él) nos entretiene o nos aburre en concreto. Pero si nos quedamos en este pírrico escalón podemos estar seguros que el 7º arte va a tener sus días o lustros o decenas de años contados. Tarde o temprano la gente se hartaría de asistir a un espectáculo que sólo le aburre. Por supuesto. Pero también, y esto quizás no sea tan fácil de entender en concreto o a primerísima vista, se hartaría de acudir a un espectáculo que sólo le entretiene. Porque el entretenimiento en su más pura concreción se alía con el conjunto vacío. Y nos explicamos. Se asemejaría el entretenimiento a aquellos primeros combates de Mike Tyson. Espectaculares pero tan fulminantes como un parpadeo. Y este K.O. fulminante nos entretiene, nos puede asombrar incluso, pero termina por cansarnos, por dejarnos con la sensación de que el pago de la entrada ha sido, a todas luces, excesivo; y que el espectáculo, lejos de entretener, ha sido sólo un pim-pam-pum-fuera. Pero como espectadores que somos, y a mucha honra, pedimos más del espectáculo, más pelea, más algo que-permanezca-con-nosotros-más-tiempo. Y éste es el principal carácter de la esencia: la estabilidad y la permanencia. Algo que la apariencia y la concreción jamás podrán aspirar a tener. Y uno de los múltiples rostros que esa estabilidad y permanencia podrían adoptar, ya que hemos colegido que ésa es una de las abstractas virtudes de la esencia: el poder adoptar infinitas expresiones siendo ella, la esencia, siempre la misma o una, sería la de enseñarnos a comprendernos un poco mejor a nosotros mismos, a los hombres-espectadores que insistimos-en-sentarnos-junto-a-la-linterna-mágica. Y para ello una cuestión que el cine nunca podrá eludir consistirá en estar pensado y realizado para ser proyectado en sociedad, sí, pero también, y fundamentalmente, para ser proyectado para la sociedad.

El cine nos hablará a nosotros y nos hablará de nosotros. Y qué somos nosotros sino animales sociales. Luego el cine siempre deberá tener en cuenta a nuestra sociedad en la sucesión de fotogramas o, en esta época digital, de instantes mágicos. Sólo con referencia a la sociedad en que nos haya tocado vivir podremos los hombres-espectadores ser definidos en toda nuestra completitud, con todos nuestros atributos. Y, al revés, el cine que se empeñe y haga caso omiso de esta máxima estará condenado sólo-a-entretener y después, según hemos colegido, a… desaparecer o… a olvidarse que no deja de ser una de las variantes más dolorosas que el cerebro del homo sapiens se ha inventado para hacer que aquello que le importa un pimiento se esfume de sus recuerdos. ¿Y no es el cine un arte demasiado bonito para que se le compare con un vulgar pimiento morrón? Esto no deberíamos permitirlo. Por mucho que nos guste la chuleta con pimientos. Por eso, insistimos, el cine no debe ser nunca pura apariencia en concreto sino social o esencial, y en los términos en que nos hemos pronunciado. Debe hablarnos a la cara. A nosotros. Y decirnos cómo somos. Por si el alzhaimer nos ha pillado desprevenidos y se nos han extraviado las neuronas. Por eso el cine, el magnífico 7º arte, debe ser además de esencial, o por ello mismo, un tirón de orejas (más o menos puñetero más o menos doloroso), un aviso para navegantes excesivamente aficionados a las siestas de pijama y orinal.

Y todo este embolado no se me ha ocurrido porque sí, o de repente. Lo fui macerando el otro día mientras volvía a ver The Champ, la película que King Vidor hizo en ¡1931!, y no (¡socorro!) la de Zeffirelli, y después (y ya algo mosca) revisando Scarface, en la versión (¡cómo no también!) que Howard Hawks realizó en ¡1932! Y no he puesto las fechas de estreno de ambas películas entre exclamaciones por casualidad o, sólo, porque me haya dado la gana, aunque algo de esto último siempre hay; pero en este caso, y sobre esto que estamos tratando de explicar y de defender, la mención de los años juega un papel imprescindible; esencial y socialmente decisivo que no podremos eludir.

Pero, primero, y ya entrados en materia. ¿No nos está llamando la atención, mientras visionamos estas películas el grado de inmadurez e ingenuidad, cuando no de una franca insustancialidad rayana en la irresponsabilidad más absoluta, del que hacen gala ciertos personajes, mal considerados en base a su edad biológica, adultos? Y citemos en la violenta y sangrienta Scarface a George Raft (Guido Rinaldo), hombre de confianza de Paul Muni (Tony Camonte) que se pasa la película jugando con una moneda que no deja de lanzar y recoger en la mano como una manía o un tick no superado, o a Vince Garnett (Angelo), secretario de Tony, un pobre diablo que se arma un lío, tremendo y exagerado cada vez que suena el teléfono y debe recoger o apuntar un aviso para su jefe; o al propio Tony que, en sus estallidos de cólera, no deja de aparecérsenos como un niño malcriado atacado por una de sus endémicas pataletas. No es casualidad que la relación que mantiene con su guapa y pequeña hermana Cesca (Ann Dvorak) no sea sino otro ejemplo de esas relaciones que un hermano mayor, súper protector, adopta hacia esa hermana a la que siempre verá como demasiado pequeña, y a la que quizás se le acerquen demasiados hombres (otros niños para Tony), siempre latosos y torpes, y que nunca-jamás podrán estar a la altura de uno de los zapatos de Ann.

Sí, claro, el (aparente) grupo de gangsters de Scarface es (en realidad) una vulgar y, eso sí, peligrosa pandilla de hombres inmaduros, de hombres que aún no se han sacado (figuradamente, claro) el chupete de la boca, que aún no han podido o sabido crecer, hacerse mayores. Son infantes caprichosos (como cualquier niño) que desean hacerse, ¡nada menos! que con el control de toooda la ciudad. Y así a Tony, como a ese crío que ensimismado, los ojos como platos, contempla el alucinante escaparate de una tienda de regalos un día de Navidad, le fascina y quiere hacer que el sueño contenido en el fascinante luminoso que ve desde la ventana de su casa, y en donde lee a todo color (se supone: Scarface se rodó en blanco y negro), The World is yours, se haga lo antes-posible realidad.

Pero, ¿cuál es el sentido de todo esto?, ¿cuáles eran los proósitos de Hawks mientras rodaba Scarface?, ¿qué era lo que realmente, detrás de la apariencia, detrás de los ruidos de las ametralladoras, detrás de las soberbias composiciones y movimientos de cámara quería contarnos? Y a mí me gusta la siguiente explicación; la misma por la que, entre otros motivos, Scarface ha sido desde hace muchos años una de mis películas favoritas. Porque la “explicación” puede ser, para más de uno, un jama-cocos pero a mí me resulta fascinante y me apetece escribirla y compartirla con todos aquellos que pierdan un par de minutos de su vida en hojear estas líneas. Y sobre todo, y por si nos supiera a poco lo anterior, muestra hasta qué extremos de precisión y maestría puede llegar el cine con sus propias armas para autoproclamarse, ahora sí justamente y sin una mejilla sonrojada, el 7º arte.

Fijémonos, entonces, en los minutos finales de Scarface. En las resoluciones de las diferentes sub-tramas y de la historia principal encontramos (al menos yo lo “encuentro” así) aquello que Howard Hawks ha querido decirnos desde que Tony acabó con la vida de un hampón rival de su jefe Johnny Lovo (Osgood Perkins), en la primera secuencia de la película, en los estertores nocturnos de lo que parece haber sido una bulliciosa fiesta, y en un plano-secuencia (¡qué cojones!) excepcional.

Y estas resoluciones se resuelven, como no podía ser menos en cualquier película de gangsters que se precie, teñida del amargo sabor de la sangre y de la muerte. Pero con una particularidad que hace que la película resulte algo más, mucho más que una película sobre gangsters y que constituye el meollo en el que se encierran esas verdaderas intenciones que mueven el talento, no de Mr. Ripley sino de Mr. Hawks. Y si no prestemos atención: Angelo muere de un disparo justo en el momento en el que es capaz, ¡por vez primera!, de mantener la calma mientras atiende el teléfono y apuntar correctamente el mensaje para Tony. Guino, por su parte, muere a manos del propio Tony, haciendo bailar su recurrente moneda en la mano después de haber contraído matrimonio con Cesca y, consiguientemente, de haber dado un importante paso hacia eso que algunos llaman “sentar la cabeza”. Y por último, tanto Tony como Cesca Camonte mueren en el apartamento del primero acribillados por los disparos de la Policía que ha cercado el piso y lo ha llenado con gases lacrimógenos. Pero antes harán frente a los ataques, y una vez que han reconocido sus respectivos sentimientos: como una pareja de amantes hermanos que no conciben sus vidas sin el otro a su lado. Es ese amor incestuoso, trasgresor, desde el que Tony, cuando toma conciencia de su verdad e intensidad, comprende que ya es un hombre, que hasta entonces sólo ha sido un niño y que ha llegado la hora de dejar atrás esa inconsciencia e inmadurez, que ha llegado la hora… de morir[1].

Y ahora, recapitulemos. Tony y sus compañeros de fatigas, Guino, Angelo, comienzan sus andazas comportándose y siendo realmente unos niños. Son malos, malísimos. Pero cuando la conciencia (y ese ineludible tránsito de la niñez a la madurez que todos debemos dar en algún instante de nuestras vidas) les visita por sorpresa es también la otra cara de la vida, la muerte, quien está llamando a sus respectivas puertas. Los niños morirán. Y no tanto por los disparos de la Policía sino por esa conciencia que todos llevamos, más o menos, dentro.

Y sobre estas divagaciones, las pretensiones hawkasianas brillan como la punta de un diamante que haya permanecido enterrado durante muchos siglos en el fondo del mar. Alertados excavamos y lo descubrimos todo entero: brillante, resplandeciente, enorme. En 1932, ¡sí, la fecha!, también los espectadores eran y vivían como niños. El Crack del 29 había golpeado sus espaldas y sus bolsillos pero ellos aún parecían agarrados a aquellos “clavos” felices de los años 20´ que añoraban recuperar cuando Wall Street se recuperara de la depresión con un par de orfidales. Y Hawks y Scarface nos vienen a despertar de esas falsas esperanzas. Con una bofetada que nos cruza (¿qué son sino esas cruces que en la película anuncian y presentan a la muerte?) la cara con un sonoro guantazo o con una ráfaga de metralla (scarface o cara cortada, en la literal traducción castellana). Los felices 20` no volverán nunca. Ni tampoco esos tiempos en que éramos niños in-conscientes, in-ocentes… y ¡cuántos “in” más! El III Reich asoma su patita por debajo de la puerta. Las actitudes vocingleras y el puño en alto de Herr Hitler son mucho más que una rabieta, mucho más que una amenaza. Y Hawks y Scarface nos están exigiendo que nos hagamos mayores, que abramos los ojos y crezcamos para arriba y hacia dentro. Y como en cualquier ritual de paso será éste un momento doloroso. Ni Hawks ni Scarface nos engañan al respecto. La niñez de nuestras vidas muere y queda enterrada para siempre.

Y es, desde este punto de vista, cuando The Champ se nos muestra también como otra película. En ella su protagonista, un boxeador veterano venido a menos, el campeón del título (un ex campeón en realidad) o Wallace Beery al fin y al cabo, es otro niño que no ha crecido todavía o que no ha sabido hacerse mayor. Como los gangsters-niños de la película de Hawks. En este caso, también la gestualidad exagerada y casi silente del actor ayuda, y mucho, a que lo percibamos así. Obviamente el ex campeón, como tantos y tantos “ex”, empina el codo más de lo debido, se pasa los días en compañía de sus amigotes (otros niños-sin-crecer como él), en pequeñas tascas de barrio y muy lejos de los gimnasios y del olor a linimento. Su cuerpo, quizás otrora, envidiado y robusto es ahora un fláccido y triste pellejo. Además, y a pesar de la insustancialidad propia de estos personajes-niños, el ex campeón arrastra tras de sí un doloroso pasado: su mujer, Irene Rich, mujer de mundo y con aspiraciones propias de su apellido (Rich), supuestamente hastiada de sus continuos fracasos y aficiones, le abandonó dejándole a cargo del hijo de ambos (estos siempre estorban para iniciar, como es debido, una más o menos fulgurante carrera hacia el éxito, hacia ese The World is yours que tanto obsesionaba al imberbe Tony Camonte[2]), Jackie Cooper, el niño por antonomasia del cine americano[3].

Y es como si el mundo, en The Champ, se hubiera vuelto del revés. Jackie Cooper, el niño, cuida del ex campeón y se comporta como un hombre. Con lo que Jackie Cooper es el padre. Y Wallace Beery, el niño. Véase sino las actitudes que Cooper muestra con su cuadrilla y con el propio Beery. Y con su madre, cuando ésta reaparece hacia la mitad de la historia. En las primeras escenas entre ambos Jackie Cooper no sabrá ser el niño-que-le-toca-ser en presencia de su madre y en razón a su edad, y se comporta como un hombre sorprendido cuando ella (mujer antes que madre para todo un “hombretón” como él) le pide que la bese.

Y la resolución de la trama no deja lugar a dudas sobre las intenciones de King Vidor. Éstas redundan en la misma dirección que las que mantendrá Hawks apenas un año después con su Scarface. La vida, y la película, re-colocará a los personajes en su sitio. Beery acepta un combate para el que sabe que no está preparado, para el que sabe que llega demasiado tarde. Pero, a pesar de ello y por primera vez a lo largo de la película, se prepara y entrena a conciencia. Como un hombre. Quiere crecer y demostrar a su hijo que él es el verdadero padre, que su particular ritual de paso ha comenzado y que ya no habrá para él marcha atrás. Y en la noche del combate, y como no podía ocurrir de otro modo, Beery recibe una brutal paliza. En su esquina quieren arrojar la toalla al ring, pero Beery se niega a abandonar. Los rituales de paso no son ninguna excursión de verano. Hacerse mayor cuesta. Y a veces, como también sucedía en Scarface, nos cuesta la vida. Beery ganará el combate (se habrá hecho un hombre) in extremis pero en el vestuario apenas sus labios consiguen articular una palabra. Su hijo llora. Orgulloso se traga los mocos. Y también por primera vez Jackie Cooper se comporta como aquello que realmente es, como un niño.

La esencia, el concepto que mueve los entresijos de The Champ está lanzada. Vidor nos está advirtiendo en 1931, como Hawks lo hará en 1932 (y de aquí la importancia que daba, al principio de estas líneas, a las fechas de estreno de ambas películas), que los tiempos de la niñez se han terminado con una demoledora serie de derechazos a la mandíbula o con una castañeante y mortal ráfaga de ametralladora. Que los tiempos en que debemos ser y sentirnos hombres han llegado de pronto a nuestras vidas. Adorno diría algunos años después que tras Auschwitz e Hiroshima la correspondencia entre las especulaciones teóricas y la experiencia se ha fracturado definitivamente. Vidor y Hawks con sus películas sobre hombres que aún son niños, que piensan poder habitar una tierra poblada sólo de inocencia, insustancialidad y “peter panes”, se adelantaron, en cierta manera, al pensador alemán. También ellos nos avisaban de la fractura práctica que Adorno pondría lucidamente sobre la mesa. El tiempo de los niños, de la “correspondencia” había finalizado.

O yo, al menos, siento todo esto así, o lo he sentido mientras veía The Champ y Scarface por tercera o cuarta vez. Y todavía lo siento más vivamente hoy cuando el cine, que se realiza en estos días, parece haber perdido (salvo honrosas y escasísimas excepciones) el rumbo o cualquier conexión esencial con nuestra condición de personas. Porque este cine no me dice gran cosa. Como el aburrido y cansino chismorreo que pudiera producirse en una Sala de Bingo entre jugada y jugada, entre cartón y cartón. Lo cual está provocando sin duda, y entre otros “vicios” reciente y desgraciadamente adquiridos (ya entraremos en alguno de ellos si el tiempo y las ganas nos acompañan), que la etiqueta de “7º arte” no sea más que eso: una etiqueta de quita-y-pon, una petulante y rimbombante acepción que desacredita desde su nombre al resto de las artes que sí se han ganado a pulso su título; una art(ritis) sólo económicamente ambiciosa, huérfana por su desconexión de la vida real, de la sociedad que formamos, entre otros, algunos hombres y mujeres que seguimos sentándonos en las butacas a oscuras confiando en sentir que el cine y la sociedad no han emprendido caminos divergentes, que el cine no se ha abonado a la soledad, desustancializado y esencialmente más vacío que una piscina al aire libre durante los meses del más crudo invierno. Y que, por el contrario, cine & sociedad continúan juntos, alimentándose recíprocamente. Como sucede en The Champ, o en Scarface: dos viejas y estupendas señoras que, siempre que las veo, me dicen algo, sí; algo más que antes no sabía.




[1] Tengamos en cuenta que esta toma de conciencia y consiguiente prohibición del incesto supuso el inicio de la Civilización en el desarrollo del homo sapiens, el fin del ojo-por-ojo y metafóricamente hablando (para los intereses de este artículo), el fin de Tony Camonte y del gangterismo en sí.
[2] Con lo cual, tal vez, The Champ esté también poniendo entre interrogaciones la presumible madurez del personaje de Irene Rich, a pesar de que nadie pondría en duda que, en apariencia, es toda una mujer.
[3] Recuerdo para algún desmemoriado (y que el resto me perdone) que Jackie Cooper fue The Kid, (El chico) que acompañaba al vagabundo en la mítica película de Chaplin.
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