domingo, 26 de abril de 2020

COVID-19: LA MASCARILLA Y EL BURKA

 

Y al principio salimos con cuentagotas y nos juntamos con aquellos que siempre estuvieron fuera, que eran pocos pero que siempre respiraron aire. Sanitarios, comercios de 1º necesidad, algunos funcionarios… Luego saldrían más. No a lo loco, ni mucho menos (o eso espero), pero saldrían más: los gremios “en construcción”. Y luego hoy, el 26, otros pocos: ¡niños sin clase, pero al recreo! Y luego casi todos los demás. Y luego todos, sin el “casi”, fuera de casa.
 

¡Ya era hora!, quizás exclame alguno. Y nos miraremos. Y nos costará adivinar quién ha abierto la boca. Porque, según las últimas noticias, todos habremos salido, sí, pero una mascarilla nos cubrirá la boca. Por si acaso… Por si acaso, pero de manera obligada, mascarilla que te crió. Tal vez porque en boca cerrada no entran moscas, y con mascarilla, ni entran ni escapan y así, el dichoso Covid-19 no se propagará más de la cuenta.

Luego si en esos momentos sobrevoláramos este planeta que nos contiene, veríamos cómo una mitad de sus pobladores llevan el rostro cubierto por debajo de los ojos hasta los pliegues de la barbilla. Unos con un antifaz al que llaman burka, nosotros con otro al que llamamos mascarilla. Y de esta forma, entre todos, compondremos un alucinante cuadro que sería tremendo sino fuera, a la vez, gracioso. Porque con los antifaces nos habremos vuelto casi irreconocibles, y si nos pusiéramos, entonces, beatos y santurrones, tal vez, hasta cabría reconocer que Occidente está intentando preservar su salud a riesgo de estar cometiendo un pecado de ésos muy gordos.
 
Porque, aunque para nosotros, Dios haya muerto por lo menos desde los tiempos de Nietzsche (finales del siglo XIX, año arriba, año abajo), seguimos conservando en nuestro ADN aquello de creados a su imagen y semejanza. Por eso, en la mayoría de nuestros códigos penales llevar el rostro cubierto durante la comisión de un delito supone un agravante. Claro, ocultamos nuestra cara, pero ésta es la cara de Dios. Por eso, el burka, lejos de convencernos, atenta contra alguno de los pilares más básicos de nuestra civilización. ¿O no son expresiones como “el dar la cara”, “enfrentarse a rostro descubierto” algunos de los emblemas y poéticos circunloquios que utilizamos para definir a las inconmensurables y siempre queridas agallas, al valor, en el más amplio y admirable sentido del término? Por eso el burka, además de representar otras creencias distintas, es para nosotros occidentales, consciente o inconscientemente, anatema (¡tapar el rostro de Dios!) y símbolo inexcusable de cobardía, de no jugar limpio, de “no me fío” porque “no te veo bien la cara”.
 
Pero ahora, ¿qué vamos a decir cuando seamos nosotros quienes pisemos las calles con las caras tapadas, puesta cuidadosamente la “mordaza” sobre nuestras mejillas antes de cerrar la puerta de casa? Bueno, de momento no habría que alarmarse porque parece que Dios efectivamente ha muerto y que Nietzsche, y algunos otros con él, tenían razón. O por lo menos nadie le ha oído quejarse allá arriba. Y habría santísimas cosas para hacerlo. O sea que igual el piso de arriba está vacío. Pero, sin embargo, aquello contenido en nuestro ADN, aquello de lo que no podemos desembarazarnos tan fácilmente, aquello de creados a su imagen y semejanza, y pasar de todo y cubrirnos la jeta, su imagen y semejanza con una miserable telilla que nos protege contra un virus, también mudo, también invisible, como Él lo era en sus gloriosos y buenos tiempos, ¿qué tal nos va a sentar en nuestro ánimo, o sea, en nuestra alma, o sea, en lo que también hay en nosotros de mudo e invisible? Creo que, a bote pronto, será como un dar nuestro brazo a torcer, y con el brazo, torcer también nuestro intraspasable ADN. Y esto nos pondrá tristes, qué duda cabe; una infinita tristeza, en forma de hombres y mujeres desperdigados, caminando por las aceras, silenciosos, cabizbajos (como el panorama que se pintaba en La invasión de los ladrones de cuerpos, vaya). Será, a pesar de poder respirar, como patada en el centro de nuestros ánimos, una patada a la que, además, tendremos que ir, irremediablemente, acostumbrándonos. Porque parece que esto de la mascarilla-burka va para largo. O sea, acostumbrarnos a deambular separados y tapados, a mirarnos (¿desconfiados?) por encima de la rejilla de la máscara, a acortar los saludos, a volver a casa sin saber si hemos visto a Javi o a Pedro, a Susana o a María.

Sí, mala cosa esto de la mascarilla o del burka occidental. Aunque, por una vez, todos estaremos de acuerdo en algo: en cubrirnos la cara. Por diferentes motivos, sí, pero todos de acuerdo y por algo se empieza. Burka o mascarilla, qué más da. Pero al final, todos hermanados. En la ocultación del rostro. Menudo consuelo. La humanidad entera sobreviviendo detrás de una máscara. Menudo consuelo. Aunque lo tomemos como lo tomemos, ésa será nuestra esperanza: todos de acuerdo en algo.
 

Y menos mal que para nosotros sabios y orgullosos occidentales, Dios habría estirado la pata y no estaría por las alturas para vernos con la cara tapada como un diestro Jesse James asaltando diligencias en el Far West, y castigarnos por semejante osadía. ¿O acaso nos habríamos precipitado en nuestras conclusiones y Él sí que sigue por ahí arriba, sin dejarse ver y callado, tal vez porque a pesar de los pesares todos, por fin y como Él quería, somos iguales, hermanos aunque sea por el antifaz, o quizás por vergüenza torera, porque en una lejanísima mañana decidió no tomarse el fin de semana entero libre y trabajó el 6º día, el sábado, para crearnos y ponernos en el centro de este grandioso e interminable jaleo?
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domingo, 19 de abril de 2020

COVID-19: ESPARTACO LE HACE FRENTE


Al final no he visto esta Semana Santa Espartaco (1960), de Stanley Kubrick pero no me importa porque, hasta cierto punto, me resulta inolvidable. Por lo menos, para mí, es inolvidable su bonito tema de amor, compuesto por Alex North. Por lo menos, para mí, inolvidable es su secuencia final donde Espartaco muere crucificado en el borde de un camino donde a ambos lados cientos de esclavos están corriendo su misma suerte. Todo parece indicar que con ello se está poniendo fin a la insurrección de los esclavos que se levantaron en armas contra el Imperio Romano reclamando el derecho a un trato y una vida más digna. Sí, la muerte no parece sino el preludio incontestable de su derrota. Aunque sin embargo tengo mis dudas.
 
Y no sólo porque Dalton Trumbo, uno de los escritores más perseguidos por McCarthy y su delirante “caza de brujas”, firmara el guión de Espartaco, lo que ya de por sí nos debería predisponer a los buenos aficionados a suponer que detrás de ese final, excavando en su celuloide, debe haber algo más. ¡Porque vaya si lo hay!

O reparemos sino en cómo el teórico triunfador de la revuelta o el pretor romano Craso se ha quedado sin su corona de laurel o sin conocer la verdadera identidad del esclavo que se esconde detrás del nombre de Espartaco. Claro que Craso sospecha de Kirk Douglas, pero la certeza le será negada. Y la muerte de los miles de esclavos se la denegará absolutamente. Y no sólo eso sino que se quedará, sobre todo, sin comprender él, Craso, todo un instruido e inteligente ciudadano romano, y sabiendo, eso sí, que el no encontrar al hombre hará que su nombre se mitifique como símbolo contra la opresión (y todos conocemos la fuerza indestructible que alcanzan los símbolos), cómo esos hombres, a los que apenas una tela les llega para cubrir el cuerpo, defienden a otro al que muchos de ellos ni tan siquiera conocen; y prefieren morir antes que responder o señalar su figura con el dedo índice.
 

Pero es que a Craso, como a todos los pueblos de la Antigüedad, Roma incluida, por supuesto, la solidaridad que demuestran entre ellos estos esclavos sin tener conocimiento el uno del otro, y simplemente por compartir unas ideas o un credo determinado, es algo que les resulta desconocido e irracional. Por eso Craso la teme. La comunidad solidaria sin más, sin recibir nada a cambio por ello, como aquella cuantiosa limosna recaudada en Grecia y Roma, y que Pablo de Tarso (el mismo al que una visión divina derribó de su caballo) entregaría a los cristianos de Jerusalén que morían de hambre durante los siglos I y II d.C., es algo que para los romanos no tiene explicación. Y les desconcierta. Pudiera ser ése el último significado del grito contenido y el golpe inútil y desesperado que propina Lawrence Olivier a Kirk Douglas antes de subirle a la cruz. Porque esa comunidad solidaria, su caridad, la ayuda mutua que se prestan entre desconocidos conocidos por las ideas que comparten, por su misma e innegociable condición de seres humanos, va a representar el futuro de la humanidad más allá del bárbaro e insolidario mundo romano.
 
Y el hijo de Espartaco y Lavinia, al que la mujer lleva entre sus brazos y que levanta para que Espartaco pueda verlo antes de morir, no sería sino la representación de esa esperanza, de un mañana mejor aún en las terribles circunstancias que los protagonistas viven en ese momento. Años más tarde se alzará, detrás de los rebeldes crucificados y gracias a hombres anónimos como Espartaco, una nueva vida menos bárbara, más solidaria, más humana. Sí, durante estos días de jodido confinamiento y de tanto Covid-19, pensemos en todo esto aunque sea un poco.

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lunes, 6 de abril de 2020

COVID-19: EL MUNDO YA ES DE LOS NIÑOS

¡Vamos ya a por la 4ª semana de confinamiento! Y se me ocurre pensar que un día empecé a escribir un libro; luego el libro se tituló Divino tesoro. Casi un ensayo contra la juventud. Y el libro fue mi primer ensayo. Lo publicó Ediciones Maia y, en su momento, llamó la atención y no tuve con él malas críticas; incluso al año siguiente fue finalista de los Premios de Euskadi de Ensayo.

A grosso modo trataba sobre un hecho que me llamaba bastante la atención y que no era otro sino la progresiva juvenilización que estaba transformando desde hacía algunas décadas a las sociedades occidentales. Efectivamente, la juventud se había convertido en un valor en sí mismo, y parecía como si todo aquello que no entrara en ese cajón juvenil bien podía tirarse al cubo de la basura, por caduco, pesado e inservible.

Hoy, tres años después, me sigo reconociendo en el ensayo pero reconozco, y valga la redundancia, para mi asombro y sorpresa, que me quedé con él bastante corto. Porque el mundo (el occidental, al menos), lejos de apalancarse en esa juvenilización, ha seguido tirando hacia abajo, hacia un punto cercano al cero del origen; y ahora no me cuesta ver a nuestro alrededor un mundo, ya no juvenil, sino decididamente infantilizado.

Y siento que todo esto dio comienzo, día arriba, día abajo, un 11 de septiembre de 2001. No creo que nos cueste recordar que esa mañana las huestes de Bin Laden derribaron, cual si de dos castillos de naipes se trataran, las Torres Gemelas de Nueva York, con dos aviones que impactaron contra ellas causando, en un suspiro, 3000 muertos.

Yo ese día estaba comiendo en un hotel con tres amigos y a la salida del restaurante, en un televisor instalado en un puesto de venta de periódicos pudimos presenciar el choque del segundo avión contra la segunda Torre, y el consiguiente desmoronamiento de los dos rascacielos. Sí, hubo que frotarse los ojos. ¿Qué era aquello? ¿El último y más real video juego? ¿Una sofisticada gamberrada, más propia del Día de los Inocentes que de otra cosa? ¿Una de esas fake news, como se dice ahora? Y sin embargo, no, aquello era tan de verdad como que nosotros cuatro estábamos en ese momento haciendo la digestión. Y, no tardó en venirme a la cabeza la frase aquella que se pronuncia en una película de Hitchcock (yo siempre con el cine a cuestas), por un lado tiene gracia aunque por otro, maldita la gracia que tiene.

Sí, y la cosa pintaba tan fea que decidimos los cuatro de mutuo acuerdo conmemorar dicha fecha todos los años con otra comida donde nos juntáramos alrededor de una mesa y de otro 11-S. Yo, por mi parte, enseguida me apunté porque sinceramente pienso que el mundo, y éste no el occidental sino el global, el mundo-mundial, cambió desde aquella mañana, y a la juvenilización sobre la que hablaba en el Divino tesoro…, le empezaba a seguir una infantilización galopante que, al día de hoy, continúa apropiándose de todo, y a una velocidad vertiginosa.

Y si a alguien no le convence lo que he escrito hasta ahora que eche un vistazo a los desmadres que nos han pasado después del desplome de las Torres. Poco después, Bush y su atolondrada invasión de Irán, más propia de una pataleta de crío malcriado que de otra cosa, buscando armas nucleares donde nadie ha visto (ni siquiera él) todavía más que una acuciante y vergonzosa pobreza, las sucesivas y disparatadas crisis bursátiles coronadas por los calamitosos Hermanos Lehman, las ¿micro? pandemias del Ébola, de la Gripe A que, como aquello de que viene el lobo, no vinieron hasta que vino su hermano mayor, no el de Zumosol precisamente, sino este Covid-19, o el incremento de una violencia indiscriminada a la que nos hemos acostumbrado demasiado rápidamente o todo nos da demasiado rápidamente igual, los bullit de patio de colegio y la más impresentable de todas las violencias, la de género; y sin que nadie parezca rasgarse en serio las vestiduras, el patético acoso profesional; y todo ello finalizando, de momento, con este Covid-19 (hasta su nombre me recuerda el nombre de algún misterioso y letal E.T.) que nos está a todos trayendo de cabeza.

Sí, algunos dirán que el mundo se ha vuelto definitivamente loco, pero yo me apunto a que el mundo se ha vuelto definitivamente infantil. Sí, el mundo se ha infantilizado hasta extremos delirantes: un cómic(o) al que nadie hace caso. Y todos a casa. Confinados. Las calles desiertas. La sensación de que una bomba atómica ha caído sobre el Planeta. Pero todavía, algunos niñatos de cachondeo. ¡Si nadie ha oído nada anormal!, ¡si nadie es responsable!, ¡si nadie tiene la culpa de nada!... O como los niños, ¡la culpa la tiene ése! O un virus que mata, que se contagia y se nos pega como un moscardón  que no deja de incordiarnos, sin que sepamos porqué, y sin que sepamos porqué nos da el pasaporte hacia el otro mundo; ese del que nadie ha vuelto.

Y pongo la tele para ver las noticias, para ver de qué va todo esto. Y las autoridades, los máximos mandatarios mundiales reunidos y desorientados buscando una solución al problema, no dejan de recordarme la película o la infantilada aquella de Tim Burton que se llamó Mars Attacks! (más cine, sí) donde unos ridículos pero mortíferos alienígenas atacaban la Tierra y aniquilaban a sus pobladores, y que cuando todo parece perdido, se encuentra de chiripa la vacuna: una espantosa canción de Slim Whitman que hace que ¡los cuerpos de estos desagradables extraterrestres explosionen como un globo lleno de agua! Sí, Hitchcock again: por un lado tiene gracia aunque por otro… no lo voy a repetir.    

Sí, claro, pero es que ahora el mundo es de los niños. También “niños” despistados que juegan y dirigen su destino mientras vemos cómo las amenazas, que se ciernen sobre él desde aquel infausto 11S, recuerdan cada vez más a los tebeos, a las viejas y tremendísimas películas de serie Z (a las que, no casualmente, Tim Burton rendía homenaje con su particular gracieta): ciudades desiertas, silencio, mucho silencio, muerte, mucha muerte indiscriminada, y malos, malísimos (Bin Laden, el doctor Octopussy quizás- ¡tiembla Spiderman!…) o, incluso, invisibles (este Covid-19), y sin motivos aparentes para causar tanto daño salvo porque así los ha hecho el mismo mundo donde vivimos y, como al escorpión de la fábula, sólo les cabe disculparse diciendo que ellos son así y después reírse, ¡cómo no: son tan malos, malísimos!, a mandíbula batiente.

Sí, el mundo se ha infantilizado. Mascarillas a tutiplén, pero que no se nos olviden unos buenos pañales. ¡Y a agarrarse los machos! Porque la infancia tiene ese punto maldito. Puede ser divertida pero insustancial; muy activa pero inconsciente; peleona pero desconocedora de que hace daño; llorona y no darse cuenta de lo que tiene gracia; cachondeo y sin saber que eso, precisamente, no es gracioso; en resumen, que vive a tope pero no le preguntes por la Vida.

Y es esta infantilización la que nos toca (a algunos los c.) y, me temo, con la que nos va tocar bregar durante bastante tiempo. Y aún así espero que el próximo 11S los cuatro amigos volvamos a juntarnos, sanos y salvos, delante de un primer plato, luego de un segundo y luego de un postre, café y copa. Porque aquel 11S del 2001, mi ensayo Divino Tesoro… se quedó corto, y el mundo empezó a hacerse más que joven, niño; un niño que no para quieto, sí, un diablillo muy, muy peligroso. Y si es cierto aquello que dice el indispensable Habermas sobre que el ser humano nunca ha sido más conocedor de su propia ignorancia, hablaríamos de hombres a los que les gusta seguir siendo niños. Y ya habría llegado la hora de espabilar. O de crecer.
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