miércoles, 25 de julio de 2012

UNA ACLARACIÓN: EL ESTADO DEL BIENESTAR Y LA CLASE MEDIA



No quería hablar sobre la crisis, pero con la última entrada me ha quedado cierto regusto amargo en el cuerpo. No sé si debería aclarar la relación fundamental que tiene para mí el Estado del bienestar con la clase media, al punto de que en la entrada mencionada terminaba equiparando la desaparición del Estado del bienestar con la desaparición de la clase media, pero voy a darle una vuelta (de tuerca).

Olvidémonos de momento del bienestar y centrémonos en el Estado. Es fácil, en estos términos, concluir que en nuestras sociedades occidentales sin la comparecencia de un Estado no hay bienestar posible. Por eso escribía sobre las minas anti-personas que volaban el mocasín del protagonista de mi anterior entrada, en un país como el antiguo Congo belga donde el Estado brilla por su ausencia, y en donde el único estado (éste con minúsculas) que se contempla es el estado del malestar o del perenne dolor de muelas.

Pero, ¿qué relación hay entre todo esto y la clase media? Directamente afirmaría que el Estado es el hijo predilecto  de la clase media. Y viceversa. Sin la clase media el Estado se evapora. No se sostienen sus cimientos sobre la tierra. Y sin el Estado la clase media hace mutis por el foro. No aguantan sus miembros más tiempo sobre una escena que se vuelve hostil a sus intereses. Lo he dicho, más o menos, antes; y ahora, más o menos, trataré de explicarme.

El Estado, si omitimos la letra mayúscula, es un “estado”. ¿Y qué es aquello que, principalmente, caracteriza a un “estado”? Principalmente cierta duración, cierto arraigo, cierta estabilidad. Cuando alguien dice de otro: “se encuentra en un estado de depresión” cabe presuponer que dicho estado no se remonta a las últimas dos horas, ni tan siquiera a un par de días, sino que el maltrecho estado del sujeto es una desgraciada situación que tiene ya una duración prolongada. Y si, por extensión, volvemos a colocar la mayúscula, y a lo que vamos, obtendremos que Estado=permanencia.

Luego si el Estado contiene una presunción de “estabilidad”, de “seguridad” parece hasta cierto punto obvio que le espanten los extremos: la extrema derecha o la extrema izquierda. Entre los extremos es relativamente sencillo que surjan los desacuerdos, la disensión irresoluble y las trifulcas, las peleas, ¿y por qué no?, la guerra: la inestabilidad suprema.

Y si, ahora, convertimos a estos extremos en extremos de carne y hueso no nos resultará difícil ver detrás de la extrema derecha a ciudadanos muy ricos (económicamente) y de corazón muy duro (humanamente), y detrás de la extrema izquierda a violentos agitadores, distintos terror-istas que proclaman un caos desde el que poder empezar de cero (o al menos eso dirán ellos), y de mollera y de corazón muy duros también.

Y así la estabilidad, que anhelaría (por definición) el Estado, necesita huir de tales extremos, y refugiarse en el centro. No es otro el motivo por el que los Estados se nutren de partidos moderados. Los habrá moderados de derecha, moderados de izquierda y moderados de centro pero SIEMPRE MODERADOS. La moderación es garantía del Estado[1]. Y, ¿quién vive moderadamente?, ¿sin grandes lujos pero tampoco sin grandes necesidades? La clase media, obviamente. Por eso ELLA ESTÁ DETRÁS DE TODO, del Estado y, por extensión, del Estado de bienestar.

Y espero que ahora se me entienda mejor cuando digo que esta crisis es una crisis del Estado del bienestar, una crisis del Estado a secas, y una crisis de la clase media. Y aquí deberíamos andarnos con mucho cuidado. Sin la clase media renacen los extremos (véase el último y desgraciado caso: las cruces gamadas griegas: ¡si Aristóteles- el padre del término medio y de la moderación- levantara la cabeza!). Y es que sin la clase media estamos finalmente perdidos. Cuidemos, entonces, y en estos tiempos más que nunca, del Estado y de ella. Tanto monta, monta tanto. La crisis lanza sus torpedos contra esa línea de flotación. Al dinero, al capitalismo más exacerbado y extremo sólo el Estado, y la clase media con él, le ponen trabas, límites, condiciones en sus intentos de campar a sus anchas; unas “anchas” que, de lo contrario, huelen a selva, a carroña, a sálvese-quien-pueda (y con los bolsillos bien repletos), a paraisos (¡qué paradoja!) fiscales (¿alguien se acuerda hoy de ellos, de meterles mano hasta la entrepierna?).

Leamos y veamos con cuidado, entonces, todas esa noticias que parecen encaminadas a desestabilizar el sistema, a desprestigiar porque sí al conjunto de los funcionarios atándoles a TODOS el mismo saco (al cuello), al conjunto de TODOS los parados (¿no hemos oído y nos repite como una indigestión ese “¡que se jodan!” que alguien pronunció?), al conjunto de TODOS los que se dedican a eso que llamamos Cultura (la anunciada subida del I.V.A. es una auténtica puñalada trapera mortal). Sí, hoy TODA la clase media se encuentra amenazada. Y sin duda, los extremos afilan sus uñas y se les hace la boca agua mientras las falsas primas (de riesgo) suben y suben sin parientes a quien rendirles cuentas.

A esto quería referirme. Que no nos tiemble el pulso. Prometo seguir en el medio mientras el cuerpo me aguante.  



[1] No es casual que en los procesos electorales los partidos atenúen sus discursos, renieguen de los extremismos, y tiendan cálidamente las manos a todos los ciudadanos. Por el contrario, las urnas (estatales) penalizan, casi sin piedad, los discursos más desmedidos. Citar el ejemplo del Partido Nacionalista Vasco es sólo eso: un ejemplo. Cuando coquetean con las aspiraciones independentistas el electorado le da la espalda, sale corriendo y cambia, en el último instante, el color de su papeleta.
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martes, 17 de julio de 2012

EL ESTADO DEL BIENESTAR


No quería escribir sobre la crisis. De momento. Porque me temo que la jodida, no por manida, va a darse por satisfecha. Así que la crisis continuará, y pensaba que ya habría un tiempo mejor, o mejor dicho, peor para hablar de ella. O sea que la crisis continuará agravándose, y yo me reservaba el turno o estas líneas para cuando las aguas ya nos taponaran las narices, después de habernos cosquilleado los cojones hace un rato y un poco más abajo, y que al paso que vamos será un momento que, de un momento a otro, nos dejará sin aire.

Así que antes de que esto suceda, y de que no podamos movernos, y de que se nos hinchen y amoraten nuestras bonitas (y aún, más o menos, saludables) carnes rosadas quisiera hacer un  pequeño hincapié sobre un detalle que a fuerza de tenerlo en la lengua, y con los miles de discursos que desde todas partes se nos vienen encima y amenazan con colapsarnos los oídos, los ojos, la cabeza y el pensamiento, en definitiva, parece, sin embargo, que no acabamos de entenderlo o de que no acabamos de reparar en toda su maligna extensión.

Y hablo del Estado del bienestar. Y de esta crisis que parece estar azotándole en plena línea de flotación. Y hago constar, en primer lugar, en que escribo “Estado” con mayúsculas, es decir, no me refiero a un estado (con minúsculas) del bienestar que podríamos contraponer a un estado febril, o un estado de convalecencia, o a un estado de shock, incluso. Ni tan siquiera aludiría, tampoco, a un gobierno puntual que nos-toca-cada-cuatro-años sino a todo aquello que está, precisamente, más allá de toda circunstancia, de todo gobierno, que nos trasciende y que, en gran medida, hace que nos podamos llamar “españoles”, o “griegos”, o “italianos”, o “rumanos” o lo que sea PERO EN PLURAL, y que siempre habría que situar por encima del singular y clásico “yo soy fulano de tal”. Y esto nos debe entrar en la mollera ya que SIN ESTE ESTADO PLURAL (Y CON MAYÚSCULAS, POR LO TANTO) NO HAY BIENESTAR POSIBLE.

Por esto algunas crisis resultan peligrosas. Ésta, por ejemplo. Son aquéllas que ponen al Estado (con mayúsculas) a prueba. Y como en todas las pruebas (hasta programitas televisivos como Supervivientes nos lo enseñan) se puede salir de ellas ganador o… perdedor. Y, en este caso que nos (pre)ocupa, si el Estado pierde hay que atarse los machos, que es otra forma de decir que el bienestar se nos va escurrir entre los dedos como un puñado de arena sin que podamos hacer nada por retenerlo. Y no habrá otra vuelta de hoja. Ni de tuerca.

¿O si la hay? Nosotros insistiremos en girar, o en intentar girar la tuerca. Siempre. Son peligrosas las crisis. De acuerdo. Pero habrá que consentir en que existen diversas maneras de afrontarlas, por mucho que desde Europa se empeñen en señalarnos una dirección y nos trasladen al aeropuerto, y nos suban en un avión para llegar cuanto antes a nuestro destino. PORQUE TODAS ESTAS FORMAS QUE EL ESTADO TIENE DE AFRONTAR ESTAS CRISIS PELIGROSAS NO SE REFIEREN, EN ÚLTIMA INSTANCIA, SINO AL IMPACTO Y A LAS CONSECUENCIAS QUE TENDRÁN SOBRE EL MENCIONADO BIENESTAR. Por esto lo que hoy nos estamos jugando es el Estado del bienestar.

Y llegados ya a este punto podemos hablar de medidas. Y enumerar casos concretos. El Estado español, por ejemplo. Más que nada porque es el que más conozco, y el que tengo más a mano. Y me pregunto, en una facilona y primera vuelta de tuerca, ¿podríamos poner a la/s causa/s de esta crisis peligrosa una cara, un nombre o un mote ((¡sin faltar, de momento!) con el que poder referirnos a ella/s? Claro que sí. Hemos oído hablar de ellos en muchísimas ocasiones. Son los mercados. Los mercados nos están machacando. ¿Nos suenan, verdad? Síííí… Pero, ¿quién coño son los mercados? Y respondo. Los mercados son el dinero, la “pasta” no-italiana, los beneficios. Pero también son el todo-vale, el pisotón-al-enemigo, el-solo-cuento-yo-y-mi-cuenta-corriente, el-soy-más-listo-que-nadie-y-por-eso-me-merezco-las-indemnizaciones-que-cobraré-el-día-en-que-me-vaya-de-aquí, el que-se-jodan-los desempleados-y-los-funcionarios-que-cobran-de-mi-dinero-sin-hacer-nada, el-que se-jodan-todos-aquellos-que-no-son-yo. Eso: los mercados son yo-yo-y-yo-y-solamente-yo. Y el Estado queda en el extremo opuesto. El Estado somos nosotros-nosotros-y-nosotros-y-solamente-nosotros.

Las diferencias saltan a la vista. Las distancias entre los dos modelos de entender el mundo son abismales. El primero es la selva. El segundo es la civilización. El primero apela al sálvese-quien-pueda. El segundo, al salvemos-entre-todos-a-cuantos-más-mejor. El primero habla de mi bienestar. El segundo, de NUESTRO BIENESTAR. Por esto SÓLO en la pluralidad de bienestares podemos, también, pronunciar “Estado de bienestar” con todas las de la ley (por cierto, en la selva no existe la ley) porque afecta a MUCHOS (y no a uno solo). Y a CUANTOS MÁS “MUCHOS” AFECTE MÁS BIENESTAR SE OBTENDRÁ.

Por todo ello si en este crisis peligrosa, que no es sino la más maligna dialéctica entre el Estado y los mercados, una lucha encarnizadísima entre la solidaridad y el dinero (monedas y papeles sin ética ni corazón), el Estado acaba claudicando se van a poner las cosas muy, muy cuesta arriba. Y habrá que olvidarse de viajar de Bilbao a Madrid, por ejemplo, en un comodísimo tren, con bar, prensa, tv y cd y cuatro o cinco canales de radio incorporados a los asientos por 48€ (conste que yo lo hice y lo pagué), en apenas 5 horas y con ¡sólo 4 personas en el vagón! Los mercados, contrariados, anotarían que, ¡uhmm! cuatro personas y 48€ son muy pocos euros. Eso no puede ser rentable. Es-un-viaje-claramente-deficitario. Por lo que los mercados, rápidamente (¡no más pérdidas!), se apresuran a tomar medidas. Y vienen las medidas. Y el tren se suprime. O se incrementa el precio del billete de 48 a… supongamos 200€ (para cubrir también las posibles indemnizaciones a los miembros del Consejo de Administración en la tesitura de que el tren, aun con las medidas, descarrile). Y, entonces, el bienestar que, o bien afecta al común de los mortales o NO ES BIENESTAR, se ve tocado de muerte o de malestar. Ya no viaja de Bilbao a Madrid en tren el común de los mortales o cualquier bicho viviente cómodamente por 48€ sino SÓLO AQUELLOS QUE PUEDEN ABONAR LOS RECIENTEMENTE IMPLANTADOS 200€ POR EL TRAYECTO. Y el todo bicho viviente o el común de los mortales pasa a ser un poco más pobre, disfruta de MENOS BIENESTAR. Y, sin embargo, el que puede viajar puede ahora viajar más veces porque los que bien-están son menos, y en este nuevo Estado del menos-bienestar, el dinero se repartirá entre menos gente.

Las distancias (económicas) entre los integrantes de dos extremos de la cadena (económica; estos son, los ricos y los pobres) se alargarán, se alargarán y se alargarán hasta los que están en medio (estos son, la clase media) acaben reventando, o la cadena rompiéndose, y finalmente desapareciendo sus miembros, engullidos por los extremos.

Y sin esta clase media… Que alguien coja el avión y se acerque a África, y baje al antiguo Congo belga, por ejemplo. Y pregunte, ¡¿dónde está la clase media?! Y que vaya acostumbrándose a escuchar el silencio. Y que, a continuación, grite, ¡¿Dónde se encuentra el Estado del bienestar?! Y, seguramente, si no se anda con cuidado su pierna se apoye sobre (una oculta y `puñetera) mina anti-personas. Y se escuche un ¡booooom! Y un bonito zapato mocasín de marca salga volando llevándose una (aún) bronceada pierna derecha con él.      
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viernes, 6 de julio de 2012

FAULKNER NO ES INFIERNO

 Hoy se cumplen 50 años del fallecimiento de William Faulkner. Y no me parece que haya que dejar que la efemérides se (nos) pase de largo como si tal cosa. Porque William Faulkner no es “cualquier cosa”. Creo, sinceramente, que Luz de agosto es la mejor novela que he leído nunca. La leí hace años pero aún no he encontrado nada-encuadernado que la supere. Sólo por eso William Faulkner se merece un lugar en mi particular galería de aquellos que “no son infierno”. Y me explico. Que “no son infierno” es una atinadísima expresión que se inventó otro de los brechtiamente imprescindibles (y éste aún vivo: impartirá una conferencia en el Palacio de Euskalduna de Bilbao mañana sábado), el filósofo polaco Zigmunt Bauman, para orientar nuestros pasos y conductas en estos lares por donde nos está tocando (mal)vivir.

Escribe Bauman (no puedo resistirme a reproducir su reflexión): “El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Y hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: BUSCAR Y SABER QUIÉN Y QUÉ, EN MEDIO DEL INFIERNO, NO ES INFIERNO, Y HACER QUE DURE, Y DEJARLE ESPACIO” (las mayúsculas, obviamente, son mías).

Y por eso los 50 años del fallecimiento de William Faulkner me han recordado a Bauman. Porque Faulkner es uno de esos a los que hay que “dejar espacio”. Y que debe durar, ya que cuanto más dure o más se prolongue su influjo más pequeño y soportable será nuestro infierno. Nosotros sólo tenemos que “buscar” y esforzarnos en “saber quién no es infierno”. Y si yo, modestamente, puedo aportar algo desde este blog propondría una serie de qués: los techos de la Capilla Sixtina, los canales de Venecia, el skyline de Nueva York, el viaje al Polo Sur de Scott o las asistencias de “Magic” Johnson. Y una serie de nombres. Vivos y muertos porque a estos últimos (Faulkner, sin ir más lejos) se les puede también “dejar espacio” y hacerles durar consiguiendo que su obra y memoria convivan entre nosotros y nos “alimenten” y sirvan como guía y ejemplo. Y, entonces, pensaría también en Federer (un caballero para quien se inventó el tenis, parafraseando a Tomás Carbonell), en Mandela, en Fellini y Nino Rota al mismo tiempo (y en La strada y en Los clowns al mismo tiempo), en Titín III (que a sus 42 años sigue sin defraudar a nadie que haya pagado una entrada por verle jugar a pelota, dejándose la piel en cada jugada), en Lou Reed (insobornable en sus criterios musicales), en Richard Strauss (y en sus Cuatro Últimos Lieders, por ejemplo, que nunca puedo escuchar sin que la piel se me ponga de gallina- he añadido en un enlace el tercer lieder, a modo de majestuoso ejemplo) o en otro Richard, también músico, Richard Wagner (y en Tristán e Isolda- creo que si la muerte de Isolda no nos sobrecoge al final de la ópera hay que tener por seguro que la sangre no nos corre por las venas). Y pensaría en más richards (curioso). Nunca Clayderman sino en Rorty, el más lúcido de los pensadores modernos. Leer Trotsky y las orquídeas silvestres es un placer. Y una esperanza. Os invito a hacerlo. Y repasaría nuestra “piel de toro”, este país que nos ve vivir con “una mala salud de hierro”. Y pienso en Antonio López o en Iniesta. Todos ellos son gente que merece la pena. Y son muchos. Luego, quizás, no haya que desesperar. Y haya que actuar con la “atención y aprendizaje continuos” que nos pide Bauman. Y el infierno, aunque nos sintamos tan quemados (casi calcinados), se podrá reducir. Seguro. Volverse reversible. Porque los que “no son infierno” son más de los que pensamos. Cada uno de nosotros tiene su lista particular. Y esa lista personal es una obligación humana: otra forma de referirnos a los saludables ejercicios de admiración de los que nos habla Cioran (le incluyo en mi particular lista). Y, entonces, dejándoles espacio a todos ellos y haciendo que duren se logrará que el infierno “jibarice”, poco a poco (la tarea es ardua y complicadísima: no engañamos a nadie), sus dimensiones y su duración (infernal). Y podremos coger aire. Más aliviados. Sin que nos ardan los pulmones. Y creer que todo lo que se nos ocurra imaginar como bueno o mejor es, sin ninguna duda, posible.


 

 
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