lunes, 28 de diciembre de 2020

¡SILENCIO, COÑO!

                                                Otra para Wences; sin él nada de lo que sigue, hubiera seguido…


Hace unos años, no demasiados tampoco, la editorial Beta III Milenio me publicó el ensayo Cállate la boca en el que trataba de disertar sobre el silencio; el silencio versus la palabra, ya que siempre me había llamado la atención que no en todas las culturas la palabra tiene tanta importancia como en la nuestra, la Occidental, y me sorprendía el profundo mutismo con el que, por ejemplo, muchas tribus africanas pasan horas reunidos en torno, por ejemplo también, a un agradable fuego o yendo de caza.

Y es que siempre me ha llamado la atención cómo lo que resulta una obviedad para nosotros; o sea, y en este caso, hablar hasta por los codos, no lo es tanto para otros pueblos que prefieren el silencio como saludable compañía. Pero así ha ocurrido desde que nuestro Dios creó el mundo a partir de la palabra, del recurrente en el Antiguo Testamento “Y Dios dijo: hágase la luz, y la luz se hizo”. La palabra no sólo como sonido articulado, sino como productora de sentido.

Esto mismo lo retomarían los griegos clásicos años más tarde, y en la palabra encontraron su particular y decisivo logos, la auténtica razón de ser de las cosas. Y ya sabemos que aquellos griegos fueron mucho griego. Aunque, siglos después todavía, nos apareciera Nietzsche que cambiaría el sesgo de los sonidos aludiendo a aquello que aprendió de otros filósofos como Schopenhauer o Wittgenstein, y que podríamos resumir, más o menos, en que cuando ya no nos quede nada por decir, sólo el silencio sabrá acompañarnos. Y al hilo de estos dimes y diretes (y valga la redundancia) escribía también en Cállate la boca sobre Hölderlin, el poeta o Antonioni, el cineasta: dos artistas a los que las circunstancias personales les hicieron familiarizarse con los sonidos del silencio. Y no hablo, precisamente, de Simon & Garfunkel.

Y tampoco es que pretenda ahora darme bombo ni platillo. Lo hecho y escrito, hecho y escrito está, y ahí seguís teniendo mi ensayo para aquél que quiera comerse el tarro a gusto, para aquél que quiera aprender algo sobre lo que no había caído y, en definitiva, para aquél que aprecie el silencio como algo más valioso de lo que cualquier voz pueda decir.

Y continuaría sin dejar de sorprenderme. Porque siempre que tratamos, y nos creemos, muy originales por haber puesto el dedo en una llaga que pensamos que nadie ha tocado nunca, salta la liebre y nos percatamos que ni somos tan originales, ni somos para-tanto. Porque, y circunscribiéndonos al silencio, ¿qué os parece la pieza 4´33´´ que John Cage compuso en 1952, y que aquí abajo os dejo en una interpretación de la Filarmónica de Berlín a las órdenes de su nuevo titular, Kiril Petrenko?


Sí, el compositor americano se me adelantó por cuatro minutos y treinta y tres segundos. Y, ¿qué opináis de la silenciosa meditación a secas, o de la meditación trascendental, practicada desde hace tiempo por muchísimas personas inquietas por experimentar, entre las que encontramos al mismísimo David Lynch o los “mudos” métodos que Braco The Gazer intenta usar para sanar los males que afectan a aquellos que creen en él y asisten a una de sus terapias? Porque el arte de Braco consiste, simplemente, en salir a un escenario y mirar (to gaze) en absoluto silencio al público presente. Y se cuenta que sus resultados son asombrosos (aunque a mí, de momento, y por mucho Cállate la boca, que me registren). 


Pero hay que reconocer que la influencia de Braco ha sido suficiente como para que una de las organizaciones adscritas a la ONU le haya entregado recientemente un premio de la paz en una ceremonia multitudinaria celebrada en Nueva York. Incluso la buenorra de Naomi Campbell piensa de él que es la reencarnación de Dios en la Tierra. Y miles de usuarios se conectan en streaming a su web para recibir unas cuantas de sus píldoras silenciosas y de su milagrosa mirada. Porque Braco, mientras tanto, va a lo suyo: mirar y callar. Y las reacciones de la gente que asiste a su “consulta”, espectaculares. Muchos, con fotografías de parientes aquejados de extrañas enfermedades y Braco, manos a la obra… mirando y chitón. Así ha conseguido, por ejemplo, que espinas dorsales con forma de muelle se enderecen como postes de la luz y que haya personas que  han encontrado en él, y en su mirada silenciosa, el sentido de sus vidas o eliminan vicios que creían “ineliminables” o restauran lazos con padres, madres, abuelos y ¡mascotas! que creían perdidos para siempre.


Pero más allá de la superchería o de la credibilidad que pudiera despertarnos Braco “The Gazer”, lo que a mí más me ha tocado la fibra y lo que, en cierta manera, conecta directamente con mi ensayo, es el hecho de que en una sociedad dominada por el ruido, la prisa y la palabrería, el silencio y el mirar a los ojos de otro ser humano sin abrir la boca son algo tan raro como el platino, tal y como escribía en su crónica uno de los periodistas que ha sacado a la luz el caso Braco.

 Porque la sociedad de la palabra y del logos, la nuestra, ha pasado, sin duda, a ser la sociedad del mogollón, del ruido y es, irónicamente por esta misma razón, el lugar perfecto para que un hombre que te obliga a estar, simplemente, 10 minutos callado y observándole a los ojos, se convierta en una suerte de fenómenos paranormal, y él mismo en un bicho raro al que muchos parlanchines encerrarían en una jaula y tirarían después la llaves a cualquier río cercano… pero lo suficientemente profundo.

  

                            ¡Ah!, y Feliz... y silencioso Año


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sábado, 19 de diciembre de 2020

MUCHAS COSAS, PERO NADA IMPORTANTE

Me acuerdo estos días, y lo hago muy a menudo (cosa rara porque las repeticiones me aburren, pero qué sé yo…), de un pasaje contenido en la novela Effie Briest, de Theodor Fontane que, posteriormente, inspiró a Rainer Werner Fassbinder para la realización en 1974 de una de sus mejores películas (¡fue una de las 3 que dirigió ese año!), con el mismo título que la novela más el añadido del apellido del escritor alemán, o sea, Fontane Effie Briest.

Y en ese pasaje, a menudo rememorado por mí  durante estos días (luego se verá porqué), dos amigo conversan y uno de ellos, con cierta trascendencia en sus palabras, le pregunta al otro qué es la vida para él, a lo que el amigo responde que la vida viene a ser como una gran cena donde se reúnen decenas, cientos de comensales. Y de repente uno de ellos se levanta y se dirige a los servicios. Cuando al de unos minutos vuelve a salir pregunta, azorado, a uno de los presentes, ¿qué ha ocurrido mientras he estado fuera?, ¿de qué se ha hablado? A lo que el interpelado contesta, ¿ocurrir?, ¿hablar? Sí, han ocurrido y hemos hablado de muchas cosas, pero de nada importante. Así que no te preocupes. Por lo que el primero, ya más tranquilo, vuelve a tomar asiento en la concurrida mesa.

Y es que yo así me imagino esta Vida, como la concurrida mesa de Effie Briest, donde se habla de MUCHAS COSAS pero, en el fondo, de NADA IMPORTANTE. Y más aún en esos tiempos “pandémicos” (y perdón por el barbarismo), en estos tiempos que corren-que-se-las-pelan. Porque pienso que se trata de la última jugada maestra que nos trata de colar este jodido sistema con el que nos empeñamos en con-vivir.

Porque cosas graves sí que están sucediendo y bastante más de lo que muchos piensan, pero para que esta gravedad no nos ponga en pie de guerra, ¿qué sería lo último que a nuestros mandamases se les ha pasado por sus siempre-inquietas molleras? Pues lo que decía el convidado a la cena de Effie Briest, que ocurran muchas cosas. O, ¿no nos cansan hasta la más profunda extenuación la ingente cantidad de noticias, de cosas, con las que a diario nos bombardean los mass-media, televisiones, prensas, radios, redes sociales, twitters; que si Donald Trump, que si el rey emérito, que si la vacuna contra el Covid, que si el Brexit, que si en Marte se ha encontrado hielo, que si el toque de queda, … que si qué sé yo.

Porque lo verdaderamente importante es hablar, como decía antes, de MUCHAS COSAS. Esto es lo decisivo y fundamental para que entre esa ingente multitud las individualidades pierdan importancia, se disuelvan pasado un rato como un efferalgam en un vaso de agua. ¿O no nos olvidamos, pasados apenas unos diítas, de aquello que en su momento nos pareció lo más terrible y vergonzoso?

Claro, si a lo terrible y vergonzoso lo enterramos, día tras días, bajo más y más morralla terrible y vergonzosa, de lo primero, ¿quién coño se acuerda?, ¿quién continúa dándole importancia que debería habérsele dado? Sí el comensal de la magnífica novela y película de Effie Briest o de Fontane Effie Briest tenía toda la razón: MUCHAS COSAS, PERO NINGUNA IMPORTANTE. Por ser precisamente muchas.

Así que en estas tareas andan nuestros informadores envueltos durante estos días. Resulta de vital importancia que todos los días, cada minuto y segundo cuentan, saquen a la luz todos las cosas que puedan ser iluminadas, se trate de lo que se trate, graciosas, tristes, chorradas, sesudas controversias, curiosidades, alarmas que quizás consigan apagarse… o no. Lo que sea, pero que todas juntas formen MUCHAS, MUCHÍSIMAS COSAS para que, de esta forma, nada resulte particularmente importante y podamos vivir como parece que nos gusta (cierto es que también parece ser la única manera que hemos ideado para soportar esta Vida), viviendo en y con la más pura insustancialidad e intrascendencia porque, en el fondo, quizás Woody Allen tuviera razón cuando un periodista le cuestionaba sobre la comedia y el contestaba, ¿comedia?, sí tragedia + tiempo. Claro, tiempo para que haya más y más cosas y que nada importe demasiado, demasiado.
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