martes, 24 de marzo de 2015

MARLON BRANDON & R. L. STEVENSON, PARECIDOS RAZONABLES


Hay “parecidos razonables” que descolocan o que, por lo menos a mí (ya que éste me afecta directamente a mí), me dejan absolutamente perplejo. Sin saber muy bien qué pensar exactamente. O pensando que, tal vez, las cosas mantengan entre ellas una relación que no alcanzamos a comprender y que cuando la tenemos delante de los ojos nos deja fuera de juego, y por bastante más que un “palmo”.

Y a ver si consigo explicarme. Una de mis películas favoritas, una de ésas por las que siento una particular e inmarchitable admiración es El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks), el western que Marlon Brandon dirigió en 1961. ¿Las razones? Muchas. Y muy variadas. Por ejemplo, que es la primera y única película que realizó el actor americano. Como me ocurre a mí con mi ópera prima, y de momento única película en mi “austera” filmografía, que sería Lo mejor de cada casa (Una semana en el parque). O porque El rostro impenetrable es una rareza. Vosotros diréis: una película del Oeste dirigida e interpretada por Marlon Brandon y cuya duración sobrepasa… ¡las 2 horas y cuarto! Y yo siempre he sentido una franca afinidad por estas “rarezas”. Por lo que no es como lo demás. Por lo que es y presume de ser diferente. Y en esto El rostro impenetrable no se esconde. Es una película diferente. Y muy larga. Y más tratándose de un western clásico. Sin duda que también eso la “toca” con la varita de la singularidad. ¿Y qué más? Quizás su director y actor principal. Porque reconozcamos que Marlon Brandon puede ser muchas cosas pero un tipo normal y corriente me temo que no. Aunque tampoco sabría decidir si ése es el motivo o uno de los motivos pero, en cualquiera de los casos, me atrevería a afirmar que una vez que se ha visto El rostro impenetrable uno no se olvida tan fácilmente de ella. Y seguramente la estupenda música de Hugo Friedhofer también tenga algo que decir al respecto. Y los actores, empezando por los siempre espléndidos Kart Malden, Ben Johnsom, Slim Pickers, Elisha Cook Jr o la misma Katy Jurado. O esa bonita historia de amor imposible que se crea entre dos seres tan opuestos como el forajido y canalla que interpreta Brandon y la ingenua e inocente Pina Pellicer.
 
No, no sabría con qué quedarme. Si apuntar a una razón o apuntar al aire y quedarme con todas… o con alguna otra que, en una primera y precipitada batida, me habría dejado en el tintero. Porque, vamos a ver, ¿qué es lo que hay en El rostro impenetrable, en un western, que no encontramos en ningún otro? Y entonces, a nada que lo pensemos, tal vez demos con la respuesta: ¡el mar! Claro, El rostro impenetrable transcurre en Monterrey, California, a la orilla del Océano Pacífico, y el mar es un elemento que en la película siempre está ahí, en presente, azotando con el rumor de las olas su banda de sonido e impregnando sus fotogramas con un inconfundible sabor a salitre y a arena mojada.

Claro, siempre nos acordamos del mar cuando pensamos en El rostro impenetrable. Y éste será un recuerdo que siempre nos acompaña, que desvela posiblemente que alguna vez, en algún tiempo muy remoto, todos sacamos nuestras cabezas del agua, que todos en definitiva venimos de allí. Y de aquí, entonces, el encanto que destilaría y que siempre tendrá El rostro impenetrable. El gran, y nunca suficientemente añorado, Jose Mª Latorre lo anotaba a menudo en sus comentarios sobre la película: el mar hace que El rostro impenetrable sea una película fascinante, única en su género y… singular. Y yo lo corroboro. Y continúo (con aquello a lo que iba).
 

Porque la tarde pasada leía uno de los ensayos que escribió el mejor, para mí el mejor escritor (junto con William Faulkner) que haya emborronado jamás una cuartilla en blanco, y que no es otro que Robert Louis Stevenson. El ensayo se titulaba, o se titula, La antigua capital del Pacífico y en él Stevenson nos habla de su estancia en Monterrey, el mismo lugar que eligió Brandon para rodar su rostro impenetrable. Y Stevenson redacta el ensayo alrededor de 1880, un año que no quedará lejos del tiempo en que transcurre la película de Brandon. Y Stevenson escribe (y ésta fue la sorpresa mayúscula que sentí mientas lo leía, la que me  impulsa a pergeñar estas líneas), las olas que lamen suavemente las escolleras de Monterrey se hacen más grandes cada vez, en la distancia; (…) y en todas partes, incluso cuando hace buen tiempo, el rugido lejano y electrizante del Pacífico resuena por la orilla y los campos adyacentes, como el humo que se eleva sobre un campo de batalla. (…) Un rasgo común en toda esta región es la presencia perpetua del océano. El sonido lejano de las olas te sigue hasta las profundidades de los cañones del interior.

Y ya está. Porque ya no me cabrían dudas que las sensaciones que Stevenson y Brandon experimentaron contemplando Monterrey fueron las mismas, sólo que con ¡80 años de distancia entre las dos! Y que estas dos expresiones artísticas, dejemos ahora de lado cualquier agravio comparativo entre ellas, tan imprescindibles en mi imaginario como lo son la prosa de Stevenson y El rostro impenetrable de Brandon se estrechen las manos, más allá del tiempo, sobre las cálidas aguas que bañan los alrededores del Monterrey de finales del siglo XIX, me ha parecido motivo más que suficiente y sobrado para dejar constancia de ello en este artículo de este humilde “aprendiz de la vida”, que no deja de asombrarse ante las increíbles cosas (¿o no son, acaso, éstas el material, parafraseando al halcón maltés, con se forjan estos “parecidos razonables”?) que le va contando aquella que como decía el poeta, y como Brandon en la soberbia escena que cierra su película, va a “dar en la mar, que es el morir”.

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