viernes, 26 de abril de 2024

51 GRANDES PELÍCULAS+ 51 PEQUEÑAS CRÍTICAS+


En esta nueva página (2) continuaremos recogiendo microcríticas de grandes y no tan grandes, aunque se pongan de puntillas, películas. Vosotros diréis. Vuestra es la última palabra. Así, y en este orden, ahora se presentan (de abajo a arriba): Muerte en Venecia, La zona de interés, Francisco, juglar de Dios, Fallen Leaves, La Singla, La ley del silencio, Falcon Lake, Enviado especial, El maestro jardinero, Anatomía de una caída, Callejón sin salida (1947), Los Fabelman, Las cosas de la vida, Holy Spider, El callejón de las almas perdidas (2021),, Satanás, Cerrar los ojos, Cuentos de la luna pálida, Fuego, Fatalidad, Madre Juana de los Ángreles, Cry Macho, Eo, Dinero caído del cielo, En el curso del tiempo, 20000 especies de abejas, Los reyes del mundo, Matadero Cinco, Ricas y famosas, Todo a la vez y en todas partesBeau travail, Sangre, sudor y lágrimas, Way Down, Arquitectura emocional 1959, Los crímenes del doctor Mabuse, El contador de cartas, Ninja Baby, Diarios de Otsoga, El hombre de las pistolas de oro, El hombre del traje blanco, El manantial, La tumba india, El tigre de Snapur, Titane, Benedetta, Café Society, Espíritu sagrado, El botones, Impulso criminal, El ilusionista, Los inútiles. 

Sí, hacía tiempo que no veía Muerte en Venecia, la película que Luchino Visconti rodó en 1971, y que popularizaría el inmenso adagietto de la 5ª Sinfonía de Gustav Mahler (os lo dejo aquí abajo con el gran Lenny Bernstein) y del que su protagonista, interpretado por Dirk Bogarde, toma su nombre y... profesión, a modo de un homenaje que hubiera merecido mejor suerte, alterando, así, al personaje que da cuerpo a la inolvidable, ésta sí, novela de Thomas Mann. Aquí Gustav es Gustav, pero es escritor, no músico. Aunque el detalle no me parece, vista la película, más relevante que un simple capricho de Visconti por las coincidencias. Porque lo que realmente importa es, según mi modesta opinión, la equivocada composición que de Gustav Von Aschenbach hacen Visconti y Bogarde. Bordeando y cayendo en el ridículo desde esa 1ª secuencia donde un impertinente pasajero le hace objeto de sus bromas y siguiendo por ese malencarado gondolero que se niega a atender sus reclamaciones y le lleva en una dirección que él no quiere tomar. Y, de esta guisa, podría seguir hasta el final. 
¿Y los motivos de esta decisión tomada al alimón, se supone, entreVisconti y Bogarde? Los desconozco, lo juro. Pero sólo sé que el resultado se resiente. Mortalmente... Y yo entonces, humilde "espectador profesional" donde los haya, desconecto. Porque si dos cosas podrían tomar las texturas del agua y del aceite, éstas bien podrían ser  La muerte en Venecia. de Mann y el ridículo. Aunque ni Visconti ni Bogarde parecen compartir mi opinión.
 

    La zona de interés (2023), la película con la que Jonathan Glazer se ha llevado el Oscar a la Mejor Película Extranjera, nunca deja que me sienta menos frío que un helado de cucurucho. De ahí, que a modo de pequeña boutade graciosilla- espero, y sin mala intención-, yo prefiera añadirle y referirma a ella como La zona de interés relativo. Porque la objetividad disfrazada, en este caso, de una austerísima frialdad y distancia, cuando no de un flagrante desapego, lejos de remitirme a la poderosa cinta blanca de Haneke, con la que guarda ciertas similitudes en cuanto a la temática y al fleur, que dirían los tertulianos del otro lado de los Pirineos, hace que aquéllas, o sea, la frialdad, la distancia, se vuelvan contra ella como el más caprichoso de los bomerang.Y así, al final de Lzona de interés (relativo) unas empleadas limpian con gélido esmero un museo que guarda los restos de la escabechina nazi, y que no sería otra que la que yo mismo siento, es decir, la misma gelidez, viéndolas pasar el trapo, desde la cómoda butaca de una sala de cine. Que según las otrora sabias huestes de Hollywood esta película se haya hecho con el Oscar a la Mejor Película Extranjera 2024, habla bien a las claras sobre el deprimente estado de nuestras cosas y no, únicamente, las referidas a cuestiones cinematográficas. ¡Lástima!


Si lo intentas, verás que no es tan sencillo escribir sobre Francisco, juglar de Dios, la película que Roberto Rossellini dirigió en 1950. Yo la vi ayer. Por lo de la "próxima Semana Santa", supongo. Pero las palabras le son refractarias. El lenguaje no se acomoda a sus imágenes, no se pliega a sus intenciones: tan diáfanas por un lado, tan extrañas por otro. He leído en algún sitio que cierto crítico la calificó como un "monumento a la estupidez". Luego "estupidez", OK, de acuerdo, pero también "monumento"; o sea, "algo digno de mérito", "algo digno de ser recordado". Luego, ¿en qué quedamos?:¿en lo uno? o ¿en la otra?
Y es entonces cuando entiendo que la película de Rossellini está mucho más allá de cualquier etiqueta que pudiera ocurrírsenos. Francisco simplemente está. Le seguimos durante 10 secuencias junto a sus acólitos. Un rótulo precede a cada una de ellas. En él se nos cuuenta brevemente lo que a continuación vamos a ver. Así no hay sorpresas. Sabemos lo que va a pasar antes de que pase. El error nº1 que cualquier película debe evitar cometer. Y sin embargo, aquí no importa. La inocencia infantil, la pura e insensata alegría que embarga a esos hombres adultos con independencia de las circunstancias que les toca vivir, nos coge siempre con el pie cambiado.
Sí, quizá fuera ésa la última intención de Rossellini: decirnos que, con este paso que nos empeñamos en llevar, no llegaremos nunca a ninguna parte.

Siempre desde que la escuché por ahí he querido meter esta frase en alguna de mis ocurrencias: Honesto antes que comprometido. No sé dónde la oí o quién la dijo, pero dos cosas son seguras: la frase no es mía (si es que las frases pueden pertenecer alguien) pero la puñetera me invita a que mis vapuleadas meningues se pongan manos a la obra. 
Y hete aquí que ayer en el cineclub FAS (¿dónde iba a ser si no?) encontré la excusa perfecta para poder utilizarla. Porque la película que se proyectó no fue otra sino la flamante Premio del Jurado del Festival de Cannes del año pasado; ésta es, Fallen Leaves, de Aki Kaurismaki. Y es que, hoy por hoy, y visto lo que vemos, pocas personas, y menos aún directores de cine, se me antojan tan honestos (a carta cabal) como el director finés.
Su cine no engaña a nadie. Sus historias son las que muestran sus imágenes. Ni más ni menos. Con una sencillez a prueba de bombas (luego hablo de la guerra un poco), y por eso mismo con una complejidad que no se puede enseñar, sino sentir y guardar como el tesoro más preciado, mientras se asiste a las peripecias que llevarán a esos dos seres abandonados por la fortuna (¿y qué personajes de Kaurismaki no lo han sido de un modo u otro?), a Ansa y Holappa a intentar una convivencia en común, una convivencia que el plano final nos presenta como posible pero también difícil.
No en vano en ese plano final Holappa acompaña a Ansa a duras penas aoyándose en esas dos muletas que le quedan como recuerdo de su accidente con el tranvía que le han tenido, bajo un coma inducido, en la cama de un hospital durante varios días. Y nada de esto es casual. La radio emite continuamente los desastres de la guerra de Ucrania, pero Ansa y Holappa que no han visitado el frente de la Guerra, también sufren a su manera los ficticios bombardeos de la Vida. Y es que son, a su manera, víctimas sin uniforme de una Guerra que nos apunta a todos. Salvad las distancias que queráis pero viendo Fallen Leaves me vino a la memoria el inmortal Tiempo de amar, tiempo de morir, de Douglas Sirk. En ellla también los civiles sufren las emboscadas de una guerra que se libra a cientos de kilómetros de distancia.
Pero lo escribía al principio: Kaurismaki no se compromete. Sólo muestra y nos deja a nosotros, espetadores plácidamente sentados en una butaca, que nos empapemos de sus fotogramas, y que decidamos luego qué hacer. No hay por su parte ni trampa ni cartón, ni retorcidas vueltas de tuerca. Otro ejemplo, el plano final, al que antes también aludía, es un bonito homenaje al plano final de los Tiiempos modernos, de Chaplin. Cuualquier espectador con un mínimo de cultura cinematográfica lo sabe. Pero Kaurismaki nunca va de listo. Las cartas, siempre boca arriba. Por eso cuando Holappa le pregunta a Ansa si ya le ha puesto nombre a la perrita, ella le contesta, Chaplin. Más honrado, imposible; ¿comprometido? sólo con el ser humano. 
 

A mi los documentales no me apasionan. A menudo se me quedan a medio camino. Cuentan, sí, pero dejan de contar más de lo que cuentan. Y muchas veces más que una realidad, no muestran sino otra ficción disfrazada de verdad; o sea, una mentirijilla. Pero con La Singla,, el documental que Paloma Zapata ha realizado en 2023, estos argumentos se me quedan en el tintero y me olvido de ellos por una vez, y espero que sirviendo de precedente.
Porque es desde aquí desde donde La Singla tiende un puente hacia una de mis debilidades: conocer de vengo para saber dónde estoy. Y es, entonces, cuando ciertos retratos de aquellas personas que vivieron los terribles años franquistas no dejan de ponerme los pelos de punta; más allá de los harapientos escenarios donde trascurren las acciones, o del rabiioso e increíble baile que destila el cuerpo la Singla, por ejemplo.
Porque su historia es, sobre todo, la historia de este país con una mala salud de hierro, que decía Ortega. Y es una historia que, a pesar de todos los pesares y circunstancias en contra, tiene a su manera un final feliz. Y quizá haya sido éste el mayor mérito de Paloma Zapata. Hacernos esbozar, bajo una mirada asombrada, una sonrisa en mitad de tanta miseria, de tanta calamidad, en mitad de tanta pena por lo que pudimos ser y nunca fuimos, ni seremos.


Se cuenta que La ley del silencio (1954) fue la manera que tuvo Elia Kazan de "disculparse" cinematográficamente ante los colegas a los que había delatado frente a la siniestra Comisión Maccarthy. Pero hoy el tiempo ha pasado, y las circunstancias a las que la película le debe la vida, se han diluído afortunadamente (tenemos otras, igual de funestas, pero otras) despejando, en su lugar, aquello que es puro cine, cine con sus virtudes (Brando, el espléndido score de Bernstein- y cuya Suite os dejo aquí abajo para disfrute de selectas orejas en una versión en vivo de la Orquesta de RTVE-, la gélida, brumosa y seca, como un crochet en el bajo vientre, fotografía de Boris Kaufman) y errores (la sobreactuación que demuestra en cada plano Lee J. Cobb, con fatales influjos en el De Niro de Los intocables, por ejemplo, y sus vulgares y repetidos "¡me las pagarás!"); pero Cine, en definitiva, y en el más amplio y mayúsculo sentido de la palabra.
Y de todo esto La ley del silencio tiene para dar y regalar. No engaña a nadie. Cuenta verdades como puños. Sin andarse por las ramas y con una fuerza y convicción que te desarma y hace que te entregues a ella. Así que verla y disfrutarla hoy ya no me retrotrae a Maccarthy y a su pandilla de facinerosos enloquecidos sino, más bien, a unos tiempos en los que el 7º Arte era algo serio, muy serio y nosotros así nos lo tomábamos. Por eso, un poco del mago Bernstein, que hace tiempo que no pongo música...
                                    

 

Pocas veces..., es más ahora, a bote-pronto, no recuerdo ninguna, habré visto en una sala de cine un verano más gris y tristón que este que nos muestra Charlotte Le Bon en su ópera prima Falcon Lake (2022). Y podría añadir aquel viejo y tan conocido adagio sobre el infierno, el asfalto y las buenas intenciones, porque Falcon Lake me parece una excelente historia contada y escuchada, y no tanto proyectada y vista. La idea que menea el lago es muy sugerente, sin duda, pero en su plasmación visual Charlotte se queda corta. Y los cabos sueltos bailan a su alrededor. Resulta Charlotte demasiado convencional, a falta ese gramo de fantasía que habría hecho de Falcon Lake una pequeña obra "fantástica". Sí, muchas veces, los reiterados consejos de la razón nos impiden echar a volar; en esta ocasión sobre el lago del halcón..

Enviado especial
es la 2ª película que Hitchcok rodó en América, en 1940, después de haber realizado un año antes su brillante début en las tierras de las Barras y Estrellas con la inolvidable Rebeca. Y me imagino que después de tan sonado "principio" la "continuación" se presentaría cargada de responsabilidades, con el listón a una altura considerable. Por eso me imagino también que Hitchcock presentó al enviado ataviado con aquellas señas que le habían dado fama y notoreidad en el Reino Unido; esto era, filmar, o mejor dicho tratándose de Sir Alfred, jugar sobre seguro. Y así el enviado se vio construído sobre una trama de espías en los días previos a la declaración de guerra por parte del Reino Unido contra la Alemania de Hitler.
Pero claro, el Enviado no es sólo eso, un contagioso y feliz divertimento entre buenos y malos. Su último plano, en el que el personaje de Joel McCrea retransmite por radio los primeros avatares de la guerra, entre las explosiones de los bombardeos y con las luces del estudio fundidas, no puede dejar lugar para las dudas. ¿O es ése el mismo Joel McCrea que, en las primeras secuencias del Enviado, hacía recortes de papel, en su cómodo empleo en las oficinas del Globe neoyorkino, aburrido hasta el botezo, y completamente ignorante, al margen de lo que muy pronto en Europa iba a estallar?
Sí, porque entre cosas, Enviado especial nos da cuenta de la imposibilidad (¡gran aviso para navegantes en estos tiempo!) de mantener una posición neutral en determinadas circunstancias, de la obligatoreidad que tenemos de mojarnos hasta el pescuezo en aquello que nos atañe y nos afecta, de no ponernos, en esas ocasiones, nunca de perfil y de dar la cara. De frente, y con todas las consecuencias que ello pudiera traernos. Y todo esto no es, precisamente, un asunto para tomárselo a broma. Quizá por ello Hithcock nos ofreciera en Enviado especial uno de los MacGuffins más MacGuffins de toda su filmografía: esa claúsula 17 del Tratado de Paz que ¡nunca llega a decirse en qué consiste! Claro, qué más da. Es el MacGuffin de Enviado especial. Es lo que importa y mueve a los personajes. Y lo que menos le importa al director de la película, tal y como Hitchcock contaba a Truffaut en su famosa, e indispensable entrevista para todo aquel que quiera dedicarse a este arte de hacer películas.
Y, además, todo ello salpicado de excelentes secuencias como el asesinato del falso diplomático holandés en las escalinatas de acceso a una iglesia bajo una pertinaz lluvia de la que los asistentes se resguardan bajo un techo de paraguas. O  aquellas que tienen lugar en la desolada campiña holandes, apenas punteada por unos insquietantes molinos de viento, en un magistral antecedente de la no menos magistral muerte en los talones. Alguien daría más? Lo dudo. ¿Acaso alguien piensa que Hitchcok no es el Mejor Director de la breve Historia del 7ºArte? Yo no, por lo menos.    

Paul Schrader no falla. Basta ver un minuto de El maestro jardinero (2023), su última película, para saber que él no es como los otros, como ninguno me atrevería a decir. Y que nos encontramos ante un cine hecho para adultos sin reparos, en las antípodas de los potitos que nos vemos obligados a tragar en estos descorazonadores e infantiles tiempos en que vivimos, y a pesar, ¡ay!, de las mortales noticias con las que nos hemos acostumbrado a levantamos casi todas las mañanas.
Pero es que además Schrader consigue en El maestro otro milagro mayor como es éste de urdir sus tramas manejando los mínimos elementos, al modo de su idolatrado y genial Robert Bresson. En El maestro apenas son tres personajes. El resto le sobra a Paul. Pero con ellos se lanza a tumba abierta. Va a muerte. Y al final, y ésta sería la novedad que presenta El maestro, todo se resuelve en una preciosa calma chicha, reposada, tranquila, silenciosa, lejos de la violencia catártica y liberadora a los que tan acostumbrados nos tenía.
Claro, Paul ya va a por los 80. Y su cara sabiduría oriental continúa fluyendo pero ya ha empapado cada poro de su piel, cada uno de los bellísimos planos de este maestro. Y sin levantar la voz. Como una confidencia que nos hicera al oído de todos aquellos que siempre le hemos querido escuchar.

A veces cuando veo una película, y más si me piden que la valore, suelo tomar un atajo. Y me acuerdo entonces de John Ford que, con su ironía irlandesa, decía que esto del cine era una cosa sencilla. Bastaba con meter a personajes simpáticos en situaciones interesantes. La conjunción de ambos factores hacía que la película diera en la diana. Pues bien, o pues mal, porque en esta Anatomía de una caída (2023), firmada por Justine Triet, y sobre la que escribo, no veo ni siento simpatía (empatía, para entendernos) por ningún lado. Y lo interesante de la situación se ahoga debajo de unos diálogos interminables, blah, blah, blah, que me dejaron la cabeza como un cesto. Y llegado a mitad de película, pregunta crucial, ¿y si ahora tuviera que salir del cine porque, supongamos, me estoy meando? Y la respuesta no me dejó lugar a la duda, pues me levanto, abandono la sala y muy tranquilo, y tomándome todo el tiempo del mundo, vacío la vejiga. Sí, y entonces no tuve más remedio que reconocer que ése era todo el interés que esta anatomía despertaba en mi cuerpo serrano.Y respecto a la Palma de Oro, mejor lo dejamos para otro momento. Aquí, con los despropósitos de nuestra Concha nos vale y nos sobra. Y si aún y así todavía queremos anatomía pues mejor dirigirnos a Otto Preminger y a su espléndida Anatomía, pero de un asesinato. Y a disfrutar, que son dos días.


Callejones sin salida hay, desgraciadmente, muchos, y varias películas con ese mismo nombre. Pero la que a mí más me gusta es la que volvía a ver ayer, la que John Cronwell dirigió en 1947 con Humphrey Bogart y Lisabeth Scott: Dead Reckoning
Y entiendo que si me gusta, y por lo que tendré siempre en mi recuerdo, es por su excelente, al menos lo es para mí, secuencia final, cuando la femme fatale agoniza en la camilla de un hospital frente a un emocionado Rip, curioso el nombre que lleva, en esta ocasión, Humphrey sobre sus hombros, ¿no?, y ella no puede apenas sino balbucear su terror a morir. A lo que Rip, curioso, ¿verdad?, ex-paracaidista durante la 2ª, y reciente, Guerra Mundial, trata de consolarla recurriendo a un bellísimo paralelismo con su oficio de paracaidista, contándole cómo en su escuadrilla los compañeros, deseándose suerte, pronunciaban el nombre de "Jerónimo" antes de saltar desde el avión. Así, le anima Rip, ella no será la primera en "saltar". Muchos lo han hecho antes. Luego sólo debe cerrar los ojos, cambiar el suelo del avión por el aire del cielo, decir Jerónimo y tirar de la anilla: Jerónimo... Inolvidable, sí.
                                        



Podría ser la clásica boutade por mi parte pero, sin embargo, lo juro como lo siento: es la cruda realidad, la que vi mientras veía Los Fabelman, la última peli (creo) del ya casi octogenario Steven Spielberg (¡cómo pasa el tiempo... para todos!). la que rodó hace un par de años, en 2022.. Pero tan cierto como que tecleo estas líneas, afirmo que las películas domésticas que rueda Sammy Fabelman, el primogénito de la familia, y alter ego de Steven, vaya, con su misma e inquebrantable afición por el cine son, realmente, lo unico que merece la pena de la función que montan Los Fabelman.
Sí, porque el joven Sammy, irónicamente, no encuentra rival en el viejo Steven, en sus ñoñerías, en su pulso firme pero facilón, en esos terribles momentos de verguenza ajena e infantiles, pero sin que los niños (¡qué habrán hecho los pobres!) tengan la culpa, y a los que nada les falta, digo a los "momentos", ni tan siquiera ese estomacante aroma a puré pasado por el turmix (¡no se me atragante ningún espectador!) o a papilla o a selectos (sic) potitos para bebés que acaban de dejar la teta a un lado. Sí, en Los Fabelman asistimos a un peculiar parricidio. La Criatura (Sammy) se ha merendado a su Creador.(sí, a Steven).

Porque las películas que Sammy rueda son otra cosa muy diferente a Los Fabelman, aunque estén insertadas en ella. Las películas de Sammy cuentan también las peripecias de los Fabelman con otro tono, a todas luces y sombras, aparentemente más desgarbado aunque, sin duda, más atrevido y sugerente, Y todo ello a pesar de las inevitables (no se olvide que las está rodando un chaval que todavía no se afeita) hechuras domésticas que lucen o, tal vez, gracias a ellas, quién sabe: la modernidad no entiende de normas. Filmadas en color pero en formato súper 8; sin sonido y con un montaje inequívocamente casero, sí, pero valiente también.

Pero, incluso, en esas secuencias nos será dado descubrir un bonito homenaje al imprescindible Blow-up antonioniano, en el romance oculto, sincero, largo y apasionado que vive la madre de Sammy con el mejor amigo de la familia. Y es en esos momentos cuando Los Fabelman (gracias al arte de Sammy) despegan y crecen (¡y cómo!), cuando Los Fabelman tiran para arriba, y la película se monta en sus hombros y sube, cuando huelo, entonces, a un cine-para-mayores, de raíces europeas, serio, emocionante, cuando la papilla va a parar donde siempre debió estar: en el cubo de la basura.

Aunque, por desgracia, esos instantes no duran mucho tiempo. ¡Ay! Y es, entonces, cuando Steven toma las riendas de la función (lo que es un decir porque las manos le tiemblan como a un deshauciado enfermo de Parkinson), y la película se inclina hacia abajo, hacia un precipicio de palomitas-y-gominolas donde el sueño se empeña, con una terquedad digna de mejor causa, en cerrarme los ojos (y que Erice me perdone).

Había visto Las cosas de la vida, la peli que Claude Sauset dirigió en 1970 hace muchísimos años, en un viejísimo ¡Sábado cine!, pero su recuerdo, la impresión que me dejó en aquel momento persistió y persiste hoy, al extremo de haber incluido la obra de Sauset en esa lista a la yo lamo "películas que me hicieron amar la vida". Porque ahora sé que Las cosas de la vida, vista el último día del Año, es de esas películas que, vistas una vez, ya no se olvidan, que se te quedan dentro, y que cuando las vuelves a visionar es, simplemente, como un parto, donde Diótima, por ejemplo, la parturienta a la que tantas veces menciona Sócrates en los escritos de Platón, o el mismísimo Horderlin en su inigualable poesía, te la vuelve a sacar de dentro y tú tan feliz por volver a verla y estar a su lado.
¿Pero de dónde viene semejante misterio? Y creo que ,a falta de darle mayores vueltas al tema , la soberbia partitura de Philippe Sarde tiene parte, o mucha, culpa. Porque la película con sus ralenties, y sus flash-backs no hace sino contarnos las peripecias, más o menos, normales de un hombre normal, con sus normales y pequeñas precoupaciones diarias- aunque justo es reconocer que Michel Piccoli no es enteramente un hombre cualquiera debatiéndose entre los amores de las espectaculares Romy Schneider y Lea Massari, ¡sí, casi nada al aparato!- ¿o habrá habido alguna vez alguien tan afortunado como él sobre una pantalla de cine?
Aunque por otro lado y al mismo tiempo, Sarde nos ofrece una banda de sonido que es, en sí misma, un comentario añadido a las imágenes, y gracias a ella estass imágenes tan normales se transforman en tristes fogonazos, melancólicos tempi que nos dejan sin habla, mudos, hipnotizados, presintiendo que la vida, sí, nuestra vida es así, algo muy normal pero.... triste, porque siempre se termina, cogiéndonos el final justo en medio, en la mitad de nuestras cosas.
                                         

                                   
Es, sin duda, Holy Spider (2022) una buena película y, sin duda también, Ali Abbasi, un buen direcor de cine. No es que resulte una película extremadamente original, pero es que Abbasi ni lo pretende; cosa, que estos tiempos que corren (ya se sabe, que se las pelan) resulta de agradecer. Cansado estoy, yo por lo menos, de tantos pillos que, enarbolando la más tramposa de las purezas, presumen de hacer aquello que nadie ha hecho antes.  Pero Abbasi parece tenerlo claro. Bien por uno, bien por otro, todo lo que puede decirse, está ya dicho. Por lo que la originalidad, parece haber pensar, se centrará en cómo decirlo... y en dónde.De esta manera, Holy Spider posee ciertos guiños a la psicosis de Hitchcock. También en ella la protagonista muere a los escasos 30 minutos de haber empezado la película. Pero no me importa. Me importa cómo muere. Y también la Policía anda aquí, embutida bajo los ropajes de una periodista, siguiendo la pista de un asesino en serie que parece no tener intendión alguna de acabar con la serie. Como Seven, pero sin paraguas ni chuzos en punta. Pero no me importa. Me importan más los inocentes; los inocentes que, creyéndose libres de una condena a muerte, ejecutan con su silencio cómplice a tantos desconoocidos.
Y por una vez, y que esta vez sí, que sirva de precedente, el hecho de estar Holy Spider basada en hechos reales le aporta un añadido, un valor plus, que no sería otro que la consideración de que su argumento bien podría haber ocurrido en Irán, en los Estados Unidos o en cualquier lugar de este planeta; que la globalización ha llegado hasta aquí para quedarse y que las imágenes, en una suerte de snuff movie, y que le sirven a Abbasi para cerrar su película contienen la más cruenta amenaza: aquélla que, si insistimos en mirar al mundo sin retirarnos la venda, muy pronto terminará por cogernos a todos del pescuezo. Y no habrá nadie que nos oiga pedir auxilio.


Ayer vi Nightmare Alley o El callejón de las almas perdidas, para su distribución española, el remake que Guillermo del Toro realizó en 2021 de la notable película con el mismo nombre y apellidos que Edmund Goulding dirigiera en 1947. Y la pregunta me vino enseguida a la cabeza: ¿para qué darle un segunda vuelta a esa extraña e hipnótica película, de la que muy pocos habrán oído hablar y de la que, menos aún, echan en falta semejante segundo round? Y lo siento por aquéllos que esperarían de mí una convincente respuesta, porque el caso es que después de la interrogación mis labios se cierran como una ostra y el silencio es el único sonido que dejan escuchar. O sea, que no tengo ni idea. Quizás al Bradley Cooper de la versión de 2021 le apeteciera meterse en el pellejo del Tyrone Power de 1947. No lo sé, y la verdad es que me importa un rábano, porque el propio remake me importa otro rábano.
Todo lo que en éste vale, estaba ya en la versión de Goulding. Y todo lo que del Toro añade, sobra. Y esto es bastante: 140 minutos, minuto arriba, minuto abajo frente a los 100 minutos, minuto arriba, minuto abajo, de la primera versión. Porque a lo que del Toro se limita es a sacar a la luz todo aquello que Goulding sugiere y deja, elegantemente, bajo su alfombra en blanco y negro convirtiendo en su película, y esto sí que es novedad- sólo que desgraciada novedad-, a Bradley en un asesino desde el primer fotograma para alegría-alegría-al-café de todos aquellos espectadores que prefieren la claridad a las sombras, lo evidente a lo turbio, lo "esto-ya-me-lo-sé" a lo "no-estoy-seguro-de-saber-nada". Y yo confío en que después de tantos años visitando las salas de cine me haya ganado un puesto entre los segundos.

AAyer vi Satanás (The Black Cat), la película que el siempre interesante Edgar G. Ulmer dirigió en 1934 con Boris Karloff y Bela Lugosi al frente del cotarro. ¡Y menudo cotarro! Porque Satanás es una de esas magníficas películas de terror que la Universal produjo durante su fructífera década de los años 30. 65 minutos, ¡y para qué más! Y qué bien estaría que muchísimos de nuestros actuales directores se aplicaran el cuento, Aunque sólo fuera para evitar que las pocas salas comerciales que aún nos quedan, terminen convirtiéndose en cómodas pensiones de noche, ideales para descabezar un sueñecito y lavarse la cara al despertar.
Pero contra esas funestas pretensiones, Satanás te garantiza el sueño más turbio e inquiteante, ése del que deseamos despertarnos cuanto antes. Y nos acordarnos entonces de aquel viejo relato chino que nos decía,que Chuang-Tzu había soñado que era una mariposa pero al despertar ignoraba si era Chuang-Tzu que había soñado que era mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Chuang-Tzu. Porque Satanás, como pocas películas de la Historia del Cine, nos retrata y nos sumerge en una pesadilla enebrada con los modos y maneras del más alucinante y terrorífico de los sueños. De ése del que nunca podemos despertar. 

Ayer vi Cerrar los ojos (2023), la última película de Víctor Erice. Me tocaba, para votar mis películas favoritas para los Premios Forqué de este año. Y preveía que sus casi tres horas de duración se me harían larguitas pero, como casi siempre me pasa, estaba equivocado. Cerrar los ojos es una película no tanto lenta, con sosegada, que se toma su tiempo para contar las cosas, que más que lenta es una película triste, pero una película que hace bandera de esa tristeza, como les ocurre a las mejores películas de Atom Egoyan (en especial a ese magistral dulce porvenir); una tristeza que invita a la más sana y honda reflexión, que se desentiende de esas risas bobaliconas e insustanciales que hoy, demasiado a menudo, ¡ay!, insisten nuestras bocas en formar sin venir a cuento. Pero, sí, Cerrar los ojos es otra cosa. En ella encontramos, por ejemplo, a Soledad Villamil interpretando al piano este bellísimo poema de amor que la poetisa uruguaya Idea Vilariño dedicó a Juan Carlos Onetti:
Hoy que el tiempo ya pasó,hoy que ya pasó la vida,hoy que me río si pienso,hoy que olvidé aquellos días,no sé por qué me despiertoalgunas noches vacíasoyendo una voz que cantay que, tal vez, es la mía.Quisiera morir –ahora– de amor,para que supierascómo y cuánto te quería,quisiera morir, quisiera… de amor,para que supieras…Algunas noches de paz,–si es que las hay todavía–pasando como sin mípor esas calles vacías,entre la sombra acechantey un triste olor de glicinas,escucho una voz que cantay que, tal vez, es la mía.Quisiera morir –ahora– de amor,para que supierascómo y cuánto te quería;quisiera morir, quisiera… de amor,para que supieras…

Y por si no fuera suficiente Cerrar los ojos me arrastra al celuloide puro y duro (sí, celuloide, nada de 4K, ni remasterizacione sl canto), al celuloide que Bogdanovic utilizara para La última película, aquel imborrable retrato que se inventó a partir de las polvorientas y ficticias calles de Anarene. Claro que ni la tristeza ni el celuloide, y menos aún una autoría  perfectamente asumida en su singularidad, venden hoy nada de nada. Por eso la calamitosa La soledad de la nieve (NEFLIX al aparato) representará, en su lagar, a este país en la carrera por el Oscar a la Mejor Película Extranjera. Que le vaya bonito. No deseamos nada malo a nadie, pero comparar la película de Bayona con la de Víctor se me antoja como aquello de comparar a Dios con un gitano, y perdón a los dos: a Dios y al gitano, que bastante tienen ya con lo suyo para andar comparándolos.Y termino, y por si nos faltara algo, Cerrar los ojos nos regala un maravilloso homenaje a Río Bravo, y que Bogdanovich aplaudiría con estusiasmo (¿y Pedrito Almodóvar?), cómo no la obra maestra de Hawks, con la inolvidable escena en la que Manolo Solo canta la imperecedera canción que en aquélla cantaban Dean Martin, Walter Brennan y Ricki Nelson ante la mirada cómplice y complacida del gran John Wayne. ¿Quién da más, hoy en día?... Que levante la mano... No veo ninguna. 



José Mª Latorre, mi crítico de referencia, calificaba los Cuentos de la luna pálida, la obra maestra que Kenji Mizoguchi rodó en 1953, como una película que debería enciadrarse dentro del catálogo del Cine Fantástico. Y a estas alturas de la jugada no seré yo quien le lleve la contraria. ¡Faltaría más! Y ayer volví a verla. Sería la cuarta vez, más o menos. Posiblemente la novela de Murakami, Kafka en la orilla. que ahora estoy leyendo, tuviera parte de culpa. Porque no soy nada aficionado a meterme un atracón de la misma película. Prefiero la variedad. Hay tantas películas que merecen la pena. Y dicen que el tiempo es oro. Así que mientras la visionaba volví a tener esa sensación de no saber muy bien si me encontraba frente a la realidad, o frente a un sueño maravilloso. Claro que como El halcón maltés, de Huston y Hammett, nos ha enseñado, los Cuentos... de Mizoguchi están construidos con ese material con el que también se forjan los sueños.

Me apetecía ver alguna peli de Claire Denis. Me parece una directora interesante (ahí está su magnífica Beau travail, sobre la que también he disertado en esta entrada) y, además, es la Presidenta del Jurado del Zinemaldia de este año, 2023. Y como el palmarés de "nuestro" festival suele andar como suele andar (con la pata de palo, quiero decir), pues eso: un poco de Denis para saber a qué podremos atenernos durante los próximos días.Y así me apunté al pasaje de Fuego (2022). La vi, y ¡zas!: la puñetera sensación de estar escribiendo siempre lo mismo; sobre todo en cuanto a películas recientes se refiere. Porque Fuego como película, pero también como cualquier embarcación de recreo que se precie, debe mantener bien equilibradas esas dos esencias que responden al nombre de Fondo y Forma. La segunda Claire Denis se la tiene bien aprendida. En Fuego resulta magnífica. Pero, ¡ay!, la primera, el Fondo no deja de mostrarnos una trama cuasi-sin interés, y que más parece al servicio de los excesos actorales de Juliette Binoche (cogida por los pelos, ¡los años, sí, que no perdonan!, para el papel de Sara) que de otra cosa. Por eso la conjunción entre ambas esencias no se produce. Y la película termina cansando o la embarcación yéndose a pique.

Le tenía ganas. Bueno, a casi todas las películas que veo les tengo, de una u otra manera, "ganas". Y así, Fatalidad, la película que Josef von Sternberg rodó con Marlene Dietrich en 1931, no podía ser menos. Ya la había visto hace muchos años pero el tiempo me había emborronado su recuerdo, aunque conservaba la certeza de que para muchos críticos Fatalidad era la mejor película que aquél habia rodado con la que sería su más memorable "invención".Y el reencuentro con Fatalidad no pudo resultarme más gratificante. Cierto es que ahora aprecio cosas, detalles que antes ni se me hubieran pasado por la imaginanción. Pero esto también lo consigue el tiempo, o haciéndonos, como vulgarmente se dice, mayores. Y Fatalidad me sirvió en bandeja de plata una jugosa reflexión. O eso, al menos, me pareció a mí.
Porque Fatalidad es toda una declaración de cómo funcionaban los entresijos del Star-System del Hollywood de los años dorados. Lo que se puede comprobar realizando una sencilla operación: dividir mentalmente la película en dos mitades. Por un lado, las secuencias donde aparece Marlene Dietrich; y por otro, claro, las secuencias donde Marlene no aparece. A estas segundas Fatalidad las despacha rápidamente. Apenas interesan de ellas los puentes que se lanzan para armar, de manera mínimamente coherente, el argumento. Sí, porque en Fatalidad este lado, el lado del argumento, no interesa: es una mera excusa para retratar aquello que podemos ver en el primer lado, el lado que a von Sternberg realmente le interesa, donde nos habla de aquello que al Star-System se refiere.
¿O no vemos en estas secuencias, y en todo su esplendor, el aura de la Star, esa Marlene Dietrich que ni siquiera se rebaja a tener un nombre propio (se la conoce como X27, creo recordar) y simplemente se apodera de nuestros ojos de espectador, que no conseguirán quitarle la vista de encima, mientras ella campa a sus anchas, brila espléndida, posa regia, dueña y señora de todo el cotarro pero, al mismo tiempo, al margen de todo ese cotarro, ya que una Star nunca se puede plegar ante nada ni nadie, y menos aún ante un argumento que, como nos enseñó Hitchcock es lo menos importante de la función. El Mac-Guffin, ¿os suena? Lo más rancio y vulgar, y ante lo que una Star, que se merezca semejante título, debe huir como de la peste a riesgo de perder, en caso contrario, su categoría de Star. O lo que es peor: su vida.
¿Y no es sobre todo esto sobre lo que von Sternberg contruye su película? ¿No es el zafio y vulgar amorío en el que Marlene cae, a manos del zafio y vulgar Victor McLaglen (John Ford recogería el recado en muchos de sus westerns) lo que le lleva (y la Star lo sabe, por supuesto) a morir ante un pelotón de fusilamiento en una secuencia donde no se sabe qué admirar más, si la maestría de los detalles (Marlene componiendo su maquillaje frente al espejo que un oficial le sirve con su espada; Marlene enjugando con su inmaculado pañuelo blanco- ¡faltaría más!- las lágrimas del joven soldado; etc.) o ese aroma al mejor cine mudo que destilan unas imágenes que, por lo menos a mí, me resultan inolvidables. 
Y todo esto en 87 minutos. ¿Para qué más, digo yo?
                                            
  

Ayer, por fin, vi Madre Juana de los Ángeles, la película que el director polaco Jerzy Kawalerowicz dirigió en 1961. La tenía ganas,, porque las referencias que sobre ella tenía no podían ser mejores. Y el resultado no me defraudó. Y me confirmó, además, la existencia de un cine polaco de primera categoría: el propio Kawalerowicz, o el mismo Polanski o Skolimovski, Reisz o el genial Manuscrito encontrado en Zaragoza, entre otros. 
Porque visionando Madre Juana... se tiene la certeza de estar asistiendo a una película única, de ésas que no has visto nunca antes y que, posiblemente (y visto el panorama actual en el que nos movemos) no volveremos a ver, porque Madre Juana... es rotunda, seca como una pedrada, hinóptica, maestra e inolvidable (ni Bergman ni Tarkovski quedan lejos de ella): una maravillosa rara avis, que no desmerecería al lado de algunas de las más apocalíticas obras del Penderecki de su primera época, de aquélla más atonal y valiente. Y eso ya es mucho "no desmerecer".
Sí, Dios y ayuda me costó dar con la Madre Juana... pero los esfuerzos han valido, sobradamente, la pena. Sólo por las escenas entre el párroco, que acude a exorcizar al convento, y la Madre Juana, que dirige la congregación, uno saldría del cine más contento que unas pascuas, recordando el no menos memorable acoso de Henry Fonda a Tony Curtis en el final del estremecedor estrangulador de Boston. Sí, la más inquietante, la más turbia gozada. A la Madre Juana... me costó echarle el guante, pero si no lo huibera conseguido, habría pagado lo que, en ese momento, tuviera en los bolsillos porque simplemente se me hubiera permitdo soñar con ella. Y me habría quedado casi tranquilo.
Nota bene,- Por cierto, la impactante imagen de la endemoniada curvándose totalmente hacia atrás, y que tanto nos impactó en El exorcista del, recientemente, fallecido, William Friedkin, ya la podemos ver en Madre Juana... con más de 10 años de adelanto.


Cry Macho
(2021)
, de Clint Eastwood no es una gran película pero a Clint, a estas alturas de su vida, eso le importa un carajo y esta crítica, seguramente, más todavía. Lo único que, verdaderamente, le hace seguir al pie del cañón es ir levantando, sobre todo con cada una de sus últimas películas, un autoretrato donde sus arrugas y su falta de movilidad gestual y mecánica vayan plasmándose sobre la pantalla y dando cuenta de su lento pero implacable caminar hacia un más allá, que nadie duda de que, a sus 90 años, lo tiene bien merecido. El resto no merece la pena.
Cry Macho, por ejemplo, el guión le servía en bandeja de plata un trío de personajes que, en sus mejores tiempos, no hubiera dejado escapar sin chupar hasta el hueso. Mike Milo (Eastwood), Howard Polk (Dwight Yoakam), su mejor amigo y antiguo jefe, y Leta (Fernanda Urresola), la mujer de este último, exhuberante y más peligrosa que un niño con pistola, hubieran conformado un trío de ases que hubiera hecho las delicias del Jacques Tourneur de Retorno al pasado.

Pero al Clint del 2021 esto, seguramente más sesudo y complicado, ya no le interesa. Él prefiere contar sus inocentes peripecias con el soso "Rafo" Polk (Eduardo Minett) en unos diálogos que, más de una vez, invitan a taparse los oídos y éste sí, digo "Rafo", con menos peligro que Spiderman en un descampado. Por eso que Clint, hoy, no es ya lo que era, está fuera de cualquier debate. ¿Quién lo sería a su edad? Que levante la mano..., aunque nosotros, y contrariando a su majestuosa Sin perdón, siempre le perdonaremos éstas y cualquiera otra de las aventurillas que pudiera acometer desde ahora. Porque el patio está como está y él continúa, a pesar de los pesares, ofreciendo zarpazos de ese genio que, una vez, tuvo.¿Insuficientes? Cierto. ¿Válidos frente a lo que hoy se destila a 25 imágenes por segundo? Cierto... al cuadrado.


Jerzy Skolimovski nunca me ha dejado indiferente, y esta última película suya tampoco lo hace. Simplemente por eso, Eo (2023) asomaría su cabeza por encima de las medianías, cuando no, de los insufribles despropósitos con los que se alimentan, a mandíbula batiente, y sin que a nadie parezca importarle un carajo, las salas comerciales de nuestros días. Simplemente por eso, y más allá de su merecido Premio del Jurado (con el innegable prestigio que éste suele llevar sobre sus espaldas) en el último Cannes, por darnos que pensar ( y no sólo en el espléndido Bathasar, de Bresson), por tratar a los espectadores como gente adulta, Eo merece la pena.
Y el que no alcance los niveles de El buque faro o de El año de las lluvias torrenciales tampoco nos debería importar demasiado, porque ésas son palabras mayores, celuloide (sí, celuloide) de 24 kilates. Y Eo ni aspira ni pica tan alto pero a mí, por lo menos, me ha hecho creer que el cine no está aún en las últimas y, sobre todo, que Jerzy continúa entre nosotros, dando guerra. Y de la buena. Lo que no está nada mal para sus 85 años.

Tenía ganas de hincarle el diente al Dinero caído del cielo, la película-musical que Herbert Ross (el de Sueños de seductor con Woody Allen y sobre el que, a tenor de lo visto, tanta influencia ejerciera fotografica y musicalmente) dirigió en 1981 y de la que la crítica habló, en su momento, maravillas, según creo recordar, y con la que el programa Días de cine, la semana pasada sin ir más lejos, se deshizo en elogios. Así que me acordé de ella y me dispuse a verla. Y no sin ciertas dudas ya que, a pesar de todas las excelencias que la acompañaban, el cine americano de "esos" años ha sido un batiburrillo de buenas intenciones pero de resultados no tan buenos y sí, a menudo, lamentables (cfr,- Gente corriente, Kramer contra Kramer, El regreso, En el estaque dorado, y para qué seguir).Pero con todas estas prebendas, allá que me animo, y eso: le hinqué el diente al dinero. El lunes he cogido hora en el dentista. Vamos a ver lo que se puede hacer. Creo que me faltan las dos paletas de adelante y una, por lo menos, de las muelas del juicio.
  

Había un poco de miedo. Llevaba la friolera de 40 años sin ponerle el ojo encima pero los recuerdos, a veces, se nos pegan como un lunar en la piel, y no se van de ahí. Así, siempre que se me ha pedido que elija una sola película para llevarme a una isla desierta, mi respuesta podía variar entre 3 ó 4 pero siempre una de ellas sería En el curso del tiempo, la película que un Wim Wenders, en estado de gracia, rodó en 1976.Por eso 40 años me daban miedito, sí. ¿Se mantendría la película en lo alto de mi escalafón?, ¿o sería un descorazonador bluff, o un más que descorazonador "no es para tanto" o un rotundo "menudas películas que te gustaban entonces, a los 17 años"? Y con esta incertidumbre me senté en la butaca. Y la alegría fue tremenda, porque En el curso del tiempo (y no el horrible título que tuvo en su distribución americana, Kings of the Road, sí, en todos los sitios cuecen habas) se mantiene erguida y sacando pecho, y a mucha honra puede continuar ocupando tan insigne lugar en mi particularísima lista de películas favoritas.
Porque Wenders consigue con su película obrar una especie de milagro, que no sería otro que lograr que en el curso de los 180 minutos que dura la película, el tiempo se nos borre de la cabeza, que nos situemos en una situación tal frente a la película, que el tiempo se diluya, que no seamos realmente conscientes de que pasa, y de este modo y atrapados por el hechizo, deseemos que la película dure 180, 200 o 300 minutos, qué más da, porque nos sentimos tan a gusto en ella, que nuestro corazón late a las mismas pulsaciones que los planos que se suceden sobre la pantalla.
Y sería ésta una increíble sensación que yo sólo he experimentado escuchando música; por ejemplo, el Tristán e Isolda, de Wagner, o el más a mano, Forest, de The Cure, que hacen que el tiempo deje de importarnos, mientras nos dejamos envolver y hechizar por las notas musicales que deseamos, de este modo, que pudieran ser eternas, a sabiendas de que nunca lo serán, pero que no por ese vulgar detalle temporal dejemos de creer, y de querer connfundirnos con la Eternidad.La melodía infinita, llamaba Wagner a semejante y glorioso detalle. Y nosotros, parafraseando el término, con En el curso del tiempo podríamos referirnos igualmente a la imagen infinita. Lo que no es moco de pavo, sino más bien lo contrario: un milagro a 24 imágenes por segundo. Sí, y por todo esto, y por no haberme equivocado hace 40 años, gracias, Wim.

¡Grandísimo chasco, este de las 2000 especies de abejas (2023), la peliculita, porque de esto se trata, de una peliculita, la ópera prima que Estíbaliz Urresola. Y no me sirento nada bien escribiéndolo, pero si al César hay que darle lo que es suyo, también a estas abejas hay que darles lo que les toca, y que no es sino un pescozón, y a espabilar se ha dicho para la próxima que, D.m, ya no será prima de nada ni de nadie, porque los zumbidos de estas 20000 abejas me han sonado como el aletero de la más amoderrante mosca tse-tse. La peliculita de Urresola me resulta pesada, sin chispa; fané y descanyá, como se cantaría en el tango. Simple y llanamente una mala película, eso sí, trufada de premios, con lo la pregunta fundamental se me escapa de los labios, ¿por qué casi todo el mundo habla maravillas de la cinta de Urresola? Y no albergaría duda alguna de que en la respuesta encontraríamos más de una razón que nos ayudaría (y muy bien) a entender este mundo; perdón, esta colmena en la que nos empeñamos en continuar viviendo.PD,- ¡Ah, y por cierto, que cualquier parecido con la colmena que construyó Víctor Erice, hace ya medio siglo, es pura coincidencia! Así que tranquilos.

El otro día viendo Los reyes del mundo (2022), la peli colombiana dirigida por Laura Mora Ortega me llevé una doble alegría, que no un doble gasto, parafraseando a aquel viejo spot televisivo sobre las hipotecas y los gemelos. La alegría uno se correspondería, directamente, con la calidad de una película que no tiene desperdicio y de la que yo, por lo menos, disfruté a tope. Porque allí me encontré con el mismo espíritu que movió al Aguirre, de Herzog. ¿o acaso Rá, Culebro, Sere, Winny y Nano, sus cinco protagonistas, no emprenden el mismo viaje iniciático en busca de su particular Eldorado, en su caso unas tierras que Rá ha heredado de su abuela, encontrando, al final del camino, la muerte, y Laura resuelve su película con un gran plano general en el que, oníricamente, los cinco muchachos navegan a la deriva en una balsa sobre las turbias aguas de un tranquilo río después de haber hallado, casualmente, una gran mina de oro?, ¿nos nos acordamos, entonces, de Klaus Kinski o de Aguirre, abandonado a su suerte mientras su balsa, poblada de pequeños e indiferentes monos, gira y gira en remolino sin final ni sentido?, ¿y la fotografía y la música de Los reyes del mundono no poseen idéntico misterio, idéntica fisicidad y fatalidad con la que Herzog envolvía la expedición de Aguirre desde el mítico inicio en el que escuchábamos la voz en off de Fray Gaspar de Carvajal narrando aquello de fuimos descendiendo a través de las nubes? Y yo levantaría la mano. Porque tampoco la violencia, seca, rotunda, que desprenden la narración y las imágenes de Laura desmerecen al lado de aquel inolvidable espíritu que sobrevolaba las cabezas de los infortunados protagonitas de Aguirre.
Y puede que alguno, en esta búsqueda de parecidos razonables, nos trajera a colación a Cuenta conmigo, aquella bonita pero inofensiva película de Rob Reiner, con el malogrado River Phoenix, y en la que también unos amigos emprendían un viaje para encontrar al primer cadáver que sus ojos iban a ver en sus vidas. Y yo, entonces, le animaría a visionar ambas películas, la una detrás de la otra, o la otra detrás de la una, para apre(h)ender lo que supone la garra, la fuerza, la tensión con la que una mano firme sujeta una película. Y a Laura Ortega dando sopas con honda al bienintencionado pero blandito Reiner. O a Rá poniendo a correr por patas al sentimental y rudo Chris.
 
¡Ah, sí! Y la alegría dos, me olvidabba de ella, la alegría de que, por fin, el Zinemaldia donostiarra haya premiado, y esperemos que sirva de precedente, con la Concha de Oro a una película que se lo merece, y a la que no habría que dejar de aplaudir.
 

Obviamente no esperaba que la película de George Roy Hill, ésta es Matadero Cinco (1972), superara a la extraordinaria novela de Vonnegut del mismo título. Sólo sea porque la adaptación se me antoja de una complejidad al alcance... de quiénes- sí, de momento, yo no los conozco. Aunque lo que más me habría llamado la atención, aparte del prestigioso Premio del Jurado de Cannes, es la presencia en sus créditos de nombres muy ilustres en su momento (el mismo George, el de El golpe, Dos hombres y un destino, etc.; o el fabuloso Glenn Gould, interpretando a Bach, en la banda sonora; o del propio Michael Sacks que también tuvo su "momento de gloria") y que, sin embargo, hoy se nos antojan tan anticuados y antiguos como el Tyranosaurus Rex.

Porque si hablamos sobre los dinosaurios, se me presentaría como algo fuera de cualquier duda que muchos de aquellos profesionales que llenaron con su oficio y sus películas las salas de cine después del desmantelamiento del Hollywood clásico (años 60) y antes de la llegada de los nuevos mesías (ya que, en esta ocasión, el Mesías llegaría por partida doble) o Spielberg (Tiburón) y Lucas (La guerra de las galaxias), habrían quedado relegados en una especie de tierra de nadie o de limbo astral donde nadie les echa de menos y, menos aún, se les recuerda. Sí, aquél fue el cine a.S. (antes de Spielberg, quiero decir), cuando el cine había dejado de ser clásico pero todavía no era moderno (sic). Luego no era nada (sic). O que se lo pregunten sino a la llamada generación de la televisión, los Lumet o Frankenheimer al aparato. ¡¡¿¿A quiénes dices, Toni??!!...
Así que Matadero Cinco nos demostraría dos verdades (permítasenos la enumeración al haber nombrado también a dos mesías) como las copas de dos pinos. Una sería que aquél cine a.S. sí que era algo y que, por lo menos, se merece echarle un vistazo. Las sorpresas nos aguardarían a la vuelta de la esquina. Y la otra, una invitación a acercarnos a la imprescindible novela de Kurt Vonnegut. y flipar con ella literalemente. Sin hacer comparaciones. O haciéndolas, pero sin desmerecer a la claramente perdedora o al Matadero Cinco de Roy Hill que es una película honesta, digna y cuyos esfuerzos, aunque no lleven al barco hasta la orilla, bien que se merecen un reconocimiento; el reconocimiento del cine hecho en serio, cuando a.S. se pensaba que todavía podía servir para algo más que divertir, para cambiar las cosas de este mundo nuestro y querido, por ejemplo.


Ayer me animé a revisionar una de esas películas por las que siento una especial afinidad más allá de sus aciertos o errores, que a cuenta de dicha afinidad, terminan convirtiéndose a su vez en unos aciertos menores; una de esas películas de las que suelo pensar con cierta rimbonbancia que me cambiaron la vida. Esa lista es amplia. Ronda las 100 películas, pero Ricas y famosas (1981), la última película que dirigiera George Cuckor (El pistolero de Cheyenne, Ha nacido una estrella, etc.), ocupa entre ellas un honorífico lugar. Porque, ante todo, representa para mí una época en la que aún se realizaban producciones como ésta, a las que yo clasificaría, sin comerme mucho el tarro, como cine-para-mayores, en contra del actual y mayoritario cine-con-babero que, desgraciadamente, en las salas comerciales suele llenarnos los ojos con insustancialidades disfrazadas de "algo muy serio".
Porque, como toda buena película, Ricas y famosas nos habla de muchísimas cosas: de la amistad (entre dos mujeres, en este caso, aunque nada que ver, gracias a Dios, con el #me too), del doloroso proceso de ir cargándose de años, del arte de escribir analizado según sus dos grandes manifestaciones: la escritura sesuda, también dolorosa y en continua lucha con la vida misma y la escritura, si cabe decirlo, más comercial y nunca enfrentada a la vida, sino más bien al contrario: sacando sus argumentos de sus aspectos vitales más artificiales y ladinos. Y también nos habla del amor en los años maduros (la escena de Jacqueline Bissett con el  joven de 16 años, con su franca e inocente sonrisa, me sigue pareciendo estremecedora), y obviamente de la rivalidad humana y profesional, y del tiempo, de esas manecillas que pasan inexorablemente; no es casual que el nombre de Marcel Proust y su En busca del tiempo perdido salgan a colación en uno de los magníficos diálogos del film, sí, qué tiempos aquellos.
Pero también se menciona al "maldito irlandés", a William Butler Yeats, y se recita una de sus poesías, Cuando anciana, ¡que casualmente yo ando leyendo durante estos días! (juro que no me acordaba de que en Ricas y famosas se mencionara al gran poeta irlandés y, menos aún, que se citara un poema que ¡yo mismo había leído esa mañana!- por lo visto, los "imprescindibles" de cada uno siempre se tienden y terminan dándose la mano). 
Así que si a todo esto (que no es poco, ¿verdad?) le añadimos el inolvidable score que Georges Delerue regaló a los fotogramas de  Ricas y famosas, me encuentro de frente con una de esas inagotables películas que me cambiaron la vida, una de esas imprescindibles experiencias que siempre llevaré en mi mochila, porque algo de ellas siempre me hará un poco como soy, porque algo de ellas siempre estará en mí. ¿O acaso, si presto la debida atención, no escucho, (...) cuántos amaron tus momentos de dicha y gracia/y amaron tu belleza con amor noble o falso;/pero un hombre amó en ti tu alma peregrina/y también las penas de tu rostro voluble;/y mientrqs te reclinas junto al hogar radiante/musita con tristeza cómo el Amor huyó/y anduvo por las altas montañas/hasta esconder su rostro en un tropel de estrellas. Y yo, entonces, voy y me cuadro.
    
                                        



No es que me corriera mucha prisa pero como la película había ganado 7 Óscars y había hecho morder el polvo al todopoderoso Steven (Spielberg), pues como que tenía gan(it)as de echarle un vistazo. No es que me esperara gran cosa porque hace ya mucho, mucho tiempo que no me espero nada de los Óscars. Pero nunca habría que desesperar, así que ayer le di otra oportunidad a Hollywood, a la otrora Fábrica de Sueños, hoy reconvertida en una auténtica Multinacional de Pesadillas, y vi Todo a la vez y en todas partes (2022), la flamante ganadora de los 7 Óscars, la película, por lo tanto, del año, y dejadme que lo escriba con cursivas, porque la película de los Daniels me resultó un auténtico pestiño; sí, auténtico y de los muy buenos, hasta el punto que se me pudo venir a la txabeta aquel viejo chiste del manicomio: en el 1º piso, están los locos; en el 2º, un poco más locos; en el 3º, aún más locos y en el último, y por no eternizarme, el director. Sólo que en esta ocasión los directores son dos, Dan y Daniel, tanto monta, monta tanto: los Daniels, para troncharse; tiño pes, pes tiño, para escapar por patas.
Cierto es que no me esperaba casi-nada de la película. Ya lo he dicho. A una comedia (como se supone que es esta película, y que me perdonen los Daniels, de Pim y Pam) de 135 minutos de duración le sobran, seguramente, 30 o 35 minutos. Ni el gran Billy Wilder pudo superar las dos horas en sus comedias y salir airoso del intento. Y si para muestra valiera un botón, ahí tendríamos las mediocres, En bandeja de plata o Bésame, tonto, sin ir más lejos. Así que Pim y Pam no iban a ser más listos que el maestro, y su oscarizada película naufraga después de esos fatídicos 100 minutos aunque ya antes, si hemos estado al loro, habríamos atisbar muy serias averías en su sala de máquinas, en el casco y en las bodegas con el agua entrando a borbotones en su deslumbrante- porque Todo a la vez... tiene sin duda un brillantísimo pero más falso que aquel duro de cuatro pesetas- diseño de producción.
Todo lo cual no me llevó sino a gritar, sin asomo de vergüenza torera, y a los cuatro vientos, ¡socorro, ¿dónde coño nos hemos metido?!, ¡que alguien venga a rescatarme, por favor!, ¡sí, soy yo, el que está dormido en la fila 7, butaca 5! Claro que a mí me gusta la Tierra y el metaverso me coña tanto como las gracietas de estos Pim y Pam, sí, los Pimpam a los que el bueno de Pedro Olea y yo mismo les echaría al... ¡fuego! 

El otro día repasando la lista de las 100 Mejores Películas de la Historia del Cine que cada 20 años publica la revista inglesa Sight & Sound, me encontré con alguna que otra sorpresa. No es que haga mucho caso de estas listas, pero sí que a veces las tomo como orientación de por dónde nos van las cosas.Y así, ¡cómo no!, en la lista de 2022, y en concreto entre las 10 primeras, ¡aparecen dos directoras!, con "a", circunstancia que nunca había sucedido hasta ahora. ¡Ay, el #metoo que no para! Aunque no contentas con ello incluso una, Chantal Ackerman con su Jeanne Dielman, 33 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, la película que realizó en 1975se atreve a encabezar la lista desbancando de lo más alto del podio a la otrora invencible Vertigo, de Hitchcock. Pero yo ahora iría con la segunda director-a, con Claire Denis y su Beau travail que dirigió en 1999 y que tuve la agradable oportunidad de ver hace un par de días. Beau travail ocupa la 7ª posición en la mencionada lista, pero lo dicho: para mí eso es casi lo de menos (porque reconozco que el ocupar esa 7ª posición fue lo que me hizo buscarla y verla) aunque me pareció una excelente película. Quizás no la 7ª mejor del mundo-mundial, pero sí excelente, además de ser una muy original adaptación de la inagotable  novela Billy Budd del imprescindible Herman Melville, relato por el que siento una especial debilidad, no en vano también habría inspirado al Peter Ustinov de la muy estimable La fragata infernal y, sobre todo, al gran Benjamin Britten para componer su excelente ópera.Y seguramente, Denis no llega a tanto pero sí que me hizo a mí, por lo menos, no apartar los ojos del televisor durante la hora y media que dura la película sintiéndome fascinado, sí, fascinado por sus personajes, por el desértico paisaje que les rodea y por la textura y los aires hinópticos con los que la realizadora envuelve, casi oníricamente, sus planos. Además de regalarnos con una de esas secuencias finales que bien podría contarse entre esas "píldoras contra la depresión" que suelo recetar desde este mismo blog, y que los buenos espectadores tardarán en olvidar, si es que alguna vez lo hacen. Yo, para hacer y no perder la memoria, os la dejo aquí abajo:


Vi el otro día Sangre, sudor y lágrimas (1942), la primera película que co-dirigió el buen David Lean, y esto lo haría, desgraciadamente con el “acaparador” Nöel Coward, en lo que me parece un ejemplo perfecto para ilustrar eso que, usualmente, se dice de sobre que el cine es, ante todo, un trabajo de equipo.

Aunque a mí también, por otro lado, me apetecía Sangre, sudor y lágrimas porque la tenía  en mis archivos mentales como una mítica película (a lo que el título en castellano había contribuido en no poca manera) y que ¡todavía no había visto!; o sea, que iba a disfrutar de todo un estreno después de 80 añazos!

Pero, ¿con qué me encontré? Pues con una película que me hizo disfrutar muy poco y muy por debajo de esa mítica que arrastra tras de sí a cuenta de ese bonito título que no hace sino dar testimonio, como muchos ya sabrán, de la expresión que Winston Churchill empleó (aunque, en realidad, él dijera “blood, toil, tears and sweat” o “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”) en su primer discurso ante la Casa de los Comunes después de reemplazar a Neville Chamberlain como primer ministro del Reino Unido.

Y si hablo de peliculita o de chasco o de franca decepción lo haría, sobre todo, poniendo el dedo acusador sobre sus resultados finales, que suelen ser los que cuentan.  Y esta historia del destructor H.M.S. Kelly, al mando de Louis Mountbatten, que se hundió en el Mediterráneo durante la Segunda Guerra Mundial tras ser bombardeado por los alemanes en la batalla de Creta, y a lo que se añaden el sufrimiento y los recuerdos de los sobrevivientes, es lo que se nos cuenta durante unos, casi interminables, 115 minutos.


Y cuando me preguntaba, después de visionada la sangre, el sudor y las lágrimas, cuál podría ser la causa de esta decepción volvía a recoger mi “dedo acusador” y lo apuntaba, directamente, a Nöel Coward porque nada bueno puede salir de un hombre que no sólo co-dirige la película (tapando, sea escrito de paso, al sin duda más talentoso Lean) sino que es su actor principal, guionista y co-responsable de la banda sonora (¡!), además de participar notablemente en la producción y el montaje final (¡¡!!).


Sí, ¡ufff! demasiado para el body. Porque alguien debió recordarle al bueno de Nöel que, como si del mismo destructor, que el capitanea en la ficción, se tratase. también la suerte de una película depende, en gran manera, de un trabajo en equipo, y si el afamado dramaturgo (¡!), el sr. Coward, tomó la decisión de yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como, o sea, de hacerlo casi todo él solito, la suerte que iban a correr la sangre, el sudor y las lágrimas no podía ser otra que pinchar en hueso y aburrir hasta a las moscas.

Aunque tampoco haya que rasgarse as vestiduras. El cine, como cualquier otro arte que se precie, está lleno de falsos prestigios, a los que el tiempo pone en su lugar . Y la película de Coward y Lean no iba a ser una excepción. Con el tiempo Lean desarrolló una carrera brillante (La hija de Ryan, Doctor Zhivago, entre mis favoritas); y con el tiempo también, del otro, de Coward "el acaparador”, y aunque el olvido sea quizás un castigo demasiado cruel, casi nadie se acuerda.


Way Down, la película que firma Jaume Balagueró en 2022 me parece un excelente entrenimiento: excelentemente realizada y editada. Sin respiro desde el primer al último minuto. Vamos, que no te deja coger ni aire. Excelentemente interpretada también, salvo por (¡sorpresa!) un desafortunado Gutierrez Caba, y un sobreactuado José Coronado que no se cansa de poner cara de malo, malo, y ¡ah, sí!, por la música también: para ajustarse un par de suaves y herméticos algodones en las orejas, o armarse con un buen botín de gelocatiles ya que ésta es una "película de robos".
Por lo demás, lo dicho, entretenimiento asegurado. De primera división. ¡Parece toda una película americana!, podría soltarnos algún entusiasta. OK. Pero, ¿y a los que buscamos en un cine algo más que entretenimiento? En esto con Way Down pincharíamos hueso. Y sencillamente aconsejaría a esos sesudos que, si todavía no es tarde, pidiéramos que nos devolvieran el dinero de la entrada, que nos lo guardáramos en el bolsillo y nos fuéramos a otra sala en busca de algo un poco más "reflexivo" (tipo la arquitectua emocional, sobre la que escribíamos más abajo). Sí, en estos tiempos parece que el entretenimiento y la reflexión andan a la greña, entre empujones y sopapos.

Lo cual, y si no terminan por ponerse de acuerdo, me llevaría a la peliguada pregunta sobre qué cine pretendemos apoyar: si aquel que pretende hacernos reflexionar o el que pretende hacernos pasar un buen rato ¡y ya está! Y yo, a falta de que me diérais tiempo para meditar la respuesta (que no es para nada sencilla), apostaría por el primero. Creo que para pasar ese rato tranquilo y agradable existen opciones que son, sin duda, más divertidas y cachondas.


Y esta crítica, cortita. Lo prometo. Ayer visionando los cortometrajes nominados para los Goya 2023 me encontré con esta joyita. En realidad es un cortometraje de 30 minutos de duración aunque, para mí, vale más que todas las películas made in Spain  (largometrajes incluidos) que he tenido ocasión de ver este año. Es una de esas obras (maestras) que uno, muy, muy de vez en cuando, se encuentra a la entrada de un cine o con el zapeo de un televisor. Simplemente que la muy egoista y acaparadora no se casa con nadie. Lo tiene todo. Es original, diferente (para bien, además) de todo lo que hayas podido ver hasta ahora, además de una directa inviitación a la reflexión más gratificante y sesusa (que también da para esto). Es la Arquitectura emocional 1959, dirigida por León Siminiani, y si el próximo mes de febrero no se hace con el mencionado Goya, habremos asistido a la mayor injusticia perpretada en estos terrenos del 7º arte desde que Promesas del Este no levantó la Concha de Oro en el Festival de Cine donostiarra.

Me había hecho una promesa. En un plazo relativamente corto de tiempo (pongamos dos semanas) vería las tres incursiones que Fritz Lang realizó sobre el personaje del doctor Mabuse; es decir, la silenciosa El doctor Mabuse (1922), El testamento del doctor Mabuse (1932) y la última,  Los crímenes del doctor Mabuse (1960) con lo que, al cabo de esas dos semanas, he podido concluir, ¡objetivo cumplido! Y muy a gusto además,  ya que las tres películas superan con creces el aprobado medido en mi particular escala de Richter.

Ahora bien, si nos apetece ir más allá, y a mí me apetece, podríamos preguntarnos, más allá del aludido “aprobado”, cuál de las tres es mejor o cuales dos son peor. Y en lo que a mí respeta, y al día de hoy, concretamente, 16 de enero de 2023, no albergaría demasiadas dudas. En último lugar El testamento… por los indudables caracteres políticos con los que Lang dibuja a su personaje. Claro que la preocupante ascensión del nazismo, que durante aquellos años ya era una realidad imparable, contribuyó decisivamente a semejante adscripción. Aunque por ello mismo, quizás, al colocar al doctor en unas circunstancias espacio-temporales tan concretas, la película pierde la posibilidad de atesorar un mayor interés al quedar encajonada en un cortoplacismo que, superados los disparates del régimen Heil Hitler!, ella, la película, irónicamente, no consigue superar.

Luego quedan dos: el Mabuse mudo del 22 y Los crímenes… del 60. Las dos poseen una característica que me encanta y que no es otra cosa que asistir al espectáculo de ver a Lang metido hasta la cabeza en los pormenores de la pura aventura, de los malotes poblando enteramente el universo y los metrajes de las películas lo cual, señalado sea de paso, no es poco: Mabuse dura casi en sus dos partes, en las que se dividió para su exhibición, ¡5 horas! y Los crímenes… más modesta, ¡ojo! pero sólo en este sentido, apenas 100 minutos… porque es, sin duda, la ganadora. La última y la mejor versión mabusiana además de ser para mí una película simplemente extraordinaria, de lo mejor que Lang dirigió en su larga vida.

Claro que no podría haber ocurrido de otra manera. Lang en 1922 contaba con años 32 años y , por lo tanto en 1960, 70; o sea, han trascurrido entre una y otra casi 4 decenios y en ese largo periodo Lang no ha estado cruzado de brazos ni de cabeza. Ha madurado, ha aprendido los resortes con los que se maneja la ficción y la vida real. Está, sin duda, más arrugado pero es, también sin duda, más sabio, luego más escéptico, más turbio, más sin-concesiones, con más peligro, como a mí me suele gustar puntualizar.

Porque Los crímenes… consigue transcendental izar los resortes que mueven la trama, detalle, no sin importancia, que no logra su precedente del 22. Las peripecias entre buenos-y-malos engloban ya los actos que componen nuestro mundo (claro, metaforizado en el Hotel Luxor), nuestro más íntimo modo-de-ser humanos expuestos a una continua vigilancia. Y habría algo más de actualidad, en nuestros días de abrumadoras tablets, satélites, redes sociales- antes redes que sociales, escrito sea de paso- que esa falta de intimidad, ese estar continuamente expuestos a lo otro, a lo que queda fuera de mi persona?; ¿algo más inquietante que el hecho de que esa conspicua mirada pertenezca a los ojos del villano de la función, a los ojos de Mabuse que, desde los infiernos del mundo o desde los sótanos del Luxor nos vigila y no pierde detalle de todos nuestros movimientos? Sólo por esto yo le daría un 10 en mi aludida escala.

Pero es que, además, habría un detallazo que me encanta. No creo que, ni en su peor pesadilla, Lang pensara, como así ocurrió desgraciadamente, que Los crímenes… iba a ser su última película. Lang viviría hasta 1976, pero su voz no volvería a pronunciar la palabra “¡acción!”. Qué lástima y que ingratitud por nuestra parte. Pero claro, en 1960 un hombre de 70 años ya había empezado a perder interés, un anciano, un anciano chochete que se entretiene jugando a policías y ladrones, ¿para qué perder el tiempo con sus tonterías? Sí, la juventud empezaba a sacar pecho y a decidir qué y qué no resultaba interesante. Y obviamente el viejo Lang donde mejor iba a estar que en un contenedor de basura.

Gracias al cielo que no todos actuaron así. Y los jóvenes cahiers descubrieron y destacaron la maestría del viejo cineasta. No en vano,la 1ª película de Godard, la mítica Al final de la escapada y esta última entrega del Lang-Mabuse comparten banderazo de salida y año de producción (1959-1960) además, y esto es lo que verdaderamente importa, que una trama de buenísimos y malísimos, de gangsters y policías; un mundo, en definitiva, como este nuestro tan real pero en el que el mal aparece como algo consustancial a él, enraizado en sus entrañas (¿o sótanos?) y, por ello mismo, “ineliminable”.

Lang con 70 palos había apre(h)endido casi todo lo que puede ser apre(h)endible; un viejo, sí, pero un viejo turbio y muy inteligente; casi un visionario, ¡como su creación, como Mabuse!, pero que cierra su película con un inusual primer plano (como la chapliniana Luces de la ciudad o Los cuatrocientos golpes del también cahierista Truffaut ), un primer plano donde los personajes de se funden en un apasionado beso.  Qué dudas nos deben caber entonces al reconocer que detrás de su (viejo) escepticismo Lang también era un consumado romántico y que entre los tiros y los besos se quedaba con éstos, y aunque, por entonces, no lo supiera,  éstos iban a ser su última palabra. Y a mí con esta inconsciente genialidad Lang me des-arma, digo amén y concluyo esta “pequeña” crítica.


El contador de cartas
 (2021) es la última película dirigida por Paul Schrader. Se presentó en la Sección Oficial del Festival de Venecia y, como muchos nos podíamos temer, pasó con más pena que gloria. Schrader ya no está de moda. Sus prestigiosos tiempos como guionista (Taxi Driver, Toro salvaje) y director (Posibilidad de escape) han pasado a mejor vida. Hoy, ¿quién se acuerda de él? Muchos habrán pensado que estaba muerto y, sin embargo, para mí es el mejor cineasta americano vivo. Y El contador de cartas, la más meridiana manera de demostrarnos que se encuentra en perfecta forma.

De entrada la película te sorprende por su seriedad; una seriedad siempre presente en laos trabajos del director de raigambre calvinista (¿habrá algien que no haya oído esta filiación?) y, sin embargo, tan desgraciadamente ausente en estos tiempos recueltos en la más triste banalidad. El espléndido Oscar Isaac, ex militar y jugador de póker, nos regala una actuación que nos indica que no todo está perdido de momento. Su presencia en pantalla sobrecoge. Y en un par de momentos me ha erizado la piel sin problemas.
Y si a ello le añadimos el férreo pulso con el que Schrader siempre dibuja y enlaza sus planos, la turbiedad que rodea cada gesto, cada mirada de los personajes y la siempre constante presencia bressoniana en su cine (ahí queda su fantástico final, casi tan fantástico como el que cierra el Pickpocket del maestro francés), me quedo más que a gusto. Quizás flipando....
Algún aguafiestas me dirá que Schrader siempre anda haciendo los mismo: personajes singulares y siempre inquietantes, situaciones turbias, tempo lento pero al que iremos, gratificantemente, acostumbrando y sintiendo que El contador de cartas no es una película más sino otra magnífica entrega de Schrader. Tal vez con cierto aroma a dejá vu. Pero, ¿qué importa? Ésa es, sin duda, la virtud de los maestros: estar contándonos las mismas cosas a la vez que nos hace escuchar cosas siempre diferentes.  

El problema de Ninja Baby (2021), la película noruega dirigida por la "impronunciable", para nosotros claro, Yngvild Sve Flikke, no es que se trate de una pseudo comedia-drama sobre una joven de 23 años que un mal día descubre que está embarazada de una niña de 6 meses que no desea tener, y que mezcle la ficción con una animación en la que se nos aparece con trazos de tinta el enmascarado babyninja hablando con su sufrida madre en unos diálogos, más bien, intrascendentes y soseras, sino que la película, y más allá de su impresentable tono moralizante, fue galardonada como ¡Mejor Comedia Europea del año 2022!
La pregunta que me surge entonces es ¿hacia dónde coño caminan estos avatres de las 24 imágemes por segundo?, ¿acaso todos, críticos incluidos, se han vuelto tontos o, quizás, terriblemente interesados en sus opiniones?, ¿o qué está pasando? Sí, Charles, Leo, Frank, Howard, Jerry quedaos quietitos allá donde estéis. Os prometo que con los ojos cerrados no os estáis perdiendo nada que merezca la pena ver. Y sí ahorrándoos un puñado de mala leche que muy bien se puede emplear para muchas otras cosas más interesantes.

El otro día vi la peli portuguesa Diarios de Otsoga (2021), dirigida conjuntamente por Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes, uno de los puntuales del nuevo cine portugués. La película, y no quisiera pecar de mala-uva, me recordaba mientras la veía aquella bonita frase de Wiliam Faulkner, entresacada de sus Palmeras salvajes, que viene a decir que entre la pena y la nada eligo la pena. No me aventuro demasiado al decir que la "nada" en este caso son los Diarios de Otsoga porque, realmente, la película es, por expresarlo de algún modo, un desmantelamiento total de todas las estructuras narrativas que han venido construyendo el cine tal y como hoy lo conocemos. Los actores, casi invisibles y anónimos; la planificación, olvidada y encerrada en  la monotonía de los planos generales; la música..., ¿alguien ha escuchado algo?; el desarrollo de Otsoga se realiza al revés; esto es de adelante hacia atrás, pero que nadie piense en el clásico flash-back; simplement trascurre desde el día 22 al día 1.
Con todo ello el desconcierto es absoluto, y el desapego ante las imágenes, total. Nada apasiona. Todo aburre. Y sin embargo, la película se presentó en la Quincena de Realizadores de la última entrega de Cannes. De ahí la pena que surge de la nada.. ¿Hacia dónde vamos?, ¿hacia dónde se dirige el arte?, ¿y el cine? No ya el comercial, que a éste lo habríamos dado ya por imposible sino, incluso, el "sesudo", el que trata de abrirse paso entre tanta mediocridad. ¿Será, entonces, que la nada es la tabla adonde agarrarse para escapar de esa mediocridad? ¡Pero si la tabla es la nada, me hundiré agarrado... a nada! ¿Será eso lo que han pretendido Fazendeiro y Gomes? Pues, ¡qué pena entonces! ¡Menuda disyuntiva! Porque a mí eso de "tragar agua", y Faulkner lo entendería, como que no me apetece lo más mínimo aunque, por lo visto, hoy x hoy, y más que nunca, no hay otro remedio. También yo me quedo con la pena.

Warlock es una excelente novela de Oakley Hall y el nombre del pequeño pueblo donde trascurre la trama de El hombre de las pistolas de oro, el espléndido western que rodó Edward Dmytryk en 1959 adaptando la novela de Hall. Yo, por lo menos, la tengo incluida en mi particular lista que, rimbombantemente llamo, "películas que me cambiaron la vida". Una debilidad. Con un reparto de "agárrate a la farola": Henry Fonda, Richard Widmark, Anthony Quinn, Dorothy Malone,... y paro para coger aire.
Además, y seguramente esto es lo que más me alucina de la película, El hombre de las pistolas de oro consigue contarnos en apenas dos horas, ¡sí, bien aprovechadas!- lo que os aseguro que no es nada sencillo-, el devenir de tantos y tantos pueblos del lejano Oeste americano que con denodados esfuerzos consiguieron dar el salto del "salvaje oeste", a la civilización que hoy nos rodea. Y trato de resumirlo. Allá voy.
Warlock es un pueblo donde manda un pobre sheriff, nombrado sus fuerzas vivas a dedo, que decide escapar, con más miedo que vergüenza, ante la violencia indiscriminada que ejerce, un día sí y otro también, un grupo de forajidos sembrando desolación y muerte en sus calles. Vamos, la selva pura y dura. Parte 1.
Ante estas circunstancias Warlock decide contratar a un justiciero (Fonda) que viaja por los rincones más conflictivos del Oeste en compañía de su fiel amigo (Quinn) y de sus dos Colts que cuelgan de su cintura, y que fueron un singular regalo de un alcaide en pago por sus servicios. Ni que decir tiene que la "contratación" de estos dos personajes se realiza siempre de espaldas a la Ley porque el comisario de turno no está dispuesto a que cualquiera se arrope, sin su debida autorización y papeleo, con los galones de "protector y servidor de la justicia". Pero aún y así Warlock da vía libre a Fonda y Quinn para que hagan lo preciso para reestablecer el orden. Y lo consiguen. Parte 2: el pueblo ordenado al margen de la ley. Ya no es la selva, pero aún se le parece.
Aunque en el último giro surge la figura de Widmark, al principio un componente de la caterva que altera Warlock con sus desmanes, y después arrepentido, comisario de Warlock, pero comisario nombrado por el superior del Estado; esto es, legalmente y con la estrella que se clava sobre su chaqueta luciendo, ya, en todo su esplendor y autoritas. Claro, Widmark ya es la Civilización. Es la Parte 3. La última.
Pero para que la Civilización se consolide quedan aún un par de puntos que aclarar y "borrar". Hay que eliminar a los viejos justicieros que sólo obraban por dinero. Y el desenlace sigue poniéndome los pelos de punta. Por un lado Fonda mata a su amigo, Quinn quien, borracho, está destrozando el pueblo intuyendo que sus horas, su personaje están tocando a su fin. Luego en el plano final, un abatido, pero orgulloso Fonda, arroja los Colts de oro sobre la arena de las calles de Warlock, monta su cabalgadura y se aleja del "pequeño pueblo" que, en ese momento para él y para nosotros espectadores, representa al mundo y a la Historia. Es la desaparición de la figura del justicieros, de los que se mueven al margen de la ley, aunque lo hagan en favor de esa misma ley.
Widmark le ve marchar, mientras los habitantes de Warlock le rodean y le muestran decididos su apoyo. La Civilización triunfa. Aunque también haya llenado de cadáveres las cunetas. Horkheimer sabría de qué estoy hablando. Pero posiblemente con las cunetas vacías no hubiéramos ido a ninguna parte y aún andaríamos tratando de hacer fuego frotando, con saña y con las mejores intenciones, un buen par de piedras.
El hombre del traje blanco, la película que sir Alexander Mackendrick rodó para los Estudios Ealing en 1951 me sigue pareciendo, al día de hoy, sorprendente y excelente. Y coloco los dos adjetivos en ese orden porque si la película es excelente, en parte lo es porque es sorprendente. ¿O no lo es su disparatado argumento?, ¿o su impecable acabado técnico?, ¿o su minuciosa, hasta el mínimo detalle, dirección artística?, ¿o el conjunto de sus actores, empezando por ese increíble Alec Guinness, prototipo del brillante inventor a-lo-suyo, antecedente de todos los inventores que en el mundo del celuloide serán durante los próximos años?, ¿o la fotografía de Douglas Slocome donde ya se respira la grisura y el smog que empezarán a caracterizar los grandes extrarradios de Occidente? 
¿Y si le añadimos a todo esto la banda sonora de Benjamin Franklin interpretada, nada menos, que por la impecable y inigualable Royal Philarmonic (sólo despejar los oídos mientras la oyes es otra sorprendente gozada)?
Sí, los brillantes Estudios Ealing hacían comedias, pero nadie podría asegurar que no se lo tomaran muy en serio. Berlanga seguro que no lo diría. Mackendrick no deja nada al libre albur. Todo está minuciosamente medido (¡ah, la película dura 84 minutos, qué gran lección podrían extraer de ello las larguísimas "castañas" que los espectadores sufrimos hoy en día!). Y además, algún romántico empedernido, como yo por ejemplo, no podemos dejar de extraer, incluso, parecidos muy razonables entre el laboratorio de Sidney Strattton, es decir, sir Alec, y el que usa Sherman Krupp, es decir, Jerry Lewis en la divertidísima El profesor chiflado? Así que, ¿alguien daría más en apenas hora y media?
   
El otro día volví a ver El manantial, la estupenda película que el gran King Vidor rodó en 1949 con un espectacular Gary Cooper, como el independiente arquitecto Howard Roark, y la no menos espectacular Patricia Neal. Puro ruido y furia, en el sentido más shakesperiano que se pretenda o faulkneriano, que tanto-monta. monta-tanto. Bigger than Life. Y si yo, que tanto insistido en la obligación de toda obra de arte de hacer coincidir su fondo y forma, aquí en El manantial, quizás de donde todo surja (del manantial, quiero decir), me he encuentro con una película sobre la figura de un arquitecto cincelada al milímetro, con escuadra y cartabón. Sus líneas y sombras cruzan la película como las líneas de un mapa, o mejor aún, como las líneas que diseñan un edificio. Pocas veces habré visto en cine una película que parezca, como El manantial,  trazada sobre una mesa de dibujo (tal vez Dreyer, Welles, y muy poquitos más), y Vidor hace de esta singularidad, la singularidad que envuelve a su propia película, la singularidad que mueve a su personaje principal que lucha contra viento y marea contra el resto de los mortales que prefieren dormirse en los laureles y dar siempre a cambio aquello que las mentes domesticadas y dóciles les piden que den.
A lo que Roark se niega. A lo que Vidor se niega. A lo que El manantial se niega. Y sin duda que es en esta rotunda e innegociable negación donde reside su originalidad, su grandeza en el más amplio sentido de la palabra.

Este fin de semana dos atractivas propuestas culturales se abrían paso ante mí. Por un lado el BBK Live con The Killers, como cabezas de cartel el viernes, y los Pet Shop Boys, el sábado y entre otros. Pero también estaba contra la pared. Porque me desaparecía de los favoritos de Movistar el díptico de Snapur, o sea, El tigre de Snapur y La tumba india, la majestuosa película en dos partes que Fritz Lang rodara durante 1958-59 en la India y Alemania, después de haber abandonado definitivamente los tristes y peligrosos tintes con los que empezaban adornarse las colinas de Hollywood.Aunque, en realidad, enseguida resolví las dudas. Claro, Lang es mucho Lang. Y su díptico, siempre un placer volver a revisitar. Es más, creo que la actual expresión, repetida hasta el ahogo, de las "cloacas del Estado" tiene un literal e incontestable antecedente en la cueva de los leprosos (Michael Jackson también la visionaría para su Thriller-https://www.youtube.com/watch?v=E8zxuldi9Yk&t=28s)  y en los subterráneos que pueblan la  película e imagineria languiana y que, en realidad, y más allá de su bonita historia de amor y de muchísimas otras cosas más (la música de Michel Michelet y Gerhard Becker para las escenas en las "cloacas", anticipo indiscutible de la que años más tarde compondría Rota para el Satiricon, de Fellini), es todo un tratado sobre los opuestos en los que este mundo nuestro está organizado. Y esto no tiene desperdicio. Como el asistir al término de la aventura, que precede al "FIN" de la película, a compartir los momentos en que el protagonista, el racional arquitecto alemán (para más inri), que interpreta Paul Hubschmid, sale de Snapur postrado en una litera con su querida Sheeta pero con la cabeza aún vendada, herido y desorientado por los últimos percances que ha padecido y de los que, me temo, tardará, si es que lo hace algún día, en recuperarse.Esto es Chinatown, oíamos decir al final de la excelente Chinatown, de Polanski. Esto es Snapur, podríamos escuchar igualmente al término de las aventuras de Harald, el engreído arquitecto (¿qué arquitecto no lo es?) de la película de Lang.Por eso preferí un buen rapapolvos para esas mentes tan sabihondas como los personajes occidentales que pueblan el díptico languiano que las apreturas de BBK Live, que a The Killers que, cada día y desgraciadamente, me recuerdan más al "interminable" Meat Loaf, o que a los propios Pet Shop Boys a los que, si hubiera ido, tendría que haber esperado hasta los bises para escuchar tocar esa debilidad mía o su mejor y más increíble canción o Being Boring (y que yo os la dejo aquí abajo, tan tranquilamente).Sí, me decanté por Lang y no me arrepiento. Su díptico, inagotable, una asombrosa rareza, y como todas las joyas auténticas, un tesoro que, raras veces, podemos encontrar por duplicado.



Reconozco que tenía mogollón de ganas de ver esta última y polémica (por lo escuchado y leído) Palma de Oro del Festival de Cannes 2021. Hablando de cine nunca se debe descartar a los franceses y, menos aún, al Festival de Festivales. Sería como hablar de ciclismo desoyendo las lecciones que nos imparte el Tour de Francia. ¡Qué le vamos a hacer! Nosotros les tenemos aquí al lado, y llenando las salas del Guggenheim, así que a aguantar y a tratar de ver la botella medio llena.Que es lo que yo me propuse hacer el otro día cuando visioné la película de Julia Ducoumau. ¿Y adónde me llevó Titane? Pues a que  en el fondo Titane no resulta tan extraña. Es un típico producto francés, y de la factoría Cannes en concreto. La película, y que nadie lo niegue, es provocadora, bizarre, transcurre sin contemplaciones, y sin contemplaciones trata al espectador que, a menudo, no sabe con qué o a qué quedarse. ¿Me marcho o me estoy quieto?

En  mi caso yo me mantuve al pe del cañón. Por lo de la botella medio llena. E intenté sacarle punta a esta Palma de Oro hasta procurar dejarla afilada como esa aguja con la que la protagonista se sujeta peligrosamente el moñito. Y pensé que de Titane a Pulp Fiction tampoco hay tanta distancia. Ni de Titane a Los amantes del Pont Neuf. Ni de Titane a Terciopelo azul (¿o no están los interiores de la casa de Vincent iluminados como la habitación donde se contonea embelesado el siempre agradecido Dean Stockwell?) Ni de Titane, y sin salirnos del tiesto-Lynch, a la perturbadora y muy extraña Cabeza borradora. Ni de Titane a las purulentas y fascinantes Videodrome y Crash de Cronenberg, esta también, y para espíritus poco conflictivos, una película sobre coches.

Claro, todos ellas películas-iconos imprescindibles para la crítica francesa menos conservadora; imprescindibles, según sus deseos, para abrir nuevas formas narrativas, algo-antes-nunca-visto-jamás (lo sabemos: los franceses y la humildad: aceite y agua), algo que si no entiendes, ... peor para ti. Nosotros ya te habríamos advertido, pues por algo elegimos a Titane como nuestra última y flamante Palma de Oro. 


Ayer me animé con Benedetta, la película que Verhoeven realizó en 2021, bajo bandera francesa. Y la verdad, me aburrió. Me aburrió porque estos tiempos, y tristemente lo digo, apenas si hay nada que nos escandalice. Así se ha esfumado (casi) nuestra capacidad para sorprendernos. Y todo nos parece normal. Eso por un lado. Los tiempos del Instinto básico han pasado a mejor vida. Y Verhoeven lo sufrió en sus propias carnes. Benedetta pasó con más pena que gloria por Cannes y por salas comerciales, afectadas de lleno, eso sí, por la pandemia.

Pero es que además, y este es el otro lado, y creo que el más importante, la película peca de una indefinición que la hace navegar entre varios géneros sin decantarse por ninguno. Y me deja como espectador al buen albur, a ver lo que Verhoeven me tiene preparado ahora. Aunque sin que sirva de precedente para esta ocasión la primera secuencia nos viene como anillo al dedo, la primera secuencia en cuanto nos depara lo que vendrá después. La niña Benedetta va a ingresar en el convento, pero antes se detiene y se arrodilla para rezar ante una figura de la Virgen María, De repente aparecen unos soldados, arrancan del cuello el colgante que lleva la madre de Benedetta y, ante las protestas de la niña invocando a María, uno de los soldados contesta que se caga en la Virgen (sic). Entonces Benedetta dirige sus oraciones hacia un árbol cercano y de él, como una divina aparción, surge un pájaro que sobrevuela la cabeza del soldado y deja caer sobre él una caca (sic et sic). Todos se ríen, el soldado devuelve el colgante y se marchan (sic et sic et sic).

¿Y qué es esto, amigos y amigas? ¿Una comedia?, ¿una feroz película ambientada en la Edad Media?, ¿cine religioso, milagro incluido?, ¿una casualidad?, ¿una farsa? La verdad es que pienso que Benedetta es todo esto... y algo más: la nada.


El otro día volví a ver Café Society, la película que a Woody Allen le tocó rodar en 2016. Y digo "tocar" porque las películas de Woody en lugar de estrenarse parece que se sortean, como el Gordo de Navidad: hay 1 cada año. Pero en contra, como casi siempre, del parecer de Carlos Boyero, para quien es una de las películas más bonitas del realizador neoyorkino, a mí me dejó frío. La expresión es muy tipicaza pero el triángulo que forman, y que es el meollo de la película, Bobby Dorfman, Vonnie y Veronica, en casi ningún momento (y menos aún en su desenlace) me convence ni me atrapa. Y así, mientras la película transcurría, y con ella mi desazón, me estaba quieto, sí, en la poltrona, pero no paraba de pensar en el motivo o los motivos que pudieran haberme llevado a tal estado. Y se me vinieron entonces a la cabeza esos planos que Allen incluye casi al final de su excelente (ésta sí) Annie Hall en las que el propio Allen, en su papel de Alvy Singer dirige los ensayos de una obra que trata de montar a partir de la triste y malograda relación que ha vivido con Annie. Los ensayos en cuestión no dejan de desnudar a mi parecer la distancia que separa la ficción (los ensayos) de la realidad (que en este caso es la propia película) y en donde Woody apuesta y vota, sin dudarlo, por la realidad que es, lo repito, el propio cine; una preciosa manera de homenajear al 7º Arte, aquí más arte que nunca.

Bobby es el joven alter ego de Woody Allen, claro pero como como sucede durante las citadas escenas de Annie Hall (a la que, paradójicamente, Café Society no duda en varios de sus planos en "fusilar"), su historia me suena artificial, impostada. Veo demasiado al joven Woody detrás de Bobby, y detrás de todo lo que le sucede. Cierto es que en 2016 Woody Allen ya no tiene años para interpretar a Bobby Dorfman, pero qué se le va a hacer. Así es la vida, diría Alvy Singer, nos hacemos viejos sin remedio y, a continuación, renunciaría, como se supone que debería haberlo hecho, a poner sobre las tablas sus sentidas y verdaderas relaciones con Annie.


Pero en Café Society parece que Allen se ha olvidado de Annie Hall. Cierto: han pasado 40 años (¡Dios mío, quién lo diría!). Y ahora aquellas tristes secuencias de los ensayos de Annie Hall se han transformado en toda una película. Aunque, como me ocurría viendo esas escenas de los ensayos en Annie Hall, la gracia brilla por su ausencia. Pero allí no importaba. Justo al contrario. Allen trataba de demostrar que lo gracioso en la vida no siempre lo es en la ficción. Pero en Café Society esa impagable lección parece que a Woody (¿será por los años?) se le ha pasado darle un repaso. 


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Espíritu sagrado
es la ópera prima de Chema García Ibarra; una película que, a bote pronto, a muchos (entre los que me cuento) les habrá parecido desconcertante y bastante peculiar, como poco. Lo cual ya es bastante decir en estos tiempos por los que andamos, donde el bien queda y el aburrimiento más supino cabalgan a sus anchas por estas áridas tierras de Cine. Así que, de entrada, me quito el sombrero por la valentía y el descaro que Chema ha demostrado con sus imágenes y, en su lugar, trataré de explicar porqué he utilizado antes los adjetivos “desconcertante” y “peculiar”.


Y lo primero, además de ser lo primero, enseguida salta a la vista. En Espíritu sagrado se mezcla la CF, con los escenarios y los personajes más a ras de tierra que cualquiera haya podido imaginarse nunca; vaya, con el pueblo llano, puro y duro. Contraste curioso, ¿verdad? Y a lo que tranquilamente añadimos la utilización de actores no profesionales y, sobre todo, de actores que posan y declaman frente a la cámara como si realmente fueran personas abducidas por un espíritu lejano y misterioso. Con esto, con las “actuaciones” entrecomilladas de Nacho Fernández, Llum Arqués o Joanna Valverde, entre otros, Espíritu sagrado no engaña a nadie. Es una película de CF. Y tan casta; salvando las distancias, como Amanece que no es poco.


Y distancias siderales, ya que hablamos de CF, porque a la película de Chema yo la metía en ese cajón donde seguramente también estará Corazón de cristal, la película de Werner Herzog (¡toma ya!), aquella película sobre la que la crítica, alimentada por las declaraciones del propio Herzog, comentaba que los actores habían interpretado sus papeles bajo los efectos de la hipnosis. Sí, como Nacho Fernández. Y ahora, 1, 2 y 3, despertad y decidme que esto no es algo (saludablemente) desconcertante y peculiar en el siglo XXI y, más aún, hablando de Cine Español.

Tanto que creo que Chema para la resolución racional de la trama y de la película se emplea con un osado y valiente desapego. Como si la mencionada resolución racional le interesara más bien cero coma. Por ello, desde que la Policía interviene, planos generales, telediarios emitidos por TV, subtítulos y absoluta ausencia de sonido. Vaya, que estoy seguro de que Chema lo rodó porque de alguna manera tenía que dar carpetazo al argumento y finalizar, de esta forma, la película. Aunque el alucinante (en sentido literal) y último plano que vemos sea el del hinchable de una pirámide egipcia que, poco a poco, se va llenando de aire mientras nosotros nos vamos preparando para volver a pestañear.

Porque, ¿será todo esto, que acabamos de presenciar posible, en esta Piel de Toro que habitamos, asaetada por los cuatro costados? Porque Espíritu sagrado bebe también del más interesante cine que se realiza por tierras portuguesas. Y si a esto le sumamos una bonita y marchosa banda sonora, quizás alguno, como yo mismo, se quede abducido ante la desquiciada alegría de OVNI Levante, la alucinante (sí, también: literalmente) asociación mediterránea que coquetea, con los mejores y más dispuestos ánimos, con el Más Allá de Todo lo habido y por haber. Sí, una bonita tarde-noche de Cine con mayúsculas. Y música ad hoc. O escuchad esto:





Escribí este texto para el blog de mi querido cineclub FAS con motivo de la proyección de The Bellboy o de El botones, la primera película que el gran Jerry Lewis dirigiera allá por 1960. Y mucho habrá llovido desde entonces, pero mi apreciación sobre el cineasta de New Jersey  no ha variado ni una gota (y perdón por el chiste fácil).

El botones es excelente e irregular aunque a mí, independientemente de su valoración, lo que más me interesa destacar, y de hecho así lo hice constar en el aludido comentario, es que el Cine Moderno quizás no se inicie con Jerry Lewis, pero sí que con él da un paso definitivo y adelante. Y desde El botones, desde su primera película como director esto se me hace tan claro como un vado de agua.

¿O no se produce aquí el desdoblamiento del creador? Aquel que no sólo muestra la creación en sí misma (un cuadro, o una pintura, por ejemplo) sino que muestra también al propio Creador y a las consecuencias o reflexiones a las que este desdoblamiento da lugar. Y en el comentario mencionado citaba a Las Meninas, y a Velázquez retratándose en el cuadro que pinta. Desde Las Meninas la pintura ya se viste con los ropajes de una indudable modernidad, de un indudable paso adelante. El cuadro adquiere una doble dimensión: las meninas en sí, y el creador que está pintando su obra.

Y en El botones, y sálvense las distancias que quieran salvarse, Jerry opera de un modo similar. Por un lado le tendríamos en su interpretación de Stanley, el botones del lujoso hotel de Miami y por otro, interpretándose a sí mismo (tal cual hace Velázquez en su cuadro) como el propio Jerry Lewis. Y este desdoblamiento lo considero, además de original para su tiempo, fundamental para las cabezas que piensan en el cine. Porque el contemplar, simultáneamente, al Creador y a la Creación nos sirve en bandeja, a nosotros espectadores, todo un abanico de digresiones sobre el carácter mismo del proceso creador. Los siempre espabilados y adelantados colaboradores de Cahiers de Cinema así lo entendieron y no tardaron en colocar a Jerry a la altura de otros Creadores como Welles o Hitchcock.

Y razones no les faltaban. En El botones Jerry es Stanley y Jerry Lewis. Y los espectadores podemos pensar que Jerry Lewis es Jerry Lewis, el admirado, famoso y millonario actor-director hollywoodense gracias a las payasadas (en el mejor sentido del término) que su creación despliega ante nuestros ojos. Y eso hace que, a nada que lo intentemos un poco, podamos pensar y darle un par de vueltitas a esto de los procesos artísticos y a las consecuencias, que en este Mundo Moderno, estos  procesos dan lugar. Lo que no deja de ser una sabrosa reflexión sobre el Arte en sí. Y que no es poco. Aunque venga de la figura de un botones; posiblemente el último eslabón de una cadena hotelera, o de la Vida ¿por qué, no?, ya que nos apetece ponernos profundos.  


Sobre Los inútiles, la película que Fellini rodara en 1953, un par de detalles. Uno malo, el otro bueno, que como siempre viene del primero. Y empiezo con él. Porque la película, esta vez, me decepcionó. Yo la tenía, en mi particular escala de Richter, calificada con un notabilísimo 8/10, y en este último visionado apenas si se ha quedado con un digno pero menor 6/10. Sí, un pequeño fiasco. Ni Fellini ni el propio Rota llegan ni por asomo a sus logros posteriores. Por ejemplo, el sentido tema musical de Sandrita queda a años luz de las composiciones que acompañarán a Cabiria o a los dos primeros padrinos; y el propio Fellini está casi irreconocible en el retrato que realiza de Fausto, cuyas peripecias me parecen más propias de una vulgar comedieta española que de otra cosa con mayor enjundia.

Aunque como decía al principio de estas líneas también Los inútiles tiene su lado bueno. Porque en él podemos asistir a los (invisibles) rasgos de un milagro, que no sería otro sino el paso de gigante que, en apenas unos meses, dan tanto Nino Rota como el mismo Federico. Porque La strada, su siguiente película, está fechada en 1954 y en ella todas las insuficiencias de estos inútiles se transmutan, como por arte de magia, en algo muy grande, un 10/10 por supuesto. Gelsomina y Zampanó resultan personajes inolvidables. La música de Rota, digna de escucharse en la más prestigiosa sala de conciertos. Las referencias al cielo y a las estrellas con las que el Bufón le habla a una inocente y perpleja Gelsomina dejan, en agua de borrajas, las alusiones sobre el mismo tema que le cuenta el joven empleado en la estación de tren a Moraldo. Y así se podría continuar casi hasta el infinito.

Pero, ¿ cómo en un sólo año, doce meses, Fellini y Rota pegaron semejante estirón? Sí, éste es el milagro. Ved o volved a ver La strada. Y ahí lo dejo. Porque con los milagros hay que asombrarse y, después, disfrutar. Preguntarse de dónde vienen quizás sea como preguntarse por qué la rebanada de pan cae siempre con la mermelada boca abajo. 


Ayer vi El ilusionista, una película de 2006 dirigida por un tal (al menos para mí) Neil Burger. Y en realidad no sé muy bien por qué la vi. Quizás porque Philip Glass firmaba la banda sonora, que tampoco hace un trabajo para tirar cohetes, o por algunas más que notables críticas que había leído sobre ella, aunque de despistados anda lleno el mundo. Sí, la película casi llega a la categoría de "pestiño"; un mero juego circense por ver quién es capaz de retorcer un argumento hasta la completa extenuación de los guionistas. Los personajes, Sophie, Uhl, Eisenheim apenas si son meras marionetas al servicio de la enrevesada e inverosímil (ya es hora de decirlo) trama.

Pero de si para algo me sirvió verla fue para confirmarme que si un spoiler es capaz de fastidiarte la película contándote su final, es que la película deja bastante que desear. Y El ilusionista es un ejemplo perfecto de esto. Te cuentan el desenlace y te la han jodido. Y El sexto sentido, del sobrevaloradísimo Shymalan, otro de estos casos que pone al descubierto que si el valor de una película depende de su argumento, de que te "chiven" o no su final, mal andamos o mal anda la película. Antes escribía líneas abajo de Psicosis, ¿os imagináis que si os cuentan que Norman Bates es el asesino, travestido de su madre fallecida, y que acaba sus días en una prisión, ya ni me molestara en ver la obra maestra de Hitchcock?, ¿o que si te dicen que Vito Corleone muere al final de El padrino, hiciera entonces lo mismo: darme media vuelta y no entrar en el cine?

Nadie en su sano juicio admitiría eso, ¿verdad? Porque las buenas películas, las buenas de verdad, están muy por encima de sus argumentos, y no digamos de los patéticos spoilers. Las buenas películas son aquéllas que pueden visionarse y disfrutarse mil veces aún conociendo su final. Por eso las podemos ver esas mil veces y no arrepentirnos ni de una de las mil.


El otro día volví a ver Impulso criminal, la película que Richard Fleischer dirigió en 1959. Y lo hice como homenaje al reciente fallecimiento de Dean Stockwell, uno de esos actores secundarios que te encuentras cuando menos te lo esperas; por ejemplo en Terciopelo azul, y nunca te decepcionan.. Aquí interpretando a Judd, un acomodado adolescente de apenas 18 años que, junto a un colega de instituto, secuestraron y asesinaron en los violentos años 20 de Chicago a un niño por el simple placer de hacer lo que a uno le da la gana.

La película, como todas las grandes obras de Fleischer (sobre todo, los dos estranguladores: el de Boston y el de Rillingtong Place y Mandingo), más que un policiaco o un cine de denuncia es una auténtica película de terror. Y si para muestra bastara un botón me centraría en la influencia que ejercería sobre la película que Alfred Hitchcock rodaría (él ya había realizado La soga en 1948, basada en el mismo caso) al año siguiente o Psicosis (1960), su película más seria y terrorífica. ¿O no es Norman Bates un aficionado a la ornitología/taxidermia como lo es Judd?, ¿o no es también éste un ser retraído, solitario; un inadaptado, en definitiva como Norman?, ¿o no padecen y sufren ambos personajes con las mismas incomprensiones y presiones por parte de sus respectivas familias (en el caso de Norman, por parte de su madre que, aunque muerta hace años, para él está muy vivita y coleando)?, ¿o no comparten las dos películas, aparte de sus excelencias, un turbador blanco y negro en una época donde ya empezaba a ser cosa del pasado y el color ya se había afianzado y era cosa del futuro?

Y me atrevo a pensar que sin el Judd de Impulso criminal el Norman Bates de Psicosis no hubiera existido o si hubiera existido, lo habría hecho de otra manera. Sólo por eso Judd se merece un respeto, y Dean Stockwell un más que merecido homenaje. Y QEPD, aunque ya sean demasiadas las ausencias.


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