viernes, 15 de septiembre de 2017

LA MUERTE DE DIOS, MILTON Y WAGNER


Hoy quizás me apetezca ponerme pelín serio y escribir algo sobre, sobre, por ejemplo,… la muerte de Dios. Porque nos guste o no (a Él me imagino que no le gustará nada) este es un signo de nuestros tiempos; o mejor aún, el signo de nuestros tiempos. Porque si realmente Dios ha muerto, ¿quién nos puede decir ¡alto!, quién nos puede frenar?, ¿quién puede impedirnos cabalgar a nuestras anchas? Si nadie nos vigila desde allá arriba, Alguien además que lo ve todo sin necesidad de usar prismáticos, ¿quién se va a cortar aquí abajo?

Y de momento lo dejaría ahí. Porque este sería uno de los retos que debiéramos asumir para tratar de enderezar el maltrecho estado de nuestras cosas: aprender a eso, a cortarnos, a comportarnos sin necesidad de que nadie nos ande poniendo continuamente el ojo encima.

 
Y con estas estaba, pajeándome con estas comeduras de tarro, cuando terminé el otro día de leer El paraíso perdido, de John Milton (no se me ocurre decir nada porque todo lo que diga se quedaría corto), con esos increíbles versos finales donde se da cuenta de la expulsión de Adán y Eva del Edén y… (hasta entonces no se me había ocurrido) del fracaso de Dios y de su divino plan, ya que el Creador se quedará solo en su mundo creado para el hombre y para que este lo poblara, y estoy seguro que cuando ve a Adán y a Eva salir por patas, porque aunque no se escriba Él lo está viendo (¿alguien lo duda?), y si hubiera podido (tal vez sea eso lo único que un dios no puede hacer) hubiera derramado las más tristes y amargas lágrimas.

Y como a mí que gusta el cine, ¿lo sabéis, verdad?, si hubiera recibido el encargo de rodar esa secuencia final de El paraíso perdido (transcribo abajo los versos finales en la impecable traducción que publicó la Editorial Abada) hubiera situado, posiblemente, la cámara sobre el rostro acongojado de Dios mientras observa (¿alguien lo duda?) a sus criaturas abandonando el Paraíso, sintiéndose igualmente abandonado, traicionado por esos seres a los que insufló esperanzado la vida.

 
Y me vino a la cabeza entonces una grabación de El ocaso de los dioses, de Wagner, el último título de su monumental Tetralogía del Anillo, en la que se puede asistir durante su imponente final al momento en que Wotan, el dios supremo (en la grabación que os dejo debajo, Wotan está a la izquierda del plano y de espaldas), mira impotente el incendio que, al fondo, consume el Walhalla, su querido y particular paraíso.

 
Y yendo a lo que voy, ¿no representarían ambos momentos un preciso plano/contraplano de un mismo instante? En uno Dios (desde el fuera de campo) miraría al hombre y a la mujer dejar el Paraíso mientras el fuego trepida y le hace ondular, escribe Milton; en el otro con Wotan, en escorzo cinematográfico (desde el minuto 7, más o menos, en el enlace), serían el hombre y la mujer, seríamos nosotros mismos, quienes asistimos a la muerte y soledad del dios (en escorzo) mientras, al fondo, perece su Paraíso particular o Walhalla entre las llamas, mientras suena majestuosa la orquestación de Wagner, mientras un telón oblicuo cae dejándole fuera de los asuntos terrenales.

 
La muerte de Dios, preconizada por ese inagotable e imprescindible toca-pelotas que fue Nietzsche, da para estas cosas y muchas otras. Porque quizás más que de una muerte de Dios tuviéramos que referirnos entonces a una escisión definitiva entre ambos mundos, terrenales y celestiales, entre el Cielo y la Tierra, y hablar de soledades también (en plural), aunque los resultados sigan siendo los mismos: el hombre solo sin Dios, pero Dios también solo sin todos nosotros, expulsados del Paraíso y vagando, desde entonces, por aquí abajo, dando vueltas, como moscardones mareados por un exagerado tufillo a caca.

 
El paraíso perdido, de John Milton (versos finales)
(…) Llegado el Ángel,
de la mano cogió a los desdichados;
por la puerta oriental, entre los riscos,
descendieron los tres a la llanura.
El Ángel se esfumó. Volvieron ellos
con tristeza a mirar el Paraíso,
hasta entonces su lugar afortunado,
que el fuego, al trepidar, ahora ondulaba.
La puerta se llenó de hoscos semblantes
que alumbraba el fulgor de su armamento.
Como era natural, un breve llanto
sus ojos enturbió, mas lo enjugaron.
Del Mundo la amplitud, delante de ellos,
permitía escoger cobijo y casa.
Prestábales su luz la Providencia.
De la mano los dos, con paso incierto,
a través del Edén se fueron solos.

El ocaso de los dioses, de Richard Wagner (la inmolación de Brunilda, y final)

 
 

  


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