sábado, 9 de noviembre de 2024

13 GRANDES PELÍCULAS, 13 PEQUEÑAS CRÍTICAS (y 3)

En esta nueva página y ya vamos 3 continuamos recogiendo microcríticas de grandes y no tan grandes películas. Aunque vuestra es la última palabra. Así, y en este orden, ahora presentamos (como siempre, de arriba a abajo): Casino, Descansa en paz, El cielo rojo, Umbracle, Alemania Año Cero, El mal no existe, Detective+Alphaville, Crimen y castigo (1983), Círculo rojo, Otra mujer, Los Golfos, Queridos camaradas.


Sí ayer, y a cuenta de que ando enfrascado en la escritura de un guión sobre el juego basado en la excelente novela de Dostoievski, El jugador, volví a ver Casino, la película que Scorsese, lejos ya de sus mejores tiempos, rodó en 1995. Y lo siento de verdad, lo de "mejores tiempos" quiero decir, porque Casino, y mucho más allá de los casi-unánimes elogios que cosechó entre la crítica y el público, yo la situaría justo en el polo opuesto. Sí, porque muy poco me aportó Casino a las razones que me me hicieron volver a verla, aunque lo intenté de nuevo y con la mejores intenciones. Pero ya algo de esta decepción me parecía, vagamente, recordar de su primer visionado.

Y si tratara de explicarme recurririría al ejemplo de ese actor/actriz cuya interpretación calificaríamos de "sobreactuada" y nos resulta, por ello, cargante y poco creíble para pasar, igualmente, a señalar una película como "sobreactuada". Porque éste sería el caso, por lo menos para mí, de Casino; donde hay mucho más ruido que nueces, un subidón de adrenalina que no nos lleva a ningún cielo, un mero castillo de fuegos artificiales. Y si para muestra nos valiera un botón yo os invitaría a fijaross en James Woods, ese excelente actor que a veces se nos muesrtra pelín exagerado pero que, en esta ocasión, parece recién salido del plató donde Dreyer rodaba alguna de sus excelentes película; éstas sí, memorables.


No suelo hacer mucho caso de los comentarios y/o críticas que leo antes de ver una película, pero cuando me enteré de que Descansa en paz (2024) era el primer largometraje realizado por Thea Hvistendahl la cosa cambió, porque mientras la veía no pude dejar de exclamar, ¡joder, Thea, con un par!, y rápidamente me apunté su nombre en el archivo de "a no perder de vista".

Porque Descansa en paz tiene esa caracterísitca que siempre me toca. Porque me "habla" sobre el dolor, en el más amplio sentido del término, sobre el más profundo malestar, y sus imágenes, como no podría ser de otro modo tratándose de una magnífica película, quedan preñadas de él. Y en ese punto Thea traía a mi memoria al turbio Atom Egoyan de Exótica o El dulce porvenir. Y eso ya son palabras mayores. Lo decía Oscar Wilde, donde hay dolor, estás pisando terreno sagrado.



Ayer vi la tan aclamada película de Christian Petzold, El cielo rojo, nada menos que Gran Premio del Jurado de la Berlinale de 2023 y la verdad es que mi gozo volvió- y me temo que no será la última vez- a caer dentro de un pozo. O quizá mejor que "gozo" debería haber escrito "mis expectativas" Porque incluso el resultado, y no siendo estas expectativas súper elevadas- por desgracia hoy qué se puede esperar entrando en una de las pocas Salas de Cine que no han bajado la persiana-, se queda cotrto (y perezoso).


Porque a propósito de El cielo rojo escucho hablar de Eric Rohmer. ¡Pero seamos serios! Rohmer dibuja, en sus mejores películas, personajes entrañables, a menudo, inolvidables, y los que nos muestra Petzold no dejan de resultarme aburridos como un bostezo y tan imprevisibles como un susto. Y por si a Rohmer le dejáramos tranquilo ahí estarían, entonces, las múltiples alusiones con que a los críticos se les llena la boca invocando el nombre de François Ozon y, en concreto, de su también aclamada (¡ay!) y sobrevalodarísima (¡ay, ay!) En la casa. Así que como a mí ya la película de Ozon no me dice gran cosa, ¿qué podría añadir a El cielo rojo? Pues que si no mejoras un dudoso original, ¿para qué demonios insistir? 

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¡Y el otro día me la encontré de frente! Era, es y será Umbracle, la impagable y excelentemente rodada película que, el casi desconocido por las nuevas generaciones (¡ay!), Pere Portabella fimaría en 1972; cine valiente donde los haya, donde lo último que se quiere ver es a un espectador plácidament sentado en su butaca; sí, cine peligroso, que te remueve las tripas y las neuronas con un tenedor; y en el que, como no quiere la cosa, asistimos a un bellísimo homenaje a los maestros del cine mduo americano, o sea, y sin roden de preferencia, Chaplin, Keaton, Harold Lloyd y... ¡el Gordo y el Flaco!

Y todo ello sin olvidarnos de la imponente presencia de Chrisopher Lee demostrando su dotes como cantante o comentando y recitando el genial poema El cuervo, de Allan Poe. O de los hermosos acordes de la 6ª de Beethoven que suenan, ¡demasiado brevemente (¡ay!)!, en un momento determinado. O de esas manos que acarician y nos muestran el magnífico Drácula, de Bram Stoker.

Sí, a Umbracle me la encontré de frente y enseguida me asaltó la pregunta sobre qué más se le podría pedir a una película, porque a mí, al menos, no se me ocurría nada.



Alemania, Año Cero, después de Hitler se supone (¡qué miedo suponerlo!), es la película que Roberto Rossellini rodó en 1948. y que siempre me ha parecido una película, literalmente, alucinante. Porque alucinante es el Berlín que Rossellini filma y dibuja con sus imágenes. Porque alucinante es su personaje principal, Edmund, ese niño que aún no ha aprendido ni aprenderá a jugar, y al que su confusión y desamparo le hacen parecer a mis ojos, por lo menos, el más inhumano retrato de la frialdad. Porque alucinante es verle disparar con las manos mientras se pasea entre los escombros de una ciudad muerta, ¡como la espléndida ópera de Körngold (no me resisto: aquí abajo os dejo su increíble canción de Marietta); sí, muerta la ciudad como muerto está Edmund aunque camine en la más alucinante premonición de lo que, después del asesinato de Kennedy, se nos vendrá encima: los Oswald y sus altri ego que nos mantienen a todos, hasta hoy, en este vivir-sin-vivir.



Y si acepto "pulpo" como animal de compañía, lo aceptaré con la condición de suscribir que haya películas tan buenas como ésta pero mejores, imposible. 




Que el mal no existe, además del título de la película que Ryüsuke Hamaguchi rodó en 2023, es una frase que bien podría haber suscrito Schopenhauer hace 150 años, luego en eso Hamaguchi no aporta nada realmente nuevo. Tampoco su lenguaje sereno y reposado sería una gran novedad desde que el maestro, Ozu, pusiera su ojo en el visor de una cámara de cine. Pero incluso, y admitidas estas premisas, la película de Rysüke Hamaguchi me envolvió de una forma realmente cariñosa. Aunque no por ello el final me supo a poco. Cuando la película tenía que despegar, Rysüke Hamaguchi no batió las alas y se dejó ir: perezoso, cansado, lentamente, mientras yo no me cansaba de pedir más y más... alto.



Detective (1985) es la película que Jean-Luc Godard realizó justo 20 años después de Alphaville, de la que di cuenta en la reseña anterior y de la que muy bien podría constituir un preciso complemento: cine negro + Godard. Aunque es obvio que, salvo honrosísimas excepciones (Historie(s) du Cinema), el cine del corrosivo Godard fue perdiendo veneno y chispa con el paso de los años, aquí, desde el mismo título, Detective, nos estaría animando, como en una de sus grandes boutades, a abandonar el estático papel de espectador apalancado y a vestirnos con la capa a cuadros, la lupa y patear la calle (el hotel) para tratar de averigüar lo que quieren contarnos sus imágenes.

Pero yo, por lo menos, nunca llego a conclusiones fiables. Soy un simple espectador, perdón, el detective del hotel, sí, y muchas de las cosas de esta película se me escapan entre sus infinitas paredes.




En Alphaville, la película que Jean-Luc Godard dirigiera en 1965, el realizador francés es ya todo un maestro. Y los maestros no se atienen a las normas. Ellos las inventan. Por eso en Alphaville encontramos un antecedente de Blade Runner, la archiconocida película de Ridley Scott, en su irresistible híbrido entre el cine negro y de el ciencia ficción, y en su final cuando Harrison Ford y Sean Young escapan de la deprimente Los Angeles.

Aunque Godard nunca será tan ingenio y autocomplaciente como Scott. A él la mala leche y la ironía se le caen de las manos. Por eso cuando Eddie Constantine y Anna Karina escapan de Alphaville en el coche de aquél, el paisaje no se ilumina y se llena de color, sino que todo sigue siendo igualmente turbio y gris. Apenas el frío y metálico "te amo", que pronuncia Anna, nos permite albergar alguna tibia esperanza, ¿o no?



Crimen y castigo (1983) parece ser la primera película larga de Aki Kaurismäki. Aunque en ella ya están contenidos los principales caracteres que hacen de su cine "algo diferente" a lo que, normalmente, tenemos ocasión de ver en una sala de cine, y no digamos, en tv. Su estilo es frío, depurado, abstracto, en una proyección casi bressoniana. En él ninguna voz alza el tono por encima de las otras, y la sucesión de planos nos lleva, inexorablemente, hacia una conclusión que, en muchas ocasiones, no deja de aparecérsenos como provisional.

Pero es que, además, esa extraña sencillez que el director finés demuestra en cada uno de sus planos consigue que Kaurismäki haya sido, y sea, uno de los principales referentes para muchos de los que han querido, y quieren, pasar a engrosar las filas de este noble arte de realizar películas pero confundidos, ¡ay!, con el no menos noble arte del coser y cantar. 



En esta ocasión seré más breve todavía: Círculo rojo es la película que Jean-Pierre Melville dirigió en 1970 y como El silencio de un hombre comienza con una cita en la que se nombra a Budha. También, y como sucede en El silencio de un hombre, en Círculo rojo no se habla demasiado. Se actúa. Pero cuando terminas de ver El silencio de un hombre eres plenamente consciente de que hasta ese momento no has visto nunca nada parecido. Con Círculo rojo no sucede lo mismo.



Considero a Woody Allen uno de los mejores directores de la Historia del Cine; o al menos y entre los mejores, uno de los buenos. Y si para muestra valiera un botón aquí estaría Otra mujer, la película que realizó en 1989 con la impagable Gena Rowlands y a la que su visionado me sirvió para rendirla merecidísimo homenaje a cuenta de su reciente fallecimiento. Y en ella Allen consigue, como en sus buenas películas, ese milagro que hace que este difícil y endemoniado arte de realizar películas parezca, en realidad, un juego de niños.


Y por si todo esto fuera poco o  no fuera suficiente, y atendiendo a su Banda Sonora, podemos escuchar a Erik Satie, lo que nunca está de sobra. Yo, por si acaso nos falla la memoria, os dejo la versión que Allen usa de la exquisita Gymnopédie nº1 por ahí arriba.



Los golfos (1959) es el debút de Carlos Saura como director de cine y de aquella impagable productora que se llamó Films 59, con Pere Portabella a los mandos de la nave y que pretendía desarrollar un cine que nos pusiera a la altura de las ficciones más notables que, por entonces, se desarrollaban en Europa.

Claro que en ese cine europeo los protagonistas eran siempre los seres humanos. No tanto como en España donde había otros problemas que nos acuciaban, más todavía y que casi 70 años después nos siguen acuciando con particular saña. Y es que nuestro problema no sería otro que el problema del "país", antes que el problema del "ser humano", el problema de este país nuestro que nos acoge con una mala salud de hierro, que decía Ortega. Por ello el toro que agoniza en la arena de la plaza al final de la película, después de haber sido cosido a pullazos es el fiel retrato de España. Los golfos ya no están en el plano. Ellos sólo han sido la excusa que ha servido a Saura y Portabella para afirmar que, entre nosotros, algo no va bien, que la miseria más cruda insiste en ponernos un nudo en la garganta.

Porque, tal vez y después de todo, Los golfos sea una película de terror. Aunque vistos los resultados, quizá nos hayamos olvidado de los hombres demasiado rápido. Ellos confoman y dan sustento al país. Y nunca pueden constituir una excusa. Cuando ellos están mal, el país está peor. Y en ese orden.  



No me gusta ver dos cosas seguidas. Veo una y paro. Después, quizás, al día siguiente, veo la otra. Pero ayer me cuadraba: 1º, la Final Olímpica de Basket entre Francia y EEUU, y después, Queridos camaradas (2022), de Andrej Konchalovski, que pensaba que ya había visto aunque no me acordara casi nada de ella, lo que no es óbice para que se trate de una mala película y sí de que mi memoria esté para el arrastre.

Porque Queridos camaradas sin ser una maravilla es, realmente, una muy digna película. De lo mejor, sino lo mejor que Konchalovski ha rodado en su ya larga carrera. Aunque si empezara por lo que más me molesta de ella citaría, sin duda, los aires berlanguianos que respiran algunas secuencias y que, a mi modo de entender, no se ajustan al dramatismo que demanda la trama y que; vaya, chirrían como un tren a punto de descarrilar.

Y, ya puestos, tampoco me convence ese truquito final en el que se da por muerta, y con indudables dosis de verosimilitud, a la hija que la protagonista busca denodadamente- al estilo de Jack Lemmon en Missing- y al final reaparece por arte del birlibirloque. Eso sí, el final-final con madre e hija abrazadas en un inestrable tejado a dos aguas, retrata perfectamente todo sobre esa minúscula distancia que separa la más fogosa alegría de los más dolorosos disgustos.

Ahora bien, y terminaría por donde había empezado, porque antes que con los camaradas de Konchalovski me quedo, sin duda, con esos 4 triples seguidos, uno-detrás-del-otro que el pequeño, pero grandísimo, Stephen Curry se marcó durante el último cuarto de la Final de Basket a la que antes aludía, y que sirvieron para que EEUU derrotara a Francia y se colgara la Medalla de Oro.

Sí, a veces, hasta el buen cine debe hacerse a un lado para dejar espacio a un genio de 36 años que se resiste a dejar de serlo. Y yo también, lo prometo, aprenderé a ver dos cosas seguidas. 

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jueves, 7 de noviembre de 2024

SOBRE INUNDACIONES Y PRESIDENTES

A cuenta de las terribles inundaciones que han afectado a la parte mediterránea de este país nuestro, y sobre todo, a cuenta de los desagradables incidentes que padeció el killer, o our president, Pedro Sánchez en su visita a las zonas afectadas de las que tuvo que salir por piernas, en contra de la tensa tranquilidad que exhibieron Don Felipe y la reina Letizia aguantando el chaparrón y el tipo y dialogando con las víctimas, he llegado a la conclusión de que nuestros políticos tampoco van al cine. Porque, en caso contrario, hubieran sabido lo que se les iba a venir encima y actuado en consecuencia. Sólo hubiera hecho falta que escucharan a Bob "el inglés" hablando después de un refrescante afeitado en esa imprescindible maravilla que algunos llamamos Sin perdón, y el toro no les hubiera cogido. 

Y ahora voy a apuntarme a otro detalle sobre el que no muchos parecen haber caído. Yo, por lo menos, no he oído a nadie comentar nada a este respecto. Y que también tiene su contacto con esto de reyes y presidentes, aunque en un sentido diferente ya que me habría venido a la cabeza a cuenta de las recientes elecciones estadounidenses, a propósito del país que presume, y muchas veces con razón aunque nos duela reconocerlo, de ser una de las democracias más consolidadas y progresistas del mundo-mundial, de resistirse aún a dar permiso o un paso al frente para colocar a una mujer a los mandos de la Casa Blanca. Primero habría sido Hillary Clinton. Y pinchó hueso. Ahora ha sido Kamala Harris. Y con el mismo resultado: hueso también.

Y no dudo que los más sesudos analistas podrán encontrar a este hecho múltiples explicaciones, aunque yo también, ¡faltaría más!, tengo la mía, y sinceramente pienso que las habrá tan buenas como ella, pero mejores, imposible. Así que voy de chuleta, pero me explico que ya va siendo hora. Porque es un hecho que los Estados Unidos no han conocido a la Monarquía como forma de gobierno pero esta Monarquía, como quien no quiere la cosa, abre sus puertas para que una mujer, si le corresponde por línea sucesoria  
y sobre esto no habría que hablar más entonces, que una mujer, decía, se coloque sobre su cabeza la corona que le distinguirá como Reina del país. Y después ya estaría: la ecuación se resuelve de forma muy fácil: si una mujer puede ser Reina, ¿por qué no va a poder ser Presidenta? Y ahí tendriamos a los británicos con Margaret Thatcher. Porque, ¿quién podía decir nada en su contra, y en función únicamente de su sexo, cuando la reina Isabel ha ocupado el trono inglés durante 50 años? Y estirando el chicle, ¿no es, por contra, una casualidad que Francia, la República que acabó con la Monarquía bajo las afiladas garras de la guillotina, no haya conocido tampoco, al día de hoy, una Presidenta?

Con lo cual, y alargando aún más el chicle, me habría venido también a la cabeza que, en contra de lo que tradicionalmente se piensa, quizá la Monarquía lleve adosada a sus presupuestos una refrescante modernidad en tanto que incluiría en sus postulados la tan necesaria igualdad de sexo y que nos pillaría, pero sólo porque no lo habríamos pensado antes, con el pié cambiado. Aunque de esta forma, nosotros España, los españolitos y españolistas que en ella vivimos, podemos vernos agraciados con una suerte inesperada. Y sin que fuera Navidad.

Y pensaría, entonces, en la bellísima princesa Leonor accediendo a la Jefatura del Estado en su condición de Reina legítima. Y no dudaría que si en esos momentos acertamos a abrir las ventanas, la modernidad entraría y nos caerá encima como agua de mayo. La reina Leonor, y lo presiento por todo lo que llevo escrito en esta entrada, nos limpiará como se limpia a los niños de teta- ¿o no es lo que somos por ahora?-  de muchos de los complejos que históricamente llevamos encima y que no nos los quitamos ni con aceite hirviendo. Pero no lo habría que dudar, yo no lo dudo por lo menos, que una reina Madre nos haría, por fin, hombres- y no me refiero al sexo, ¡que todo hay que decirlo!; y seríamos, ¡por fin!, un país de hombres que ha aprendido a vestirse por los pies. ¡Sí, por fin! Y la reina Leonor habría tenido mucho que ver en todo ello, mientras, posiblemente, el flamante País de las Barras y Estrellas continúe esperando a una Mrs. President.

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domingo, 3 de noviembre de 2024

INFANTILIZACIÓN, ¡AQUÍ ESTAMOS!

Superando lo que había previsto en aquel mi primer ensayo o Divino tesoro, casi un ensayo contra la juventud, habría que convenir que en él me quedé corto. Porque no es ya la juvenilización sino la más flagrante infantilización por la que muchos pensadores estarían, hoy en día, echándose las manos a la cabeza.

Aunque, tal vez, no deberíamos desviarnos tanto del primer fenómeno o de la juvenilización como insistir en él con indepencdencia del paso del tiempo que, en teoría, nos debería sacar fuera y situarnos fuera de su alcance. De esta forma tendríamos que si un joven pronuncia, en la jerga de sus años, está chulo, podría considerársele guay, que está en el rollo. Y si años más tarde un hombre hecho y derecho insiste en usar en su conversación, está chulo, guay, etc. podríamos considerarle que sigue, o intenta seguir, en la onda o, y de acuerdo con la sobrevaloración de la que, en nuestros tiempos, gozaba la juventud, y sobre de la que disertaba aquel mi primer "jamacocos", una persona bien dispuesta, guapa (¡fundamental!) y arreglada a estos tiempos nuestros que corren que se las pelan; una persona, en definitiva, que merece la pena conocer y tratar, ¡y sólo por el mero hecho de hablar a la moda o de parecer joven!). Aunque, si trascurridos unos cuantos años más, ese mismo hombre, supongamos ahora con 80 años, continúa repitiéndose y nos suelta un enésimo está chulo, es guay, le apuntaremos con el dedo y diremos, sin temor a equivocarnos, al viejo se le va la chota o es como un NIÑO que aún no sabe que se ha hecho viejo.

Pero desgraciadamente en estas circunstancias infantiles nos estaría tocando vivir. No en vano vivimos entre innumerables micro-conflictos. Porque no se trataría de una infantilización que apareciera retro-encadenada a una primera juvenilización- lo que, además, representaría un (imposible) retroceso (a lo Benjamin Button)- sino una persistencia, un insólito erre que erre, un seguir-siendo-niños caiga quien caiga, una resistencia a transportarnos a aquella juvenilización que se producía al margen de los años cumplidos o, hablando en plata, ser niños para siempre jamás, sin movernos del pupitre y dejando de lado, apartando de nuestro camino, de nuesro ser-siempre-niños a aquella juvenilización que nos habría tocado, simplemente por una cuestión de crecimiento natural

Y así, tan pitxis: nos quedamos para siempre-jamás con la baba colgando, es un decir, con los calzoncillos mojados, es otro decir, renegando de la verdadera juventud que se atrinchera detrás de la barrera y nos dejará en paz abrazados una infantilización que, sólo, por sus pretensiones de eternidad, sería anti-natural. Porque, y si no fíjemonos bien, en este caso no podríamos ser consecuentes y reflexivos con lo que nos toca vivir y hacer porque nuestra razón infantil nos estaría impidiendo, precisamente, reconocernos como infantiles. Tal y como les sucede a los verdaderos niños: que no alcanzan a comprender que las razones que rigen sus actos son, necesariamente, infantles.

Y de ahí, esta segunda, y ésta sería la nuestra, concepción de la infantilización como una peligrosísima deriva de la juvenilización sobre la que ya habríamos escrito un rato. Y, entonces, retengo a ésta como una 1ª parte ya comentada, y alargo nuestra atención hacia esa infantilización que tenemos encima, y en cualquier esquina hacia la que se nos ocurra apuntar, como el verdadero emblema de nuestros tiempos que corren que se las pelan pero sin rumbo, como un niño, claro, y a lo loco, unos caracteres asociados sí con los niños de... hasta 10 años como mucho. Y luego compruebo, con un escalofrío recorriéndome la médula, cómo nuestra sociedad (¡ay!) vive y se decanta por esos derroteros. Porque aunque pretendamos y creamos que la nuestra es una sociedad que se afeita, adulta, de eso nada, ni infantil ni juvenil, ya que no conseguimos desterrar esos calificativos que se nos han adosado a la chepa y que parecen (¡ay!, ¡ay!) irnos como anillo al dedo, como a esos infantes recién salidos de la cuna: egoista-insolidario o solidario sólo cuando está de moda solidarizarse-piramidal-caprichoso-de mecha corta-terco (porque si no me enfado y ya no te ajunto)--ególatra (sólo yo y mi ego contamos)-etc. Así que mucho cuidadín, porque si después del niño ya no se espera al hombre, quizá el niño, que nunca sabe estarse quieto, recule, se eche para atrás y se transforme, entonces, en ese salvaje que tanto nos asusta. Porque, no nos engañemos, del niño al salvaje apenas si media ese pasito pa´trás.



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