martes, 29 de mayo de 2018

CHAMPIONS LEAGUE, LA FINAL, LA RESACA Y EL MAL ROLLO

 
Sí, la final de la Champions de este año me ha dejado mal cuerpo. Quizás fue por aquello de que la ciudad que acogió el partido, Kiev, la capital ucraniana, formó en su día parte de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas soviéticas, esto es, la URSS y conocida es la afición de sus buenos y aguerridos pobladores por el vodka que templa los estómagos y el cuerpo, dado el frío que pela y azota aquellas latitudes, una de las razones por las que la susodicha final me dejó, paradójicamente, destemplado.

Y es que la Final no fue un partido bonito. O no respondió a las expectativas. O que, por lo menos, no respondió a mis expectativas. Porque, en realidad, en esos 90 minutos, sucedieron cosas que no me gustaron ni un pelo.

Algunas de ellas, casuales, como la bochornosa actuación del portero del Liverpool al que se le puede hacer culpable, sin que nos tiemble la mano a la hora de firmar la sentencia, de dos de los tres goles que marcó el Real Madrid: el primero de Benzema y el tercero que, aunque las crónicas se le apuntaran a Bale, creo que es, más bien o mal (depende desde qué lado lo miremos), un gol en propia puerta.

En cuanto al segundo, la antológica chilena del propio Bale, disfrutarla o nada qué decir, aunque el acrobático vuelo de Karius, el portero del Liverpool que se dejó las puertas abiertas y las llaves en casa, volvió a resultar decepciónate y feo. Se estiró sí, pero ¡con las manos en los bolsillos!, como un aplicado alumno al que se ha cogido en alguna cagada y recibe, por ello, una agria reprimenda.

Si Karius hubiera sacado los brazos tal vez nada habría cambiado, o sea que la chilena de Bale hubiera acabado, igualmente, en el fondo de las redes y que el segundo gol del Real hubiera subido, igualmente, al marcador. Pero igual no: quizás el meñique de Karius hubiera tocado el disparo de Bale y hubiera desviado el balón lo justo para que éste hubiera salido lamiendo, con la puntiiita de la lengua, el larguero. Quién sabe. Pero de lo que nadie me va a sacar es del convencimiento de que, con una estirada de Karius, como Dios manda, el gol habría resultado más bonito. Sí, bonito. Lo que no fue el partido.

Como tampoco lo fue, y con esto termino ya que me pareció literalmente una canallada nada azarosa, la entrada que Ramos realizó a la estrella del Liverpool, Mohamed Salah, al que agarró del brazo sobre el minuto 20, retorció con saña la extremidad y tiró de ella hasta que dio con el cuerpo del egipcio contra el césped, produciéndole una luxación que hizo que la Final terminara para él y… los suyos, con más de una hora de antelación.
 

Sí, Ramos cazó a Salah en otra fea acción que me recordó los placajes que sufren, a veces, los quaterbacks en los partidos de fútbol, pero americano, y en los que los defensores se emplean con particular dureza, y después se felicitan entre ellos dando saltos de alegría por la proeza lograda: derribar al quaterback.

Claro, que Ramos ni ninguno de los suyos realizó semejante bailoteo ni mostraron esa alegría incontenible. No hubiera estado bien. Y ellos no estaban jugando un partido de fútbol… americano. Pero que no lo jugaran o que expresaran esa alegría no quiere decir que no la sintieran. Estoy seguro. Y que tampoco venga ahora nadie y me acuse de escribir que Ramos lesionó a Salah a propósito. No, eso nunca. Como tampoco ese defensor de fútbol americano quiere mandar al quirófano al quaterback al que placa como un bestia, pero que si sucede, bueno, gafes del oficio o que no se hubiera puesto en medio, o que no hubiera sido tan bueno… Visita de condolencias al hospital y asunto zanjado.
 
Pero el caso fue que sin Salah y con la gracia de Ramos la mayoría de espectadores nos quedamos sin Champions. La ganó, eso sí, el Real Madrid, pero ellos son muy pocos en comparación con los millones que veíamos la Final en vivo o por televisión, y a los que una bonita final sin tantas gracias nos hubiera dejado con el cuerpo mucho más entonado.

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