Ahora que el Manomanista ha
concluido por este año creo que se puede y se debe afrontar un debate como Dios
manda. Porque decir que el Torneo está en crisis no es algo que ya sorprenda a
nadie. Lo siente todo el mundo. Y algunos
avezados periodistas (sic) lo
escriben día sí, día también. Y es que “decir” y “escribir” es algo
relativamente sencillo, al alcance de cualquiera que tengo ojos para ver y
sabiduría (sic et sic) para repetir
lo que es ya sabido por todo quisqui. ¡Menudo mérito! Pero así nos va. Y es que
en este mundo que se nos ha dado, pero al que nosotros hemos moldeado a nuestra
imagen y medida, muchos de esos que se autoproclaman profesionales se ganan de
esta forma su sustento y habichuelas: con el lugar común por bandera, repitiendo
cosas del dominio público y que cualquiera con apenas dos dedos de frente las recita
de memoria.
El Manomanista está en crisis. Que
sí. Que ya lo hemos oído y leído todos. ¡Mil veces! Para la final que se
disputó el pasado domingo en Donosita aún quedaban 140 entradas disponibles, de
todos los precios, dos días antes. Cierto que después, el domingo, el Atano
lució sus mejores galas. ¡Salvados por la campaña! Pero no olvidemos que en ediciones
anteriores las entradas se agotaban el mismo día que salían a la venta. Apenas
unas horas… Y la semifinal que este mismo año había enfrentado a Irujo y
Urrutikoetxea reunió, según la prensa de turno, a 680 espectadores en el
Frontón de Miribilla de Bilbao con una capacidad para 3000. O sea 680
amiguetes. Y eso por hacer caso al periódico, y tirando por lo alto. Pero no
discutamos. Espectador arriba o abajo: un cuarto de entrada. O sea, patético. Y
triste. Muy triste.
Luego propondría para empezar que nos
dejemos de decir y escribir lo que de por sí es evidentísimo. Que con eso no
vamos a parar a ningún parte salvo a regodearnos, más y más, en las miserias. Y
de verdad eso, como que no apetece. Porque nuestro deporte se merece muchísimo
más. Que alguien venga y exponga soluciones. Por ejemplo. Y esto es lo que yo, sin
ir más lejos y con toda la modestia del mundo, quisiera hacer aquí: imaginar una
solución. Pero con las mejores perspectivas de poder llevarla a cabo. Y que,
después, el tiempo y los resultados del invento nos den o nos quiten la razón.
Pero que ya nadie pueda acusarnos de habernos quedado con los brazos cruzados
repitiendo por enésima vez lo que todos saben, que el Manomanista está en
crisis, mientras trasladamos la final al precioso frontón de Donosita pero con
capacidad más reducida que el de Bilbao o Gazteiz o presenciamos la semifinal
de Irujo vs. Urruti y hacemos piña con esos 680 que se reunieron en Miribilla;
casi como de casualidad o, simplemente, porque “pasaban por ahí”.
Pero, a ver, listillo, me preguntará
más de uno, ¿cuál es tu solución? Porque por estos lares todos andamos estrujándonos
los sesos para dar con el parche apropiado que suture esta herida del “vacío” y
nos llene los frontones. Y por ahí, querría empezar yo: por llenar los frontones. Aunque antes de llenarlos, veamos qué
significa en el caso del Manomanista llenar.
Y espero no resultar demasiado discursivo.
Y es que en el deporte los estadios,
donde se cuelga el letrero de “no hay entradas”, forman parte del espectáculo.
Eso es obvio. Para cualquiera. No es lo mismo asistir a un partido con los
jugadores y recogepelotas, que con los jugadores y recogepelotas y…. 70000 o
100000 espectadores. El ambiente, las banderas y pancartas, los murmullos, los
“uuyyss”, los gritos de ánimo, las estruendosas ovaciones, los abucheos acaso,
los cánticos de la afición dan un especial sabor y colorido al deporte que
posiblemente ni la dejada al txoko más
tremenda ni el más contundente y letal de los dos paredes pueda igualar.
Y todo esto en el Manomanista es,
además, doblemente cierto y sangrante
cuando no se cumple o no se llena el aforo. ¿Y por qué doblemente? Y me apresuro a responder. Y fijémonos entonces, y por
no salirnos del ejemplo mencionado anteriormente, en esa semifinal que enfrentó
este año a Irujo y a Urruti. La duración total del partido fue de 63 minutos.
Pero la duración del juego efectivo, ¡15 minutos nada más! O sea que, si las
matemáticas no me engañan, entre tanto y tanto jugado se “perdieron” 48 minutos
sin jugar. O sea que Irujo y Urruti estuvieron parados 48 minutos, ¡más del
triple del tiempo que estuvieron en acción!
Aunque esta diferencia entre los
minutos totales y reales del partido no debiera movernos a mayor extrañeza tratándose
como se trata del Manomanista. Y es que, sin que nos quepa ninguna duda al
respecto, el Manomanista es la modalidad de la pelota a mano más exigente y dura
de todas cuantas se celebran en nuestros frontones. Dos deportistas encerrados
y enfrentados uno contra uno, a todo lo ancho y largo del frontón, y sin más
defensas y ataques que la habilidad y la técnica que atesoran en sus manos. Por
eso en el Manomanista sólo juegan los mejores. Y lógico parece entonces que, en
estas circunstancias y aún siendo, como son, los mejores, los pelotaris se
tomen su (merecido) tiempo entre tanto y tanto, sus (merecidos) descansos, y que
los botilleros recurran además de a los 5 reglamentados a una y mil triquiñuelas,
a tantas como sean necesarias, para ralentizar y detener el partido, para que
su pupilo pueda tomarse ese respiro reparador que, quizás, resulte el revulsivo
que, como anillo al dedo, le servirá para dar la vuelta al marcador. (Y poner,
de paso, a los corredores un bonito nudo en la garganta). De ahí la separación
en el Manomanista existe entre los tiempos totales y reales de los partidos. Y
de ahí la cantidad de minutos suspendidos,
o en suspenso, minutos en donde no se juega, en donde los jugadores sólo están en cancha, mascando la
tensión del resultado, rumiando la táctica que pudiera abrirles el camino hasta
el cartón que contiene ese mágico número 22. Y por esto creo que es fundamental
que esos minutos suspendidos, en suspenso, que son muchos por todo lo que
llevamos señalando, se produzcan en el interior de una bombonera, de una “olla a presión”, de una cancha abarrotada de
aficionados que aunque ya no llenen el aire con el humo de sus puros, sí que
continúen murmurando, hablando, comentando más o menos acaloradamente, gritando
si es preciso (el murmullo nos impedirá escuchar las voces medias), y cantado,
animando, cogiendo las pelotas que los corredores nos lanzan con las apuestas.
Así lo pienso. El Manomanista o se juega en frontones donde se ha colgado ese
cartel que anuncia que el aforo está completo, o mejor corremos un tupido velo
y pensamos, en su lugar, en pasar la tarde chapoteando en una piscina o
enfrascados en la más apasionante partida de tute. Porque, ¿no nos duele (el corazón) ver a Urruti paseando
su decepción por el devenir del marcador, enfrascado en cómo puñetas poder
hacer torcer su brazo a Irujo, o de qué maldita táctica echar mano a la mano, ¡durante
48 minutos (más de una de las partes de un partido de fútbol)!, delante de 680
raquíticos espectadores que lejos de llenar hacen aún más patente e hiriente el
casi-vacío de las gradas, la inmensidad del frontón que, en ese casi vacío, se
nos antoja más demoledora y… ridícula. El sufrimiento y el esfuerzo de los
pelotaris no se merecen ese “premio”.
Los frontones, y para el Manomanista esto cuenta más que para ninguna
otra de las modalidades de la pelota a mano, deben estar hasta los topes. Y es
ésta para mí, por lo menos, una condición sine
qua non: una condición que debemos intentar hacer realidad por c…
Luego ya tendemos el primer y
fundamental objetivo a alcanzar, que los frontones donde vayan a disputarse los
partidos del Manomanista están llenos a rebosar. Y ésta no es ninguna verdad de
Perogrullo (ya se sabe, aquél que a la mano cerrada le llamaba puño), por lo
que llevamos escrito y por las consecuencias que, a continuación, extraeré con
toda mi buena voluntad de todo. Porque una de ellas sería descartar los frontones
de mayor aforo (Ogueta, Atano, Miribilla, Labrit) para las eliminatorias
previas a la final, e incluso para las semifinales. Quizás podríamos exceptuar
el Labrit pamplonés pero habría que darle, en cualquier caso, una vuelta. Y
estudiar cada partido, que se decida jugar
en Pamplona, con especial detenimiento en el que se expusieran todos los
posibles “pros” y “contras”. Y en el fondo de la reflexión, siempre el mismo mantra: el frontón, hasta los topes.
Luego no sería mi intención poner en
cuarentena el formato de competición sino los lugares o frontones donde la
competición va a tener lugar. Y si los grandes frontones huelen a “cemento”,
traslademos los partidos a recintos más pequeños. A pueblos, ¿por qué, no?
Donde los aficionados, seguramente, sólo habrán visto partidos del Manomanista
y a sus ídolos a través de la cuadrada pantalla de un televisor. Y hagamos que la elección del material que se
realiza durante los días previos al partido, y las consiguientes ruedas de
prensa de los protagonistas, tengan lugar en el mismo pueblo. Que el pueblo se
engalane y ofrezca una bonita estampa. Que los pelotaris se paseen por sus
calles. Y se fotografíen y firmen autógrafos a los aficionados que se acerquen
a ellos. Que el ambiente vaya caldeándose, preparando la olla a presión, ¡el cocido más importante y suculento de
nuestro deporte!, en que se convertirá el frontón durante el fin de semana. Y
que la televisión esté ahí para dar fe de todos esos detalles, de todas las
excelencias que se vivirán antes, durante y después de un acontecimiento tan
singular. Y celebrar la final, ésta sí, por todo lo alto. En un frontón
(Miribilla, Ogueta, etc.) con capacidad suficiente para hacer “buena caja” y
albergar el partido definitivo que clausura la competición por excelencia, para
el que durante todo el mes de junio hemos ido creando entre los aficionados
(¡con los “pequeños” frontones llenos hasta los topes!) esas expectativas
propias de un espectáculo que “nadie (en su sano juicio) desea perderse”.
Porque sobre el formato del
Manomanista no tendría nada de particular que añadir. A mí me gusta como está. El
pelotari que gana el partido, pasa de eliminatoria. Y el que pierde que vaya
buscando en sus bolsillos las llaves de casa. Así no hay excusas. Ni nadie
puede reservarse o resarcirse de una derrota con otro posterior partido. El
Manomanista no debe admitir errores. Éstos se pagan. Y a mí me enrolla que sea
así. Partidos, a cara o cruz. Partidos, a cara de perro. Porque después ya no
hay más, ya no habrá otro partido. Y el frontón, lleno hasta los topes, sabrá
agradecer el detalle. Todos los partidos son finales. Y, ¿qué mejor regalo podríamos
ofrecer a los aficionados que la disputa de unos octavos de final, por ejemplo,
que como su nombre indica ya es una final con todas las de la ley?
Todo lo cual no hace sino redundar
y convencerme de que ante el Manomanista estamos ante la competición cumbre y
reina de la pelota. Por eso también los frontones llenos para presenciar sus
eliminatorias aluden también a esa cuestión, que antes llamábamos, sine qua non o cuestión por c…. Pero es que, además, el
Manomanista sólo se juega durante un mes, el mes de junio, y precede a los
torneos veraniegos que sin desmerecer a nadie tienen siempre un mayor carácter
festivo y menos competitivo, sin duda. De hecho ninguna txapela adorna las cabezas de sus vencedores. Con lo que siempre
que me hablan del Manomanista la cabeza se me va y pienso en Wimbledon. También
el torneo cumbre y rey del tenis profesional se juega durante el mes de junio.
Y también los pies de los mejores
tenistas sólo pisan la hierba durante ese mes. Y sus eliminatorias son
también a cara o cruz. También a cara de perro. Como sucede en el Manomanista.
¡El Wimbledon de la pelota a mano, sí, ¿por qué no?! Y, entonces, si la particularidad
de Wimbledon es jugar sobre hierba, la particularidad del Manomanista es jugar uno
contra uno, un pelotari contra otro a lo largo y ancho de todo el frontón. Así que
el tenis sobre hierba, o el Manomanista en nuestro caso, sólo dure un mes no
tiene porqué desmerecer la competición. Antes al revés, preguntémosle a
Wimbledon cómo se lo toman, y convirtamos esa circunstancia en la mayor virtud!
¡Sí, hagamos del Manomanista el Wimbledon de la pelota!
Y por aquí podríamos sacar y
proponer un montón novedades que harían del Manomanista ese torneo tan especial,
el torneo más especial y apasionante. Y pensemos en los uniformes que vestirán
en él los pelotaris (recuerdo que, sin ir más lejos, en Wimbledon los tenistas
visten de riguroso blanco), y los jueces; pensemos en el ceremonial con el se inician
los partidos: la apertura de la caja con el
material que previamente se ha escogido, la caja misma, el peloteo
previo, la moneda que elige al primer sacador; y pensemos también, ¿por qué
no?, en las chaquetillas que usarán los corredores, en las mismas pelotas, si es preciso, que vuelan hasta
las gradas conteniendo las apuestas, en la txapela
que coronará, por fin, a finales de junio, la figura del ganador, en lo más alto
del podium. Todos esos detalles, y
cualquier otro que pudiera ocurrírsenos en una productiva sesión de brain storming, deben conseguir que el Manomanista sea un torneo diferente,
nuestro torneo por excelencia. Como Wimbledon. El más especial y singular de
los torneos de tenis. ¿O se le pasa por la cabeza a alguien, tenistas,
periodistas, jueces, etc. ponerlo en duda? Y todo ello a pesar de que la
temporada del tenis en hierba dure un mes, y Wimbledon, 15 días. Qué importa. ¿O
será, acaso, que son precisamente esas circunstancias reducidas las que lo convierten en algo tan excelente, tan especial
y singular? Así que, igualmente, convirtamos ese supuesto defecto del
Manomanista, su corta duración, en su mayor virtud; la virtud que ningún otro Campeonato,
el Parejas o el 4 y ½, podrán nunca tener.
Y si Wimbledon es el torneo
estrella del tenis, como los 100
metros lisos y sus apenas 9´´ lo son del Atletismo (¿o
no es el ceremonial de esta carrera también diferente al resto de carreras?),
que el Manomanista lo sea de la pelota a mano. Que quizás muchos lo sepan ya
pero que parece que hay otros muchos que no se han enterado todavía. En eso
deben las Empresas empeñar sus esfuerzos: ¡en que se enteren! Yo, y este
largo artículo en ello estamos.