El otro día me di una
vuelta por una librería en cuestión, ya que no viene a cuento decir su nombre.
Da igual. El caso es que me avisaron, no, me enviaron un mensaje al móvil de
que ya se había recibido el libro que les
había encargado hacía una semana: Las
bacantes, de Eurípides.
Y si menciono ahora el título del libro es porque ilustra, más o menos, la manera que tengo de
elegir mis lecturas, los cedés, o deuvedés que compro, y que después me llevo a
casa. Había visto el domingo anterior en el cine la última película de
Polanski: La Venus de
las pieles. Y la película, como casi todas las de Polanski, me pareció que
estaba bastante bien, que en el aridísimo desierto en el que se ha convertido
la actual oferta cinematográfica La Venus … era como un refrescante bidón de agua
fresca. Y en La Venus …, entre otras muchas cosas, se habla de
Las bacantes. Por eso decidí
comprarme la obra de Eurípides. Por eso y porque a mis años (ya me vale) no
había leído aún ninguna obra del clásico griego.
Bueno, el caso es que
me fui a la librería en cuestión a recoger el libro. Pero antes de entrar mis
ojos se torcieron un rato hacia su bonito escaparate. Por si entre las muchas
novedades, supongo, encontraba algo que mereciera la pena. Ya puestos a comprar,
bien podía acompañar a Eurípides con alguna que otra sorpresa. Y sí, de repente
la sorpresa estaba ahí. En el centro de la vitrina. Bien grande y cantosa. Y
como multiplicada por diez. Haciendo piña. O sea, diez idénticos ejemplares
agrupados en una vistosa montañita de papeles y pastas blandas. Pero os aseguro
que aquélla no era ninguna de las sorpresa con las que hubiera querido a
acompañar a Eurípides ni con la que ni él mismo, si hubiera estado vivito y
coleando (estoy seguro), se hubiera querido ver acompañado.
La sorpresa llevaba por título El Banco Santander y Emilio Botín: historia de una ambición. Su autor tampoco importa, porque lo verdaderamente increíble (al menos lo fue para mí) era que el banquero Emilio Botín había muerto, ¡hacía apenas un par de días!, de un fulminante fallo cardiaco. Sí, sólo dos días. Y su cuerpo, mientras el libro ya decoraba el escaparate, aún caliente, como diría un concienzudo policía. Que no sería enterrado hasta el próximo fin de semana. Pero su libro ya se había adelantado. Sin dejar que ni un segundo se escapara de rositas. Para aprovechar el tirón de su fallecimiento. Y se me ocurrió pensar que esa gente (por llamarles de alguna manera) hasta con la muerte negocia; y que pingues rendimientos y beneficios no tienen porqué estar reñidos con las desgracias.
Por eso cuando pagaba
Las bacantes se me ocurrió una boutade que comenté con e dependiente de
la librería que es también mi amigo. Quizás hiciéramos bien, le dije, en darnos
una vuelta por la Editorial
en cuestión (la de El Banco Santander y Emilio Botín…, se entiende)
e indagar entre sus empleados y directivos por si alguno de ellos carecía de
coartada y pudiera haber tomado parte o acelerado el “fulminante” fallo que
había terminado con la vida de Botín. Si sigues la pista del dinero acabarás
dando con el culpable, suelen asegurar también los concienzudos policías. Pero
claro, todo era una broma. Y mi amigo se sonrió. Y yo me cogí Las bacantes y salí de la librería.
Aunque en la calle aún tenía un regusto amargo bailándome entre los dientes. No sé, quizás la clásica arcada. No sé, quizás el asco que, a veces, me dan algunas de las cosas que los seres humanos (como yo) hacemos todos los días. Y por eso decidí enjuagarme la boca con un sorbito de Las bacantes, aquel con el que se inicia la tragedia de Eurípides, las majestuosas palabras de Dioniso, Aquí he venido yo, el hijo de Zeus, a esta tierra de Tebas: me parió antaño Sémele, la hija de Cadmo, e hizo de partero el fuego del relámpago. Entonces me sentí mejor. Los seres humanos (como yo) también son capaces de hacer cosas como ésta. Entre las unas, las más rastreras, y las otras, las más sublimes, anda siempre el juego. Ése es nuestro verdadero quebradero de cabeza: hacia qué extremo nos arrimaremos más..
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