miércoles, 23 de diciembre de 2015

NEXUS 6 & WALT WHITMAN, PARECIDOS RAZONABLES Y... ¡FELICES FIESTAS!

Como sigo con las Hojas de hierba, de Walt Whitman, y como sigo flipando con su poesía ya que me encuentro en sus versos con todo el imaginario al completo que conforma lo que hoy conocemos por los EEUU hasta el punto de que me pregunto, ¿qué fueron antes, los EEUU o la poesía de Whitman?, meto otra cuñita de mis parecidos razonables; esto es, el paralelismo entre ¡el mítico diálogo final de Rutger Hauer en Blade Runner, fechado en 1982, y unos versos de Whitman contenidos en Redobles de tambor y fechados no más allá de 1890!: hasta ahí llega el genio del poeta de Manhattan.

Ya que si leídos los dos fragmentos no existen entre ellos parecidos más que razonables, un mismo “aire” y ritmo que baje Dios y dirima la discusión.
 

Luego vamos con ellos. Primero, el archifamoso, y original ma non troppo (ahora lo sé), monólogo de Nexus 6 en la película de Ridley Scott y que casi todos sabemos de memoria:

Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad?
Eso es lo que significa ser esclavo.

Yo he visto cosas que vosotros no creeríais.

Atacar naves en llamas más allá de Orión.
he visto Rayos C brillar en la oscuridad,
cerca de la Puerta de
Tannhäuser.

Todos esos momentos se perderán en el tiempo,
como lágrimas en la lluvia.

Es hora de morir.

Y ahora los versos de Whitman, no tan archifamosos pero más originales, contenidos en la parte I de Abandonad, oh, días, vuestros abismos insondables, poema incluido en los mencionados Redobles de tambor y, por ende, en sus también mencionadas Hojas de hierba:

 
(…) he recorrido los bosques del norte, he

visto precipitarse el Niágara,

he viajado por las praderas y dormido en su seno, he cruzado

las Nevadas, he cruzado las mesetas,

he subido a las cumbres rocosas que jalonan el Pacífico, me he

adentrado en el mar,

he navegado con tormenta, y he renacido gracias a la tormenta,

he contemplado con alegría las fauces amenazantes de las olas

y observado sus crestas blancas elevarse, presurosas, encrespadas,

he oído arreciar el viento, he visto negros nubarrones,

he visto, desde abajo, lo que surgía y se elevaba, (¡oh, qué soberbio!, ¡oh, indómito como mi corazón, y poderoso!),

he oído, luego del relámpago, el continuo bramar del trueno,

he distinguido a las hilachas del relámpago perseguirse por el

cielo, repentinas y veloces, en medio del estruendo,

todo esto, y cosas semejantes, he visto, alborozado, asombrado, pero también pensativo e imperioso (…).
 
Pues eso, parecidos más que razonables. Y ya que estamos...
 
 
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miércoles, 16 de diciembre de 2015

BLANCA, PERDÓNALES PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN



Que el mundo del entretenimiento es algo muy serio tendría que ser una cuestión sobre la que nadie en su sano juicio debería albergar la más mínima duda. Si el mundo del entretenimiento genera, en la actualidad, las ingentes cantidades de dinero que genera, la seriedad es algo que le vendrá por añadidura. Con el dinero nunca se ha jugado. Y hoy, imbuidos en este universo globalizado y capitalista, menos que nunca. Pero sentencias como ésta, como todas las que se incluyen en el refranero, tiene una parte de incuestionable verdad, y una segunda parte de irrefutable camelo.

Con el dinero claro que se juega. La descomunal industria que aglutina a todos esos productos relacionados con el merchandising en cualquiera de las versiones lúdicas, música, cine, deportes, comics, etc…, que se nos pudiera ocurrir citar no debería dejarnos lugar a las mínimas dudas. Es más, podríamos asegurar que sin dinero no se juega. Como si este mundo en el que estamos, nos guste o no, metidos hasta el pescuezo sólo fuera sólo el reducido hall que precede al más gigantesco de los casinos.

Pero tan cierto como que es esto, que con el dinero se juega, es también la afirmación contraria: con el dinero no se juega. Y es en este sí o no es donde el mundo del entretenimiento y del espectáculo ha ubicado su residencia habitual, y donde podemos observar alguna de esas humillantes y sangrantes bofetadas que nuestros semejantes se empeñan en atizarnos.

Y ya estaríamos hablando del mundo en su más absoluta generalidad dado que habríamos llegado a esa orilla donde el mundo, como nos cuenta el filósofo francés Guy Debord, o es un mundo entretenido o un mundo espectacular o no es mundo ni es nada. O sea que los coñazos y el aburrimiento no cuentan para él. Y eso lo vemos a diario en la prensa, en las televisiones, en Internet o en cualquier medio de comunicación… que se aprecie y se precie (sic).

El entretenimiento, lo espectacular pasa y entra con una vistosa reverencia en nuestras retinas. Lo sesudo, lo discurrido, las vueltas de tuerca, los tres pies del gato no entran nunca y se desvían a los oscuros entresijos de la mente y del pensamiento donde terminan más solos que la una; otra de las modalidades, no por menos mencionada y reconocida menos discriminatoria, de esta dictadura del ojo en la que andamos viviendo presos; ¡encadenados con pestañas! ¡Ja!

Porque entonces el mundo del entretenimiento ya puede pasearse frente a nosotros como si desfilara por la más glamorosa pasarela, enseñándonos el trasero y el escote, pero en las antípodas de cualquier juicio crítico que no pueda medirse en estrictos términos económicos, de pérdidas y ganancias y olvidarnos, de este modo, de los otros aspectos más orientados hacia el respeto, la ética y la moralidad que son, mal que les pese a muchos, los caracteres que nos diferencian del resto de seres que pueblan este reino animal, y nos hacen ser lo que somos: seres-humanos.

Aunque si volviéramos la mirada al mundo del entretenimiento deberíamos reconocer y entender que con estos mimbres respetables, éticos y morales la barcaza que pudiéramos construir se nos iría a pique con la olita más raquítica. Hasta aquí hemos llegado. Pero no habría que olvidar que este mundo espectacular entretiene, sí, pero entretiene con el trabajo de unos seres que son humanos y en el que, por lo tanto, el respeto, la ética, la moralidad deben caber y tener su sitio. No dejarles jamás, ni en las peores circunstancias, sin su correspondiente butaca, ya que hablaremos de la televisión y del cine…

… y de dos injustas y dolorosas decisiones que este mundo del entretenimiento ha tomado sin que el pulso le haya temblado lo más mínimo. Y que es un mundo duro quedará con estos dos ejemplos exento de cualquier debate. Y serio. De ceño permanentemente fruncido. Pero también irrespetuoso, inmoral y falto de ética con las personas que se (pre)ocupan de él. O sea, además, ingrato  Y como demostraremos en las líneas que siguen, jugando sucio. Que es la única estrategia que a los jugadores no se les permite. Su particular línea roja. Y tendremos, así, la equivalencia que siempre habríamos querido establecer entre este inocente mundo del entretenimiento y el feroz mundo capitalista del que el primero, mal que le pese al mundo “entretenido”, es su vástago predilecto. Y pondremos sólo dos ejemplos confiando en que para nuestros propósitos valgan, en esta ocasión, dos botones, en lugar de uno. Luego vayamos con ellos. La paciencia y el tiempo apremian.
 

Y al primer botón le llamaremos Blanca Suárez, actriz española para más señas. Elegida, tras numerosas y arduas pruebas de selección y casting, para interpretar a Isabel de Portugal, la esposa del emperador Carlos V en la serie prime time y estrella de TVE para el Otoño 2015, Carlos, Rey Emperador. Y ni que decir tendría que, en este mundo espectacular, el apasionado romance y los turbulentos amores entre los dos personajes, entre Carlos e Isabel constituyeron uno de los principales reclamos de la serie para captar y enganchar a un público aún (supuestamente) ávido de tramas y avatares históricos tras el éxito y las más que decentes cuotas de audiencia de Isabel, serie que tuvo a las figuras de los Reyes Católicos como personajes principales. Y en estas tesituras entretenidas y espectaculares (claro, la belleza siempre es espectacular) a nadie extrañó que el bonito rostro y figura de Blanca Suárez fuera, además, el icono, la marca registrada por la cadena pública para anunciar y promocionar Carlos, Rey Emperador.

Y sin embargo, la serie no funcionó como la funcionó la anterior Isabel. Con las audiencias en las manos y el dinero en los bolsillos, por supuesto. Pero como entiendo que no es éste el momento ni el lugar para excavar y descubrir los motivos de este fracaso comparativo, lo resumiré recurriendo a la manida sentencia de que “segundas partes nunca fueron buenas”, y me quedaré tan ancho, sin atender al grado de acierto que pudiera tener o no tener la frase porque lo que aquí y ahora sí (me) importa iría por otros derroteros que no se relacionan con las cifras de audiencia, ni con los shares ni con otros conceptos que apelan directamente al éxito o fiasco de un producto televisivo medido en estos fríos baremos numéricos y sí, por el contrario, apelar a esas cuestiones respetuosas, éticas y morales a las que tanto me he referido anteriormente, y que nunca podrán ser valoradas ni contempladas con los anteojos de los shares o de las audiencias.

Y ya traídos hasta aquí, hasta la nunca suficientemente mencionada Ética o Moral o Respeto, habría que ir citando algunos incontestables resultados para resultar comprensibles en aquello que nuestra ética o respecto o moralidad quiere poner sobre el tapete (también hablamos de juego y entretenimiento, de acuerdo) y que denuncia. Vamos a ver. Carlos, Rey Emperador comenzó su primer capítulo con unas estimables cifras de audiencia. Se rondaron los tres millones de espectadores. No obstante, las sucesivas entregas demostraron que la serie no cuajaba, no conseguía atrapar al público y las audiencias fueron, progresivamente, desmoronándose hasta no alcanzar los dos millones durante la novena semana, en el Capítulo 9.

Y fue entonces cuando las cabezas pensantes o de chorlito de la dirección de la televisión pública, cansadas de que su serie estrella para el Otoño no pudiera competir y saliera derrotada en sus enfrentamientos directos (en términos de día y de horario, que nadie piense que se cruzaron puños entre ellos) con La voz kids y El hormiguero, programas (¡no lo olvidemos!) emitidos por cadenas ¡privadas!, toma la drástica decisión de suspender la emisión de Carlos… hasta después de las fiestas navideñas aduciendo que se trata de un buen momento para parar (sic), que la decisión ya estaba prevista (sic et sic) y asegurando que en 2016 la serie, con esta medida, volverá con mayor interés y fuerza (sic et sic et sic).

Pero tampoco es ahora éste el momento de desviarnos de nuestro ético, respetuoso y moral sendero y comentar las mentiras y sinrazones que alimentan estos argumentos y que atentarían contra la inteligencia del más sufrido de los telespectadores. Carlos, Rey Emperador constaba de 17 capítulos de emisión semanal. Y a nada que hagamos las cuentas, y sumemos con los dedos, no nos costaría deducir que con el Capítulo 17 se despediría no sólo a la serie sino al propio año 2015 (ya que Carlos, Rey Emperador empezó a programarse a mediados de septiembre).

Todo cuadraba: el número de capítulos y el final del año. Y sin embargo tampoco vamos a sacar la tierra del tiesto ni a rasgarnos las vestiduras. Esto de las mentiras disfrazadas de medias verdades y de improvisadas excusas está a la orden del día y por una más no vamos a montar un cristo. Pero el modo que tuvo TVE de cortar Carlos… sí que me resulta, además de patético, altamente reprochable y perseguible con todos esos ejércitos éticos, morales y respetuosos bien dispuestos y alineados y… armados hasta los dientes, por si las moscas.

Según mis notas, ocurrió más o menos así. Hastiados de perder en la franja horaria de los lunes contra dos programas que, repito, se emiten por canales privados, a los que obviamente deben mover otros intereses más crematísticos si cabe que los emitidos por una televisión pública, siempre más atenta al interés general y a otras cuestiones no tan puramente económicas, del tipo de aquel ¡¡enséname la pasta!! que gritaba Cuba Gooding Jr. en Jerry Maguire, decide hacer desaparecer de su parrilla a Carlos…, cuando incluso, si se mira bien, los tres últimos capítulos emitidos habían estabilizado la línea descendente de la audiencia situándose en torno a los dos millones de espectadores y adoptando, además, un método rastrero que algunas cadenas yankis ponen en práctica con espacios que no han enganchado al público como se pretendía, y que consiste en unir para la emisión de cierre y despedida y a modo, se supone, de espectacular traca final, dos capítulos y guardar los capítulos restantes (en el caso de Carlos… ¡¡sólo cuatro!!) para una mejor ocasión (sic) con un recuerdo imperecedero (sic et sic) en las memorias del público que, cuando se decida el ente disponga, serán consecuentemente saciadas.
 
Todo, precioso. Muy bonito, sic. Y patético, decía antes. Y aún más en el caso que nos (pre)ocupa. Porque los dos capítulos juntos de Carlos…, a los que les tocaba la china, correspondían a los capítulos 12 y 13 (¡de 17, coño!), teniendo en cuenta que en este último, el 13, finalizaba con uno de los instantes cumbres de la serie como era la muerte de Isabel de Portugal dando a luz prematuramente. Y en él Blanca Suárez echaba el resto. La vi debatirse entre los abrazos de la muerte y de su amado esposo, el emperador Carlos en un momento excelente, con excelentes interpretaciones de la misma Blanca y de Álvaro Cervantes como Carlos, y con una excelente la realización. Estaba claro o, por lo menos, lo estaba para mí, que la serie en esas secuencias se ponía a pecho descubierto delante del toro, con toda la carne en el asador. Y, modestamente, pienso que con unos resultados más que dignos.
 

Pero como también soy, y al decir de muchos colegas, algo tocapelotas, desvié en esos álgidos y estremecedores segundos la mirada del televisor hacia el reloj que tengo sobre la mesa para consultar la hora. Y eran casi ¡la una de la madrugada! E Isabel agonizando… Como tantos inocentes y mortificados espectadores que habían llegado hasta esas altas horas de la noche. Como yo. Claro, el doble capítulo había comenzado pasadas las diez. Y el final del 13, después del 12, y el final de la estrella, de Blanca Suárez en la serie estrella del Otoño de TVE estaba aconteciendo pasadas la una. Luego en ésas estuvo Blanca, debatiéndose entre las desgarradoras convulsiones del parto, empapada en sudores, brindando con toda su alma su adiós a la serie para la que había sido elegida como uno de sus principales (si no el principal) reclamos publicitarios y muriendo delante de un millón escueto de valientes y medio adormecidos teleespectadores.

Y la pregunta se me cae de vergüenza, de la boca, ¿es ésta la manera de tratar a una persona, a una actriz en este caso, que entre castings, ensayos y rodajes habrá dedicado dos años de su vida, y calculo por lo bajo, en la preparación y grabación de su personaje; destinar su escena cumbre, su muerte y despedida de la serie, a unas horas infames de la madrugada sólo aptas para algunos noctámbulos de pro, o agotados y contumaces seguidores de Carlos…r? Pero qué importa, habrán pensado los rectores de TVE. Blanca Suárez ya ha cobrado, y muy bien por cierto, por su trabajo y debe atenerse a los criterios que en cada momento debemos, nos guste o no, seguir y que casualmente, ¿o no?, siempre se corresponden con esas malditas cuentas de pérdidas y ganancias que un ente público jamás debe tener como único patrón y señor.
 

Y pienso entonces no ya en la cruenta muerte de Blanca, física y televisiva, sino en aquellas famosas y sentidas palabras de Shylock en El mercader de Venecia del divino Shakespeare cuando recita aquello de (y cambiemos para nuestros intereses y los intereses de este artículo, la palabra “judío” por esta otra de “actriz”) (…), y ¿qué razón tienen para hacer todo esto? Soy una actriz. ¿Es que una actriz no tiene ojos? ¿Es que una actriz no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrida de los mismos alimentos, herida por las mismas armas, sujeta a las mismas enfermedades, curada por los mismos medios, calentada y enfriada por el mismo verano y por el mismo invierno que los demás? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también en eso.

Y me detendría aquí. Incluso daría un poco marcha atrás, Blanca porque no están los tiempos para venganzas. Aunque razones las haya y las tienes. Y vamos a dejar pasar el ultraje. Conformémonos con que sepan que lo sabemos. Que el mundo del entretenimiento es algo muy serio y duro, pero que no por ello la jeta, a todos estos mandamases del entretenimiento pero que malviven de espaldas a las más elementales pautas de respeto, ética y moralidad, se les ponga roja como los tomates maduros. Y que sea para su escarnio. Y tú, Blanca, más chula que un ocho, como una reina auténtica, como la propia Isabel, mira hacia otro lado y perdónales porque no saben lo que hacen. Y que les den. Tu trabajo ahí está y ahí queda. Y quien lo sepa apreciar lo apreciará. Y con tal de que haya sólo uno de estos será más que suficiente. Porque el mágico e inigualable regusto personal por el trabajo bien hecho es algo que nadie nos podrá nunca arrebatar.

NOTA,- El "botón segundo" también queda aplazado hasta después de las Fiestas de Navidad. ¡Ja! 

 
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jueves, 3 de diciembre de 2015

ROBERTO DEVEREUX, UNA ÓPERA DE DONIZETTI: APUNTES PARA UN COLOQUIO

Apuntes para un coloquio sobre las representaciones de Roberto Devereux de Gaetano Donizetti que pudimos disfrutar (yo, al menos, así lo hice) en el mes de noviembre de 2015 en el Palacio de Euskalduna de Bilbao.

1. Un perito, de “pero”, para empezar; pero sólo uno y pequeño. La puesta en escena de la 1ª escena, y valga la redundancia, del Acto I: las plantas y los bancos corridos que adornaban el decorado… Como el escaparate de una moderna tienda de decoración. O los animados jardines de un cuadro de Renoir. O una típica cervecera de verano. ¡Toda una invitación para tomar el fresco y sentarse! ¡Y charlar! ¡Para que los personajes hablen o canten (estamos en una de las óperas “isabelinas” de Donizetti) sentados! ¡Para que no se muevan! ¡O se muevan poco!

Y en el siglo XVI en palacio sólo los reyes podían sentarse en tronos majestuosos. Y así, al resto de mortales, a la corte sólo le quedaba estar de pie y saludar los pasos reales concertando una reverencia que sólo desde la posición erguida podían tener el decoro debido a un monarca. De modo que los personajes sólo ven ante sus ojos espacios espartanos, despejados e inmensos en los que sus cuerpos son engullidos y minimizados entre las altas paredes, bloques macizos y (¡ojo!) sin ventanas: puntos trasparentes por donde entraría el aire y la claridad del día, y que ellos, los personajes, apenas si van a poder rellenar con sus frívolas intrigas, con los débiles armazones que sostienen, en definitiva, el argumento de la ópera.

De esta forma la arquitectura nos hace sentir la fragilidad y grisura que atesoran estos hombres y mujeres renacentistas, más allá de las coronas y títulos que lucen sus cabezas y guardan en sus escritorios; fragilidad y grisura en la que también nosotros podemos vernos reflejados hoy en día logrando, así, que una ópera del siglo XIX, aparentemente inocua, conserve una actualidad a la que bien podemos atender en el siglo XXI.

Además, y después de esta primera escena, la cosa mejoró. Y mejoró bastante. Los escenarios se vaciaron. Y respiraron. Más oscuros, húmedos y fríos, lóbregos. Majestuosos también, … e inquietantes, sí. Que es lo que nunca debe faltar en un drama. Porque este Roberto Devereux, que nos visitó en Bilbao el pasado 21 de noviembre, fue antes una pieza dramática que un puro ejemplo belcantista. Y en esa amplitud escénica los personajes y cantantes pudieron, por fin, moverse, pasear a través de su regia grandiosidad su humana insignificancia.
 

Cierto es que alguno de ellos lo agradeció más que otro. Gregory Kunde es, en estas lides, un magnífico experto. No hay muchos como él. Verle cantar  su rol de Roberto y, sobre todo en esta ocasión, desenvolverse en la escena y con la escena ya es, de por sí, todo un privilegio.
 
2. Y, con estas formas, asistimos a una valiosa reflexión sobre el poder. Que hubiera hecho, sin duda, las delicias (salvando las distancias que cada uno o una quiera salvar) de Richard Wagner. Quizás por ahí pudiera rastrearse esa falta de belcantismo y lirismo a la que aludía antes y que el crítico Nino Dentici reprochaba a la representación. Y que yo no compartiría del todo… Porque, ¿ES ROBERTO DEVEREUX  UNA ÓPERA INEQUÍVOCAMENTE BELCANTISTA O BIEN PUDIERA ARRIMARSE, COMO LO HIZO EN SU REPRESENTACIÓN EN BILBAO, AL HIPOTÉTICO CATÁLOGO DE ÓPERAS DRAMÁTICAS?

No en vano Cesidio Niño, director artístico de ABAO, la entidad productora, en las notas incluidas en el programa de Escena, ya nos advertía de cómo durante la 2ª escena del 1º acto la mezzo tiene una manera de cantar muy diferente a la que pone en su voz en la escena de salida de ese mismo acto. Y anotaba, es un canto de tendencia más dramática (cursivas mías).

Así que, durante la representación, me atreví y disfruté trazando una imaginaria línea que fuera desde el anillo que luce en su dedo la Reina Isabel (1533-1603) al dramático Anillo de la Tetralogía wagneriana. ¿O no serían acaso estas dos joyas símbolos de un mismo poder absoluto, de aquél que dispondría sobre la vida y la muerte de las personas y que, desde el momento en que caen, casual y fatalmente, en manos de simples mortales, arrastran consecuencias aún más irreparables y dolorosas? Los celos del Duque de Nottingham provocan que éste guarde y retenga el anillo salvador de la Reina y desencadena, cuando puede evitarlo, la ruina y ejecución final de Roberto al que posiblemente la Reina, creyendo que posee el anillo que ella misma le dio lo usará para salvar la vida. Sí, enviándole a la Torre, tal vez, sólo haya querido poner a prueba su amor.

3. Y van a ser, por último, estas fatales consecuencias las
que hagan que Isabel renuncie al poder (¿como lo hace el Wotan wagneriano en El ocaso de los dioses?) y entregue el anillo a quien se convierte así en su sucesor, el rey Jaime I. E Isabel puede entonces soltar su desesperación y llorar como mujer que es.

4. Y por eso, quizás, me gustara también una de las últimas réplicas que canta dirigiéndose a los que han sido, hasta el desenlace final, sus amigos y consejeros de confianza, ese Duque de Nottingham y su mujer, Sara, que le ha engañado con Roberto, cuando la reina, la reina protestante, como es históricamente conocida, les dice ante sus peticiones de clemencia que no es ya ella la persona a quien deben dirigirse (una mujer ya normal- a la que histórica e irónicamente también se la conocerá como La reina virgen, aquel título de aquella mediocre película sobre su vida que interpretaba Jean Simmons y dirigía el también mediocre George Sydney, el de Los tres mosqueteros con Gene Kelly, teniendo en cuenta que Isabel, además de reina de Inglaterra ¡durante 44 años!: desde los 25 años hasta su muerte acaecida apenas 2 años después de la del personaje de su favorito Roberto Devereux,, ha sido, con la reforma protestante jefe, asimismo, de la Iglesia Anglicana). ¿Y NO SE PODRÍA PENSAR, ESCUCHANDO SUS PALABRAS, EN LAS RECIENTES DECLARACIONES DE VLADIMIR PUTIN CUANDO, REFIRIÉNDOSE A LOS YIHADISTAS, DICE QUE SEA DIOS QUIEN LES JUZGUE, QUE ÉL SÓLO PRETENDE LLEVARLES ANTE ÉL? BURLA BURLANDO, MÁS ACTUALIDAD…
 
5. Reflexiones sobre el poder que, al fin y al cabo, Donizetti extiende desde el siglo XVI, años en los que trascurre la ópera, hasta el momento histórico, siglo XIX, en el que la escribe (no sería otra mi interpretación del “anacronismo”, como desacertadamente se refiere a él, y que me perdone, el prestigioso estudioso William Ashbrook, en que incurre el músico italiano cuando introduce en la obertura de su ópera el Himno Inglés que data del siglo XVII y no del XVI), e incluso más allá, hasta nuestro siglo XXI en el oímos y asistimos a la representación de la ópera. Y comprobamos entonces que las cosas, desgraciadamente, no han cambiado demasiado en estos cinco siglos: el poder necesariamente discrimina, es injusto y, por lo tanto, abona el terreno para la corrupción. Aunque en cuanto pasa o se distribuye entre hombres y mujeres no tan reales y sí más corrientes (y dicho sea esto sin ninguna mala uva) las consecuencias de este “democrático” y corrupto poder pueden ser incontrolables.

Luego habría que aplicarse con todo lo que esté a nuestro alcance y en  nuestras manos sin anillos para evitar esta deriva funesta e intentar que, al menos, la esperanza sea lo último que se nos pueda sustraer. Donizetti y Wagner no creo que anduvieran demasiado distanciados en estas consignas. Roberto Devereux y la Tetralogía del anillo (y continuamos salvando las distancias que se quieran) son, en estas circunstancias, dos serios avisos para navegantes. Y el que tenga oídos y quiera oír, que los escuche. La modernidad de los clásicos, que dicen algunos.
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