Acabo de enterarme hace unos minutos: José Mª Latorre murió el pasado 14 de noviembre, de "una manera rápida e inesperada", según he leído en las páginas de Dirigido por... del mes de diciembre. Sabía que andaba fastidiado. No había escrito las páginas digitales del número anterior de la revista. Y sé también que eso en él no podía ser signo de nada bueno. Pero la muerte siempre nos coge por sorpresa. Y si es de alguien al que se admira la sorpresa se acompaña con el dolor y... un segundo de silencio durante el que uno se pregunta muchas cosas, como si ese segundo fuese, en realidad, mucho más que un segundo o como en mi caso, sin ir más lejos, casi-toda una vida.
Porque José Mª Latorre para mí ha sido como un maestro. No, más exactamente: el maestro. Mi crítico de referencia. No podría asegurar que gracias a él se me metió en el cuerpo el gusanillo del cine, pero sí que gracias a él ese gusanillo fue tomando la forma que hoy tiene. Sus críticas eran mi santo y seña particular. Sus películas, poco a poco, mis películas. Y sus ojos, partes imprescindibles de mi mirada cinematográfica... y vital, ¿por qué no? Hitchcock, Murnau, Fellini, Terence Fisher, Bergman y tantos otros que hicieron y hacen, todavía hoy, que la experiencia de sentarse a ver una película sea una de esas fascinantes y misteriosas (¿o acaso la emoción no es misteriosa?) experiencias que hacen que esta vida merezca la pena.
Luego esa mirada cinematográfica se hizo mayor y fue abarcando otros campos. También José Mª contribuyó a ese "crecimiento", ¿Y cómo se le pueden agradecer a alguien semejantes regalos? En la literatura me abrió las páginas de Kipling, Joseph Conrad, Faulkner, Tolstoi o Kundera. Y con la música me acompañó a los estrenos de Rota, Stravinski, Alban Berg, Mozart o Beethoven.
Y con todo ello fue haciéndose una masa. Y esa masa fue la que, en parte, me hizo. Así que el espíritu de José Mª sigue viviendo, de alguna extraña manera, en mí. Por eso cuando me he enterado de su muerte una esquina de ese espíritu también me ha dicho adiós con la mano. O hasta luego, que es lo que preferiría imaginar que escucho cuando alguien querido me deja. Porque eso sería como pensar que simplemente José Mª no ha querido esperar, que se ha adelantado unos metros por delante, y que algún día volveremos a vernos en un cine donde se proyecta, por ejemplo, el Moonfleet de Fritz Lang o en una sala de conciertos donde se programa El clave bien temperado del insigne Sebastian Bach.
Pero de momento habrá que esperar. Y hoy acaso me ponga en el DVD I clowns cuyo final tanto le gustaba. ¿Y a quién no? Por lo que añado, debajo de estas apresuradas y dolorosas líneas, esa increíble secuencia a los geniales sones de Nino Rota, a modo de homenaje a una persona que, sin imaginarlo, me hizo un poco como soy y siento. QEPD.
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