El Rey, hoy que el nuestro ha abdicado, muestra una actitud impecable. Por un lado no se rebaja a contestar el gesto de su adversario. LeBron es el Rey, y el Rey nunca se molesta por los infantiles "prontos" que afectan, de vez en cuando, a sus "súbditos". Ese no hacer aprecio de LeBron desnuda en su nadería más "nada" la actitud y al mismo personaje que sopla para eso: para nada.
Pero es que además el rostro que compone Lebron es bonito, casi cinematográfico: no sólo aguanta al busca-bocas-de-Indiana sino que aguanta el plano, compone una escena de una serenidad y aplomo majestuoso (¿no está el mismo Mizoguchi a la vuelta de la esquina?), propio de alguien que sabe que medio mundo le está mirando y aguardando su reacción ante la provocación del rival. Y es, en esos momentos, cuando el Rey sabe también que debe estar a la altura de su corona y se muestra como lo que es: el admirado (y su reacción es sólo un ejemplo del por qué de esa admiración) y magnífico monarca (de la NBA). Su indisimulada sonrisa es real. Su mirada está más allá del vulgar Stephenson (al que ni mira) y de la misma cancha de baloncesto. Cuando se está tocado por los dioses hay que demostrarlo. Sí, sobre todo eso: de-mos-trar-lo. Y el resto de los mortales le rendiremos la pleitesía que se merece y que le hace diferente. O encenderemos la televisión y le veremos jugar al basket como lo que es: el mejor jugador del mundo: el Rey.
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