Ayer me senté a ver la película que
proyectaba La 2.: El primer día del resto
de tu vida. Y la verdad es que no me esperaba demasiado. Pasar un rato, más
o menos, entretenido, escuchar buena música (para esto también valen las
películas) y poder zapear 100 minutos más tarde, gracias a la bendita ausencia
de cortes publicitarios, ver las noticias del día e irme a la cama que hoy me
tocaba madrugar.
De manera que la película o
peliculilla, digámoslo abiertamente (siempre es un chasco ver las mismas
historias de siempre disfrazadas con el manirroto, falso y rastrero disfraz de
“esto es algo distinto”) no me defraudó. Escuché un trozo del estupendo Time de David Bowie (luego lo escuché
entero echando mano de Aladine Sane,
el LP donde la canción no se corta) y disfruté de esa joyita que es el Perfect Day de Lou Reed. Y es que
siempre que oigo esa canción pienso que “un día perfecto”, de tener una música,
tendría esa música.
Pero de repente, y casi al final,
hubo una verdadera sorpresa. Porque por un lado ya he dicho que no esperaba
gran cosa de la película. Y la película se estaba terminando y, efectivamente,
todo había transcurrido plácidamente. O sea sin sobresaltos o, como un amigo me
suele decir, “sin peligro”. Y de repente eso: una secuencia fantástica que, obviamente,
valía por toda la película; una secuencia digna del más brillante de los
melodramas, un punto o un puntazo, uno de esos prontos de genio que, de pronto,
te deja perplejo porque nunca te habrías imaginado nada parecido viendo de
donde viene (El primer día…) o
viniendo de quien viene (Remi BezanÇon, el director).
La secuencia en cuestión tenía
lugar en el interior del taxi de Robert, el taxista protagonista de la
película, que acaba de morir por un (siempre inesperado y jodido) cáncer. Es de
noche y su mujer, Marie-Jeanne, entra en el interior del coche dolida y
silenciosa. Seguramente todavía llora de vez en cuando añorando a Robert. Se
siente, viéndola acomodarse en el asiento, que su muerte aún está cercana. Y
que duele. Pero de pronto repara en la almohadilla que su hija, Fleur, le
regaló por su último cumpleaños para que tuviera su espalda protegida. Y lentamente
la coge. La acaricia entre sus manos. Y entonces destapa la boquilla y deja que
el aire vivo, el aliento del propio Robert, le bese el rostro.
Y eso: me quedé sorprendido. De
repente, un pequeño milagro. Unos mágicos instantes del mejor cine. Y me fui a
consultar la crítica que pudiera haberse incluido en el Dirigido por… en su momento. Y la encontré. En el nº390. La firmaba
Raúl Acín. Y terminaba con estas palabras: “BezanÇon entrega una secuencia que
vale por todo el cine de Klapisch (y por tantas horas y horas del cine actual,
añado yo): aquélla (…) en la que Marie-Jeanne (…) inhala la respiración de su
marido”. Sí, resulta gratificante encontrar a alguien con el que se comparte
una opinión. Y que no estamos tan solos. Porque seguro que hay muchos más que
se conmovieron con la secuencia (mi mujer entre ellos). Y es que se me ocurre
pensar que el arte tiene, entre otras virtudes, estas cosas. Nos encuentra
“almas gemelas” cuando menos lo esperamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario