martes, 7 de enero de 2025

18 GRANDES PELÍCULAS, 18 PEQUEÑAS CRÍTICAS (y 3)

En esta nueva página y ya vamos 3 continuamos recogiendo microcríticas de grandes y no tan grandes películas. Aunque vuestra es la última palabra. Así, y en este orden, ahora presentamos (como siempre, de arriba a abajo): Los comulgantes, Maps of the Stars, Dune 2, Divorcio a la italiana, The Palace, Casino, Descansa en paz, El cielo rojo, Umbracle, Alemania Año Cero, El mal no existe, Detective, Alphaville, Crimen y castigo (1983), Círculo rojo, Otra mujer, Los golfos, Queridos camaradas.


El otro día me animé a volver a ver Los comulgantes, la película que Ingmar Bergman dirigió en 1963 y a la que hacía tiempor que no le ponía el ojo encima. Pero como aún estábamos en Navidad me pareció que el tema que trataba, el famoso y tan cacareado- ¡qué paradoja, ¿verdad?!- "silencio de Dios", se ajustaba como anillo al dedo a tan señalada fecha.

Y me pareció que Los comulgantes continúa manteniéndsoe de maravilla. Sus imágenes exactas, sus diálogos que hieren como balazos, delatan al cine más puro; ése al que nada le falta y nada le sobra. Con una increíble sucesión de planos, uno detrás de otro, pero no de cualquier plano sino, únicamente de aquéllos que son preci(o)sos y necesarios. Por eso, viéndola pensé en el magnífico ensayo que firmó Paul Schrader y que, entre nosotros se llamó El estilo trascendental del cine: Ozu, Bresson y Dreyer, y al que yo añadiría el apellido del realizador sueco sin que- espero- nadie se sienta ofendido.



David Cronenger nunca me dejará indiferente. Y eso es algo de lo que muy pocos directores pueden presumir. Su cine bizarro, siempre turbio, poniendo el dedo sobre la llaga que más supura es algo que me hace permanecer siempre alerta, con la espalda enderezada en la butaca por lo que pudiera ocurrir. Cierto también que, a veces, como en estos Maps of the Stars, la película que firmó en 2014, esos mismos y saludables ánimos de epatar le lleven a rizar el rizo en demasía y el resultado se resienta y se vuelva en su contra. Pasa cuando nos resulta difícil encontrar en esos Maps la sagrada verosimilitud y a ésta tengamos que buscarla con prismáticos o cogerla con pinzas.



Dune 2, la película que Denis Villeneuve rodó en 2024, aparte de ser la continuación del Dune a secas del mismo Villeneuve y, supuestamente, la pre-cuela de próximo Dune 3- así está el patio-, es un espectáculo de primera calidad. Si habláramos de fútbol, hablaríamos de la Champions. Si habláramos de música, hablaríamos del Concierto de Año Nuevo con la magnífica Filarmónica de Viena.

Además Villeneuve sabe lo que es rodar. Basta con que nos fijemos en la primera secuencia de este Dune 2: toda una excelente muestra de cómo mover la cámara y los personajes. Pero, ¡ay!, cuando al final se enfrentan el Elegido con el calvito malo y retorcido me descubrí pensando que me daba igual quien ganara. 



Según estás viendo Divorcio a la italiana enseguida te das cuenta de que lo que estás viendo no es lo de siempre, que la película que Pietro Germi rodó en 1961 es algo diferente a lo que hasta entonces has visto, algo tocado por esa varita que raramente nos pone la punta encima y que hace de aquello sobre lo que se apoya, algo muy especial. Como sucede con las mejores muestras, y ésta lo es, que el cine italiano nos ofreció durante esas dos décadas prodigiosas, las que irían, año arriba, año abajo, desde 1945 a1965; desde El limpiabotas a La armada Brancaleone, por ejemplo. Algo muy grande y al que el talento se le caía de los dedos.

Por eso todavía sentimos, ¡y cómo!, las aventuras y desventuras de Cece, magnífico Marcello, sufre por Ángela, no menos magnífica Stefania. Pero, ¿quién no perdería la cabeza por esa criatura celestial- y valga la redundancia- de 15 añitos? Que levante la mano... y no veríamos ninguna.

Y si quisiera enredar y buscar un poco la boca a quien se la dejara encontrar, compararía- como aún hoy en día insisten algunos críticos de nuestra Piel de Toro- este grande cinema con el que durante esos mismos años realizábamos por aquí (pasó mi abuela), y nuestro gozo caería en el más profundo y negro agujero, exceptuando al verdugo y al Plácido del señor Berlanga, por supuesto. ¡Seamos serios, aunque sólo sea por esta vez! Porque aunque en ciertos detalles Divorcio a la italiana se muestre un tanto demodé, habrá que reconocer que la película de Germi continúa siendo una joyita que uno no se cansa de ver y disfrutar.    


Sí, hoy me apetece más que nunca llevar la contraria a todos esos sesudos críticos que salpican la página de Filmaffinity y las calificaciones que recibe The Palace, la última película de Roman Polanski,  con una aluciante unanimidad, nunca vista antes, al menos por mí, en los tan temidos puntitos rojos; vaya lo peor de lo peor.

Pero realizar con más de 90 palos una película como The Palace tiene su aquél. Y nada de las ñoñadas a las que últimamente nos ha acostumbrado otro "vejestorio" como Clint Eastwood con el que a los mismos sesudos críticos, a los que antes aludía, se les cae, y nunca sabré muy bien por qué, la baba. Aunque, sin duda, Polanski, y más si se rodea de excelentes colaboradores como sucede con Jerzy Skolimowski, el brillante realizador de El buque faro o de El año de las lluvias torrenciales, por ejemplo, ejerciendo aquí las labores de co-guionista, es más mordaz y rueda con bastante más mala uva que el ex- alcalde de Carmel.

Casi me atrevería a decir que, por desgracia para él, Polanski conoce el material y los tipejos (sí, "tipejos" a pesar, o quizá por ello mismo- quién sabe- de sus de sus repletas cuentas corrientes) que dan sentido y pueblan su película. Y a partir de ahí actúa sin misericordia. No deja títere con cabeza. Porque a estas altruas de su vida ya no tiene que demostrar nada a nadie, ni hacer la ola donde no hay playas a la vista. Y esa imagen final del perrito "cubriendo" al pingüino que ha sido un regalo de aniversario para la protagonista, debería hacernos reflexionar.

Como ya nos debería haber puesto alertas Stanley Kubrick desde su "teléfono rojo", película con la que The Palace mantiene más de algún sabroso parecido en el tono que Polanski emplea: situaciones delirantes, personajes desquiciados, ritmo frenético. Él del que no conocerá una obra maestra, pero tampoco una mala película- y ya tiene unas cuantas, sigue poniendo el dedo donde más nos duele. Por eso después de ver The Palace me levanté de la butaca y fui corriendo al botiquín.



Sí ayer, y a cuenta de que ando enfrascado en la escritura de un guión sobre el juego basado en la excelente novela de Dostoievski, El jugador, volví a ver Casino, la película que Scorsese, lejos ya de sus mejores tiempos, rodó en 1995. Y lo siento de verdad, lo de "mejores tiempos" quiero decir, porque Casino, y mucho más allá de los casi-unánimes elogios que cosechó entre la crítica y el público, yo la situaría justo en el polo opuesto. Sí, porque muy poco me aportó Casino a las razones que me me hicieron volver a verla, aunque lo intenté de nuevo y con la mejores intenciones. Pero ya algo de esta decepción me parecía, vagamente, recordar de su primer visionado.

Y si tratara de explicarme recurririría al ejemplo de ese actor/actriz cuya interpretación calificaríamos de "sobreactuada" y nos resulta, por ello, cargante y poco creíble para pasar, igualmente, a señalar una película como "sobreactuada". Porque éste sería el caso, por lo menos para mí, de Casino; donde hay mucho más ruido que nueces, un subidón de adrenalina que no nos lleva a ningún cielo, un mero castillo de fuegos artificiales. Y si para muestra nos valiera un botón yo os invitaría a fijaross en James Woods, ese excelente actor que a veces se nos muesrtra pelín exagerado pero que, en esta ocasión, parece recién salido del plató donde Dreyer rodaba alguna de sus excelentes película; éstas sí, memorables.


No suelo hacer mucho caso de los comentarios y/o críticas que leo antes de ver una película, pero cuando me enteré de que Descansa en paz (2024) era el primer largometraje realizado por Thea Hvistendahl la cosa cambió, porque mientras la veía no pude dejar de exclamar, ¡joder, Thea, con un par!, y rápidamente me apunté su nombre en el archivo de "a no perder de vista".

Porque Descansa en paz tiene esa caracterísitca que siempre me toca. Porque me "habla" sobre el dolor, en el más amplio sentido del término, sobre el más profundo malestar, y sus imágenes, como no podría ser de otro modo tratándose de una magnífica película, quedan preñadas de él. Y en ese punto Thea traía a mi memoria al turbio Atom Egoyan de Exótica o El dulce porvenir. Y eso ya son palabras mayores. Lo decía Oscar Wilde, donde hay dolor, estás pisando terreno sagrado.



Ayer vi la tan aclamada película de Christian Petzold, El cielo rojo, nada menos que Gran Premio del Jurado de la Berlinale de 2023 y la verdad es que mi gozo volvió- y me temo que no será la última vez- a caer dentro de un pozo. O quizá mejor que "gozo" debería haber escrito "mis expectativas" Porque incluso el resultado, y no siendo estas expectativas súper elevadas- por desgracia hoy qué se puede esperar entrando en una de las pocas Salas de Cine que no han bajado la persiana-, se queda cotrto (y perezoso).


Porque a propósito de El cielo rojo escucho hablar de Eric Rohmer. ¡Pero seamos serios! Rohmer dibuja, en sus mejores películas, personajes entrañables, a menudo, inolvidables, y los que nos muestra Petzold no dejan de resultarme aburridos como un bostezo y tan imprevisibles como un susto. Y por si a Rohmer le dejáramos tranquilo ahí estarían, entonces, las múltiples alusiones con que a los críticos se les llena la boca invocando el nombre de François Ozon y, en concreto, de su también aclamada (¡ay!) y sobrevalodarísima (¡ay, ay!) En la casa. Así que como a mí ya la película de Ozon no me dice gran cosa, ¿qué podría añadir a El cielo rojo? Pues que si no mejoras un dudoso original, ¿para qué demonios insistir? 

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¡Y el otro día me la encontré de frente! Era, es y será Umbracle, la impagable y excelentemente rodada película que, el casi desconocido por las nuevas generaciones (¡ay!), Pere Portabella fimaría en 1972; cine valiente donde los haya, donde lo último que se quiere ver es a un espectador plácidament sentado en su butaca; sí, cine peligroso, que te remueve las tripas y las neuronas con un tenedor; y en el que, como no quiere la cosa, asistimos a un bellísimo homenaje a los maestros del cine mduo americano, o sea, y sin roden de preferencia, Chaplin, Keaton, Harold Lloyd y... ¡el Gordo y el Flaco!

Y todo ello sin olvidarnos de la imponente presencia de Chrisopher Lee demostrando su dotes como cantante o comentando y recitando el genial poema El cuervo, de Allan Poe. O de los hermosos acordes de la 6ª de Beethoven que suenan, ¡demasiado brevemente (¡ay!)!, en un momento determinado. O de esas manos que acarician y nos muestran el magnífico Drácula, de Bram Stoker.

Sí, a Umbracle me la encontré de frente y enseguida me asaltó la pregunta sobre qué más se le podría pedir a una película, porque a mí, al menos, no se me ocurría nada.



Alemania, Año Cero, después de Hitler se supone (¡qué miedo suponerlo!), es la película que Roberto Rossellini rodó en 1948. y que siempre me ha parecido una película, literalmente, alucinante. Porque alucinante es el Berlín que Rossellini filma y dibuja con sus imágenes. Porque alucinante es su personaje principal, Edmund, ese niño que aún no ha aprendido ni aprenderá a jugar, y al que su confusión y desamparo le hacen parecer a mis ojos, por lo menos, el más inhumano retrato de la frialdad. Porque alucinante es verle disparar con las manos mientras se pasea entre los escombros de una ciudad muerta, ¡como la espléndida ópera de Körngold (no me resisto: aquí abajo os dejo su increíble canción de Marietta); sí, muerta la ciudad como muerto está Edmund aunque camine en la más alucinante premonición de lo que, después del asesinato de Kennedy, se nos vendrá encima: los Oswald y sus altri ego que nos mantienen a todos, hasta hoy, en este vivir-sin-vivir.


Y si acepto "pulpo" como animal de compañía, lo aceptaré con la condición de suscribir que haya películas tan buenas como ésta pero mejores, imposible. 



Que el mal no existe, además del título de la película que Ryüsuke Hamaguchi rodó en 2023, es una frase que bien podría haber suscrito Schopenhauer hace 150 años, luego en eso Hamaguchi no aporta nada realmente nuevo. Tampoco su lenguaje sereno y reposado sería una gran novedad desde que el maestro, Ozu, pusiera su ojo en el visor de una cámara de cine. Pero incluso, y admitidas estas premisas, la película de Rysüke Hamaguchi me envolvió de una forma realmente cariñosa. Aunque no por ello el final me supo a poco. Cuando la película tenía que despegar, Rysüke Hamaguchi no batió las alas y se dejó ir: perezoso, cansado, lentamente, mientras yo no me cansaba de pedir más y más... alto.



Detective (1985) es la película que Jean-Luc Godard realizó justo 20 años después de Alphaville, de la que di cuenta en la reseña anterior y de la que muy bien podría constituir un preciso complemento: cine negro + Godard. Aunque es obvio que, salvo honrosísimas excepciones (Historie(s) du Cinema), el cine del corrosivo Godard fue perdiendo veneno y chispa con el paso de los años, aquí, desde el mismo título, Detective, nos estaría animando, como en una de sus grandes boutades, a abandonar el estático papel de espectador apalancado y a vestirnos con la capa a cuadros, la lupa y patear la calle (el hotel) para tratar de averigüar lo que quieren contarnos sus imágenes.

Pero yo, por lo menos, nunca llego a conclusiones fiables. Soy un simple espectador, perdón, el detective del hotel, sí, y muchas de las cosas de esta película se me escapan entre sus infinitas paredes.




En Alphaville, la película que Jean-Luc Godard dirigiera en 1965, el realizador francés es ya todo un maestro. Y los maestros no se atienen a las normas. Ellos las inventan. Por eso en Alphaville encontramos un antecedente de Blade Runner, la archiconocida película de Ridley Scott, en su irresistible híbrido entre el cine negro y de el ciencia ficción, y en su final cuando Harrison Ford y Sean Young escapan de la deprimente Los Angeles.

Aunque Godard nunca será tan ingenio y autocomplaciente como Scott. A él la mala leche y la ironía se le caen de las manos. Por eso cuando Eddie Constantine y Anna Karina escapan de Alphaville en el coche de aquél, el paisaje no se ilumina y se llena de color, sino que todo sigue siendo igualmente turbio y gris. Apenas el frío y metálico "te amo", que pronuncia Anna, nos permite albergar alguna tibia esperanza, ¿o no?



Crimen y castigo (1983) parece ser la primera película larga de Aki Kaurismäki. Aunque en ella ya están contenidos los principales caracteres que hacen de su cine "algo diferente" a lo que, normalmente, tenemos ocasión de ver en una sala de cine, y no digamos, en tv. Su estilo es frío, depurado, abstracto, en una proyección casi bressoniana. En él ninguna voz alza el tono por encima de las otras, y la sucesión de planos nos lleva, inexorablemente, hacia una conclusión que, en muchas ocasiones, no deja de aparecérsenos como provisional.

Pero es que, además, esa extraña sencillez que el director finés demuestra en cada uno de sus planos consigue que Kaurismäki haya sido, y sea, uno de los principales referentes para muchos de los que han querido, y quieren, pasar a engrosar las filas de este noble arte de realizar películas pero confundidos, ¡ay!, con el no menos noble arte del coser y cantar. 



En esta ocasión seré más breve todavía: Círculo rojo es la película que Jean-Pierre Melville dirigió en 1970 y como El silencio de un hombre comienza con una cita en la que se nombra a Budha. También, y como sucede en El silencio de un hombre, en Círculo rojo no se habla demasiado. Se actúa. Pero cuando terminas de ver El silencio de un hombre eres plenamente consciente de que hasta ese momento no has visto nunca nada parecido. Con Círculo rojo no sucede lo mismo.



Considero a Woody Allen uno de los mejores directores de la Historia del Cine; o al menos y entre los mejores, uno de los buenos. Y si para muestra valiera un botón aquí estaría Otra mujer, la película que realizó en 1989 con la impagable Gena Rowlands y a la que su visionado me sirvió para rendirla merecidísimo homenaje a cuenta de su reciente fallecimiento. Y en ella Allen consigue, como en sus buenas películas, ese milagro que hace que este difícil y endemoniado arte de realizar películas parezca, en realidad, un juego de niños.


Y por si todo esto fuera poco o  no fuera suficiente, y atendiendo a su Banda Sonora, podemos escuchar a Erik Satie, lo que nunca está de sobra. Yo, por si acaso nos falla la memoria, os dejo la versión que Allen usa de la exquisita Gymnopédie nº1 por ahí arriba.



Los golfos (1959) es el debút de Carlos Saura como director de cine y de aquella impagable productora que se llamó Films 59, con Pere Portabella a los mandos de la nave y que pretendía desarrollar un cine que nos pusiera a la altura de las ficciones más notables que, por entonces, se desarrollaban en Europa.

Claro que en ese cine europeo los protagonistas eran siempre los seres humanos. No tanto como en España donde había otros problemas que nos acuciaban, más todavía y que casi 70 años después nos siguen acuciando con particular saña. Y es que nuestro problema no sería otro que el problema del "país", antes que el problema del "ser humano", el problema de este país nuestro que nos acoge con una mala salud de hierro, que decía Ortega. Por ello el toro que agoniza en la arena de la plaza al final de la película, después de haber sido cosido a pullazos es el fiel retrato de España. Los golfos ya no están en el plano. Ellos sólo han sido la excusa que ha servido a Saura y Portabella para afirmar que, entre nosotros, algo no va bien, que la miseria más cruda insiste en ponernos un nudo en la garganta.

Porque, tal vez y después de todo, Los golfos sea una película de terror. Aunque vistos los resultados, quizá nos hayamos olvidado de los hombres demasiado rápido. Ellos confoman y dan sustento al país. Y nunca pueden constituir una excusa. Cuando ellos están mal, el país está peor. Y en ese orden.  



No me gusta ver dos cosas seguidas. Veo una y paro. Después, quizás, al día siguiente, veo la otra. Pero ayer me cuadraba: 1º, la Final Olímpica de Basket entre Francia y EEUU, y después, Queridos camaradas (2022), de Andrej Konchalovski, que pensaba que ya había visto aunque no me acordara casi nada de ella, lo que no es óbice para que se trate de una mala película y sí de que mi memoria esté para el arrastre.

Porque Queridos camaradas sin ser una maravilla es, realmente, una muy digna película. De lo mejor, sino lo mejor que Konchalovski ha rodado en su ya larga carrera. Aunque si empezara por lo que más me molesta de ella citaría, sin duda, los aires berlanguianos que respiran algunas secuencias y que, a mi modo de entender, no se ajustan al dramatismo que demanda la trama y que; vaya, chirrían como un tren a punto de descarrilar.

Y, ya puestos, tampoco me convence ese truquito final en el que se da por muerta, y con indudables dosis de verosimilitud, a la hija que la protagonista busca denodadamente- al estilo de Jack Lemmon en Missing- y al final reaparece por arte del birlibirloque. Eso sí, el final-final con madre e hija abrazadas en un inestrable tejado a dos aguas, retrata perfectamente todo sobre esa minúscula distancia que separa la más fogosa alegría de los más dolorosos disgustos.

Ahora bien, y terminaría por donde había empezado, porque antes que con los camaradas de Konchalovski me quedo, sin duda, con esos 4 triples seguidos, uno-detrás-del-otro que el pequeño, pero grandísimo, Stephen Curry se marcó durante el último cuarto de la Final de Basket a la que antes aludía, y que sirvieron para que EEUU derrotara a Francia y se colgara la Medalla de Oro.

Sí, a veces, hasta el buen cine debe hacerse a un lado para dejar espacio a un genio de 36 años que se resiste a dejar de serlo. Y yo también, lo prometo, aprenderé a ver dos cosas seguidas. 

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