Si me dijeran que eligiera a un actor entre todos los que ha habido y hay, a uno, uno, a uno solo solamente, posiblemente tardaría en pronunciar su nombre pero, sin duda, John Gilbert estaría entre esos candidatos a los que mi cabeza estaría dando vueltas. Y a más de uno y de dos podría parecerles, a bote pronto, una boutade, una ocurrencia de aquél que quiere pasar por ser más listo que nadie, más ingenioso que ninguno. Pero creedme que ésa no es mi intención. Y enseguida trataré de explicar el "sentido de mi voto".
Porque para quien no lo sepa John Gilbert fue una de las mayores estrellas del cine mudo. Ahí estarían para quien quiera corroborarlo La viuda alegre (1925), a las órdenes del gran Erich von Stroheim, El demonio y la carne (1925), junto a su adorada Greta Garbo o El gran desfile (1925), la no menos magnífica película de King Vidor y, en su momento, 2ª película de mayor recaudación en la Historia del Cine, y que no dudo que el mismo Vidor lo hubiera elegido para protagonizar esa cumbre del 7º Arte que, entre nosotros, se llamó Y el mundo marcha (1928), si John hubiera sido un rostro más anónimo, tal y como el papel, sin duda, exigía, y no tan popular. Pero también a las órdenes de Clarence Brown, y bajo el embeleso de Greta Garbo, rodó Anna Karenina (1927), y Una mujer ligera (1928).
Así que, más pronto que tarde, las dos grandes estrellas iniciaron una relación para regocijo de su multitud de seguidores. John quiso casarse pero Greta, en el último instante, cambió de opinión y no se presentó a la boda. Los motivos, desconocidos aún para quien esto escribe. Pero el golpe que encajó John fue de los que dejan marca.
Desde entonces su carrera entró en barrena; una fulgurante caída en picado. Triste y descangallao, como canta el tango, no volvió a levantar cabeza. Y la llegada del cine sonoro supondría para él la puntilla definitiva. Cuentan las crónicas que su voz de tenor ligero no era la mejor carta de presentación para acoplarse a las exigencias del nuevo arte hablado. Y lo peor que puede sucederle a un actor, terminaría sucediéndole a él: el públicó, que apenas 5 años antes hubiera dado su vida por un breve autógrafo suyo, se olvidó de su cara.
Sólo después de 5 años Greta Garbo volvería a acordarse de él haciéndole hueco en la cabeza de cartel en La reina Cristina de Suecia (1933), de Robert Mamoulian donde Gilbert interpretaba, ¡cómo no!, a su enamorado y terminaba falleciendo, trágicamente, en un duelo, dejando abandonada a la reina que, en uno de los finales más emocionantes que yo haya visto nunca, zarpaba de Suecia conteniendo las lágrimas en un rostro majestuoso y sublime.Después alcohol, bandazos y resbalones; otra película y un infarto que acabaría, prematuramente con su vida. A los 38 años. Siguen hablando las crónicas sobre que Greta Garbo no le olvidaría nunca. Yo tampoco lo he hecho. La jovialidad, el entusiasmo, el buen hacer que demuestra en sus mejores películas marca un doloroso contraste con el turbio final de sus días. Que la tesitura de su dicción, un anonido detalle en otras circunstancias, pudiera suponer una cuchillada mortal para su vida, no deja de aparecérseme como la más milimética distancia que separa el éxito del fracaso en nuestras siempre vanidosas existencias; ese punto exacto que nos debería hacer recordar los imortales versos de Kipling que, no en vano, figuran inscritos en la pared que precede a los tenistas antes de saltar a la Pista Central de Wimbledon, Si puedes encontrarte con el Triunfo y la Derrota,/y tratar a esos dos impostores de la misma manera...
20 años después James Mason encarnaría a Norman Maine, un famoso actor en declive, en la película de George Cuckor Ha nacido una estrella junto a Judy Garland, remake de la película que con el mismo título realizara en 1937 William A. Wellman, ¡el mismo que dirigió a Gilbert en La reina Cristina...! Y no dudo, o más bien, no quisiera dudar porque me gusta la idea, que el personaje de Norman Maine se modela con los huesos del propio Gilbert que, de esta manera, y cada cierto tiempo habría ido haciéndose presente en nuestros cines, ataviado con diferente rostro, y dada las numerosas vueltas de las que ha disfrutado la historia; quizá su historia: y sin atosigar, en 1976 con Kris Kristofferson y Barbra Streisand o, ya más recintemente, en 2018 con Bradley Cooper y Lady Gaga.
Sí, seguramente John Gilbert sea el actor al que más cercano me siento. Su peripecia vital no me parece más que un resumen perfecto de esta vida en la que andamos enredados, en la que a las alegrías de las tristezas apenas si les separa un ¡ay!
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