jueves, 12 de marzo de 2015

QUÉ VIENEN LOS RUSOS

 
No sé lo que ocurre o, mejor dicho, si sé lo que ocurre pero se me escapan los motivos de que todo transcurra detrás de una simple máscara demonizada, cuando no de franca (e injusta, ya que aún no habrían hecho nada: ni bueno ni malo) antipatía y desdén. Porque, ¿a qué obedecen estos “gritos subidos hasta el cielo”, estas voces crispadas, esos tertulianos de diferentes ideologías, analistas en distintas televisiones y espacios radiofónicos puestos, sin embargo, unánimemente de acuerdo por una vez y sin que el medio de comunicación, sea cual sea su bandera, coaccione sus opiniones sobre el indiscutible ascenso al poder de Syriza en Grecia o los espectaculares resultados que las encuestas vaticinan sobre Podemos en España?

A mí que me gusta mucho el cine me viene a la memoria aquella película de Norman Jewison que en este país (eran años 60) se tituló ¡Que vienen los rusos!, pronunciado a modo de ¡socorro! o ultimátum desesperado hacia toda la población, tal y como lo soltaría, después de tantos meses de incertidumbre, el más solícito y tembloroso de los centinelas, apostado sobre un andamio al borde de una playa y sin quitar ojo (¡Dios le libre!), prismáticos en mano, a todo aquello que pudiera suceder o venir allende los mares. Y aunque alguno pensara que este desembarco de tan indeseables huestes (sic) nunca fuera a pasar, ha pasado. Y los rusos ya andan sobre la arena. Perdón, Syriza y Podemos ya están entre nosotros. Y vienen para quedarse.

Pero, ¿a cuenta de qué tantos miedos, tantas precauciones, tanto ¡cuidado!? Al fin y al cabo, ¿no son hombres y mujeres como nosotros y nosotras los que componen el número de afiliados y simpatizantes de los dos partidos, aunque Tsypras no haya nombrado a ninguna mujer para su primer gabinete y eso haya enfurecido y recargado las pilas de feministas y hombres bienpensantes con motivos indiscutibles- sic- e incrementado, por si alguna falta hiciera, las críticas y los malos augurios? Pero, ¿justifica eso, al fin y al cabo una muy vieja versión de la tan cacareada “guerra de sexos”, tanto revuelo?, ¿tanta “mieditis”? Yo creo que los tiros, si persistimos en hablar de “guerra”, van por otro lado.

Y es, tal vez, lo que se nos antojaba tan baladí, tan ficticio, cinematográfico e insustancial como aquel ¡que vienen los rusos!, a modo de torticera versión “telón de acero” del más infantil ¡qué viene el lobo!, no sea, en el fondo, ni tan baladí (porque es más serio de lo que parece, y eso trataré de mostrar en estas líneas), ni tan ficticio ni cinematográfico (porque es muy real), ni tan insustancial (porque es muy sustancial), cuando detrás de todo ello, de todas las cortinas de humo se me aparece con la máxima y terrible claridad la eterna aversión a los postulados que sostiene la izquierda más radical.

Aunque no se me malinterprete. Que escribo “radical” no con un sentido extremista, yihadista o arcaico, del tipo de que ¡no quede en pie ni una iglesia, ni una sotana sin agujerear!, sino en la más noble acepción de una izquierda que no ha torcido aún los brazos, que se niega a verse domesticada; una izquierda, izquierda, zurda, mcenroe, impertinente, siniestra y orgullosa de ser todo eso (por lo que siniestra tendría de un toque de “asustador”, de “despertador” de unas conciencias ya dormidas durante demasiadas noches); dispuesta a cambiar lo que crea que debe cambiarse. Y sin que el pulso vaya a temblarle con el cambio.

Y entonces, ¿qué pasa?, ¿qué hay de malo en ello? Y pregunto, ya sin miramientos de ninguna clase, si toda esa inquina no responde, realmente, al nulo encaje que la izquierda-izquierda tendría en los esquemas sobre los que nos estamos empeñando en construir esta mastodóntica y macroeconómica Europa del euro; estos serían, capitalismo, más o menos, salvaje y campando, más o menos, a sus anchas, obscenas y progresivas desigualdades entre una población que cada día pinta menos (ya lo dijo Marx, un sistema que perfecciona al obrero pero que denigra al ser human), que cada día está más micro y desafectada de esas cifras macros bajo los gritos, éstos también, de ¡sálvese quien pueda!, y que Europa y este mundo globalizado, en general, quieren convertir en los únicos índices a tener en cuenta, como si el pan y el periódico llegaran a nuestras mesas sobre las alfombras mágicas de PIB.

¿Y no tendríamos pruebas suficientes para probar un cambio de rumbo? ¿No sentimos unas ganas inmensas de meter el pan, ya que hablamos de “pan”, en otra salsa? ¿Una roja de tomate, por ejemplo? Simplemente por curiosidad. Aunque cierto es que, como dice la canción, la curiosidad mató al gato, pero ¿quiénes de los que están leyendo estas apresuradas, como siempre, líneas son un gato o tienen cuatro patas? Pero lo dicen y lo repiten todos, ¡que vienen los rusos! Y ya me lanzo porque, ¿no fueron precisamente esas mismas y absurdas palabras las que hicieron posible hace 70 años (estos días en los que, irónicamente, conmemoramos la liberación de Austwitz) uno de los capítulos más sangrantes y vergonzosos de la Historia de la Humanidad? Porque ese maldito e hipócrita aviso (sí, ya va siendo hora de que llamemos a las cosas por su nombre) contribuyó a que las principales potencias europeas (o Francia y Gran Bretaña) y los EEUU de América demoraran su intervención en los planes que Hitler llevaba madurando desde muchos años antes, desde el 31 o el 33 o mucho antes, cuando el huevo de la serpiente era sólo eso: un huevo y tal vez con un certero y contundente golpe de cuchara nos hubiéramos ahorrado los disgustos que nos vinieron después por todas partes, y cuyas consecuencias aún sufrimos 70 años después (y los que nos quedarán, porque estas cosas no se arreglan como un grifo que estuviera goteando)?

Pero quizás todo esto no sea tan difícil de entender si apelamos al furibundo antagonismo que plantea entre el capitalismo y el comunismo; dos estructuras económicas que, seguramente, lo único que tengan en común sea precisamente esa categoría de estructura y de ordenadores de los ámbitos económicos. Y que desde este status de las “perras” haría que los restantes difirieran también como el agua del vino. Aunque tampoco esto debería ser ni dar para tanto porque las mismas nociones de “estructura” y “ordenador” ya recogen muchas ideas que hacen que los dos regímenes no puedan asimilarse bajo esferas tan antagónicas, como el día y la noche, el círculo y el cuadrado o el agua y el vino.

Por lo menos se me ocurre y confío en que los dos sistemas desean que los hombres y mujeres que viven y se rigen bajo sus auspicios lo hagan de la forma que creen más justa y armoniosa. E, incluso, me atrevería a conceder que esa forma fuera diferente en ambos casos pero lo que nadie, ni en las peores circunstancias, debería poner en duda es de que para los dos sistemas su forma es la más justa y armoniosa. Y esto, desde que los griegos decidieron inventar la filosofía, se ha asimilado siempre con lo mejor.

Así que si vienen los rusos, que vengan. Y dejémosles que hagan aquello que crean más justo. Que por ahí nunca nos van a ir mal (o peor) las cosas. No les neguemos la oportunidad (¿o no decimos, como un latiguillo, que todo el mundo merece una de ésas?), la palabra, el turno de hacerse oír porque, entre otros muchos motivos, con ello está en juego la calidad de nuestras democracias. ¿O no sería, acaso, una democracia menor aquélla que corta de raíz y se cierra en banda a los argumentos de una parte, por lo visto cada vez mayor, de la población? ¿O es que, y por aquí andaría el quid de muchas cuestiones, esta mastodóntica y macroeconómica Europa del euro ha decidido que se vive mejor (sic) bajo una democracia menor y recortada, una democracia que premia a los iguales aunque estos representen a diferentes siglas y condena a los distintos que presumen, y a mucha honra, de ser distintos, invocando y repitiendo insensatas consignas para amedrentar a la población (sí, ¡que vienen los rusos!)

Hace 70 años también las democracias nos asustaron. Por motivos similares. Y Hitler frenaría con sus panzers a las hordas rojas. Dejémosle hacer… No es tan mal tipo. Y el verdadero susto nos vino después. No quiero repetirme. Pero salvando todas las distancias que sean precisas, por supuesto, aprendamos la lección de la intolerancia. En una democracia o cabemos todos, y todos sin excepciones, o la democracia se convierte en un micro juguete en manos de unos pocos macros. Y los juguetes ya se sabe lo que ocurre con ellos: cuando nos hacemos o nos creemos mayores nos aburren y los arrojamos al cuarto de los trastos viejos. Y entonces ¡que tiemble la tierra! Rojos, verdes, amarillos, azules… : ¡el arco iris parpadea, vuelve a estar en peligro! Y este peligro es el real. Y no porque los rusos vengan.

 

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