Hay “parecidos razonables” que
descolocan o que, por lo menos a mí (ya que éste me afecta directamente a mí),
me dejan absolutamente perplejo. Sin saber muy bien qué pensar exactamente. O
pensando que, tal vez, las cosas mantengan entre ellas una relación que no
alcanzamos a comprender y que cuando la tenemos delante de los ojos nos deja
fuera de juego, y por bastante más que un “palmo”.
Y a ver si consigo explicarme. Una
de mis películas favoritas, una de ésas por las que siento una particular e
inmarchitable admiración es El rostro
impenetrable (One-Eyed Jacks), el western que Marlon Brandon dirigió en
1961. ¿Las razones? Muchas. Y muy variadas. Por ejemplo, que es la primera y
única película que realizó el actor americano. Como me ocurre a mí con mi ópera
prima, y de momento única película en mi “austera” filmografía, que sería Lo mejor de cada casa (Una semana en el
parque). O porque El rostro
impenetrable es una rareza. Vosotros diréis: una película del Oeste
dirigida e interpretada por Marlon Brandon y cuya duración sobrepasa… ¡las 2
horas y cuarto! Y yo siempre he sentido una franca afinidad por estas
“rarezas”. Por lo que no es como lo demás. Por lo que es y presume de ser
diferente. Y en esto El rostro
impenetrable no se esconde. Es una película diferente. Y muy larga. Y más tratándose de un western clásico. Sin
duda que también eso la “toca” con la varita de la singularidad. ¿Y qué más? Quizás
su director y actor principal. Porque reconozcamos que Marlon Brandon puede ser
muchas cosas pero un tipo normal y corriente me temo que no. Aunque tampoco sabría
decidir si ése es el motivo o uno de los motivos pero, en cualquiera de los
casos, me atrevería a afirmar que una vez que se ha visto El rostro impenetrable uno no se olvida tan fácilmente de ella. Y seguramente
la estupenda música de Hugo Friedhofer también tenga algo que decir al
respecto. Y los actores, empezando por los siempre espléndidos Kart Malden, Ben
Johnsom, Slim Pickers, Elisha Cook Jr o la misma Katy Jurado. O esa bonita
historia de amor imposible que se crea entre dos seres tan opuestos como el
forajido y canalla que interpreta Brandon y la ingenua e inocente Pina
Pellicer.
No, no sabría con qué quedarme. Si
apuntar a una razón o apuntar al aire y quedarme con todas… o con alguna otra que,
en una primera y precipitada batida, me habría dejado en el tintero. Porque,
vamos a ver, ¿qué es lo que hay en El
rostro impenetrable, en un western, que no encontramos en ningún otro? Y
entonces, a nada que lo pensemos, tal vez demos con la respuesta: ¡el mar! Claro,
El rostro impenetrable transcurre en
Monterrey, California, a la orilla del Océano Pacífico, y el mar es un elemento
que en la película siempre está ahí, en presente, azotando con el rumor de las
olas su banda de sonido e impregnando sus fotogramas con un inconfundible sabor
a salitre y a arena mojada.
Claro, siempre nos acordamos del
mar cuando pensamos en El rostro
impenetrable. Y éste será un recuerdo que siempre nos acompaña, que desvela
posiblemente que alguna vez, en algún tiempo muy remoto, todos sacamos nuestras
cabezas del agua, que todos en definitiva venimos de allí. Y de aquí, entonces, el encanto que destilaría y que siempre
tendrá El rostro impenetrable. El
gran, y nunca suficientemente añorado, Jose Mª Latorre lo anotaba a menudo en
sus comentarios sobre la película: el mar hace que El rostro impenetrable sea una película fascinante, única en su
género y… singular. Y yo lo corroboro. Y continúo (con aquello a lo que iba).
Porque la tarde pasada leía uno de
los ensayos que escribió el mejor, para mí el mejor escritor (junto con William
Faulkner) que haya emborronado jamás una cuartilla en blanco, y que no es otro
que Robert Louis Stevenson. El ensayo se titulaba, o se titula, La antigua capital del Pacífico y en él
Stevenson nos habla de su estancia en Monterrey, el mismo lugar que eligió
Brandon para rodar su rostro impenetrable.
Y Stevenson redacta el ensayo alrededor de 1880, un año que no quedará lejos
del tiempo en que transcurre la película de Brandon. Y Stevenson escribe (y ésta
fue la sorpresa mayúscula que sentí mientas lo leía, la que me impulsa a pergeñar estas líneas), las olas que lamen suavemente las escolleras
de Monterrey se hacen más grandes cada vez, en la distancia; (…) y en todas
partes, incluso cuando hace buen tiempo, el rugido lejano y electrizante del
Pacífico resuena por la orilla y los campos adyacentes, como el humo que se
eleva sobre un campo de batalla. (…) Un rasgo común en toda esta región es la
presencia perpetua del océano. El sonido lejano de las olas te sigue hasta las
profundidades de los cañones del interior.
Y ya está. Porque ya no me cabrían dudas
que las sensaciones que Stevenson y Brandon experimentaron contemplando
Monterrey fueron las mismas, sólo que con ¡80 años de distancia entre las dos!
Y que estas dos expresiones artísticas, dejemos ahora de lado cualquier agravio
comparativo entre ellas, tan imprescindibles en mi imaginario como lo son la
prosa de Stevenson y El rostro
impenetrable de Brandon se estrechen las manos, más allá del tiempo, sobre
las cálidas aguas que bañan los alrededores del Monterrey de finales del siglo
XIX, me ha parecido motivo más que suficiente y sobrado para dejar constancia
de ello en este artículo de este humilde “aprendiz de la vida”, que no deja de
asombrarse ante las increíbles cosas (¿o no son, acaso, éstas el material,
parafraseando al halcón maltés, con
se forjan estos “parecidos razonables”?) que le va contando aquella que como
decía el poeta, y como Brandon en la soberbia escena que cierra su película, va
a “dar en la mar, que es el morir”.
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