Sí, ando dando cuenta de tantos "parecidos razonables" que no acabo de percatarme de una secuela que ellos traen bien atadas a sus zapatos. Porque en este reino de la globalización, en el que andamos enredados y que no nos suelta ni con aceite hirviendo, los "parecidos razonables" son moneda de curso legal, la prueba irrefutable de que la globalización funciona como un tiro. Sí, porque globalmente, y día a día, todos nos vamos pareciendo más y más.
Y pongo un ejemplo, más o menos cercano, la reciente Eurocopa de fútbol, ¿no hemos visto en ella, en nuestras teles y con nuestros propios ojos, cómo todos los equipos, con independencia de los colores de sus camisetas, de los himnos frente a los cuales se cuadren sus jugadores, todos juegan, más o menos, igual? Y a los que ya tenemos algunos añitos encima, ¿no nos suenan entonces las palmarias diferencias que separaban, y continúo con el fíutbol, a la Alemania de Franz Beckenbauer y la Holanda de Johann Cruyff? O si nos quedáramos en nuestra orilla, ¿entre el Athletic de Javi Clemente, y el resto de los equipos que, por entonces, disputaban la Liga Española? Sí, todos corrían detrás del balón, se lo pasaban entre ellos, remataban, defendían, pero cada uno lo hacía a su manera, como cantaría el viejo Sinatra.
Pero mi sorpresa no habría quedado en esto que acabo de contar. Porque en estos territorios comanches donde el pueblo llano campa a lo bruto y a sus anchas, sería donde la globalización se pone más a huevo, dado el poder que atesoran las masas (enfebrecidas) sobre el individuo (silencioso), y por ello mismo, e irónicamente, por el carácter "tribal" que aquéllas demuestran y que les predispondría a una más sencilla y amable asimilación: un encuentro en el que las partes se olvidarían de las diferencias que les separan y se homogeinizan desde lo que les une. Parecería obvio concluir que los 100.000 asistentes a un concierto de los Rolling Stones, por ejemplo, exhiben una mayor uniformidad en sus gestos, atuendos, gritos y saltos, que el corto millar de asistentes a un recital de Alexander Kantarov, también por ejemplo, el joven prodigio francés del piano clásico.
Claro me diréis, la masa aglutina, iguala; la minoría, por su parte, es disgragación, es átomo. Claro me diréis, a esta minoría resulta, irónicamente también, porque serían pocos, más complicado meterles en cintura. Con dientes y uñas se resisten a la uniformidad. Proclaman a voz en grito su "originalidad". Aunque, tal vez, todo esto se reduzca a una vulgar cuestión numérica. Tirar y meter a todos juntos, masificados, en un agujero de golpe y porrazo, seguramente sea menos costoso y duradero que hacerlo uno a uno- porque estos serían pocos y, por lo tanto, podrían estar más separados. Claro, por ahí quizás nos pudieran cuadrar las cuentas. Pero, ¡ojito! Que esta globalización, que nos estaría corroiendo en estos momentos, no se anda con chiquitas, no es una globalización cualquiera que se rinda al primer estornudo. ¿Luego, ¿es imparable?
(Klaus Makela, en un extracto de El pájaro de fuego):
Porque, entonces, al grano. ¿O no estamos percibiendo parecidos razonables e irrefutables incluso entre esas minorías, entre los modos de dirigir (ver vídeo arriba) a una orquesta del joven maestro y violonchelista finés Klaus Makela que, entre otros reconocimientos, es el actual Artist Patner y próximo titular- tomará sus riendas en 2027- de la prestigiosísima Orquesta del Concertgebouw, y el no menos brillante y espectacular canadiense Yannick Mézet-Seguín (ver vídeo abajo)?
Porque yo creo que sí. En las formas, dos gotas de agua. Y de ahí que piense que esta Globalización, y ya la escribo con mayúscula, es algo muy serio. Porque no entendería de números: OK: se encuentra a gusto con la mayoría. ¡Pero hoy tampoco le hace ascos a esa minoría que hasta ahora siempre le habría sido refractaria, presumiendo de "desmasificada" o "desglobalizada", de ciertamente elitista y única!
(Yannick Mezet-Seguin en un extracto de la Sinfonía 5 de Beethoven):
Pero hoy, sí, la Globalización parece dispuesta a obrar el milagro. Mayoría y minoría. Hasta ahora aceite y agua. Pero la Globalización ya no se da por vencida: se frota las manos y ¡a por ella!, ¡a por la minoría! Porque ya está en condiciones y preparada para proceder a su mezcla y disolución e impedir que distingamos lo que nos va a servir para hacernos una tortilla o para paliar la sed que nos seca la garganta durante estos bochornosos días de verano. La Globalización a todos toca. A lo más, sí. Pero los menos que vayan dejando de presumir y sonreír por su unicidad. Ellos tampoco se libran de ser globales.
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