En esta nueva página (2) continuaremos recogiendo microcríticas de grandes y no tan grandes, aunque se pongan de puntillas, películas. Vosotros diréis. Vuestra es la última palabra. Así, y en este orden, ahora se presentan (de arriba a abajo): Yo capitán, La estrella del sur, Las amargas lágrimas de Petra von Kant, Perfect Days, Una mujer de París, Una tragedia americana, Not a Pretty Picture, Los compañeros, Smoke, Muerte en Venecia, La zona de interés, Francisco, juglar de Dios, Fallen Leaves, La Singla, La ley del silencio, Falcon Lake, Enviado especial, El maestro jardinero, Anatomía de una caída, Callejón sin salida (1947), Los Fabelman, Las cosas de la vida, Holy Spider, El callejón de las almas perdidas (2021),, Satanás, Cerrar los ojos, Cuentos de la luna pálida, Fuego, Fatalidad, Madre Juana de los Ángreles, Cry Macho, Eo, Dinero caído del cielo, En el curso del tiempo, 20000 especies de abejas, Los reyes del mundo, Matadero Cinco, Ricas y famosas, Todo a la vez y en todas partes, Beau travail, Sangre, sudor y lágrimas, Way Down, Arquitectura emocional 1959, Los crímenes del doctor Mabuse, El contador de cartas, Ninja Baby, Diarios de Otsoga, El hombre de las pistolas de oro, El hombre del traje blanco, El manantial, La tumba india, El tigre de Snapur, Titane, Benedetta, Café Society, Espíritu sagrado, El botones, Impulso criminal, El ilusionista, Los inútiles.
Y si como muestra valiera un botón, me centraría en la escena final, el punto álgido de la historia, donde los pelos (estos nunca engañan) deberían ponérsenos en punta. Pero en esa suerte suprema, Garrone falla. Ni con el repetidísimo "¡yo soy el capitán!" que pronuncia, a voz en grito, su personaje principal, ni con esa hermosísima frase, entresacada de los Evangelios (¡Garrone, no me engañas!), en la que Jesús, después de ser apresado por los soldados en el Monte de los Olivos, se dirige al Padre y dice, "me diste a 12 y no he perdido a ninguno"; y que en Yo capitán se trasmuta en boca de su protagonista en un, menos o más, "¡embarcamos todos y no he perdido a ninguno!".Pero ni por esas, decía, Garrone consigue que el pelo se me crispe una milésima y, en su lugar, mi gozo se abre la crisma chocando contra lo más profundo de un pozo que había por ahí.
¡Cómo me duele escribir lo que voy a escribir, Wim! ¡Había leído tantas alabanzas sobre Perfect Days (2023), tu última película, que confiaba en que hubieras recuperado aquel pulso cinematográfico que hizo que muchos, entre ellos yo, quisiéramos dedicarnos a este noble arte de hacer películas! Pero ¡ay!, mi gozo en un pozo.Viendo Perfect Days, sí, me acordé de Alicia en las ciudades, de En el curso del tiempo y, sobre todo, de la entrañable Paris-Texas, de la que Perfect Days no me parece sino un triste recuerdo, y la confirmación, me temo, de que los buenos tiempos ya no volverán, Wim. Sólo hace falta que pongas en un platillo al inolvidable Travis y en el otro al insuficiente Hirayama. Y no deberías dudar sobre hacia qué lado se inclina la balanza.De cualquier forma, si los buenos tiempos se han ido, aún nos quedan The Kinks. Y con ellos, sin duda el dolor, al que hacía referencia al principio de estas líneas, se hace mucho más llevadero, ¿verdad, Wim?
Y si con El chico (6 rollos) me emociono, con Día de paga (2 rollos) me desternillo, y con El peregrino (4 rollos) me acuerdo de El padrino, y con Una muijer de París, asistiendo a su secuencia final Fellini, Nino Rota y la inolvidable conclusión de las memorables noches de Cabiria, se atropellan incansables en mi mente, buscando hacerse sitio. Y yo, entonces y en justa correspodencia con Una mujer de París, que me habría chivado estas reflexiones, también me quedo sin habla.
Porque en cuanto al reparto femenino me quedaría, sindudarlo, con la estupenda Sylvia Sydney y la mítica Frances Dee y en el papel principal, con Phillips Holmes del que Monty no hará sino repetir, cuando no calcar descaradamente, la composición que aquél hace de Clive, ese joven advenedizo que, moviéndose entre las dudas y la inconsciencia, se ve envuelto en un torbellino de relaciones con esa american high class que sólo vive de la risa y la diversión, sin acertar a ver que, muy pronto, las tornas cambiarán de signo, y que lo que hoy es una desatada e incontrolada alegría, muy pronto, digo, se convertirán en esas lágrimas que regaran la inminente Guerra Mundial, la 2ª y, que de una forma definitiva, y tal y como le sucede al propio Clive, a todos nos cambiará irremisiblemente.
Además, y por si todo esto fuera poco, Una tragedia americana goza de las excelencias que denotaban al primer y mejor cine sonoro (Scarface, King-Kong, El malvado Zaroff, etc.) y que, como anteriormente había sucedido con los últimos años del cine silente (Y el mundo marcha..., Loces de la ciudad, Amanecer- de la que extrae la idea del crimen en las tranquilas aguas de un lago, etc.), llenaría las salas con soberbias películas, como si el sonoro ¡hola! de aquél no quisiera desmerecer del silencioso y majestuoso canto del cisne que éste habría entonado.
La operación sería sencilla: tantos minutos perdidos en el cine con semejantes desatinos, tantos minutos más de vida sobre este Planeta. Y yo, crédulo donde los haya, y sin pensármelo dos veces (Martha nunca fue gran cosa), diría, sí, Not a Pretty Picture, y enseñaría la correspondiente entrada para que no hubiera dudas sobre mi "pérdida de tiempo". Y entonces, voilá! 83 minutos de vida adicional, que es lo que dura el mamotreto de Coolidge. Y ya feliz como un corcho, aún vivito y coleando, seguiría dándole vueltas a la cabeza, porque seguro que se me ocurren muchas más películas. Y es que el Cine puede ser cualquier cosa, excepto una pérdida de tiempo.
Los camaradas es la película que el gran Mario Monicelli rodó en 1963 y por la que siempre he sentido una especial predilección. Y no me cabe duda de que en ella se encuentra enraizada la genial interpretación que Marcello Mastronianni- quizás algo sobreactuado por momentos, pero ¡no me importa!- hace del profesor Sinigaglia, uno de esos personajes que bien podrían reconocerse en aquellos versos de Bertold Brecht que decían, y que años después Silvio Rodríguez cantara, hay hombres que luchan un día y son buenos./ Los hay que luchan un año y son mejores./ Pero luego están los que luchan toda la vida:/éstos son los imprescindibles; inolvidable y eterno como la lucha de los obreros por la mejora en sus condiciones de trabajo, como la lucha del hombre por ser reconocido como Hombre con mayúscula, y una imprescindible muestra, por si lo anterior nos supiera a poco, de aquel "grande cinema italiano" del que nos hablaba Jean-Luc Godard en sus Historia(s) del cine. Y quién pone en duda que el francés sabía un rato largo sobre esto de las 24 imágenes por segundo.
No sé: sorpredentemente- porque recordaba la película como una gran película, aunque los exagerados elogios de D. Carlos Boyero ya deberían haberme puesto en guardia- Smoke me decepcionó. Quizás en su momento el humo cegara mis ojos, como se escucha en la conocida canción, pero la propia película parece ir en esa dirección. Ella misma me sirve el ejemplo en bandeja. O, ¿no es infinitamente más emocionante el cuento de Navidad que Harvey Keitel LE CUENTA a William Hurt que, y pesar de la bonita canción de Tom Waits, la rácana y parapléjica puesta en imágenes del mismo cuento que VEMOS y que sirve de fondo para los créditos finales de la película?Sí, en Smoke encontramos y ESCUCHAMOS literatura de 1ª división (Paul qepd), pero VEMOS cine de 3ª. ¡Lástima! Cierto es que Wayne Wang nunca fue gran cosa, pero cierto es también que nunca es agradable caerse del guindo y pegarse un porrazo.
Y es entonces cuando entiendo que la película de Rossellini está mucho más allá de cualquier etiqueta que pudiera ocurrírsenos. Francisco simplemente está. Le seguimos durante 10 secuencias junto a sus acólitos. Un rótulo precede a cada una de ellas. En él se nos cuuenta brevemente lo que a continuación vamos a ver. Así no hay sorpresas. Sabemos lo que va a pasar antes de que pase. El error nº1 que cualquier película debe evitar cometer. Y sin embargo, aquí no importa. La inocencia infantil, la pura e insensata alegría que embarga a esos hombres adultos con independencia de las circunstancias que les toca vivir, nos coge siempre con el pie cambiado.Sí, quizá fuera ésa la última intención de Rossellini: decirnos que, con este paso que nos empeñamos en llevar, no llegaremos nunca a ninguna parte.
Porque es desde aquí desde donde La Singla tiende un puente hacia una de mis debilidades: conocer de vengo para saber dónde estoy. Y es, entonces, cuando ciertos retratos de aquellas personas que vivieron los terribles años franquistas no dejan de ponerme los pelos de punta; más allá de los harapientos escenarios donde trascurren las acciones, o del rabiioso e increíble baile que destila el cuerpo la Singla, por ejemplo.
Porque su historia es, sobre todo, la historia de este país con una mala salud de hierro, que decía Ortega. Y es una historia que, a pesar de todos los pesares y circunstancias en contra, tiene a su manera un final feliz. Y quizá haya sido éste el mayor mérito de Paloma Zapata. Hacernos esbozar, bajo una mirada asombrada, una sonrisa en mitad de tanta miseria, de tanta calamidad, en mitad de tanta pena por lo que pudimos ser y nunca fuimos, ni seremos.
Y de todo esto La ley del silencio tiene para dar y regalar. No engaña a nadie. Cuenta verdades como puños. Sin andarse por las ramas y con una fuerza y convicción que te desarma y hace que te entregues a ella. Así que verla y disfrutarla hoy ya no me retrotrae a Maccarthy y a su pandilla de facinerosos enloquecidos sino, más bien, a unos tiempos en los que el 7º Arte era algo serio, muy serio y nosotros así nos lo tomábamos. Por eso, un poco del mago Bernstein, que hace tiempo que no pongo música...
Y, además, todo ello salpicado de excelentes secuencias como el asesinato del falso diplomático holandés en las escalinatas de acceso a una iglesia bajo una pertinaz lluvia de la que los asistentes se resguardan bajo un techo de paraguas. O aquellas que tienen lugar en la desolada campiña holandes, apenas punteada por unos insquietantes molinos de viento, en un magistral antecedente de la no menos magistral muerte en los talones. Alguien daría más? Lo dudo. ¿Acaso alguien piensa que Hitchcok no es el Mejor Director de la breve Historia del 7ºArte? Yo no, por lo menos.
Pero es que además Schrader consigue en El maestro otro milagro mayor como es éste de urdir sus tramas manejando los mínimos elementos, al modo de su idolatrado y genial Robert Bresson. En El maestro apenas son tres personajes. El resto le sobra a Paul. Pero con ellos se lanza a tumba abierta. Va a muerte. Y al final, y ésta sería la novedad que presenta El maestro, todo se resuelve en una preciosa calma chicha, reposada, tranquila, silenciosa, lejos de la violencia catártica y liberadora a los que tan acostumbrados nos tenía.Claro, Paul ya va a por los 80. Y su cara sabiduría oriental continúa fluyendo pero ya ha empapado cada poro de su piel, cada uno de los bellísimos planos de este maestro. Y sin levantar la voz. Como una confidencia que nos hicera al oído de todos aquellos que siempre le hemos querido escuchar.
Podría ser la clásica boutade por mi parte pero, sin embargo, lo juro como lo siento: es la cruda realidad, la que vi mientras veía Los Fabelman, la última peli (creo) del ya casi octogenario Steven Spielberg (¡cómo pasa el tiempo... para todos!). la que rodó hace un par de años, en 2022.. Pero tan cierto como que tecleo estas líneas, afirmo que las películas domésticas que rueda Sammy Fabelman, el primogénito de la familia, y alter ego de Steven, vaya, con su misma e inquebrantable afición por el cine son, realmente, lo unico que merece la pena de la función que montan Los Fabelman.Sí, porque el joven Sammy, irónicamente, no encuentra rival en el viejo Steven, en sus ñoñerías, en su pulso firme pero facilón, en esos terribles momentos de verguenza ajena e infantiles, pero sin que los niños (¡qué habrán hecho los pobres!) tengan la culpa, y a los que nada les falta, digo a los "momentos", ni tan siquiera ese estomacante aroma a puré pasado por el turmix (¡no se me atragante ningún espectador!) o a papilla o a selectos (sic) potitos para bebés que acaban de dejar la teta a un lado. Sí, en Los Fabelman asistimos a un peculiar parricidio. La Criatura (Sammy) se ha merendado a su Creador.(sí, a Steven).
Porque las películas que Sammy rueda son otra cosa muy diferente a Los Fabelman, aunque estén insertadas en ella. Las películas de Sammy cuentan también las peripecias de los Fabelman con otro tono, a todas luces y sombras, aparentemente más desgarbado aunque, sin duda, más atrevido y sugerente, Y todo ello a pesar de las inevitables (no se olvide que las está rodando un chaval que todavía no se afeita) hechuras domésticas que lucen o, tal vez, gracias a ellas, quién sabe: la modernidad no entiende de normas. Filmadas en color pero en formato súper 8; sin sonido y con un montaje inequívocamente casero, sí, pero valiente también.
Pero, incluso, en esas secuencias nos será dado descubrir un bonito homenaje al imprescindible Blow-up antonioniano, en el romance oculto, sincero, largo y apasionado que vive la madre de Sammy con el mejor amigo de la familia. Y es en esos momentos cuando Los Fabelman (gracias al arte de Sammy) despegan y crecen (¡y cómo!), cuando Los Fabelman tiran para arriba, y la película se monta en sus hombros y sube, cuando huelo, entonces, a un cine-para-mayores, de raíces europeas, serio, emocionante, cuando la papilla va a parar donde siempre debió estar: en el cubo de la basura.
Aunque, por desgracia, esos instantes no duran mucho tiempo. ¡Ay! Y es, entonces, cuando Steven toma las riendas de la función (lo que es un decir porque las manos le tiemblan como a un deshauciado enfermo de Parkinson), y la película se inclina hacia abajo, hacia un precipicio de palomitas-y-gominolas donde el sueño se empeña, con una terquedad digna de mejor causa, en cerrarme los ojos (y que Erice me perdone).
¿Pero de dónde viene semejante misterio? Y creo que ,a falta de darle mayores vueltas al tema , la soberbia partitura de Philippe Sarde tiene parte, o mucha, culpa. Porque la película con sus ralenties, y sus flash-backs no hace sino contarnos las peripecias, más o menos, normales de un hombre normal, con sus normales y pequeñas precoupaciones diarias- aunque justo es reconocer que Michel Piccoli no es enteramente un hombre cualquiera debatiéndose entre los amores de las espectaculares Romy Schneider y Lea Massari, ¡sí, casi nada al aparato!- ¿o habrá habido alguna vez alguien tan afortunado como él sobre una pantalla de cine?Aunque por otro lado y al mismo tiempo, Sarde nos ofrece una banda de sonido que es, en sí misma, un comentario añadido a las imágenes, y gracias a ella estass imágenes tan normales se transforman en tristes fogonazos, melancólicos tempi que nos dejan sin habla, mudos, hipnotizados, presintiendo que la vida, sí, nuestra vida es así, algo muy normal pero.... triste, porque siempre se termina, cogiéndonos el final justo en medio, en la mitad de nuestras cosas.
Es, sin duda, Holy Spider (2022) una buena película y, sin duda también, Ali Abbasi, un buen direcor de cine. No es que resulte una película extremadamente original, pero es que Abbasi ni lo pretende; cosa, que estos tiempos que corren (ya se sabe, que se las pelan) resulta de agradecer. Cansado estoy, yo por lo menos, de tantos pillos que, enarbolando la más tramposa de las purezas, presumen de hacer aquello que nadie ha hecho antes. Pero Abbasi parece tenerlo claro. Bien por uno, bien por otro, todo lo que puede decirse, está ya dicho. Por lo que la originalidad, parece haber pensar, se centrará en cómo decirlo... y en dónde.De esta manera, Holy Spider posee ciertos guiños a la psicosis de Hitchcock. También en ella la protagonista muere a los escasos 30 minutos de haber empezado la película. Pero no me importa. Me importa cómo muere. Y también la Policía anda aquí, embutida bajo los ropajes de una periodista, siguiendo la pista de un asesino en serie que parece no tener intendión alguna de acabar con la serie. Como Seven, pero sin paraguas ni chuzos en punta. Pero no me importa. Me importan más los inocentes; los inocentes que, creyéndose libres de una condena a muerte, ejecutan con su silencio cómplice a tantos desconoocidos.Y por una vez, y que esta vez sí, que sirva de precedente, el hecho de estar Holy Spider basada en hechos reales le aporta un añadido, un valor plus, que no sería otro que la consideración de que su argumento bien podría haber ocurrido en Irán, en los Estados Unidos o en cualquier lugar de este planeta; que la globalización ha llegado hasta aquí para quedarse y que las imágenes, en una suerte de snuff movie, y que le sirven a Abbasi para cerrar su película contienen la más cruenta amenaza: aquélla que, si insistimos en mirar al mundo sin retirarnos la venda, muy pronto terminará por cogernos a todos del pescuezo. Y no habrá nadie que nos oiga pedir auxilio.
Ayer vi Nightmare Alley o El callejón de las almas perdidas, para su distribución española, el remake que Guillermo del Toro realizó en 2021 de la notable película con el mismo nombre y apellidos que Edmund Goulding dirigiera en 1947. Y la pregunta me vino enseguida a la cabeza: ¿para qué darle un segunda vuelta a esa extraña e hipnótica película, de la que muy pocos habrán oído hablar y de la que, menos aún, echan en falta semejante segundo round? Y lo siento por aquéllos que esperarían de mí una convincente respuesta, porque el caso es que después de la interrogación mis labios se cierran como una ostra y el silencio es el único sonido que dejan escuchar. O sea, que no tengo ni idea. Quizás al Bradley Cooper de la versión de 2021 le apeteciera meterse en el pellejo del Tyrone Power de 1947. No lo sé, y la verdad es que me importa un rábano, porque el propio remake me importa otro rábano.
Todo lo que en éste vale, estaba ya en la versión de Goulding. Y todo lo que del Toro añade, sobra. Y esto es bastante: 140 minutos, minuto arriba, minuto abajo frente a los 100 minutos, minuto arriba, minuto abajo, de la primera versión. Porque a lo que del Toro se limita es a sacar a la luz todo aquello que Goulding sugiere y deja, elegantemente, bajo su alfombra en blanco y negro convirtiendo en su película, y esto sí que es novedad- sólo que desgraciada novedad-, a Bradley en un asesino desde el primer fotograma para alegría-alegría-al-café de todos aquellos espectadores que prefieren la claridad a las sombras, lo evidente a lo turbio, lo "esto-ya-me-lo-sé" a lo "no-estoy-seguro-de-saber-nada". Y yo confío en que después de tantos años visitando las salas de cine me haya ganado un puesto entre los segundos.
Pero contra esas funestas pretensiones, Satanás te garantiza el sueño más turbio e inquiteante, ése del que deseamos despertarnos cuanto antes. Y nos acordarnos entonces de aquel viejo relato chino que nos decía,que Chuang-Tzu había soñado que era una mariposa pero al despertar ignoraba si era Chuang-Tzu que había soñado que era mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Chuang-Tzu. Porque Satanás, como pocas películas de la Historia del Cine, nos retrata y nos sumerge en una pesadilla enebrada con los modos y maneras del más alucinante y terrorífico de los sueños. De ése del que nunca podemos despertar.
Y por si no fuera suficiente Cerrar los ojos me arrastra al celuloide puro y duro (sí, celuloide, nada de 4K, ni remasterizacione sl canto), al celuloide que Bogdanovic utilizara para La última película, aquel imborrable retrato que se inventó a partir de las polvorientas y ficticias calles de Anarene. Claro que ni la tristeza ni el celuloide, y menos aún una autoría perfectamente asumida en su singularidad, venden hoy nada de nada. Por eso la calamitosa La soledad de la nieve (NEFLIX al aparato) representará, en su lagar, a este país en la carrera por el Oscar a la Mejor Película Extranjera. Que le vaya bonito. No deseamos nada malo a nadie, pero comparar la película de Bayona con la de Víctor se me antoja como aquello de comparar a Dios con un gitano, y perdón a los dos: a Dios y al gitano, que bastante tienen ya con lo suyo para andar comparándolos.Y termino, y por si nos faltara algo, Cerrar los ojos nos regala un maravilloso homenaje a Río Bravo, y que Bogdanovich aplaudiría con estusiasmo (¿y Pedrito Almodóvar?), cómo no la obra maestra de Hawks, con la inolvidable escena en la que Manolo Solo canta la imperecedera canción que en aquélla cantaban Dean Martin, Walter Brennan y Ricki Nelson ante la mirada cómplice y complacida del gran John Wayne. ¿Quién da más, hoy en día?... Que levante la mano... No veo ninguna.
José Mª Latorre, mi crítico de referencia, calificaba los Cuentos de la luna pálida, la obra maestra que Kenji Mizoguchi rodó en 1953, como una película que debería enciadrarse dentro del catálogo del Cine Fantástico. Y a estas alturas de la jugada no seré yo quien le lleve la contraria. ¡Faltaría más! Y ayer volví a verla. Sería la cuarta vez, más o menos. Posiblemente la novela de Murakami, Kafka en la orilla. que ahora estoy leyendo, tuviera parte de culpa. Porque no soy nada aficionado a meterme un atracón de la misma película. Prefiero la variedad. Hay tantas películas que merecen la pena. Y dicen que el tiempo es oro. Así que mientras la visionaba volví a tener esa sensación de no saber muy bien si me encontraba frente a la realidad, o frente a un sueño maravilloso. Claro que como El halcón maltés, de Huston y Hammett, nos ha enseñado, los Cuentos... de Mizoguchi están construidos con ese material con el que también se forjan los sueños.
Porque Fatalidad es toda una declaración de cómo funcionaban los entresijos del Star-System del Hollywood de los años dorados. Lo que se puede comprobar realizando una sencilla operación: dividir mentalmente la película en dos mitades. Por un lado, las secuencias donde aparece Marlene Dietrich; y por otro, claro, las secuencias donde Marlene no aparece. A estas segundas Fatalidad las despacha rápidamente. Apenas interesan de ellas los puentes que se lanzan para armar, de manera mínimamente coherente, el argumento. Sí, porque en Fatalidad este lado, el lado del argumento, no interesa: es una mera excusa para retratar aquello que podemos ver en el primer lado, el lado que a von Sternberg realmente le interesa, donde nos habla de aquello que al Star-System se refiere.¿O no vemos en estas secuencias, y en todo su esplendor, el aura de la Star, esa Marlene Dietrich que ni siquiera se rebaja a tener un nombre propio (se la conoce como X27, creo recordar) y simplemente se apodera de nuestros ojos de espectador, que no conseguirán quitarle la vista de encima, mientras ella campa a sus anchas, brila espléndida, posa regia, dueña y señora de todo el cotarro pero, al mismo tiempo, al margen de todo ese cotarro, ya que una Star nunca se puede plegar ante nada ni nadie, y menos aún ante un argumento que, como nos enseñó Hitchcock es lo menos importante de la función. El Mac-Guffin, ¿os suena? Lo más rancio y vulgar, y ante lo que una Star, que se merezca semejante título, debe huir como de la peste a riesgo de perder, en caso contrario, su categoría de Star. O lo que es peor: su vida.¿Y no es sobre todo esto sobre lo que von Sternberg contruye su película? ¿No es el zafio y vulgar amorío en el que Marlene cae, a manos del zafio y vulgar Victor McLaglen (John Ford recogería el recado en muchos de sus westerns) lo que le lleva (y la Star lo sabe, por supuesto) a morir ante un pelotón de fusilamiento en una secuencia donde no se sabe qué admirar más, si la maestría de los detalles (Marlene componiendo su maquillaje frente al espejo que un oficial le sirve con su espada; Marlene enjugando con su inmaculado pañuelo blanco- ¡faltaría más!- las lágrimas del joven soldado; etc.) o ese aroma al mejor cine mudo que destilan unas imágenes que, por lo menos a mí, me resultan inolvidables. Y todo esto en 87 minutos. ¿Para qué más, digo yo?
Sí, Dios y ayuda me costó dar con la Madre Juana... pero los esfuerzos han valido, sobradamente, la pena. Sólo por las escenas entre el párroco, que acude a exorcizar al convento, y la Madre Juana, que dirige la congregación, uno saldría del cine más contento que unas pascuas, recordando el no menos memorable acoso de Henry Fonda a Tony Curtis en el final del estremecedor estrangulador de Boston. Sí, la más inquietante, la más turbia gozada. A la Madre Juana... me costó echarle el guante, pero si no lo huibera conseguido, habría pagado lo que, en ese momento, tuviera en los bolsillos porque simplemente se me hubiera permitdo soñar con ella. Y me habría quedado casi tranquilo.Nota bene,- Por cierto, la impactante imagen de la endemoniada curvándose totalmente hacia atrás, y que tanto nos impactó en El exorcista del, recientemente, fallecido, William Friedkin, ya la podemos ver en Madre Juana... con más de 10 años de adelanto.
Cry Macho (2021), de Clint Eastwood no es una gran película pero a Clint, a estas alturas de su vida, eso le importa un carajo y esta crítica, seguramente, más todavía. Lo único que, verdaderamente, le hace seguir al pie del cañón es ir levantando, sobre todo con cada una de sus últimas películas, un autoretrato donde sus arrugas y su falta de movilidad gestual y mecánica vayan plasmándose sobre la pantalla y dando cuenta de su lento pero implacable caminar hacia un más allá, que nadie duda de que, a sus 90 años, lo tiene bien merecido. El resto no merece la pena.
Pero al Clint del 2021 esto, seguramente más sesudo y complicado, ya no le interesa. Él prefiere contar sus inocentes peripecias con el soso "Rafo" Polk (Eduardo Minett) en unos diálogos que, más de una vez, invitan a taparse los oídos y éste sí, digo "Rafo", con menos peligro que Spiderman en un descampado. Por eso que Clint, hoy, no es ya lo que era, está fuera de cualquier debate. ¿Quién lo sería a su edad? Que levante la mano..., aunque nosotros, y contrariando a su majestuosa Sin perdón, siempre le perdonaremos éstas y cualquiera otra de las aventurillas que pudiera acometer desde ahora. Porque el patio está como está y él continúa, a pesar de los pesares, ofreciendo zarpazos de ese genio que, una vez, tuvo.¿Insuficientes? Cierto. ¿Válidos frente a lo que hoy se destila a 25 imágenes por segundo? Cierto... al cuadrado.
Porque Wenders consigue con su película obrar una especie de milagro, que no sería otro que lograr que en el curso de los 180 minutos que dura la película, el tiempo se nos borre de la cabeza, que nos situemos en una situación tal frente a la película, que el tiempo se diluya, que no seamos realmente conscientes de que pasa, y de este modo y atrapados por el hechizo, deseemos que la película dure 180, 200 o 300 minutos, qué más da, porque nos sentimos tan a gusto en ella, que nuestro corazón late a las mismas pulsaciones que los planos que se suceden sobre la pantalla.Y sería ésta una increíble sensación que yo sólo he experimentado escuchando música; por ejemplo, el Tristán e Isolda, de Wagner, o el más a mano, Forest, de The Cure, que hacen que el tiempo deje de importarnos, mientras nos dejamos envolver y hechizar por las notas musicales que deseamos, de este modo, que pudieran ser eternas, a sabiendas de que nunca lo serán, pero que no por ese vulgar detalle temporal dejemos de creer, y de querer connfundirnos con la Eternidad.La melodía infinita, llamaba Wagner a semejante y glorioso detalle. Y nosotros, parafraseando el término, con En el curso del tiempo podríamos referirnos igualmente a la imagen infinita. Lo que no es moco de pavo, sino más bien lo contrario: un milagro a 24 imágenes por segundo. Sí, y por todo esto, y por no haberme equivocado hace 40 años, gracias, Wim.
Y puede que alguno, en esta búsqueda de parecidos razonables, nos trajera a colación a Cuenta conmigo, aquella bonita pero inofensiva película de Rob Reiner, con el malogrado River Phoenix, y en la que también unos amigos emprendían un viaje para encontrar al primer cadáver que sus ojos iban a ver en sus vidas. Y yo, entonces, le animaría a visionar ambas películas, la una detrás de la otra, o la otra detrás de la una, para apre(h)ender lo que supone la garra, la fuerza, la tensión con la que una mano firme sujeta una película. Y a Laura Ortega dando sopas con honda al bienintencionado pero blandito Reiner. O a Rá poniendo a correr por patas al sentimental y rudo Chris. ¡Ah, sí! Y la alegría dos, me olvidabba de ella, la alegría de que, por fin, el Zinemaldia donostiarra haya premiado, y esperemos que sirva de precedente, con la Concha de Oro a una película que se lo merece, y a la que no habría que dejar de aplaudir.
Porque si hablamos sobre los dinosaurios, se me presentaría como algo fuera de cualquier duda que muchos de aquellos profesionales que llenaron con su oficio y sus películas las salas de cine después del desmantelamiento del Hollywood clásico (años 60) y antes de la llegada de los nuevos mesías (ya que, en esta ocasión, el Mesías llegaría por partida doble) o Spielberg (Tiburón) y Lucas (La guerra de las galaxias), habrían quedado relegados en una especie de tierra de nadie o de limbo astral donde nadie les echa de menos y, menos aún, se les recuerda. Sí, aquél fue el cine a.S. (antes de Spielberg, quiero decir), cuando el cine había dejado de ser clásico pero todavía no era moderno (sic). Luego no era nada (sic). O que se lo pregunten sino a la llamada generación de la televisión, los Lumet o Frankenheimer al aparato. ¡¡¿¿A quiénes dices, Toni??!!...Así que Matadero Cinco nos demostraría dos verdades (permítasenos la enumeración al haber nombrado también a dos mesías) como las copas de dos pinos. Una sería que aquél cine a.S. sí que era algo y que, por lo menos, se merece echarle un vistazo. Las sorpresas nos aguardarían a la vuelta de la esquina. Y la otra, una invitación a acercarnos a la imprescindible novela de Kurt Vonnegut. y flipar con ella literalemente. Sin hacer comparaciones. O haciéndolas, pero sin desmerecer a la claramente perdedora o al Matadero Cinco de Roy Hill que es una película honesta, digna y cuyos esfuerzos, aunque no lleven al barco hasta la orilla, bien que se merecen un reconocimiento; el reconocimiento del cine hecho en serio, cuando a.S. se pensaba que todavía podía servir para algo más que divertir, para cambiar las cosas de este mundo nuestro y querido, por ejemplo.
Ayer me animé a revisionar una de esas películas por las que siento una especial afinidad más allá de sus aciertos o errores, que a cuenta de dicha afinidad, terminan convirtiéndose a su vez en unos aciertos menores; una de esas películas de las que suelo pensar con cierta rimbonbancia que me cambiaron la vida. Esa lista es amplia. Ronda las 100 películas, pero Ricas y famosas (1981), la última película que dirigiera George Cuckor (El pistolero de Cheyenne, Ha nacido una estrella, etc.), ocupa entre ellas un honorífico lugar. Porque, ante todo, representa para mí una época en la que aún se realizaban producciones como ésta, a las que yo clasificaría, sin comerme mucho el tarro, como cine-para-mayores, en contra del actual y mayoritario cine-con-babero que, desgraciadamente, en las salas comerciales suele llenarnos los ojos con insustancialidades disfrazadas de "algo muy serio".
Porque, como toda buena película, Ricas y famosas nos habla de muchísimas cosas: de la amistad (entre dos mujeres, en este caso, aunque nada que ver, gracias a Dios, con el #me too), del doloroso proceso de ir cargándose de años, del arte de escribir analizado según sus dos grandes manifestaciones: la escritura sesuda, también dolorosa y en continua lucha con la vida misma y la escritura, si cabe decirlo, más comercial y nunca enfrentada a la vida, sino más bien al contrario: sacando sus argumentos de sus aspectos vitales más artificiales y ladinos. Y también nos habla del amor en los años maduros (la escena de Jacqueline Bissett con el joven de 16 años, con su franca e inocente sonrisa, me sigue pareciendo estremecedora), y obviamente de la rivalidad humana y profesional, y del tiempo, de esas manecillas que pasan inexorablemente; no es casual que el nombre de Marcel Proust y su En busca del tiempo perdido salgan a colación en uno de los magníficos diálogos del film, sí, qué tiempos aquellos.Pero también se menciona al "maldito irlandés", a William Butler Yeats, y se recita una de sus poesías, Cuando anciana, ¡que casualmente yo ando leyendo durante estos días! (juro que no me acordaba de que en Ricas y famosas se mencionara al gran poeta irlandés y, menos aún, que se citara un poema que ¡yo mismo había leído esa mañana!- por lo visto, los "imprescindibles" de cada uno siempre se tienden y terminan dándose la mano). Así que si a todo esto (que no es poco, ¿verdad?) le añadimos el inolvidable score que Georges Delerue regaló a los fotogramas de Ricas y famosas, me encuentro de frente con una de esas inagotables películas que me cambiaron la vida, una de esas imprescindibles experiencias que siempre llevaré en mi mochila, porque algo de ellas siempre me hará un poco como soy, porque algo de ellas siempre estará en mí. ¿O acaso, si presto la debida atención, no escucho, (...) cuántos amaron tus momentos de dicha y gracia/y amaron tu belleza con amor noble o falso;/pero un hombre amó en ti tu alma peregrina/y también las penas de tu rostro voluble;/y mientrqs te reclinas junto al hogar radiante/musita con tristeza cómo el Amor huyó/y anduvo por las altas montañas/hasta esconder su rostro en un tropel de estrellas. Y yo, entonces, voy y me cuadro.
No es que me corriera mucha prisa pero como la película había ganado 7 Óscars y había hecho morder el polvo al todopoderoso Steven (Spielberg), pues como que tenía gan(it)as de echarle un vistazo. No es que me esperara gran cosa porque hace ya mucho, mucho tiempo que no me espero nada de los Óscars. Pero nunca habría que desesperar, así que ayer le di otra oportunidad a Hollywood, a la otrora Fábrica de Sueños, hoy reconvertida en una auténtica Multinacional de Pesadillas, y vi Todo a la vez y en todas partes (2022), la flamante ganadora de los 7 Óscars, la película, por lo tanto, del año, y dejadme que lo escriba con cursivas, porque la película de los Daniels me resultó un auténtico pestiño; sí, auténtico y de los muy buenos, hasta el punto que se me pudo venir a la txabeta aquel viejo chiste del manicomio: en el 1º piso, están los locos; en el 2º, un poco más locos; en el 3º, aún más locos y en el último, y por no eternizarme, el director. Sólo que en esta ocasión los directores son dos, Dan y Daniel, tanto monta, monta tanto: los Daniels, para troncharse; tiño pes, pes tiño, para escapar por patas.Cierto es que no me esperaba casi-nada de la película. Ya lo he dicho. A una comedia (como se supone que es esta película, y que me perdonen los Daniels, de Pim y Pam) de 135 minutos de duración le sobran, seguramente, 30 o 35 minutos. Ni el gran Billy Wilder pudo superar las dos horas en sus comedias y salir airoso del intento. Y si para muestra valiera un botón, ahí tendríamos las mediocres, En bandeja de plata o Bésame, tonto, sin ir más lejos. Así que Pim y Pam no iban a ser más listos que el maestro, y su oscarizada película naufraga después de esos fatídicos 100 minutos aunque ya antes, si hemos estado al loro, habríamos atisbar muy serias averías en su sala de máquinas, en el casco y en las bodegas con el agua entrando a borbotones en su deslumbrante- porque Todo a la vez... tiene sin duda un brillantísimo pero más falso que aquel duro de cuatro pesetas- diseño de producción.Todo lo cual no me llevó sino a gritar, sin asomo de vergüenza torera, y a los cuatro vientos, ¡socorro, ¿dónde coño nos hemos metido?!, ¡que alguien venga a rescatarme, por favor!, ¡sí, soy yo, el que está dormido en la fila 7, butaca 5! Claro que a mí me gusta la Tierra y el metaverso me coña tanto como las gracietas de estos Pim y Pam, sí, los Pimpam a los que el bueno de Pedro Olea y yo mismo les echaría al... ¡fuego!
Vi el otro día Sangre, sudor y lágrimas (1942), la primera película que co-dirigió el buen David Lean, y esto lo haría, desgraciadamente con el “acaparador” Nöel Coward, en lo que me parece un ejemplo perfecto para ilustrar eso que, usualmente, se dice de sobre que el cine es, ante todo, un trabajo de equipo.
Aunque a mí también, por otro lado, me apetecía Sangre, sudor y lágrimas porque la tenía en mis archivos mentales como una mítica película (a lo que el título en castellano había contribuido en no poca manera) y que ¡todavía no había visto!; o sea, que iba a disfrutar de todo un estreno después de 80 añazos!
Pero, ¿con qué me encontré? Pues con una película que me hizo disfrutar muy poco y muy por debajo de esa mítica que arrastra tras de sí a cuenta de ese bonito título que no hace sino dar testimonio, como muchos ya sabrán, de la expresión que Winston Churchill empleó (aunque, en realidad, él dijera “blood, toil, tears and sweat” o “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”) en su primer discurso ante la Casa de los Comunes después de reemplazar a Neville Chamberlain como primer ministro del Reino Unido.
Y si hablo de peliculita o de chasco o de franca decepción lo haría, sobre todo,
poniendo el dedo acusador sobre sus resultados finales, que suelen ser los que
cuentan. Y esta historia del destructor H.M.S. Kelly, al mando de
Louis Mountbatten, que se hundió en el Mediterráneo durante la Segunda Guerra
Mundial tras ser bombardeado por los alemanes en la batalla de Creta, y a lo que
se añaden el sufrimiento y los recuerdos de los sobrevivientes, es lo que se nos cuenta durante unos, casi interminables, 115 minutos.
Y cuando me preguntaba, después de visionada la sangre, el sudor y las lágrimas, cuál podría ser la causa de esta decepción volvía a recoger mi “dedo acusador” y lo apuntaba, directamente, a Nöel Coward porque nada bueno puede salir de un hombre que no sólo co-dirige la película (tapando, sea escrito de paso, al sin duda más talentoso Lean) sino que es su actor principal, guionista y co-responsable de la banda sonora (¡!), además de participar notablemente en la producción y el montaje final (¡¡!!).
Sí, ¡ufff! demasiado
para el body. Porque alguien
debió recordarle al bueno de Nöel que, como si del mismo destructor, que el
capitanea en la ficción, se tratase. también la suerte de una película depende, en gran
manera, de un trabajo en equipo, y si el afamado dramaturgo (¡!), el sr. Coward, tomó la decisión
de yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como, o sea, de hacerlo casi todo él solito, la suerte que iban a correr la sangre, el
sudor y las lágrimas no podía ser otra que pinchar en hueso y aburrir hasta a
las moscas.
Aunque tampoco haya que rasgarse as vestiduras. El cine, como cualquier otro arte que se precie, está lleno de falsos prestigios, a los que el tiempo pone en su lugar . Y la película de Coward y Lean no iba a ser una excepción. Con el tiempo Lean desarrolló una carrera brillante (La hija de Ryan, Doctor Zhivago, entre mis favoritas); y con el tiempo también, del otro, de Coward "el acaparador”, y aunque el olvido sea quizás un castigo demasiado cruel, casi nadie se acuerda.
Lo cual, y si no terminan por ponerse de acuerdo, me llevaría a la peliguada pregunta sobre qué cine pretendemos apoyar: si aquel que pretende hacernos reflexionar o el que pretende hacernos pasar un buen rato ¡y ya está! Y yo, a falta de que me diérais tiempo para meditar la respuesta (que no es para nada sencilla), apostaría por el primero. Creo que para pasar ese rato tranquilo y agradable existen opciones que son, sin duda, más divertidas y cachondas.
Me había hecho una promesa. En un plazo relativamente corto de tiempo (pongamos dos semanas) vería las tres incursiones que Fritz Lang realizó sobre el personaje del doctor Mabuse; es decir, la silenciosa El doctor Mabuse (1922), El testamento del doctor Mabuse (1932) y la última, Los crímenes del doctor Mabuse (1960) con lo que, al cabo de esas dos semanas, he podido concluir, ¡objetivo cumplido! Y muy a gusto además, ya que las tres películas superan con creces el aprobado medido en mi particular escala de Richter.
Ahora bien, si nos apetece ir más allá, y a mí me apetece, podríamos preguntarnos, más allá del aludido “aprobado”, cuál de las tres es mejor o cuales dos son peor. Y en lo que a mí respeta, y al día de hoy, concretamente, 16 de enero de 2023, no albergaría demasiadas dudas. En último lugar El testamento… por los indudables caracteres políticos con los que Lang dibuja a su personaje. Claro que la preocupante ascensión del nazismo, que durante aquellos años ya era una realidad imparable, contribuyó decisivamente a semejante adscripción. Aunque por ello mismo, quizás, al colocar al doctor en unas circunstancias espacio-temporales tan concretas, la película pierde la posibilidad de atesorar un mayor interés al quedar encajonada en un cortoplacismo que, superados los disparates del régimen Heil Hitler!, ella, la película, irónicamente, no consigue superar.
Luego quedan dos: el Mabuse mudo del 22 y Los crímenes… del 60. Las dos poseen
una característica que me encanta y que no es otra cosa que asistir al espectáculo
de ver a Lang metido hasta la cabeza en los pormenores de la pura aventura, de
los malotes poblando enteramente el universo y los metrajes de las películas lo
cual, señalado sea de paso, no es poco: Mabuse
dura casi en sus dos partes, en las que se dividió para su exhibición, ¡5
horas! y Los crímenes… más modesta, ¡ojo! pero sólo en este sentido,
apenas 100 minutos… porque es, sin duda, la ganadora. La última y la mejor
versión mabusiana además de ser para mí una película simplemente
extraordinaria, de lo mejor que Lang dirigió en su larga vida.
Claro que no podría haber ocurrido de otra manera.
Lang en 1922 contaba con años 32 años y , por lo tanto en 1960, 70; o sea, han
trascurrido entre una y otra casi 4 decenios y en ese largo periodo Lang no ha
estado cruzado de brazos ni de cabeza. Ha madurado, ha aprendido los resortes
con los que se maneja la ficción y la vida real. Está, sin duda, más arrugado
pero es, también sin duda, más sabio, luego más escéptico, más turbio, más
sin-concesiones, con más peligro, como a mí me suele gustar puntualizar.
Porque Los crímenes… consigue transcendental izar los resortes que mueven la trama, detalle, no sin importancia, que no logra su precedente del 22. Las peripecias entre buenos-y-malos engloban ya los actos que componen nuestro mundo (claro, metaforizado en el Hotel Luxor), nuestro más íntimo modo-de-ser humanos expuestos a una continua vigilancia. Y habría algo más de actualidad, en nuestros días de abrumadoras tablets, satélites, redes sociales- antes redes que sociales, escrito sea de paso- que esa falta de intimidad, ese estar continuamente expuestos a lo otro, a lo que queda fuera de mi persona?; ¿algo más inquietante que el hecho de que esa conspicua mirada pertenezca a los ojos del villano de la función, a los ojos de Mabuse que, desde los infiernos del mundo o desde los sótanos del Luxor nos vigila y no pierde detalle de todos nuestros movimientos? Sólo por esto yo le daría un 10 en mi aludida escala.
Pero es que, además, habría un detallazo que me
encanta. No creo que, ni en su peor pesadilla, Lang pensara, como así ocurrió
desgraciadamente, que Los crímenes… iba a ser su última
película. Lang viviría hasta 1976, pero su voz no volvería a pronunciar la
palabra “¡acción!”. Qué lástima y que ingratitud por nuestra parte. Pero claro,
en 1960 un hombre de 70 años ya había empezado a perder interés, un anciano, un
anciano chochete que se entretiene jugando a policías y ladrones, ¿para qué
perder el tiempo con sus tonterías? Sí, la juventud empezaba a sacar pecho y a
decidir qué y qué no resultaba interesante. Y obviamente el viejo Lang donde
mejor iba a estar que en un contenedor de basura.
Gracias al cielo que no todos actuaron así. Y los jóvenes cahiers descubrieron y destacaron la maestría del viejo cineasta. No en vano,la 1ª película de Godard, la mítica Al final de la escapada y esta última entrega del Lang-Mabuse comparten banderazo de salida y año de producción (1959-1960) además, y esto es lo que verdaderamente importa, que una trama de buenísimos y malísimos, de gangsters y policías; un mundo, en definitiva, como este nuestro tan real pero en el que el mal aparece como algo consustancial a él, enraizado en sus entrañas (¿o sótanos?) y, por ello mismo, “ineliminable”.
El contador de cartas (2021) es la última película dirigida por Paul Schrader. Se presentó en la Sección Oficial del Festival de Venecia y, como muchos nos podíamos temer, pasó con más pena que gloria. Schrader ya no está de moda. Sus prestigiosos tiempos como guionista (Taxi Driver, Toro salvaje) y director (Posibilidad de escape) han pasado a mejor vida. Hoy, ¿quién se acuerda de él? Muchos habrán pensado que estaba muerto y, sin embargo, para mí es el mejor cineasta americano vivo. Y El contador de cartas, la más meridiana manera de demostrarnos que se encuentra en perfecta forma.De entrada la película te sorprende por su seriedad; una seriedad siempre presente en laos trabajos del director de raigambre calvinista (¿habrá algien que no haya oído esta filiación?) y, sin embargo, tan desgraciadamente ausente en estos tiempos recueltos en la más triste banalidad. El espléndido Oscar Isaac, ex militar y jugador de póker, nos regala una actuación que nos indica que no todo está perdido de momento. Su presencia en pantalla sobrecoge. Y en un par de momentos me ha erizado la piel sin problemas.Y si a ello le añadimos el férreo pulso con el que Schrader siempre dibuja y enlaza sus planos, la turbiedad que rodea cada gesto, cada mirada de los personajes y la siempre constante presencia bressoniana en su cine (ahí queda su fantástico final, casi tan fantástico como el que cierra el Pickpocket del maestro francés), me quedo más que a gusto. Quizás flipando....
Algún aguafiestas me dirá que Schrader siempre anda haciendo los mismo: personajes singulares y siempre inquietantes, situaciones turbias, tempo lento pero al que iremos, gratificantemente, acostumbrando y sintiendo que El contador de cartas no es una película más sino otra magnífica entrega de Schrader. Tal vez con cierto aroma a dejá vu. Pero, ¿qué importa? Ésa es, sin duda, la virtud de los maestros: estar contándonos las mismas cosas a la vez que nos hace escuchar cosas siempre diferentes.
Con todo ello el desconcierto es absoluto, y el desapego ante las imágenes, total. Nada apasiona. Todo aburre. Y sin embargo, la película se presentó en la Quincena de Realizadores de la última entrega de Cannes. De ahí la pena que surge de la nada.. ¿Hacia dónde vamos?, ¿hacia dónde se dirige el arte?, ¿y el cine? No ya el comercial, que a éste lo habríamos dado ya por imposible sino, incluso, el "sesudo", el que trata de abrirse paso entre tanta mediocridad. ¿Será, entonces, que la nada es la tabla adonde agarrarse para escapar de esa mediocridad? ¡Pero si la tabla es la nada, me hundiré agarrado... a nada! ¿Será eso lo que han pretendido Fazendeiro y Gomes? Pues, ¡qué pena entonces! ¡Menuda disyuntiva! Porque a mí eso de "tragar agua", y Faulkner lo entendería, como que no me apetece lo más mínimo aunque, por lo visto, hoy x hoy, y más que nunca, no hay otro remedio. También yo me quedo con la pena.
Warlock es una excelente novela de Oakley Hall y el nombre del pequeño pueblo donde trascurre la trama de El hombre de las pistolas de oro, el espléndido western que rodó Edward Dmytryk en 1959 adaptando la novela de Hall. Yo, por lo menos, la tengo incluida en mi particular lista que, rimbombantemente llamo, "películas que me cambiaron la vida". Una debilidad. Con un reparto de "agárrate a la farola": Henry Fonda, Richard Widmark, Anthony Quinn, Dorothy Malone,... y paro para coger aire.Además, y seguramente esto es lo que más me alucina de la película, El hombre de las pistolas de oro consigue contarnos en apenas dos horas, ¡sí, bien aprovechadas!- lo que os aseguro que no es nada sencillo-, el devenir de tantos y tantos pueblos del lejano Oeste americano que con denodados esfuerzos consiguieron dar el salto del "salvaje oeste", a la civilización que hoy nos rodea. Y trato de resumirlo. Allá voy.
Warlock es un pueblo donde manda un pobre sheriff, nombrado sus fuerzas vivas a dedo, que decide escapar, con más miedo que vergüenza, ante la violencia indiscriminada que ejerce, un día sí y otro también, un grupo de forajidos sembrando desolación y muerte en sus calles. Vamos, la selva pura y dura. Parte 1.
Ante estas circunstancias Warlock decide contratar a un justiciero (Fonda) que viaja por los rincones más conflictivos del Oeste en compañía de su fiel amigo (Quinn) y de sus dos Colts que cuelgan de su cintura, y que fueron un singular regalo de un alcaide en pago por sus servicios. Ni que decir tiene que la "contratación" de estos dos personajes se realiza siempre de espaldas a la Ley porque el comisario de turno no está dispuesto a que cualquiera se arrope, sin su debida autorización y papeleo, con los galones de "protector y servidor de la justicia". Pero aún y así Warlock da vía libre a Fonda y Quinn para que hagan lo preciso para reestablecer el orden. Y lo consiguen. Parte 2: el pueblo ordenado al margen de la ley. Ya no es la selva, pero aún se le parece.Aunque en el último giro surge la figura de Widmark, al principio un componente de la caterva que altera Warlock con sus desmanes, y después arrepentido, comisario de Warlock, pero comisario nombrado por el superior del Estado; esto es, legalmente y con la estrella que se clava sobre su chaqueta luciendo, ya, en todo su esplendor y autoritas. Claro, Widmark ya es la Civilización. Es la Parte 3. La última.
Pero para que la Civilización se consolide quedan aún un par de puntos que aclarar y "borrar". Hay que eliminar a los viejos justicieros que sólo obraban por dinero. Y el desenlace sigue poniéndome los pelos de punta. Por un lado Fonda mata a su amigo, Quinn quien, borracho, está destrozando el pueblo intuyendo que sus horas, su personaje están tocando a su fin. Luego en el plano final, un abatido, pero orgulloso Fonda, arroja los Colts de oro sobre la arena de las calles de Warlock, monta su cabalgadura y se aleja del "pequeño pueblo" que, en ese momento para él y para nosotros espectadores, representa al mundo y a la Historia. Es la desaparición de la figura del justicieros, de los que se mueven al margen de la ley, aunque lo hagan en favor de esa misma ley.Widmark le ve marchar, mientras los habitantes de Warlock le rodean y le muestran decididos su apoyo. La Civilización triunfa. Aunque también haya llenado de cadáveres las cunetas. Horkheimer sabría de qué estoy hablando. Pero posiblemente con las cunetas vacías no hubiéramos ido a ninguna parte y aún andaríamos tratando de hacer fuego frotando, con saña y con las mejores intenciones, un buen par de piedras.
El hombre del traje blanco, la película que sir Alexander Mackendrick rodó para los Estudios Ealing en 1951 me sigue pareciendo, al día de hoy, sorprendente y excelente. Y coloco los dos adjetivos en ese orden porque si la película es excelente, en parte lo es porque es sorprendente. ¿O no lo es su disparatado argumento?, ¿o su impecable acabado técnico?, ¿o su minuciosa, hasta el mínimo detalle, dirección artística?, ¿o el conjunto de sus actores, empezando por ese increíble Alec Guinness, prototipo del brillante inventor a-lo-suyo, antecedente de todos los inventores que en el mundo del celuloide serán durante los próximos años?, ¿o la fotografía de Douglas Slocome donde ya se respira la grisura y el smog que empezarán a caracterizar los grandes extrarradios de Occidente? ¿Y si le añadimos a todo esto la banda sonora de Benjamin Franklin interpretada, nada menos, que por la impecable y inigualable Royal Philarmonic (sólo despejar los oídos mientras la oyes es otra sorprendente gozada)?
Sí, los brillantes Estudios Ealing hacían comedias, pero nadie podría asegurar que no se lo tomaran muy en serio. Berlanga seguro que no lo diría. Mackendrick no deja nada al libre albur. Todo está minuciosamente medido (¡ah, la película dura 84 minutos, qué gran lección podrían extraer de ello las larguísimas "castañas" que los espectadores sufrimos hoy en día!). Y además, algún romántico empedernido, como yo por ejemplo, no podemos dejar de extraer, incluso, parecidos muy razonables entre el laboratorio de Sidney Strattton, es decir, sir Alec, y el que usa Sherman Krupp, es decir, Jerry Lewis en la divertidísima El profesor chiflado? Así que, ¿alguien daría más en apenas hora y media? El otro día volví a ver El manantial, la estupenda película que el gran King Vidor rodó en 1949 con un espectacular Gary Cooper, como el independiente arquitecto Howard Roark, y la no menos espectacular Patricia Neal. Puro ruido y furia, en el sentido más shakesperiano que se pretenda o faulkneriano, que tanto-monta. monta-tanto. Bigger than Life. Y si yo, que tanto insistido en la obligación de toda obra de arte de hacer coincidir su fondo y forma, aquí en El manantial, quizás de donde todo surja (del manantial, quiero decir), me he encuentro con una película sobre la figura de un arquitecto cincelada al milímetro, con escuadra y cartabón. Sus líneas y sombras cruzan la película como las líneas de un mapa, o mejor aún, como las líneas que diseñan un edificio. Pocas veces habré visto en cine una película que parezca, como El manantial, trazada sobre una mesa de dibujo (tal vez Dreyer, Welles, y muy poquitos más), y Vidor hace de esta singularidad, la singularidad que envuelve a su propia película, la singularidad que mueve a su personaje principal que lucha contra viento y marea contra el resto de los mortales que prefieren dormirse en los laureles y dar siempre a cambio aquello que las mentes domesticadas y dóciles les piden que den.
A lo que Roark se niega. A lo que Vidor se niega. A lo que El manantial se niega. Y sin duda que es en esta rotunda e innegociable negación donde reside su originalidad, su grandeza en el más amplio sentido de la palabra.
En mi caso yo me mantuve al pe del cañón. Por lo de la botella medio llena. E intenté sacarle punta a esta Palma de Oro hasta procurar dejarla afilada como esa aguja con la que la protagonista se sujeta peligrosamente el moñito. Y pensé que de Titane a Pulp Fiction tampoco hay tanta distancia. Ni de Titane a Los amantes del Pont Neuf. Ni de Titane a Terciopelo azul (¿o no están los interiores de la casa de Vincent iluminados como la habitación donde se contonea embelesado el siempre agradecido Dean Stockwell?) Ni de Titane, y sin salirnos del tiesto-Lynch, a la perturbadora y muy extraña Cabeza borradora. Ni de Titane a las purulentas y fascinantes Videodrome y Crash de Cronenberg, esta también, y para espíritus poco conflictivos, una película sobre coches.
Claro, todos ellas películas-iconos imprescindibles para la crítica francesa menos conservadora; imprescindibles, según sus deseos, para abrir nuevas formas narrativas, algo-antes-nunca-visto-jamás (lo sabemos: los franceses y la humildad: aceite y agua), algo que si no entiendes, ... peor para ti. Nosotros ya te habríamos advertido, pues por algo elegimos a Titane como nuestra última y flamante Palma de Oro.
Ayer me animé con Benedetta, la película que Verhoeven realizó en 2021, bajo bandera francesa. Y la verdad, me aburrió. Me aburrió porque estos tiempos, y tristemente lo digo, apenas si hay nada que nos escandalice. Así se ha esfumado (casi) nuestra capacidad para sorprendernos. Y todo nos parece normal. Eso por un lado. Los tiempos del Instinto básico han pasado a mejor vida. Y Verhoeven lo sufrió en sus propias carnes. Benedetta pasó con más pena que gloria por Cannes y por salas comerciales, afectadas de lleno, eso sí, por la pandemia.
Pero es que además, y este es el otro lado, y creo que el más importante, la película peca de una indefinición que la hace navegar entre varios géneros sin decantarse por ninguno. Y me deja como espectador al buen albur, a ver lo que Verhoeven me tiene preparado ahora. Aunque sin que sirva de precedente para esta ocasión la primera secuencia nos viene como anillo al dedo, la primera secuencia en cuanto nos depara lo que vendrá después. La niña Benedetta va a ingresar en el convento, pero antes se detiene y se arrodilla para rezar ante una figura de la Virgen María, De repente aparecen unos soldados, arrancan del cuello el colgante que lleva la madre de Benedetta y, ante las protestas de la niña invocando a María, uno de los soldados contesta que se caga en la Virgen (sic). Entonces Benedetta dirige sus oraciones hacia un árbol cercano y de él, como una divina aparción, surge un pájaro que sobrevuela la cabeza del soldado y deja caer sobre él una caca (sic et sic). Todos se ríen, el soldado devuelve el colgante y se marchan (sic et sic et sic).
¿Y qué es esto, amigos y amigas? ¿Una comedia?, ¿una feroz película ambientada en la Edad Media?, ¿cine religioso, milagro incluido?, ¿una casualidad?, ¿una farsa? La verdad es que pienso que Benedetta es todo esto... y algo más: la nada.
Bobby es el joven alter ego de Woody Allen, claro pero como como sucede durante las citadas escenas de Annie Hall (a la que, paradójicamente, Café Society no duda en varios de sus planos en "fusilar"), su historia me suena artificial, impostada. Veo demasiado al joven Woody detrás de Bobby, y detrás de todo lo que le sucede. Cierto es que en 2016 Woody Allen ya no tiene años para interpretar a Bobby Dorfman, pero qué se le va a hacer. Así es la vida, diría Alvy Singer, nos hacemos viejos sin remedio y, a continuación, renunciaría, como se supone que debería haberlo hecho, a poner sobre las tablas sus sentidas y verdaderas relaciones con Annie.
Pero en Café Society parece que Allen se ha olvidado de Annie Hall. Cierto: han pasado 40 años (¡Dios mío, quién lo diría!). Y ahora aquellas tristes secuencias de los ensayos de Annie Hall se han transformado en toda una película. Aunque, como me ocurría viendo esas escenas de los ensayos en Annie Hall, la gracia brilla por su ausencia. Pero allí no importaba. Justo al contrario. Allen trataba de demostrar que lo gracioso en la vida no siempre lo es en la ficción. Pero en Café Society esa impagable lección parece que a Woody (¿será por los años?) se le ha pasado darle un repaso.
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Espíritu sagrado es la ópera prima de Chema García Ibarra; una película que, a bote pronto, a muchos (entre los que me cuento) les habrá parecido desconcertante y bastante peculiar, como poco. Lo cual ya es bastante decir en estos tiempos por los que andamos, donde el bien queda y el aburrimiento más supino cabalgan a sus anchas por estas áridas tierras de Cine. Así que, de entrada, me quito el sombrero por la valentía y el descaro que Chema ha demostrado con sus imágenes y, en su lugar, trataré de explicar porqué he utilizado antes los adjetivos “desconcertante” y “peculiar”.
Y lo primero, además de ser lo primero, enseguida salta a la vista. En Espíritu sagrado se mezcla la CF, con los escenarios y los personajes más a ras de tierra que cualquiera haya podido imaginarse nunca; vaya, con el pueblo llano, puro y duro. Contraste curioso, ¿verdad? Y a lo que tranquilamente añadimos la utilización de actores no profesionales y, sobre todo, de actores que posan y declaman frente a la cámara como si realmente fueran personas abducidas por un espíritu lejano y misterioso. Con esto, con las “actuaciones” entrecomilladas de Nacho Fernández, Llum Arqués o Joanna Valverde, entre otros, Espíritu sagrado no engaña a nadie. Es una película de CF. Y tan casta; salvando las distancias, como Amanece que no es poco.
Tanto que creo que Chema para la resolución racional de la trama y de la película se emplea con un osado y valiente desapego. Como si la mencionada resolución racional le interesara más bien cero coma. Por ello, desde que la Policía interviene, planos generales, telediarios emitidos por TV, subtítulos y absoluta ausencia de sonido. Vaya, que estoy seguro de que Chema lo rodó porque de alguna manera tenía que dar carpetazo al argumento y finalizar, de esta forma, la película. Aunque el alucinante (en sentido literal) y último plano que vemos sea el del hinchable de una pirámide egipcia que, poco a poco, se va llenando de aire mientras nosotros nos vamos preparando para volver a pestañear.
Porque, ¿será todo esto, que acabamos de presenciar posible, en esta Piel de Toro que habitamos, asaetada por los cuatro costados? Porque Espíritu sagrado bebe también del más interesante cine que se realiza por tierras portuguesas. Y si a esto le sumamos una bonita y marchosa banda sonora, quizás alguno, como yo mismo, se quede abducido ante la desquiciada alegría de OVNI Levante, la alucinante (sí, también: literalmente) asociación mediterránea que coquetea, con los mejores y más dispuestos ánimos, con el Más Allá de Todo lo habido y por haber. Sí, una bonita tarde-noche de Cine con mayúsculas. Y música ad hoc. O escuchad esto:
Escribí este texto para el blog de mi querido cineclub FAS con motivo de la proyección de The Bellboy o de El botones, la primera película que el gran Jerry Lewis dirigiera allá por 1960. Y mucho habrá llovido desde entonces, pero mi apreciación sobre el cineasta de New Jersey no ha variado ni una gota (y perdón por el chiste fácil).
El botones es excelente e irregular aunque a mí, independientemente de su valoración, lo que más me interesa destacar, y de hecho así lo hice constar en el aludido comentario, es que el Cine Moderno quizás no se inicie con Jerry Lewis, pero sí que con él da un paso definitivo y adelante. Y desde El botones, desde su primera película como director esto se me hace tan claro como un vado de agua.
¿O no se produce aquí el desdoblamiento del creador?
Aquel que no sólo muestra la creación en sí misma (un cuadro, o una pintura,
por ejemplo) sino que muestra también al propio Creador y a las consecuencias o
reflexiones a las que este desdoblamiento da lugar. Y en el comentario
mencionado citaba a Las Meninas, y a
Velázquez retratándose en el cuadro que pinta. Desde Las Meninas la pintura ya se viste con los ropajes de una indudable
modernidad, de un indudable paso adelante. El cuadro adquiere una doble dimensión:
las meninas en sí, y el creador que está pintando su obra.
Y en El botones, y sálvense las distancias que quieran salvarse, Jerry opera de un modo similar. Por un lado le tendríamos en su interpretación de Stanley, el botones del lujoso hotel de Miami y por otro, interpretándose a sí mismo (tal cual hace Velázquez en su cuadro) como el propio Jerry Lewis. Y este desdoblamiento lo considero, además de original para su tiempo, fundamental para las cabezas que piensan en el cine. Porque el contemplar, simultáneamente, al Creador y a la Creación nos sirve en bandeja, a nosotros espectadores, todo un abanico de digresiones sobre el carácter mismo del proceso creador. Los siempre espabilados y adelantados colaboradores de Cahiers de Cinema así lo entendieron y no tardaron en colocar a Jerry a la altura de otros Creadores como Welles o Hitchcock.
Y razones no les faltaban. En El botones Jerry es Stanley y Jerry Lewis. Y los espectadores podemos pensar que Jerry Lewis es Jerry Lewis, el admirado, famoso y millonario actor-director hollywoodense gracias a las payasadas (en el mejor sentido del término) que su creación despliega ante nuestros ojos. Y eso hace que, a nada que lo intentemos un poco, podamos pensar y darle un par de vueltitas a esto de los procesos artísticos y a las consecuencias, que en este Mundo Moderno, estos procesos dan lugar. Lo que no deja de ser una sabrosa reflexión sobre el Arte en sí. Y que no es poco. Aunque venga de la figura de un botones; posiblemente el último eslabón de una cadena hotelera, o de la Vida ¿por qué, no?, ya que nos apetece ponernos profundos.
Sobre Los inútiles, la película que Fellini rodara en 1953, un par de detalles. Uno malo, el otro bueno, que como siempre viene del primero. Y empiezo con él. Porque la película, esta vez, me decepcionó. Yo la tenía, en mi particular escala de Richter, calificada con un notabilísimo 8/10, y en este último visionado apenas si se ha quedado con un digno pero menor 6/10. Sí, un pequeño fiasco. Ni Fellini ni el propio Rota llegan ni por asomo a sus logros posteriores. Por ejemplo, el sentido tema musical de Sandrita queda a años luz de las composiciones que acompañarán a Cabiria o a los dos primeros padrinos; y el propio Fellini está casi irreconocible en el retrato que realiza de Fausto, cuyas peripecias me parecen más propias de una vulgar comedieta española que de otra cosa con mayor enjundia.
Aunque como decía al principio de estas líneas también Los inútiles tiene su lado bueno. Porque en él podemos asistir a los (invisibles) rasgos de un milagro, que no sería otro sino el paso de gigante que, en apenas unos meses, dan tanto Nino Rota como el mismo Federico. Porque La strada, su siguiente película, está fechada en 1954 y en ella todas las insuficiencias de estos inútiles se transmutan, como por arte de magia, en algo muy grande, un 10/10 por supuesto. Gelsomina y Zampanó resultan personajes inolvidables. La música de Rota, digna de escucharse en la más prestigiosa sala de conciertos. Las referencias al cielo y a las estrellas con las que el Bufón le habla a una inocente y perpleja Gelsomina dejan, en agua de borrajas, las alusiones sobre el mismo tema que le cuenta el joven empleado en la estación de tren a Moraldo. Y así se podría continuar casi hasta el infinito.
Pero, ¿ cómo en un sólo año, doce meses, Fellini y Rota pegaron semejante estirón? Sí, éste es el milagro. Ved o volved a ver La strada. Y ahí lo dejo. Porque con los milagros hay que asombrarse y, después, disfrutar. Preguntarse de dónde vienen quizás sea como preguntarse por qué la rebanada de pan cae siempre con la mermelada boca abajo.
Ayer vi El ilusionista, una película de 2006 dirigida por un tal (al menos para mí) Neil Burger. Y en realidad no sé muy bien por qué la vi. Quizás porque Philip Glass firmaba la banda sonora, que tampoco hace un trabajo para tirar cohetes, o por algunas más que notables críticas que había leído sobre ella, aunque de despistados anda lleno el mundo. Sí, la película casi llega a la categoría de "pestiño"; un mero juego circense por ver quién es capaz de retorcer un argumento hasta la completa extenuación de los guionistas. Los personajes, Sophie, Uhl, Eisenheim apenas si son meras marionetas al servicio de la enrevesada e inverosímil (ya es hora de decirlo) trama.
Pero de si para algo me sirvió verla fue para confirmarme que si un spoiler es capaz de fastidiarte la película contándote su final, es que la película deja bastante que desear. Y El ilusionista es un ejemplo perfecto de esto. Te cuentan el desenlace y te la han jodido. Y El sexto sentido, del sobrevaloradísimo Shymalan, otro de estos casos que pone al descubierto que si el valor de una película depende de su argumento, de que te "chiven" o no su final, mal andamos o mal anda la película. Antes escribía líneas abajo de Psicosis, ¿os imagináis que si os cuentan que Norman Bates es el asesino, travestido de su madre fallecida, y que acaba sus días en una prisión, ya ni me molestara en ver la obra maestra de Hitchcock?, ¿o que si te dicen que Vito Corleone muere al final de El padrino, hiciera entonces lo mismo: darme media vuelta y no entrar en el cine?
Nadie en su sano juicio admitiría eso, ¿verdad? Porque las buenas películas, las buenas de verdad, están muy por encima de sus argumentos, y no digamos de los patéticos spoilers. Las buenas películas son aquéllas que pueden visionarse y disfrutarse mil veces aún conociendo su final. Por eso las podemos ver esas mil veces y no arrepentirnos ni de una de las mil.
El otro día volví a ver Impulso criminal, la película que Richard Fleischer dirigió en 1959. Y lo hice como homenaje al reciente fallecimiento de Dean Stockwell, uno de esos actores secundarios que te encuentras cuando menos te lo esperas; por ejemplo en Terciopelo azul, y nunca te decepcionan.. Aquí interpretando a Judd, un acomodado adolescente de apenas 18 años que, junto a un colega de instituto, secuestraron y asesinaron en los violentos años 20 de Chicago a un niño por el simple placer de hacer lo que a uno le da la gana.
La película, como todas las grandes obras de Fleischer (sobre todo, los dos estranguladores: el de Boston y el de Rillingtong Place y Mandingo), más que un policiaco o un cine de denuncia es una auténtica película de terror. Y si para muestra bastara un botón me centraría en la influencia que ejercería sobre la película que Alfred Hitchcock rodaría (él ya había realizado La soga en 1948, basada en el mismo caso) al año siguiente o Psicosis (1960), su película más seria y terrorífica. ¿O no es Norman Bates un aficionado a la ornitología/taxidermia como lo es Judd?, ¿o no es también éste un ser retraído, solitario; un inadaptado, en definitiva como Norman?, ¿o no padecen y sufren ambos personajes con las mismas incomprensiones y presiones por parte de sus respectivas familias (en el caso de Norman, por parte de su madre que, aunque muerta hace años, para él está muy vivita y coleando)?, ¿o no comparten las dos películas, aparte de sus excelencias, un turbador blanco y negro en una época donde ya empezaba a ser cosa del pasado y el color ya se había afianzado y era cosa del futuro?
Y me atrevo a pensar que sin el Judd de Impulso criminal el Norman Bates de Psicosis no hubiera existido o si hubiera existido, lo habría hecho de otra manera. Sólo por eso Judd se merece un respeto, y Dean Stockwell un más que merecido homenaje. Y QEPD, aunque ya sean demasiadas las ausencias.
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