La mayor parte de los problemas del ser human provienen de no saber quedarse en casa
(Solía escribir el columnista Manuel Alcántara)
No quiero hablar del
Coronavirus de marras, que bastante turre nos está dando y, desgraciadamente,
más que nos puede dar. ¿O si quiero hablar, y mucho? Porque, por ejemplo, sobre el reciente consejo de las autoridades
sanitarias y políticas de meternos y no salir de casa salvo para hacer las
cosas que obligadamente tengamos que hacer, sí que me gustaría poner unos puntitos
sobre las “íes”; sobre todo para
aquellos/as que entienden que eso supone el mayor castigo que uno/a puede
recibir: ¡no salir de casa!, ¡Dios mío, menudo coñazo! Porque entonces
aparecería yo, y ¡ta-tachan!, les hablaría que también, bien quietecitos y en
casa, te puedes dedicar a muchas tareas útiles y en las que, a menudo, ni hemos
reparado.
Por eso, digo yo, me ha
venido a la cabeza el caso de mi admirado Robert Louis Stevenson, hombre
enfermizo donde los haya habido, y al que el maltrecho estado de sus pulmones, que acabaría con su vida a los 43 años, obligó
a pasar gran parte de su infancia postrado en la cama.
Pero eso, y es “eso” sí lo
que me interesa, lejos de amilanarle o deprimirle le sirvió, sin duda, para
formarse como hombre y como escritor, para desarrollar una finísima y particular
sensibilidad hacia todas las cosas y seres que pueblan esta Vida, ahora con
mayúsculas, y que plasmaría en muchas novelas, ensayos y relatos imperecederos,
y en algunos poemas, como éste que aquí os dejo y que, cada vez, que lo releo me
es imposible evitar que un nudo me atasque la garganta.
Así que si hay que quedarse
en casa, en casa nos quedaremos. Pero
sin perder el tiempo, no, que a esto ni las autoridades políticas ni sanitarias
ni nadie en este vírico mundo nos
puede obligar.
Los horizontes de mi colcha
en traducción de Txaro Santoro y José María
Álvarez
Cuando enfermo en mi cama yacía
disfrutaba con dos almohadas para mi cabeza,
y mis juguetes estaban junto a mí
manteniéndome alegre todo el día.
Algunas veces durante largo tiempo
contemplaba a mis soldaditos de plomo marchar
con sus uniformes de mil colores avanzando
sobre las colinas de las sábanas
y algunas veces enviaba mis barcos
arriba y abajo sobre las mantas;
o imaginaba árboles y casas
que por doquier se levantaban.
Yo era el gigante grande e inmóvil,
sentado sobre la montaña de mi almohada
y ante mí se extendían, hondonadas y valles,
los horizontes del mundo de mi colcha.
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