A ver si al final, después de
tantos cachondeos, ellos tenían razón. Porque ellos son aquellos hombres con
sotana que dirigían el colegio y que se paseaban vigilantes, con las manos
entrelazadas en la espalda, por el patio de recreo mientras nosotros, la
chavalería más o menos educada, más o menos gamberra, disfrutábamos entre clase
y clase de media horita para estirar las piernas y dar alguna que otra patada
al balón de turno.
Porque se trataba de eso: de chutar
lo que fuera, de estar ocupados y no de brazos cruzados haciendo corrillos. Sí,
eso no. O mejor dicho, eso nunca. Así que en cuanto tres o cuatro rebeldes nos
juntábamos en una esquina para, apenas, charlar surgía la autoritaria voz del alzacuello
de la sotana, no me hagan corrillos,
señores, y el grupito en cuestión, los tres o cuatro o cinco a despedigarse
al momento, a aislarse en una unidad, o en una pareja a lo sumo, que no
molestara a esos señores del crucifijo.
Aunque yo siempre me
preguntaba, y lo he seguido haciendo durante bastantes años, ¿qué podía
molestar que unos inocentes amiguetes estuvieran charlando durante los recreos
en lugar de estar pegando balonazos a una pelota que, además, nada les había
hecho?
Y durante esos días, es
curioso, durante estos días del Covi-19 me parece haber hallado, por fin, sino
la respuesta (ésta me la venía oliendo desde ya algún tiempo), sí la confirmación
de la mencionada respuesta. El problema, la molestia, ¡el peligro! Eran los
corrillos; los corrillos en sí. O sea, el número de personas que se juntaban. Porque
si uno andaba solo por el patio, se le dejaba en paz. O a lo sumo se le
preguntaba después si le ocurría algo, pero con tanto interés por posterior
respuesta como por el clima que hace en Laponia durante el mes de febrero. Y si
eran dos los que pateaban juntos el patio, a respirar tranquilos. Serían dos
buenos amigos. (Aún no se conocían, o se preferían desconocer, las virtudes del
mariconeo). Ya con tres, los problemas empezaban a aparecer. Y con cuatro, crecían.
¡Y no digamos con cinco! Porque durante una dictadura (y Franco, durante 40
años, fue un dictador con todas las de la ley, aunque sin la ley principal que
es la que dictamos todos nosotros con nuestros pareceres) los corrrillos suponían, o se quería creer
que suponían, una amenaza. Cuatro o cinco hablando juntos sólo podían estar
tramando algo. Y algo malo, por supuesto. Algo que suponía, o podría suponer a
buen seguro, una amenaza para todo el
resto de cabezas bien pensantes, las que asomaban por encima de los
alzacuellos y las otras que pudiera haber.
Así que a disolver los
corrillos. ¡Piratas avizor! A hacer que esos 5 (apelotonados) se conviertan,
por arte del grito, en 1, 1, 1, 1 y 1 (separados, aislados). Y así que ahora
vuelvo a recordar esos tiempos de los recreos, de los curas y de los corrillos.
Cuando escucho esas advertencias de las Autoridades (sin alzacuellos) porque
evitemos juntarnos, ¡evitemos los corrillos!, y nos quedemos solitos en casa; o
en cualquier sitio, ¡pero solos! Nada de cines, discotecas, bares, ni museos,
ni nada que pueda suponer la formación de esos corrillos. Así que, después de
todo, quizás aquellos jesuitas tuvieran razón, y en los corrillos que se
formaban espontáneamente durante las horas del recreo en los patios estuviese
la raíz de los problemas, la raíz de la rápida difusión y contagio de este
maldito Covid-19 que ahora nos está tocando padecer.
Y posiblemente alguno de aquellos curas, con las manos aún entrelazadas
en su espalda y haciendo girar todavía sus pulgares en característico molinillo,
pueda pensar en todo esto y esboce, entonces, una sardónica sonrisita. ¿Veis cómo
teníamos razón?, podría preguntarnos todo arrogante… Pero sin reparar en que
el tiro les ha salido por la culata y que los lugares de culto, y las Iglesias de todo el país también han echado la
persiana durante estos días. Porque sin que la gente pueda juntarse, sin que
puedan hacer corrillos, el Planeta entero bien que puede permanecer cerrado a
cal y canto. Para satisfacción de los Franco de turno que tan bien parecen pasárselo
viendo sólo su careto en un espejo.
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