domingo, 15 de marzo de 2020

COVID-19: NO ME HAGAN CORRILLOS, SEÑORES


A ver si al final, después de tantos cachondeos, ellos tenían razón. Porque ellos son aquellos hombres con sotana que dirigían el colegio y que se paseaban vigilantes, con las manos entrelazadas en la espalda, por el patio de recreo mientras nosotros, la chavalería más o menos educada, más o menos gamberra, disfrutábamos entre clase y clase de media horita para estirar las piernas y dar alguna que otra patada al balón de turno.

Porque se trataba de eso: de chutar lo que fuera, de estar ocupados y no de brazos cruzados haciendo corrillos. Sí, eso no. O mejor dicho, eso nunca. Así que en cuanto tres o cuatro rebeldes nos juntábamos en una esquina para, apenas, charlar surgía la autoritaria voz del alzacuello de la sotana, no me hagan corrillos, señores, y el grupito en cuestión, los tres o cuatro o cinco a despedigarse al momento, a aislarse en una unidad, o en una pareja a lo sumo, que no molestara a esos señores del crucifijo.

Aunque yo siempre me preguntaba, y lo he seguido haciendo durante bastantes años, ¿qué podía molestar que unos inocentes amiguetes estuvieran charlando durante los recreos en lugar de estar pegando balonazos a una pelota que, además, nada les había hecho?

Y durante esos días, es curioso, durante estos días del Covi-19 me parece haber hallado, por fin, sino la respuesta (ésta me la venía oliendo desde ya algún tiempo), sí la confirmación de la mencionada respuesta. El problema, la molestia, ¡el peligro! Eran los corrillos; los corrillos en sí. O sea, el número de personas que se juntaban. Porque si uno andaba solo por el patio, se le dejaba en paz. O a lo sumo se le preguntaba después si le ocurría algo, pero con tanto interés por posterior respuesta como por el clima que hace en Laponia durante el mes de febrero. Y si eran dos los que pateaban juntos el patio, a respirar tranquilos. Serían dos buenos amigos. (Aún no se conocían, o se preferían desconocer, las virtudes del mariconeo). Ya con tres, los problemas empezaban a aparecer. Y con cuatro, crecían. ¡Y no digamos con cinco! Porque durante una dictadura (y Franco, durante 40 años, fue un dictador con todas las de la ley, aunque sin la ley principal que es la que dictamos todos nosotros con nuestros pareceres) los corrrillos suponían, o se quería creer que suponían, una amenaza. Cuatro o cinco hablando juntos sólo podían estar tramando algo. Y algo malo, por supuesto. Algo que suponía, o podría suponer a buen seguro, una amenaza para todo el  resto de cabezas bien pensantes, las que asomaban por encima de los alzacuellos y las otras que pudiera haber.

Así que a disolver los corrillos. ¡Piratas avizor! A hacer que esos 5 (apelotonados) se conviertan, por arte del grito, en 1, 1, 1, 1 y 1 (separados, aislados). Y así que ahora vuelvo a recordar esos tiempos de los recreos, de los curas y de los corrillos. Cuando escucho esas advertencias de las Autoridades (sin alzacuellos) porque evitemos juntarnos, ¡evitemos los corrillos!, y nos quedemos solitos en casa; o en cualquier sitio, ¡pero solos! Nada de cines, discotecas, bares, ni museos, ni nada que pueda suponer la formación de esos corrillos. Así que, después de todo, quizás aquellos jesuitas tuvieran razón, y en los corrillos que se formaban espontáneamente durante las horas del recreo en los patios estuviese la raíz de los problemas, la raíz de la rápida difusión y contagio de este maldito Covid-19 que ahora nos está tocando padecer.
 
Y posiblemente alguno de aquellos curas, con las manos aún entrelazadas en su espalda y haciendo girar todavía sus pulgares en característico molinillo, pueda pensar en todo esto y esboce, entonces, una sardónica sonrisita. ¿Veis cómo teníamos razón?, podría preguntarnos todo arrogante… Pero sin reparar en que el tiro les ha salido por la culata y que los lugares de culto, y las Iglesias de todo el país también han echado la persiana durante estos días. Porque sin que la gente pueda juntarse, sin que puedan hacer corrillos, el Planeta entero bien que puede permanecer cerrado a cal y canto. Para satisfacción de los Franco de turno que tan bien parecen pasárselo viendo sólo su careto en un espejo.

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