Sí, ahora que el rey es más rey que nunca. Ahora que el balón que ha chutado, corre por los campos de Rusia pero también por la hierba que todos vemos apoltronados en las butacas de nuestras casas, os voy a contar lo que nadie os ha
contado nunca sobre el fútbol, pero empezando, irónicamente, por una cosa sobre
la que todos habréis oído hablar antes miles de veces, eso: que el fútbol es el deporte
rey. Y todos podréis pensar, al momento, en algún o en algunos motivos para que
este aserto sea tan cierto como que la Tierra da vueltas y todos, casi sin excepciones,
tendréis razón.
Pero yo, en estas líneas, voy
a centrarme en un detalle, en el detalle
que hace que la realeza del fútbol sea una proclama indiscutible, en el
auténtico quid de la cuestión y,
sobre el que también pienso, que muchos no habréis reparado con la atención que
se merece: el fútbol es el deporte más complicado que al hombre, en cuanto homo sapiens sapiens, se le ha podido
ocurrir inventar y practicar, o ver en vivo pagando una entrada o en el salón
de su casa abonándose a un canal de televisión. Y por estos derroteros voy a
seguir.
Porque al hombre, a ese homo sapiens sapiens, todo lo que es
complicado le resulta más atractivo y apasionante que aquello que es más
sencillo. Le va en los genes. Y a estos les va la marcha de la complejidad. ¿O,
acaso, no preferimos contemplar las majestuosas y complicadas pirámides de Egipto que la apañada y sencilla caseta de un perro? Luego
sigamos.
Y reparemos en que el fútbol
es un deporte en el cual dos equipos, compuestos cada uno por 11 jugadores, juegan
sobre un campo rectangular cuyas medidas más comunes suelen ser, en la Liga Española sin ir más lejos,
de 105 metros
de largo y de 68 de ancho, y tratan sobre él de meter un balón, que de acuerdo
con lo que dictamina el Reglamento de Competencia de la Internacional Board ,
en su regla 2ª, será esférico, de cuero o de algún otro material adecuado, con
una circunferencia no superior a 70 centímetros ni inferior a 68; con no más de 450 gramos de peso ni menos
de 410 al comienzo del juego y con una presión que oscile entre las 0,6 y 1,1
atmósferas al nivel del mar; o sea, y hablando en plata, entre los 600 y 1100 gramos por
centímetro cuadrado, tratan, decía esos dos equipos de meterlo en una portería
(cada uno en la del contrario, claro), situada en los dos lados cortos y
opuestos del mencionado campo rectángular, de 7 metros y 32 centímetros de
largo, y 2 metros
y 44 centímetros
de alto, defendida por un jugador al que llamamos portero y que será el único de los 11 que pueda emplear para evitar
que el balón entre en la portería cualquier parte de su cuerpo (luego veremos
que esto para el resto de los jugadores será una excepción, y una nota
fundamental para todo lo que pretendemos explicar). Bueno, cojamos aire…
Y ahora, si ese balón entra en
la portería, el equipo que lo haya logrado habrá marcado un gol. Y el equipo
que marque más goles al término del tiempo reglamentado, que se divide en dos
partes de 45 minutos cada una (lo sé voy poco a poco), habrá ganado el partido.
Y esto que a muchos les puede
sonar a chiquillada o a algo relativamente sencillo, si se mira con cuidado, o
con cuidadín que decía el gran Chiquito, se verá que es bastante más
complicado. Y más todavía si a las premisas citadas añadimos aquella nota
fundamental, o fundamentalmente puñetera y antinatural (después me explico), de
que cualquier jugador, que no sea el portero, ¡sólo puede emplear la cabeza y
el pie para manejar y conducir el balón hasta la portería contraria y nunca las
manos! ¡Coño, y esto que parece, a simple vista de pájaro, una tontería es lo
que hace del fútbol el deporte más endiabladamente complicado que podamos, sapiens sapiens, haber inventado! Y el
más apasionante. Por eso, decíamos arriba, que es el rey.
Pero “antinatural” y “endiablado”,
también. Y lo escribo y lo subscribo. Porque el hombre, lo sabemos o lo hemos
escuchado en algún documental, si por algo se distingue del resto de las
especies animales que pueblan, y con las que compartimos, este Planeta es por
el uso extremadamente singular y portentoso que hacemos de las manos y con
ellas, de los dedos. Esta capacidad es la que nos hace naturalmente superiores y, a veces, y en nuestros mejores momentos,
casi divinos.
Aunque si jugamos al fútbol,
y no ocupamos el puesto de portero, las manos al bolsillo. Las manos no deben
servirnos para nada, porque si se nos ocurre tocar con ellas el balón
incurriremos en falta y si lo hacemos descaradamente seremos expulsados del
partido. ¡Coño, esto empieza a complicarse, sí! Antinaturalmente…
Porque habrá que reconocer
que poner a 11 jugadores (bueno a 10, el portero ahora no cuenta) de acuerdo en
conducir con los pies un balón, no muy grande, en un campo, bastante más
grande, y colarlo en una portería, ni grande ni pequeña, pero defendida por el
único jugador que puede usar todo su cuerpo en impedir que este balón entre en su
portería, es una práctica y un logro bastante, o por decirlo castizamente, muy
jodido.
¿O habéis pisado, alguna vez,
un campo de fútbol reglamentado, y os habéis situado, por ejemplo, en su centro
y mirado, hacia delante y hacia atrás, las distancia que os separa de las
porterías, ¡en el 5º pino!, o en el tamaño que desde ahí tienen esas mismas
porterías, ¡liliputienses!? Pues añadid ahora a estas dificultades, que por el
campo pululan 21 jugadores más como nosotros, y que con 10 de ellos tendremos
que pergeñar una táctica que nos permita llevar el balón hasta la portería
contraria, sorteando el denso tráfico de compañeros y contrarios, y conseguir
un golito, mientras estos, los 11 contrarios harán todo lo posible para
evitarlo. Complicadillo, ¿verdad?…
Y sin embargo, a medida que
las dificultades crecen, nosotros, los homo
sapiens sapiens, nos vamos poniendo
más y más cachondos. Lo sabemos. Las complicaciones hacen, irónicamente, que lo
mejor de nosotros mismos salga a relucir. Y a todo esto habrá que sumar ahora,
para entender por fin lo del deporte rey, los consecuentes directos que estas
características complicadillas del
juego tienen sobre el fútbol.
El primero de ellos, y creo
que el más decisivo para que la complicación sea efectiva, y la subsiguiente consideración
de deporte rey resulte concluyente es
que, a causa de esas complicaciones, los goles que se marcan durante los
partidos de fútbol son relativamente escasos. Incluso muchos partidos acaban
con el resultado de 0-0, o con un pírrico 1-0. Pero esta racanería,
paradójicamente y lejos de resultar un defecto, es la hace del fútbol precisamente
un deporte real, ya que es esta
escasez de goles la que hace que el resultado final de un partido sea muy
incierto y que, de esta manera, ¡cualquiera de los dos equipos pueda ganarlo!
¿No os dais cuenta que en el
baloncesto, por ejemplo y al contrario de lo que ocurre en el fútbol, las
sorpresas o los “maracanazos” casi brillan por su ausencia? Un equipo para
ganar un partido de baloncesto tiene que anotar en el cesto contrario, por lo
menos, 30 canastas, y esto hace la victoria para el equipo más débil sea casi
una misión imposible, y, por lo general, terminará dando su brazo a torcer ante
el equipo más poderoso, al que le resulta mucho más sencillo, por sus probadas
aptitudes y jugosas cuentas corrientes, llegar a esa cantidad de canastas.
Pero el fútbol es distinto.
En el fútbol, a cuenta de lo que llevamos escribiendo, a cuenta de su
complicación, de los pocos goles que se necesitan para ganar un partido, el
equipo más débil puede derrotar al más fuerte. Y esto, desde David y Goliat, nos
entusiasma. Porque el débil podrá ganar al fuerte y abusón sólo por 1-0. ¿Y qué
equipo no es capaz de marcar solo un
gol? ¡Un gol y no las 30 o 40 canastas, por acudir otra vez al ejemplo del basket! Y estas cuentas, un-solo-gol, únicamente cuadran jugando
al fútbol. Y así, las sorpresas, los imprevistos, la incertidumbre del
resultado, el lado hacia el que finalmente se inclinará la balanza nos
mantendrá a todos en vilo, ¡esto es pasión!, mordiéndonos las uñas,
estirándonos de los pelos, con los apretados “uuuyyys” entre los dientes porque
el resultado, hasta el final de los 90 minutos, se mantendrá fácilmente en el
aire.
Y después, y sobre estas
premisas, ya nos cae el resto en cadena. Con los mimbres de la incertidumbre se
inventan y se alimentan los grandes estadios abarrotados de ese público
enfebrecido, las lucrativas quinielas y las apuestas en general: ¡más pasión!;
también ellas contribuyen, ¿quién lo puede negar con dos dedos de frente?, a la
inmensa popularidad del fútbol. Y al revés: también ellas, las apuestas, se
calzan las chancletas y los trajes de baño y hacen del fútbol su particular y más
refrescante agosto.
Por eso debemos convenir que,
una de las sentencias más repetidas en los corrillos futboleros (que estarán
llenos de estos lugares comunes; por algo el fútbol es el deporte rey y el más
popular), aquella que reza que el gol es la salsa del fútbol, habría que entrecomillarla
con esta extraña y aprendida coletilla (por lo menos para quien haya llegado hasta
aquí), que los goles sean pocos o que la abundancia de salsa no arruine el
plato.
Y termino con un más de lo
mismo. Pensad que los partidos de fútbol acabaran con un 12-7 o un 21-8, o con
un más ajustado y teóricamente apasionante 19-18, y mucho me temo que, al
contrario de lo que pudiéramos creer sin la extraña y aprendida coletilla, ya
que el gol sí sería entonces la salsa del fútbol y punto, posiblemente nos
veríamos envueltos en un profundo muermazo, en un turre, en un mareante e
insulso correcalles, en un sin ton ni son, hasta poder apostar (¡sí, me lo
juego todo!) que dejaríamos de levantarnos de los asientos cada vez que nuestro
equipo marcara un gol, ¿el 16º o el… 18º? Además de advertir que, con esta
soporífera abundancia de goles, al fútbol habría que modificarle el nombre y en
lugar de llamarle “fútbol”, referirnos a él como un tipo de “futbolito” o “futbito”
jugado en campo grande, en el que el propio diminutivo del término ya nos estaría
indicando que el fútbol habría perdido esas “rácanas” señas de identidad que le
hacen único y especial, y que, entre otras cosas, le han aupado hasta la cima
del podium, hasta su indiscutible majestad y reconocimiento como el rey de los
deportes.
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