El martes 26 de junio me tocó
cerrar los coloquios del 2º trimestre del cineclub FAS de Bilbao con la mejor de las
compañías que alguien pudiera imaginar: sobre la pantalla, una excelente
versión del clásico silente de Murnau, Amanecer
(1927), y sobre las teclas del piano que acompañó la proyección, los dedos del no
menos excelente Josetxo Fernández de Ortega.
Por eso el placer y la gozada fueron dobles. Al menos, para mí. O triples también, porque contamos con los socios y asistentes a la proyección y al coloquio y que, con un criterio digno de alabar, dieron, en un número más que notable, la espalda al fútbol, a los problemas de Messi, al Argentina-Nigeria correspondiente al Mundial de Rusia.
Pero yendo a lo que vamos, y
a lo que quiero ir, que no es a otra cosa que a la prodigiosa Amanecer… Sí, no exagero:
“pro-di-gio-sa”. Como tantas otras obras pertenecientes a los últimos años del
Cine Mudo, a esos que precedieron y, muchas veces, ya se juntaron con el cine
sonoro que ya voceaba desde los tiempos de El
cantor de jazz, también de 1927.
En 1895, 32 años antes, y
tuvimos ocasión de comprobarlo en el mismo cineclub, se habían iniciado las
andanzas del celuloide con aquellas primeras películas de los hermanos Lumiere,
Salida de la fábrica de los Lumiere en
Lyon, La llegada de un tren a la Ciorat , El mar, y un larguísimo etc. Y como una
increíble avanzadilla de los tiempos líquidos que nos iban a tocar vivir, y que
aún vivimos, durante el siglo XX, estos tiempos que, en contraposición a los
tiempos sólidos que habríamos conocido hasta entonces y donde se sabía
exactamente en qué estado te encontrarías en función de los años que adjudicara
tu DNI (estudiante, cursando la mili, carrera, novia, trabajo ¡fijo!, mujer, hijos,
nietos…), todo iba a saltar por los aires, ponerse manga por hombro y dejarnos
en la mayor de las incógnitas sobre qué es lo que va a pasarnos al segundo
siguiente de hacernos la pregunta…
Sí, a esto me refería en una
reciente entrada en mi blog cuando hablaba de las pinturas rupestres,
garabateadas por nuestros ancestros hace 40.000 o, según recientes estudios,
hace 70.000 años, y de las primeras civilizaciones surgidas a orillas del Tigris
y del Eufrates hace 6.000 años, o del Nilo hace 5.000. Sí, no cabe duda de que el
tiempo entonces avanzaba, por seguir usando términos cinematográficos, a cámara
lenta, muy lenta. Que el hombre se tomó su tiempo, valga ahora la redundancia,
para dejar las pinturas de colores y pasar a construir, las algo más colosales,
pirámides. Casi 34.000 años, según unos, o 64.000 según otros. Que tanto monta
como monta tanto.
Porque en cualquiera de los
casos, tiempos solidísimos como una roca., hasta la llegada del siglo XX y del cine
mudo a sus espaldas que se erige como el más poético canto a la liquidez de los
nuevos tiempos ya que en un plazo de apenas 30 años comienza, se desarrolla, crece, madura y muere atizando un golpe
en la mesa y asegurando que más que desaparecer, se pone de costado y deja,
respetuosamente, paso al estrepitoso cine sonoro, ofreciéndonos, a modo de
espléndido canto del cisne, aquella inagotable muestra de obras de arte a la
que antes aludíamos y que vendrían a decirnos algo como, aquí está el nivel que
en 30 años hemos sido capaces de alcanzar, a la vez que nos lanzaban el guante
y nos retaban bravucones, a ver, a ver si vosotros, tan parlanchines, conseguís
llegar a nuestra altura. Sí, eso “decían” La
pasión de Juana de Arco, El demonio y
la carne, El gran desfile, El maquinista de La General , El circo, Metrópolis, El acorazado
Potemkin, El viento, La madre, Los muelles de Nueva York, El
cameraman … Y el mundo marcha, Luces de la ciudad, Vampyr, y no sé cuántas obras maestras más.
Y cierto, la bravuconería
silente quedó ahí, junto a la planta de nuestros pies. Pero los cineastas
sonoros recogieron el reto. ¡Cómo no! ¡Buenos eran ellos! Aunque muy pronto
comprobarían que el reto se las traía, tan pronto como supieron que igualar la
maestría de Amanecer, por ejemplo, iba
a tratarse de una empresa diabólica, una cumbre casi imposible de hollar y que
aquellos mudos que no “decían” nada, en realidad quizás callaran porque ya lo
habrían dicho todo.
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