Hace unos meses cuando se proclamó Campeón del Manomanista
dije de él (en la entrada en este mismo blog del 25 de junio de 2015: El manomanista no se merece semejante txapuza) que era un campeón con asterisco (Campeón*) ya que su pase a la Final se había producido de rebote (y valga la paradoja), después de
que Oinatz Bengoetxea, el finalista por méritos propios, tuviera que renunciar
a jugar el partido decisivo por una inoportuna (¿hay alguna que no lo sea?)
lesión. Entonces Mikel Urrutikoetxea, que ¡había perdido contra el propio
Oinatz la semifinal!, ocupó el lugar del delantero de Leiza en la Final en una decisión que, lejos de convencerme y dejarme tranquilo,
me sumió en una profunda discrepancia y
malestar que, después de que Mikel se hiciera brillantemente (¡y qué!) con el
campeonato, tuvo en el consiguiente asterisco (*) su gráfico reflejo.
Pero este domingo Mikel volvía a tener una oportunidad; y
ésta, de verdad. Había alcanzado la
Final del 4 ½ y nadie, en su sano juicio, podía discutirle
la justicia de su logro. Había derrotado al mismo Bengoetxea en una semifinal
excelente, para el recuerdo, reventando físicamente al bueno de Oinatz, en un
partido jugado en el Labrit pamplonés a cara de perro; esa eléctrico rictus con
el que a mí, por lo menos, me gusta que se jueguen los partidos. Sean estos del
deporte que sean.
Y en esta segunda oportunidad, o segunda Final que
se disputó en un abarrotado Frontón de Miribilla, Mikel además no lo iba a
tener fácil. Ninguna final lo es. Pero si hablamos de pelota y hablamos de
Irujo la empresa no deja de parecer una ascensión al Everest sin un buen sorbo
de oxígeno del que echar mano. Y así lo pareció en un principio y casi… hasta
el final. El delantero de Íbero estaba a punto estaba de llevarse el partido a
su zurrón con una incontestable comodidad: 10-20. Había jugado Juan como los
ángeles y como los ángeles parecía que iba a llevarse la txapela de Bilbao por
los aires. Como el Campeonísimo que es.
Pero entonces surgió Urruti. Que a mí que me gusta mucho el
cine me recuerda al gran James Stewart. Mikel también es alto (pasa y de sobra
el metro ochenta) y delgado (¡en la báscula apenas llega a los 68 kilos!). Y
también es un tipo frío. De esos que dicen que no se cortan ni con el cristal.
Camina por el frontón despacio. Como si recorriera, mirando a derecha e
izquierda, a las ventanas, a cada rincón, a cada oscuro y sospechoso callejón,
la céntrica calle de uno de esos pueblos del Far West que andan revueltos y en los que debe imponer el orden. Y
nada parece alterar su propósito. Espera su momento. Y cuando lo encuentra, o
sea, cuando se encuentra a gusto con el material, con el ambiente, con sus
propias sensaciones se lanza a degüello. Y entonces sus rivales pueden
echarse a temblar porque a Mikel no le va a temblar el pulso. Y Juan le
vio venir. Poco a poco. A James Stewart, uno de los más despiadados bounty killers o cazadores de
recompensas para los no familiarizados con las películas de vaqueros. Y así
fue: poco a poco. 12-20, 14-20. Y Juan pedía tiempo muerto. Y resuello. Se
retiraba a los vestuarios ante las pitadas de un respetable que empezaba a
alucinar. Pero la refriega continuaba y continuaba la sangría: 16-20, 18-20,
¡20-20! Y Mikel ya era invencible. Por eso ganó la Final : 22-20 en uno de los duelos más increíbles que se han podido
ver y disfrutar durante los últimos años; un partido que ya es Historia
mayúscula.
Por eso hoy quisiera reconocer, y dar al César lo que es del
César, que el viejo asterisco (*) se ha convertido en la más flamante estrella
de marshall que puede
cualquier ciudadano honrado lucir en su pecho. Sí, Mikel Urritkoetxea es
el nuevo sheriff. El nuevo rey de la
pelota a mano.