A decir verdad no tengo nada en contra de él. Salvo que no
me gusta cómo escribe. Lo cual no es demasiado trágico y menos aún viniendo de
quien viene; es decir, viniendo de mí. Salvo que el aludido se tome su talento
demasiado en serio. Tan en serio que pretendiera reclamar para aquello que
redacta una elogiosa unanimidad que me parecería, en estos tiempos que corren,
de una ingenuidad, ésta sí, ciertamente preocupante. Además yo no cuento con
seguidores suficientes como para temer que las opiniones del que esto suscribe
vayan a extenderse como la pólvora y desembocar en un desatinado escrache o en una pila de llamadas o
cartas al director que colapsen la centralita del periódico o los ordenadores
de la Sección
ad hoc.
Porque el aludido y lo que voy a decir, lo voy a decir sobre
él, sobre Martín Olmos, colaborador habitual de El Correo, el diario estrella de nuestra cornisa cantábrica, al que conozco desde hace años (compartimos en diferentes cursos
muchos años en los Jesuitas de Bilbao, además de tener algún que otro buen
amigo en común- y escribo esto para que nadie piense que existe alguna afrenta
personal que dispare mis opiniones) acaba de ganar el Premio de Euskadi de
Literatura en lengua castellana por su colección de crónicas negras reunidas en
el libro Escrito sobre negro. Estos
son los hechos, señor juez. Y a partir de aquí, lo que me ha hecho encender el
ordenador y clicar el icono de Word.
Aunque, antes, a modo de prólogo apuntaría, para abrir boca, que no
me parece muy afortunada que la elección del ganador de dicho Premio haya ido a
parar a un libro que reúne 40 relatos seleccionados (me supongo) por el propio
Martín entre los casi 200 que ya ha publicado en el periódico. Y es que (me
supongo) el colaborador-periodista habría escrito sus crónicas con el loable
propósito de verlas simplemente publicadas (condición imprescindible para optar
al mencionado Premio), lo que no respondería sino al también muy loable (¡faltaría
más!) propósito de ganarse un sueldo digno. Pero a lo que vamos. Y esto ya me
mosquea. Porque honestamente pienso que del Premio deberían estar descartados,
por una pura cuestión ética,
todos aquellos libros que no hayan sido escritos expresa y exclusivamente para
ser publicados.
Porque, ¿qué tal si el año que vienen, y por no salirme de El Correo y sus colaboradores, optan al
Premio Roberto Moso con sus artículos escritos en euskera, u Óscar Cubillo con
otra colección de sus amenas críticas a los conciertos musicales que podemos
escuchar en la Villa
y en sus alrededores, o el mismísimo, y siempre brillante, César Coca con una
cuidada selección de sus artículos culturales? Sí claro yo no soy colaborador
de nada y me siento como un desgraciado y apaleado escritor. Porque parece que al
que ya tiene una taza, ¡toma!, otra taza. Y al que no tiene ninguna, pues nada,
que siga así: volcándose sobre los labios la cafetera hirviendo para beberse el
café. No, no creo que es justo. Es como premiar
al ganador. Y estoy convencido de ello y dispuesto a discutirlo con quien
tenga ganas. ¿O que se publiquen acaso algunas de las entradas de mi blog, las mejores de todas, y así
aspirar un buen año al Premio de marras? Pero no. Lo que no me gusta en los
demás, tampoco me gusta para mí.
Y reconozco que sobre todo lo que llevo escrito Martín no
tiene culpa alguna. Si una Editorial se animó y le publicó su colección de
crónicas negras, y si las bases de los Premios Euskadi la admiten como
candidata al premio, y si un jurado elegido a tal efecto le adjudica (y creo
que lo ha hecho, además, unánimemente) el Premio, sólo me queda tenderle la
mano y felicitar sinceramente a Martín. Y alegrarme, sí, alegrarme por esos
18.000 euracos que engordarán su cuenta corriente, aparte de lo que El Correo ya le habrá ingresado por esas
mismas 40 crónicas. ¡A ver si al final esto de escribir va a resultar un
chollazo! ¡A ver si va a cumplirse aquel bonito sueño del gran Ramón Barea que
en un hipotético, idílico y huxleyano mundo respondía al hijo que le anunciaba
que quería ser actor, sí, me alegro de que, por fin, quieras sentar la cabeza.
Pero vuelvo a Martín. Y me alejo de los Cerros de Úbeda.
Porque en todo esto hay una cosa verdaderamente preocupante. Y la ponía arriba,
en la primera línea. Y no tiene un remedio sencillo. Y me habla del lamentable
estado de nuestras cosas. Y es que pienso (lamentablemente) que Martín es un
escritor que deja bastante que desear. En sus crónicas se recoge,
perfectamente, y a mi modesto entender, aquello que alguna vez he dado en
llamar, tal y como menciona otro escritor de cuyo nombre sigo sin acordarme (lo
juro), el efecto sonajero.
¿Y en qué consiste este efecto sonajero?... Y nada que ver
con el efecto mariposa o con cualquier otro efecto. Porque este efecto es, en
realidad, un defecto muy gordo, casi una enfermedad para la que no siempre se
encuentra tratamiento; un virus que afecta al escritor enamorado de su propia
escritura, de su propio estilo; un sonajero que entretiene y fija la atención
del niño pero que, al fin y al cabo, y por mucho que haga que el niño se calle
y deje de berrear, no deja de ser un simple sonajero. Y Martín, a la crónica que El Correo le publicó y (me supongo) le pagó el
domingo posterior a la entrega de los Premios Euskadi, tituló El rédito del héroe y empieza, Patrick Floyd Garret, que le dicen Juan el
Largo, culmina la timba palmando y se le arisca la madre y se pone reñidor.
Protesta el trago porque dice que aposenta zurrapa y lo ordena de vuelta y el
mesero le pone otro colando el whisky con un tamiz. ¡Toma ya! Me imagino
los ojos saltones de Martín brillando como dos monedas de oro y embebido en su
ingenio y genialidad (sic).
Y no quisiera sacar yo a nadie, y menos a Martín que seguro
que está tan a gusto recopilando tantos textos geniales, de ese gozoso estado
en el que el efecto sonajero imbuye a los que lo practican. Los más afamados novelistas
de nuestra posguerra son adalides de esta sonora
forma de narrar. Y me meto con Cela (¿hay algún Premio Nóbel más sobrevalorado
que el del vecino gallego de Padrón?), con Martín Santos y su mediocre Tiempo de silencio, con Delibes “el
cazador” y con tantos otros que nos han puesto nuestras cabezas de estudiantes
y de lectores como un enorme cesto con tantísimas muestras de indiscutible (¿?)
erudición y talento para buscar las palabras más rebuscadas y juntarlas luego
en una pirueta lingüística que haría las delicias de Pinito del Oro.
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