A grosso modo trataba sobre un hecho que me llamaba bastante la atención y que no era otro sino la progresiva juvenilización que estaba transformando desde hacía algunas décadas a las sociedades occidentales. Efectivamente, la juventud se había convertido en un valor en sí mismo, y parecía como si todo aquello que no entrara en ese cajón juvenil bien podía tirarse al cubo de la basura, por caduco, pesado e inservible.
Hoy, tres años después, me sigo
reconociendo en el ensayo pero reconozco, y valga la redundancia, para mi
asombro y sorpresa, que me quedé con él bastante corto. Porque el mundo (el
occidental, al menos), lejos de apalancarse en esa juvenilización, ha seguido
tirando hacia abajo, hacia un punto cercano al cero del origen; y ahora no me
cuesta ver a nuestro alrededor un mundo, ya no juvenil, sino decididamente
infantilizado.
Y siento que todo esto dio
comienzo, día arriba, día abajo, un 11 de septiembre de 2001. No creo que nos
cueste recordar que esa mañana las huestes de Bin Laden derribaron, cual si de
dos castillos de naipes se trataran, las Torres Gemelas de Nueva York, con dos
aviones que impactaron contra ellas causando, en un suspiro, 3000 muertos.
Yo ese día estaba comiendo en
un hotel con tres amigos y a la salida del restaurante, en un televisor
instalado en un puesto de venta de periódicos pudimos presenciar el choque del
segundo avión contra la segunda Torre, y el consiguiente desmoronamiento de los
dos rascacielos. Sí, hubo que frotarse los ojos. ¿Qué era aquello? ¿El último y más real video juego? ¿Una sofisticada gamberrada, más propia del Día de los Inocentes que de otra cosa? ¿Una de esas fake news, como se dice ahora? Y
sin embargo, no, aquello era tan de verdad como que nosotros cuatro estábamos en ese
momento haciendo la digestión. Y, no tardó en venirme a la cabeza la frase
aquella que se pronuncia en una película de Hitchcock (yo siempre con el cine a
cuestas), por un lado tiene gracia aunque por otro, maldita la gracia que
tiene.
Sí, y la cosa pintaba tan fea
que decidimos los cuatro de mutuo acuerdo conmemorar dicha fecha todos los años
con otra comida donde nos juntáramos alrededor de una mesa y de otro 11-S. Yo,
por mi parte, enseguida me apunté porque sinceramente pienso que el mundo, y
éste no el occidental sino el global, el mundo-mundial, cambió desde aquella
mañana, y a la juvenilización sobre la que hablaba en el Divino tesoro…, le empezaba a seguir una infantilización galopante
que, al día de hoy, continúa apropiándose de todo, y a una velocidad vertiginosa.
Y si a alguien no le convence
lo que he escrito hasta ahora que eche un vistazo a los desmadres que nos han pasado
después del desplome de las Torres. Poco después, Bush y su atolondrada invasión de Irán, más propia de una pataleta de crío malcriado que de otra cosa,
buscando armas nucleares donde nadie ha visto (ni siquiera él) todavía más que
una acuciante y vergonzosa pobreza, las sucesivas y disparatadas crisis bursátiles coronadas
por los calamitosos Hermanos Lehman, las ¿micro? pandemias del Ébola, de la
Gripe A que, como aquello de que viene el lobo, no vinieron hasta que vino su hermano mayor, no el de Zumosol precisamente, sino este Covid-19 , o el incremento de una violencia indiscriminada a la que nos hemos acostumbrado demasiado rápidamente o todo nos da demasiado rápidamente igual, los bullit de patio de colegio y la más impresentable de todas las violencias, la
de género; y sin que nadie parezca rasgarse en serio las vestiduras, el patético acoso profesional; y todo ello
finalizando, de momento, con este Covid-19 (hasta su nombre
me recuerda el nombre de algún misterioso y letal E.T.) que nos está a todos trayendo
de cabeza.
Sí, algunos dirán que el
mundo se ha vuelto definitivamente loco, pero yo me apunto a que el mundo se ha
vuelto definitivamente infantil. Sí, el mundo se ha infantilizado hasta
extremos delirantes: un cómic(o) al que nadie hace caso. Y todos a casa. Confinados. Las calles
desiertas. La sensación de que una bomba atómica ha caído sobre el Planeta.
Pero todavía, algunos niñatos de cachondeo. ¡Si nadie ha oído nada anormal!, ¡si nadie es responsable!, ¡si nadie tiene la culpa de nada!... O como los niños, ¡la culpa la tiene ése! O un virus que
mata, que se contagia y se nos pega como un moscardón que no deja de incordiarnos, sin que sepamos
porqué, y sin que sepamos porqué nos da el pasaporte hacia el otro mundo;
ese del que nadie ha vuelto.
Y pongo la tele para ver las
noticias, para ver de qué va todo esto. Y las autoridades, los máximos
mandatarios mundiales reunidos y desorientados buscando una solución al problema, no dejan de
recordarme la película o la infantilada aquella de Tim Burton que se llamó Mars Attacks! (más cine, sí) donde unos
ridículos pero mortíferos alienígenas atacaban la
Tierra y aniquilaban a sus pobladores, y que cuando todo parece perdido, se encuentra de chiripa la vacuna: una espantosa canción de Slim Whitman que
hace que ¡los cuerpos de estos desagradables extraterrestres explosionen como un globo lleno de agua! Sí, Hitchcock again: por un lado tiene gracia aunque
por otro… no lo voy a repetir.
Sí, claro, pero es que ahora el mundo es de los
niños. También “niños” despistados que juegan y dirigen su destino mientras vemos cómo
las amenazas, que se ciernen sobre él desde aquel infausto 11S, recuerdan cada
vez más a los tebeos, a las viejas y tremendísimas películas de serie Z (a las
que, no casualmente, Tim Burton rendía homenaje con su particular gracieta):
ciudades desiertas, silencio, mucho silencio, muerte, mucha muerte
indiscriminada, y malos, malísimos (Bin Laden, el doctor Octopussy quizás-
¡tiembla Spiderman!…) o, incluso, invisibles (este Covid-19), y sin motivos
aparentes para causar tanto daño salvo porque así los ha hecho el mismo mundo
donde vivimos y, como al escorpión de la fábula, sólo les cabe disculparse
diciendo que ellos son así y después reírse, ¡cómo no: son tan malos, malísimos!, a mandíbula batiente.
Sí, el mundo se ha
infantilizado. Mascarillas a tutiplén, pero que no se nos olviden unos
buenos pañales. ¡Y a agarrarse los machos! Porque la infancia tiene ese punto maldito.
Puede ser divertida pero insustancial; muy activa pero inconsciente; peleona
pero desconocedora de que hace daño; llorona y no darse cuenta de lo que tiene
gracia; cachondeo y sin saber que eso, precisamente, no es gracioso; en
resumen, que vive a tope pero no le preguntes por la Vida.
Y es esta infantilización la
que nos toca (a algunos los c.) y, me temo, con la que nos va tocar bregar durante
bastante tiempo. Y aún así espero que el próximo 11S los cuatro amigos volvamos a juntarnos, sanos y salvos, delante de un primer plato, luego de un segundo y luego de
un postre, café y copa. Porque aquel 11S del 2001, mi ensayo Divino Tesoro… se quedó corto, y el mundo
empezó a hacerse más que joven, niño; un niño que no para quieto, sí, un diablillo muy, muy peligroso. Y si es cierto aquello que dice el indispensable Habermas sobre que el ser humano nunca ha sido más conocedor de su propia ignorancia, hablaríamos de hombres a los que les gusta seguir siendo niños. Y ya habría llegado la hora de espabilar. O de crecer.
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