Al final no he visto esta Semana Santa Espartaco (1960), de Stanley Kubrick
pero no me importa porque, hasta cierto punto, me resulta inolvidable. Por lo menos, para mí, es inolvidable su
bonito tema de amor, compuesto por Alex North. Por lo menos, para mí, inolvidable es su secuencia final donde Espartaco muere
crucificado en el borde de un camino donde a ambos lados cientos de esclavos
están corriendo su misma suerte. Todo parece indicar que con ello se está
poniendo fin a la insurrección de los esclavos que se levantaron en armas
contra el Imperio Romano reclamando el derecho a un trato y una vida más digna.
Sí, la muerte no parece sino el preludio incontestable de su derrota. Aunque
sin embargo tengo mis dudas.
Y no sólo porque Dalton
Trumbo, uno de los escritores más perseguidos por McCarthy y su delirante “caza
de brujas”, firmara el guión de Espartaco, lo que ya de por sí nos
debería predisponer a los buenos aficionados a suponer que detrás de ese final,
excavando en su celuloide, debe haber algo
más. ¡Porque vaya si lo hay!
O reparemos sino en cómo el teórico triunfador de la revuelta o el pretor romano Craso se ha quedado sin su corona de laurel o sin conocer la verdadera identidad del esclavo que se esconde detrás del nombre de Espartaco. Claro que Craso sospecha de Kirk Douglas, pero la certeza le será negada. Y la muerte de los miles de esclavos se la denegará absolutamente. Y no sólo eso sino que se quedará, sobre todo, sin comprender él, Craso, todo un instruido e inteligente ciudadano romano, y sabiendo, eso sí, que el no encontrar al hombre hará que su nombre se mitifique como símbolo contra la opresión (y todos conocemos la fuerza indestructible que alcanzan los símbolos), cómo esos hombres, a los que apenas una tela les llega para cubrir el cuerpo, defienden a otro al que muchos de ellos ni tan siquiera conocen; y prefieren morir antes que responder o señalar su figura con el dedo índice.
O reparemos sino en cómo el teórico triunfador de la revuelta o el pretor romano Craso se ha quedado sin su corona de laurel o sin conocer la verdadera identidad del esclavo que se esconde detrás del nombre de Espartaco. Claro que Craso sospecha de Kirk Douglas, pero la certeza le será negada. Y la muerte de los miles de esclavos se la denegará absolutamente. Y no sólo eso sino que se quedará, sobre todo, sin comprender él, Craso, todo un instruido e inteligente ciudadano romano, y sabiendo, eso sí, que el no encontrar al hombre hará que su nombre se mitifique como símbolo contra la opresión (y todos conocemos la fuerza indestructible que alcanzan los símbolos), cómo esos hombres, a los que apenas una tela les llega para cubrir el cuerpo, defienden a otro al que muchos de ellos ni tan siquiera conocen; y prefieren morir antes que responder o señalar su figura con el dedo índice.
Pero es que a Craso, como a
todos los pueblos de la
Antigüedad , Roma incluida, por supuesto, la solidaridad que
demuestran entre ellos estos esclavos sin tener conocimiento el uno del otro, y
simplemente por compartir unas ideas o un credo determinado, es algo que les resulta
desconocido e irracional. Por eso Craso la
teme. La comunidad solidaria sin más, sin recibir nada a cambio por ello, como aquella
cuantiosa limosna recaudada en Grecia y Roma, y que Pablo de Tarso (el mismo al que una visión divina derribó de su caballo) entregaría a los
cristianos de Jerusalén que morían de hambre durante los siglos I y II d.C., es
algo que para los romanos no tiene explicación. Y les desconcierta. Pudiera
ser ése el último significado del grito contenido y el golpe inútil y desesperado que
propina Lawrence Olivier a Kirk Douglas antes de subirle a la cruz. Porque esa comunidad
solidaria, su caridad, la ayuda mutua que se prestan entre desconocidos conocidos por las ideas que comparten,
por su misma e innegociable condición de seres humanos, va a representar el
futuro de la humanidad más allá del bárbaro e insolidario mundo romano.
Y el hijo de Espartaco y Lavinia, al que la mujer lleva entre sus brazos y que levanta
para que Espartaco pueda verlo antes de morir, no sería sino la representación
de esa esperanza, de un mañana mejor aún en las terribles circunstancias que los
protagonistas viven en ese momento. Años más tarde se alzará, detrás de los
rebeldes crucificados y gracias a hombres anónimos como Espartaco, una nueva
vida menos bárbara, más solidaria, más humana. Sí, durante estos días de jodido
confinamiento y de tanto Covid-19, pensemos en todo esto aunque sea un poco.
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