Cuánto vale la vida de una
persona, siempre es una pregunta que me ha servido para comerme un poco más la
cabeza de lo que ya lo hago habitualmente. ¿Valemos todos lo mismo?: ¿ricos y
pobres?, ¿famosos y anónimos?, ¿ciudadanos de un país de los llamados de 1º
mundo o ciudadanos de los llamados del 3º mundo?, ¿pequeños y mayores? Sinceramente,
y por desgracia, posiblemente el precio de una vida varíe según algunas
circunstancias y, sobre todo, en función de la cabeza que se nos ocurra valorar. Pero todo esto no puede quitar ni
hacernos olvidar que la vida de una persona debe tener un precio mínimo, y
un precio aceptable por el más común de los sentidos.
Y estas pajotas se me han
ocurrido a cuenta de la importante indemnización que la multinacional IKEA ha tenido
que abonat a los padres de Josef Dudek, un pequeñín de 2 años de edad al que
una cómoda IKEA, en concreto el mueble Malm
de 32 kilos de peso, se le cayó encima en su casa de California aplastándole y
causándole la muerte allá por mayo de 2017.
El caso fue que la
multinacional sueca ha pagado por la gracia de Malm 41 millones de euros, 46 millones de dólares al cambio yanqui,
lo que, de verdad, me parece una justa cantidad (de hecho ha sido el mayor
acuerdo alcanzado por un caso de negligencia infantil en EEUU), y no las
indemnizaciones ridículas que muchas veces oímos que pagan las compañías
aseguradoras a víctimas por ejemplo de negligencias médicas que ocurren en
países como éste en el que estamos; esto sería, en Spain. Conocido
tendría a un amiguete al una operación de fimosis le dejó postergado sine die en una silla de ruedas, con
tres hijos, creo, y con menos de 40 tacos. Después de muchas luchas,
reclamaciones, recursos y más recursos la familia consiguió que la aseguradora
se rascase los bolsillos y llegara hasta 180 mil euros. Creo que las
diferencias saltan a la vista. Cierto que un caso nos enfrentamos a la muerte y
en el otro a una invalidez más o menos total. Pero lo que nadie puede cambiar es
que la putada, en cualquiera de los dos casos, está servida en bandeja.
Surge entonces la pregunta
que me formulaba antes. Y yo la respuesta a la que me apuntaría sería aquella
en la que la decisión de los jueces dictaminara que la familia o la persona
perjudicada o muerta por negligencia nunca en el cómputo global de años que
pudiera vivir tuviera que preocuparse por el vil metal; eso es, por el dinero
contante y sonante. A esto es a lo que el todopoderoso Estado, sea el que sea,
debiera dar cumplida respuesta ya que, si también somos justos con él, con el
Estado, éste nada (ni nada más ni nada menos) puede hacer por remediar la
desgracia, que a los desgraciados las cuestiones económicas no les ocupen un segundo la cabeza y que ésta la tengan enteramente disponible para lo
que les venga en gana. Que merecido se lo tendrían Nos lo dijo Oscar Wilde, el
dolor es sagrado.
Por eso concluyo con el
cutrerío que se me antojan los 180 mil euros que la aseguradora española abonó
a la familia de ese conocido mío; y por eso mismo se me antoja correcto y digno los
41 millones que la aseguradora yanqui pagó a los padres del pequeño Josef. Y pensemos
sino (yo como siempre a lo mío) en la frase que escuchamos en boca de William Munny
o de Clint Eastwood durante la señera Sin
perdón: cuando matas a un hombre le quitas todo lo que tiene y… todo lo que
podría tener. Sí, posiblemente Josef, un hombre
de 2 años poco podría tener pero, sin embargo, ¡cuánto podría haber llegado a
tener! Sí, y a esto qué precio podríamos ponerle. La aseguradora americana lo tasó
en 41 millones de euros. Es triste pero no está mal. La española con mi amigo,
que es cierto que no ha muerto, 180 mil. Lo que es triste. Pero, además,
irrisorio. Pero así están las cosas.
Por eso cuando alguien me
habla de la cultura yanqui para ponerla a pingar yo siempre le contesto que se
lo piense unos segundos. Y se acuerde, entonces, del caso del pequeño Josef
contra la poderosa IKEA, o del recientemente malogrado Kobe Bryant del que
Mumbrú contaba cómo después de la final olímpica, en la que España salió
derrotada contra los Estados Unidos, el mismo Kobe entró en el vestuario
español y estrechó las manos de sus jugadores y técnicos allá reunidos. ¡Uno a
uno!... O de Sam, el hijo de Bruce Sprinsteen, pasta por las orejas, ¡pero nuevo miembro del cuerpo de bomberos de los EEUU!, como si el chaval, teniendo el padre que tiene, no hubiera podido dedicarse a otras actividades menos peligrosas y más lucrativas. Lo cual le honra y a mí no deja de sorprenderme gratamente ya que por aquí seguimos acostumbrados a patéticos casos como el de Kiko Rivera, también pasta por las orejas. Y es que actitudes como la de Sam me congracian con el género humano y dignifican, sin duda, a un país por mucho Trump que dirija,
momentáneamente, sus destinos, porque esas actitudes dignifican a todos sus vecinos.
Claro que parece muy sencillo, ¿verdad?:
aprender del que sabe más que uno. Pero no, no lo es tanto, ¿verdad, Kiko?...
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