Por todo ello, para una parte
de la crítica cinematográfica más sesuda y original (sic), Allan Dwan formará siempre parte de ese exclusivo grupo de primitivos (quizás como King Vidor):
realizadores a caballo entre dos maneras de entender el cine y que, ya durante
su periplo sonoro, nunca abandonarán (¿podrían haberlo hecho realmente?) sus
formas y maneras silentes: ese ir al grano, a lo esencial de cada giro
argumental, de cada secuencia que caracteriza las mejores películas mudas y que
a mí, por lo menos, siempre me ha recordado la increíble lucidez y rapidez con
la que los compositores de Ópera saben plantear las tramas de sus mejores obras.
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Porque afirmar y mantener que los William Munny de Sin perdón o el Tom de Muerte entre las flores están ya prefigurados y anunciados en los personajes que interpreta el mismo John Payne en las dos películas mencionadas de Dwan es algo que siempre me ha llamado la atención, y sus coincidencias no deberían caer en saco roto. Para eso estamos aquí…
Porque aparte de representar
la enésima prueba de que los americanos, residentes en Hollywood, son los
mejores espectadores de cine del mundo, algo que nunca me cansaré de repetir- para
hacer buen cine hay que ver, entre otras cosas, mucho cine-, es también el más
meridiano ejemplo de cómo lo primitivo
puede (¡y debe!) estrechase la mano con lo moderno
y producir entre ambos dos obras maestras como Sin perdón o Muerte entre las
flores.
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¿Por qué no es el John Payne
de Filón de plata un alter ego del Clint Eastwood de Sin perdón?, ¿no se presentan sus
personajes, al principio de ambas películas, dedicados a lo que podríamos
llamar tareas del hogar, uno de ellos a punto de casarse y el otro cuidando de
su miserable granja de cerdos, escondiendo detrás de estas apacibles y actuales
circunstancias, un pasado que para nada fue apacible y en donde, los dos, se
manejaban como dos de los más habilidosos y terribles pistoleros del Far West?, ¿y no van a ser,
precisamente, esos modi de la
pacífica (sic) sociedad que les rodea
los que consigan sacar a la luz aquello a lo que ambos hombres habían decidido
renunciar y que, sin embargo y mal que les pese, vuelve a aflorar, y a
apoderarse de ellos?
Quizás demasiadas preguntas,
o demasiado largas pero, sin duda, que las respuestas a todas ellas es un
rotundo SÍ. John Payne, al final de Filón
de plata, pierde la paciencia y ajusta las cuentas con esa sociedad tan
sonriente y cínica como la que forman sus vecinos de Silver Lode, y abandona su entrañable (sic) pueblecito, eso sí, sin la oscuridad demoníaca que sigue a
Clint Eastwood en Sin perdón pero, y
esto sí que sí, para no regresar a él nunca más. Porque, sin duda, una vez
destapado el tarro de “lo siniestro”, “lo sublime” no puede ya ser lo mismo
para nadie. Y que Eugenio Trías me perdone la alusión al título de su magnífico
ensayo.
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