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Aunque no pueda resistirme a sacar un poco el pecho (a pasear) y presumir que, después de
todo, no andaba tan descaminado cuando
escribía, en una anterior entrada, La soberanía popular y la abstención obligada, del 14 de mayo
de 2016, algo así como, (…) si Rajoy y
Sánchez no se ponen de acuerdo, como fue nuestra voluntad el 20D, que se
levanten de la mesa y que vengan otros dos. O por lo menos otro nuevo. Y si
estos tampoco, que vengan otros dos. Y así hasta que se pongan de acuerdo.
Porque al final de tantos
dimes y diretes, ¿qué coño ha pasado? Pues eso, que, en este caso, uno de los
dos (Sánchez, en concreto) ha hecho mutis por el foro y alguno de nosotros le
hemos dicho adiós con las manos. Y casi todos nos las hemos frotado. Aliviados
porque el tren se ponga otra vez en marcha.
Así que uno se va, Sánchez, y
llega otro, Javier Fernández, y asunto arreglado. O provisionalmente arreglado,
que también vale. Y así, de esta simple manera, se acaba con tantos cristos y cruces.
Sí, quizás a los telediarios aún
les sepa a poco y no sepan qué programar. Pero sin dármelas de hermano pequeño
de Rappel os prometo que ya se arreglarán. ¡Somos tan entretenidos y nos saben sacar tanto jugo!
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Y en éstas estaba cuando el
otro día vi por televisión un flash del infausto Rodrigo Rato diciendo no sé qué
de qué, porque tenía el aparato sin volumen, y la noche anterior, El hombre de las mil caras, la película sobre
las “hazañas” de Paesa, Camoes, Roldán y toda la recua a la que en esos
momentos le tocaba trincar. Y quise pensar que estos personajillos (otra vez basta con el diminutivo) pertenecían
a una época lejana, a una pesadilla de la que vamos despertándonos poco a poco,
y que espero que, no mucho más tarde, también la sintamos como un primo hermano
de aquel aparatoso y extinto Tyrannosaurus Rex, como pensamos en que hubo un
tiempo en el que nos creímos que la
Tierra era plana.
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