Pienso
que en el discurso que William Faulkner pronunció al recibir el Premio Nóbel de
Literatura de 1949 se encuentra la quintaesencia que todo aquel o aquella que
se dediquen o quieran dedicarse a esa actividad tan extraña como incalificable,
pero tan apasionante como mágica y a la que, por darle un nombre que pudiera
orientarnos, llamamos simplemente Arte, debería llevar grabadas a fuego lento
en su mente. Aunque por no reproducir la totalidad del discurso, que aun así no
tiene desperdicio (no en vano muchos lo califican, quizás, como el mejor
discurso escuchado en el Palacio de Conciertos de Estocolmo, sala donde
habitualmente se entregan los premios) vamos a quedarnos con sus líneas finales
que sirven bien a mis intereses para lo que aquí y ahora quiero exponer.
Creo que el hombre, terminó diciendo Faulkner aquel 10 de
diciembre de 1950 (un año después, aunque no viene al caso extendernos ahora
con las razones), no perdurará simplemente sino que prevalecerá. Creo
que es inmortal no por ser la única criatura que tiene voz inextinguible sino
porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de
perseverancia. El deber del poeta y del escritor es escribir sobre estos
atributos. Ambos tienen el privilegio de ayudar al hombre a perseverar, exaltando
su corazón, recordándole el ánimo y el honor, la esperanza y el orgullo, la
compasión, la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La
voz del poeta no debe relatar simplemente la historia del hombre, puede
servirle de apoyo, ser una de las columnas que lo sostengan para perseverar y
prevalecer.
Y
como el subrayado es, obviamente, mío lo explico y con ello me meto ya en lo
que quiero decir con todo esto. Es
Y
puestos a buscar razones para este fenómeno la menor no sería esos 40 años (¡cuatro décadas!) de
dictadura que sufrimos y cuyas consecuencias continuamos hoy,y mal que nos pese, padeciendo. Sus
circunstancias, que cualquier ser humano, cualquier artista en su sano juicio quiso denunciar, nos
ha obligado a fijar nuestras mentes y miradas en esas circunstancias siempre tan circunstanciales, en lo concreto, en lo que está a la vuelta de la esquina:
Berlanga y Saura (salvo honradísimas excepciones o El verdugo, Plácido o La caza), Martín Santos, etc.; aquello que, con el transcurrir del tiempo, ha derivado, una vez clausurado el terrible
periodo franquista, en una lamentable, depresiva y enquistada querencia por eso
mismo tan concreto,
basada quizás en ese “jarrón mal pegado frente al que todos aguardan el momento en que va
a romperse” o ese país “con una mala salud de hierro”, que decía Ortega. Y de esta forma, el
cine se nos hizo crónica, apegado a la tierra presente o pasada, según tocaran
los argumentos o los deseos de los productores; y la literatura, idem. Y cuando no era así,
nuestro arte se hermanaba con el escapismo, con la hueca tontería; siempre
tan intrascendente.
No
dudo de que con ello
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