Titulaba una anterior entrada a este blog (4/7/2014)Salvemos al
Manomanista. Y, sin embargo, este año me encuentro con lo me encuentro. Y creedme que lo siento la h... pero cuando las cosas no
están bien hechas creo que es nuestra obligación como aficionados a
este deporte, el más bonito del mundo, decirlas y confiar en que aquéllos a los
que les toca, puedan y sepan corregirlas.
Y si ando con estas cosas es, como podéis imaginar, a cuenta de la
próxima final del Manomanista que no se merece semejante txapuza. Y más aún
cuando haber solucionado de otra manera el problema habría sido relativamente
sencillo. Nos hubiera bastado con mirar lo que, en circunstancias similares, hacen
otros deportes.
Y me acuerdo, por ejemplo, del tenis. Del año pasado, del Máster, de la final que tenían que
disputar Djokovic y Federer, la final soñada por todos. Y que sin embargo Federer,
lesionado, no pudo jugar. ¿Y qué hizo la
ATP? Sencillo, escribía antes. Djokovic ganó la final por
incomparecencia de Federer. Y punto. Una lástima: el negocio, al traste. Pero
el deporte, el tenis y el Master, con los muebles a salvo. Y lo más importante,
con el prestigio intacto.
Y ahora vamos a lo nuestro. ¿Qué ha pasado con el
Manomanista? Olaizola y Oinatz, a la final. Para frotarse las manos. El negocio
y el espectáculo, garantizados. Aimar, todo un seguro. Y Onatz, por momentos,
un pelotari de dibujos animados. Todo “parecía” servido. Pero entonces ocurre
lo que nadie hubiera querido que ocurriera. Oinatz se lesiona. ¡¿Y qué hacer?! Un
aplazamiento… Y se pide y se concede. Pero después de 10 días el dedo de Oinatz
continúa sin recuperarse. Y se anuncia lo peor: que es imposible que Bengoetxea
se encuentre en condiciones de disputar la Final en la fecha prevista.
¡¡¿Qué hacer?!! Y yo repito, muy sencillo. Olaizola, campeón
del Manomanista 2015. Bemgoetxea no ha
podido disputar la anhelada final. El negocio, al traste. Pero el prestigio de
la competición, ¡que es lo que verdaderamente nos debe importar más allá de los
billetes de euro!, a salvo. Y en el primer partido importante que dispute Aimar
se le coloca la txapela de Campeón.
Pero en su lugar, ¿qué ha sucedido?, ¿qué se ha decidido
hacer? Jugar la final a toda costa. Caiga quien caiga. Aunque caiga el prestigio. Y como Oinatz no puede jugar se recurre
al pelotari que ha quedado en tercer lugar. Al pobre Urruti. Que hará lo que se
le diga que haga. Y la Final
ya está montada. Y el negocio, se supone, medio salvado. Olaizola contra Urruti
que es un finalista que perdió a pelotazos la semifinal contra Oinatz. ¡Menudo
finalista, sí! Aunque supongamos que Olaizola sale vencedor el próximo domingo.
Entonces ni tan mal. Olaizola, primero. Segundo, Urruti. ¿Y tercero? Oinatz, me
imagino. ¡Pero si Oinatz ganó su semifinal y se clasificó para la Final! ¿Cómo puede ser
entonces que sea el “tercero”? Y por aquí empiezo a perderme…
Pero supongamos otra vuelta de tuerca. Que Urruti gana la
Final. Y así Urruti, primero y con txapela.
Y Aimar, segundo. Y otra vez: Oinatz, tercero. Y otra vez: ¡pero si Oinatz ganó
su semifinal y etc. y etc.! Y lo que es peor. Tendríamos a un campeón del
Manomanista que perdió su semifinal. A pelotazos. Y por aquí sigo perdiéndome…
Y lo que sería aún peor.
Como Phil Jackson, aquel entrenador que tuvieron los Bulls de Michael Jordan, con la
socarronería y mala leche de los viejos luchadores, dijo acerca de los Spurs de
San Antonio, campeones de la NBA
el año en que en la
Temporada Regular, por culpa de una inoportuna huelga, tuvo
60 jornadas en lugar de las 82 habituales, “campeones, sí, pero campeones con asterisco”. ¿Y no será este mismo e ingrato
asterisco lo que le espera al Urruti campeón? Campeón sí, pero con asterisco…
Sólo que en este caso el asterisco, además, se lo llevaría puesto la propia
competición, el Manomanista; la especialidad reina de este deporte al que
algunos insistimos en calificar como “el más bonito del mundo”.
Así que estas cosas pasen… Pero que pasen sólo una vez. En
vuestras manos, en las de la Liga
Profesional (sin tacos pero con bolígrafos) estará que no se
repitan.
At
last! el pasado 2 de mayo de 2015 el púgil norteamericano Floyd Money Mayweather, 47 combates y 47
victorias, se enfrentó al filipino Manny
Pacquiao que tampoco es manco: 64 combates, 57 victorias, 5 derrotas y 2 nulos.
Sí, muy largamente era esperada esta pelea, desde hace más de 6 años, pero
siempre pospuesta por uno u otro motivo (especialmente por las recurrentes declaraciones de
Floyd acusando a Manny de utilizar dudosos métodos en su preparación y
entrenamientos). Pero, por fin, se disputó el combate del siglo XXI en el Casino MGM de Las Vegas. Y alcanzó unas cifras astronómicas, en
cualquiera de los sentidos con los que quisiéramos mirar las estrellas. O si no
pasen y vean. El combate generó unos ingresos calculados en más de 1000
millones de dólares. Los dos púgiles se repartieron una bolsa de 300 millones;
de los cuales Money se quedó con el
60% y Manny con el 40%. Se llegaron a
pagar 140000 dólares por una entrada en la reventa. Y el precio de las 1000 que
1000 afortunados pudieron adquirir en taquilla osciló entre los 15000 y los
7500 dólares. El MGM Hotel desembolsó
40 millones de dólares por albergar la pelea. Y a modo de gráfico, final y
obsceno ejemplo, los tres protectores bucales que Money llevó a la pelea, hechos de oro, diamantes y ¡¡billetes!!, se
valoraron en 75000 dólares. Sí, para
pasar y no ver.
A estas alturas habría llegado el
deporte en nuestros días. Una exageración, un circo se tome como se tome. Aunque... un segundo, quizás haya una explicación. Cuando en mi libro Divino Tesoro.
Casi un ensayo contra la juventud, Ediciones Maia, Madrid, 2012, hablo de
los EEUU y la hegemonía, especialmente, económica y cultural que la nación
americana detenta, desde el término de la 2ª Guerra Mundial, sobre el resto de
países en los que este planeta se encuentra dividido, sugería que habría sido
el Imperio Romano, en sus aspectos imperiales (sobre todo), la realidad que se
habrían fijado estos yankees como modelo a imitar. Ciudadano romano, ciudadano
norteamericano. Sí, el Circo romano: el Deporte norteamericano.
¿O no fue el combate de Money vs. Manny, y las mareantes cifras
que se movieron a su alrededor (¡Están
locos estos romanos!, diría Asterix; y nosotros, ¿no decimos, ¡están locos
estos americanos!?), el más irrefutable ejemplo de que el circo romano se
encontraba por aquellos días del mes de mayo justo al otro lado del charco, en
las desérticas arenas de (¡qué ironía!) Nevada? Imaginemos si no el revuelo y
la expectación que hubiera provocado en el siglo I una pelea entre los dos
mejores y más aclamados gladiadores del Imperio; dos gladiadores que hasta ese
momento jamás se habrían visto sobre la arena, que se habrían cruzado entre
ellos multitud de desplantes y bravuconadas. Sería, sin duda, el combate del
siglo. También la pelea de Money vs.
Manny fue el combate del nuestro. (Que el púgil que resultaría ganador,
después de 12 asaltos, fuera Money y
no el más “coleguita” Manny no
debería dejar lugar, en estos tiempos, a las dudas, aunque esto ya daría pie para otra historia,
sobre los terrenos bursátiles que
andamos “pisando”: minas anti-personas, sí tal vez, pero en otro momento
volveremos sobre esto).
Así que, por ahora, la pelea me
confirmó lo que apuntaba en mi ensayo. Lo que siempre es gratificante. Que los
hechos nos confirmen lo que pensamos. Y que los EEUU y el Imperio que los emperadores romanos montaron desde el año 27 a.C.
hasta 1453, cuando se produce la caída de Constantinopla, se estrechan las
manos en más de un aspecto. Y si entendemos al Imperio entenderemos al Empire. Y entender nunca viene mal. Porque
entendiendo las similitudes podremos, incluso, entender otras cosas que quizás aquellos
locos romanos no captaran del todo. Y
que nosotros, con el tiempo a nuestro favor, ya intuimos más claras. Y que,
entonces, lo que sigue a continuación sirva de posdata a este combate del siglo
XXI y a las formas de hacer y ser de la hegemónica nación norteamericana.
Y me estaría refiriendo al resultado del igualado
combate. Sí, lo ganó Money. Lo hemos
escrito. Y ganó después de que se disputaran los 12 asaltos. También lo hemos
escrito. Luego ganó a los puntos; esto sería, que el resultado de la pelea lo
decidieron las puntuaciones de tres jueces. Y aquí está a mi parecer una de las
madres del cordero. Y a la que voy a referirme porque si lo entendemos, o si
entendemos a la madre, entenderemos muchas otras cosas, y entre ellas entenderemos
al cordero. O sea a los EEUU. Y lo dicho. Los tres jueces dieron ganador de la
igualadísima pelea, ¡por unanimidad!, a Money.
¡Uno de ellos 118-110! Y los otros dos, más comedidos, 116-112. Y para quien no
sepa o no esté muy avezado en esto de las puntuaciones del boxeo trataré de
explicarlas. Y de no resultar farragoso en el intento.
Cada asalto se puntúa sobre un
máximo de 10 puntos. Esto es, el púgil que el juez determina como ganador del
asalto recibe 10 puntos. Y si el asalto ha estado equilibrado, el segundo púgil
recibe otro 10. Pero si no ha sido así, y se dictamina que el segundo púgil ha
perdido el asalto, se le otorga un 9. Y si lo ha perdido muy claramente o le
han untado los morros de lo lindo o ha sido noqueado durante los 3 minutos que
dura el round y después, claro está,
ha proseguido en la pelea, podría recibir un discreto 8. Y si la paliza ha sido
aún más contundente o numerosas las caídas a la lona, un 7. Y así,
sucesivamente…. Luego, y en resumen, los jueces puntuarán cada asalto 10-10 o
10-9 o 10-8… De esta manera un boxeador que haya ganado la pelea, venciendo discretamente todos los asaltos, ganará
con una puntuación de 120-108; o sea 10x12 asaltos=120 puntos y 9x12asaltos=
108 puntos.
¿Y qué podríamos concluir con todo
esto aplicándolo al combate del siglo XXI sobre el que estamos escribiendo
estas líneas? Pues que para los dos jueces que puntuaron la pelea 116-112, Money ganó 8 asaltos y perdió 4
(10x8+4x9= 116); y al revés, Manny
ganó 4 y perdió 8 (4x10+8x9=112). ¡Y para el tercer juez que puntuó 118-110, y
sobre el que no se sabe a ciencia cierta si estuvo presente o no en el Coliseum o, perdón, en el Casino del
MGM, Money ganó 10 asaltos de la
igualadísima pelea y perdió sólo 2 (y añado el sic de los romanos)! Y ya no repito las operaciones por no cansar
al personal.
Y aunque las puntuaciones fueran
descaradamente discriminatorias con Manny,
y en especial ese 118-110 que me suena directamente a robo a mano armada, lo
que destaco de ellas, y que es lo nos enseña una parte del modo en que
estos yankees son y piensan, es que
en una pelea igualada ¡¡ninguno de los tres jueces puntuó ni un solo asalto con
10-10; es decir, y según sus sabios pareceres, ningún asalto terminó en
empate!! Y ésta es una de las madres del cordero. En el imaginario
norteamericano no cabe que una disputa concluya sin que uno de los
contendientes se imponga al otro. Es más, a los escasos combates (por seguir
con esto del boxeo) que acaban con un empate entre púgiles se les llama, ¡puaff!, combates nulos. Vaya, como si no
hubieran servido para nada. Como si los
cortes y las heridas que se habrían infligido estos púgiles no hubieran sido más que leves
rasponazos que se aliviaran con un chorrito de agua oxigenada.
Por eso los empates en baloncesto
se desempatan con una prórroga. Y de ahí que si me preguntaran porqué el fútbol
no entretiene a estos locos
norteamericanos no dudaría en decir que la razón, o una de las razones, y
no la menos importante, sería que los partidos de fútbol acaban muy a menudo con un empate en el marcador. Y todos a la ducha o
a casa. Y a nadie con el empate le pasa nada. Pero si los partidos de fútbol
pueden terminar así, sin que ninguno de los equipos gane o pierda, entonces
¿para qué juegan el partido?, se preguntaría uno de esos locos norteamericanos. Y yo recordaría entonces que en el Circo de los romanos el Emperador, al final de cualquier
combate, y por igualado que éste hubiera sido, siempre apuntaba con el
pulgar hacia arriba o hacia abajo. Esto es, siempre debía haber un ganador y un perdedor.
Nunca se empataba a nada. Como ha sucedido 2000 después en el Circo MGM de Las Vegas, en Estados
Unidos, en el combate del siglo, en la pelea que enfrentó al púgil local, Floyd
Money Mayweather, contra el boxeador
que vino desde las Islas Filipinas, Manny
Pacquiao. Aunque ya puestos y ya que hablamos tanto de Money,
tendré que añadir que yo siempre preferiré la calderilla...
Flipé con el 1º partido de las Finales de la NBA 2015. Flipé con el juego físico
y eléctrico que desplegaron los dos equipos, los Warriors y los Cavaliers.
Flipé con Curry y su manera de sobreponerse a un inicio de partido algo errático
y desafortunado en el que, me imagino, influyó la presión que puede, y es
lógico que sufra, un novato en estas grandes ocasiones. Por mucho Curry que
sea. Y flipé también con LeBron y con su forma de echarse el equipo a la espalda.
Y sobre todo con esa última e inútil canasta que anotó en la prórroga, cuando ya
el partido estaba perdido. Pero el King
no quiso que sus Cavaliers acabaran
la prórroga a cero. Y corrió y machacó el aro rival como si en esos dos puntos
le fueran algo más que la vida. ¿El amor propio?... ¡A raudales! Por eso el King
continuará siendo el King aunque sus Cavaliers pierdan (¡ojalá no, por el espectáculo!)
4-0 las Finales.
Pero, sobre todo, flipé con el partido Kyrie Irving. Y con su manera de
hacer frente a esa lesión, a esa jodida adversidad que le va a apartar de las
canchas de basket durante tres o
cuatro meses y que le deja sin Finales. El emocionado y emocionante mensaje que
envió a sus compañeros es toda una declaración de principios sobre cómo los
yankies se toman estas cosas del deporte, que también son las cosas de la vida; además de hacer (o eso me gustaría creer) una hermosa referencia a uno de
esos mágicos instantes que me acompañarán siempre y al que nunca me cansaré de
recurrir.
El instante en cuestión lo vemos en la películaTierras de penumbra, de Richard
Attenborough, el mismo director de la más célebre, más oscarizada y también más
plomiza, Gandhi, basada en una novela
autobiográfica de C.S. Lewis que no es ninguna excepción a la regla y es mucho
mejor que la película. Aunque lo que ahora me importa no es eso sino un diálogo
que podemos oir en la película y leer en el libro. Lewis, un solterón e
introvertido escritor irlandés, lleva una monótona pero cómoda existencia como
profesor de literatura en Oxford hasta el día en que conoce a Joy Gresham, una joven
poetisa estadounidense divorciada y gran admiradora de su obra, que viaja por
Inglaterra en compañía de su hijo, Douglas, de 12 años. Y a pesar de la edad y
de sus diferentes caracteres Joy y Lewis se enamoran, se casan y viven juntos unos meses
de intensa felicidad. Apenas un año, porque a Joy le diagnostican un terrible cáncer.
Y muy pronto, y ante la impotencia y desesperación de Lewis, la mujer muere. Entonces, y a lo que voy, una tarde en la Douglas pasea con Lewis por
los jardines de la
Universidad el muchacho pregunta al viejo profesor por qué
en la vida tienen que ocurrir cosas tan terribles ésta que les ha sucedido, como
la muerte de su madre. Y Lewis, sabio, estoico, pero casi tocado-y-hundido,
le contesta (y al que en ese momento no se le haga u nudo en la garganta que
levante la mano) que el dolor de hoy es
parte de la felicidad de entonces. Ése es el trato. Y pienso, claro, el trato que suscribimos sin bolis ni papeles con
la vida. Y desde que nos asomamos a este mundo. Y pienso, claro, el mismo trato al que
Kyrie Irving se refiere en el mensaje que envia a sus compañeros después de que
se confirmara la gravedad de su lesión. Quiero daros las gracias a todos por los buenos deseos, dice Irving en él. Estoy
triste por la forma en la que tengo que dejarlo, pero eso no me prohibirá ser
parte de estos playoffs junto a mis hermanos. Realmente significa mucho para mí
todo el apoyo y cariño que estoy recibiendo. He dado todo lo que tenía y no me
arrepiento de nada. Adoro este deporte sin importar lo que pase, y volveré pronto.
A mis hermanos: Ya sabéis cuál es el trato. (...).
Y el subrayado es, obviamente, mío. Porque el “trato” al
que alude Irving es, obviamente (y así lo quiero creer), el mismo al que Lewis alude
cuando habla con su hijo Douglas en estas tierras, a veces, de penumbra. Pero
también, a veces y gracias a gestos como estos de Curry, LeBron o de Irving,
tierras increíbles. Y ya sólo me quedaría quitarme el sombrero. Chapeau, Irving! Y desear que el ejemplo cunda por otras partes del planeta
(y no miro a nadie). Y en éste o en otros deportes (y sigo sin mirar a nadie).
Final servida en bandeja de plata de ley. Stephen Curry vs. LeBron James
o Warriors vs. Cavaliers o Ladrones vs. Caballeros.
¿Alguien daría más? Porque estos yanquis saben hacer muy bien las cosas y el
MVP de la Temporada
Regular se enfrentará al mejor jugador de baloncesto de
este planeta en los últimos 6 años, por lo menos. Y no como nos ha ocurrido, de
forma patética, a este lado del charco en nuestra patética, sí, Liga Endesa donde
el MVP ha ido a parar a las manos de Felipe Reyes, un pivot que ¡no figura ¡ni
entre los 15 mejores reboteadores de la Temporada Regular!
pero que, eso sí, juega en el Real Madrid. Y el Madrid ha sido y
continuará siendo (¿hasta cuándo?)
el Madrid. Y así nos luce el pelo... Si todo va a ser para ellos, digo
yo, dejemos de organizar Ligas y castañas semejantes y démosles antes
de empezar en octubre, el título de Campeones. Y las gracias por
dejarnos jugar con ellos.
Pero la NBA, y gracias a Dios, es otra cosa: el
espectáculo de la mejor Liga de basket del Mundo, por encima de los
equipos que componen sus distintas Divisiones y Conferencias. El todo siempre
por encima de las partes; haciendo, por ejemplo, que los
galardones individuales se repartan siempre entre jugadores pertenecientes a diferentes
franquicias. Y así todos salen ganando. Y gana la NBA. ¿O, volviendo a lo nuestro, no hubiera sido mucho
mejor que el MVP de nuestra Liga Endesa hubiese recaído (y merecidamente)
en Marko Todorovich o en Pau Rivas del Bilbao Basket o del Valenciay, de esta manera,
en unas hipotéticas semifinales que hubieran jugado contra el Madrid se
hubieran enfrentado el Campeón de la Regular Season con el equipo (será el Valencia) que cuenta entre sus filas con
el flamante MVP? ¿Y no hubieran sido entonces unas
semifinales más apasionantes y atractivas para todos? ¡Pero lástima!
Seguimos sin pensar en nada..., ¿hasta
cuándo? Y mirándonos el ombligo..., ¡que sí coño, que es redondo y que
lo tenemos todos en mitad del estómago!
Pero así, y mientras me dura el "mosqueo" (el 2º, el sábado tuve otro en Barcelona: ¡sí, hasta los c...!), y aguardo impaciente a las
finales... de la NBA
(¡que ya están aquí!), he decidido aliviarme las penas Endesa y catalanas con estas dos
"perlas" de Curry y LeBron. Un triple desde el Quinto Pino,
del MVP, y un mate desde "un poco más cerca", del mejor, del King.
Suele decirse que la vida es
impredecible. Y si estamos de acuerdo en que la vida NO es sueño, tal y como
nos contaba el gran Calderón sino que la vida es juego, tal y como yo defiendo
en mi ensayo de próxima publicación (o eso espero), Las lágrimas de Roger, habrá que admitir entonces que el juego es
impredecible y que, como parte de él, el fútbol es asimismo impredecible.
Y si suelto este preámbulo lo hago
a cuenta de la Final
de Copa que el sábado disputaron el Athletic, como equipo local, y el F.C. Barcelona,
como visitante, en el ¡Nou Camp! (aunque sobre esta desafortunadísima circunstancia ya hablé en este mismo blog, en la entrada del 27 de marzo, Athletic, que nadie duerma en Barcelona). Y el partido, sobre las 23,30, concluyó con el resultado sabido ya
por todos de 1-3. Y así el Athletic tuvo que conformarse con la bandejita
plateada que distingue a los subcampeones. Y el Barcelona hizo lo propio con el
“Copón” de los Campeones. E Iniesta y Xabi: Tiqui
y Taca, como les llamó uno de los
comentaristas de la retransmisión, la levantaron por encima de sus hombros (pequeños
pero sólo en altura) ante la algarada de su afición. Y los nuestros con esa indudable
mezcla de envidia y tristeza en sus miradas. No en vano ésta era la tercera
Copa que desde 2008 el F.C. Barcelona nos arrebata en la Final, en el último suspiro.
En ése que es donde más nos duele perder las cosas porque es el instante que ya
no tiene vuelta atrás.
Luego compuestos y sin novia. Y
otra vez a casa con las manos vacías. Una maldita costumbre a la que nadie se acostumbra.
Y de la que ya empezamos a estar hasta los c… Porque no nos resignamos. Hemos
sido un equipo ganador. Y tenemos un orgullo que podríamos dar y regalar, y aún
nos sobrarían unos cuantos kilos. Por eso estas derrotas finales nos duelen tanto.
Pero, ¿qué podemos hacer ante tanta
adversidad? ¿No habíamos quedado en que el fútbol, como el deporte, como la
vida misma, era impredecible? A eso nos hemos agarrado, y más cuando nos
enfrentamos a un equipo que casi multiplica por diez nuestro presupuesto, con
una plantilla increíble y un jugador, Lionel Messi que sin duda es el mejor
futbolista de todos los tiempos; un compañero de Oliver y Benji, un jugador de
dibujos animados. Aunque en 1984, hace 31 años, el F.C. Barcelona también jugaba
con Bernd Schuster y Maradona, dos de los mejores futbolistas de aquella época
y, sin embargo, el Athletic le ganó 1-0 en aquella memorable final de Copa en
el Santiago Bernabeu; la de la tangana, sí, pero también, y sobre todo, la del
doblete porque unos días antes habíamos ganado la Liga.
Y ahora ya empiezo a comerme el
tarro. Este blog pretende ser, entre
otras cosas, eso: una invitación a comerse el tarro, un ataque frontal contra
los lugares comunes. Y me pregunto, por ejemplo, ¿son el fútbol, y el deporte,
y la vida, tan impredecibles como dicen… algunos amiguetes de esos lugares
comunes? ¿O es esta afirmación la que es ciertamente predecible?
Porque seamos sensatos y honestos.
El Athletic de la Final
del 84 era un gran y excelente equipo. Repasemos sino el once que presentó Javier
Clemente: Zubi, Urkiaga, Rocky, Goiko, Txato Núñez, Patxi Salinas, De Andrés, Urtubi, Dani, Endika y
Estanis Argote; y en la recámara, Gallego y Manu Sarabia. ¡Coño, casi nada! Y ya
teníamos en las vitrinas la Liga
del 83´ y la del 84´. Y cierto que el Barcelona jugó con Urruti, Tente Sánchez,
Alexanko, Julio Alberto, Víctor, Marcos, Juan Carlos Rojo, Carrasco y además
con Schuster y Maradona, y que también era un gran equipo. Pero entre dos grandes
cualquier resultado es posible. Y en aquella ocasión la moneda cayó de nuestro
lado.
Y sin embargo, 31 años después,
¿qué pasa? Que el F.C. Barcelona de Messi es también el F.C. Barcelona de
Neymar, de Suárez, de Mascherano, de Piqué, de Iniesta, de Rakitic, de Alves y
de Alba, de Busquets. … y de quién sé yo: un equipo no grande sino grandísimo.
Y si en la Liga
de 1984, con 18 equipos y dos puntos por victoria, el Athletic había sido 1º
con 49 puntos y 53 goles a favor y el Barcelona 3º con 48, y 62 goles, en ésta
del 2015, con veinte equipos, y tres puntos por victoria, el Barcelona ha
ganado la Liga con
94 puntos ¡y 110 goles a favor! Y el Athletic ha sido 7º con 55 y… 42 goles. La
duda y las diferencias ofenden. Y si además jugamos la Final, y sin desmerecer a
nadie por Dios, con Herrerín, Bustinza, Etxeita, Laporte, Balenciaga, Iraola,
San José, Beñat, Mikel Rico, Aduriz e Iñaki, las distancias con el once, que
sacó Clemente en aquel bendito día de 1984, se hacen dolorosamente mayores. Demasiada
diferencia para cualquier cuerpo. Así que mientras ellos ahora no son un “gran equipo”
sino un “grandísimo equipo”, nosotros habríamos dejado de ser “grande” para
ser, simplemente, un “buen equipo”. Y eso de vez en cuando. Porque aunque me
duela decirlo, durante la Final
del sábado, y durante muchos minutos, ni siquiera fuimos “buenos” y adolecimos
de furia y mordiente; de esa garra que afloraría rabiosa después del gol de
Iñaki. Y que sólo sería un canto del cisne.
Y esto fue todo. Cuando un
grandísimo equipo juega contra uno que es simplemente bueno y de vez en cuando,
el resultado quizás no sea imprevisible y responda, por el contrario, a la realidad
más cruenta: a recoger la bandeja en lugar de la Copa, y a maldecir en el
regreso al Botxo la mala suerte de
encontrarnos siempre con este F.C. Barcelona al que nadie quiere ver ni en
pintura en estas ocasiones. Pero no saquemos las cosas de quicio. Cuando fuimos
excelentes, cosechamos excelentes resultados. Y ahora que somos simplemente
buenos y de vez en cuando, tenemos lo que nos corresponde: simplemente buenos
resultados y de vez en cuando. Y el Subcampeonato de Copa forma parte de ellos,
de los buenos resultados de vez en cuando. ¿Impredecible? Y desgraciadamente me
temo que no. Y digo “desgraciadamente” porque detrás de la previsibilidad siempre
vienen de la mano la monotonía, el aburrimiento, el bostezo y el siempre-lo-mismo.
Por eso no nos queda otro remedio que continuar regocijándonos con aquella soleada
tarde del 84. Y no es que David, en estos tiempos que nos tocan sufrir, no
pueda ya derrotar previsiblemente a
Goliat sino que además el gigante abusón, y por si acaso, le ha quitado hasta la
honda.