El otro día, creo que fue el 28 de noviembre, Silvia Pinal nos dejó a la edad de noventaitantos; o sea, que la bella actriz mexicana no debería quejarse porque tiempo habría tenido para hacer eso y lo otro, para dar y regalar. Claro, y no sería ésa la razón por lo que le dedico esta entrada.
¿Lo es por sus cualidades y calidades artísticas? Puede que sí, puede que un poco. Ahí estaría su excelente composición del personaje de Viridiana en la película del mismo título de don Luís Buñuel que, por si alguien estuviera interesado, me continúa pareciendo, al día de hoy, porque mañana Dios dirá, la mejor película española de todos-los-tiempos-tiempos. ¡Toma ya!
Pero ahora tampoco le tocaría el turno a Viridiana sino a otra más cortita pero igualmente imprescindible, Simón del desierto la película que don Luís rodaría en 1965, apenas cuatro años después de Viridiana y donde Silvia Pinal nos regala una irresistible y memorable versión del Demonio que, en sus intentos de corromper al beato Simón no le deja en paz y termina con él, y esto lo que verdaderamente me importa y lo que motiva esta entrada "pinaliana", bailando en una discoteca como un descosido.
Porque quizá me equivoque, no lo sé ciertamente, pero a mis efectos ésta sería la primera ocasión que recuerdo en que una película finaliza en una discoteca y con los protagonistas bailando, cosa o secuencia que en estos tiempos nuestros se ha vuelto recurrente hasta el agobio (con la honrosísima excepción de la excelente versión de Billy Budd que Claire Denis rodó con el título de Beau Travail). Y recurrente hasta tal punto que yo hace tiempo que habría optado por cerrar los ojos- con el permiso de Víctor Erice, por supuesto- cada vez que en la pantalla se me aparecen unos humanos moviendo el esqueleto, de la misma manera que ya hacía tiempo que hacía cada vez que veía a un personaje conduciendo un coche y canturreando la cancioncilla de turno que suena en el radio-casete, y como hacía, desde hacía mucho más tiempo, cada vez que un personaje en crisis rompía el cristal en el que su imagen se refleja descomponiéndola en una infinitud de fragmentos a modo de la más sesuda (sic) metáfora de su revuelto y desquiciado espíritu.
Así, que sólo por ese baile primigenio, por esa originalísima secuencia del Demonio que ha arrastrado hasta la discoteca al ex-Simón del desierto y del no menos emblemático y liberador grito final, Silvia quedará para siempre entre los míos. DEP.
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