Reconozco una cosa: nunca he sido un lorquiano de pro. Me gustaban algunas de sus poesías, y otras se me hacían duritas. Vaya que en mi mesa nunca ha estado junto a los Whitman, Neruda, o Manuel Machado, por citar sólo algunos de los que más me gustan.
Aunque también reconozco una cosa más: cada día la poesía de Lorca me gusta más. Y a él, cada día, le entiendo mejor. Hasta el punto de que el pasado fin de semana se me apareció, mientras leía, donde se citaba el irresistible Cantan los niños, una de las novelas cortas candidatas al Premio Ramiro Pinilla 2025, del que formo parte de su Comité de Lectura, una certeza a la que no pude dar la espalda: Federico García Lorca (Granada, 1898- 1936) fue, en realidad, un ángel, con dos piernas en lugar de dos alas, un ángel-niño; tierno y fiero como suelen ser los niños. Por eso su cruel final se nos antoja tan terrible.
Y es entonces cuando su poesía, leída desde ese punto de vista angelical, cuando sus versos cobran una señera dimensión. Porque su voz baja desde el mismísimo Cielo y, por ello, su acento nos estremece y sus terribles imágenes se nos aparecen de la mano de un ángel-niño disgustado porque se le ha mandado a la cama sin cenar por haber llegado tarde a casa.
Sí, y es esa imagen de ángel-niño la que hace, por ejemplo, que su Poeta en Nueva York se alce como otro grito de Munch, y cobre un valor singular y muy especial; un valor que coloca, sin duda, a ese libro entre los poemarios más alucinantes jamás escritos: el ángel abrumado por el frío acero en punta, el niño perdido y asustado en la inhóspita ciudad de los rascacielos.
Y por eso cuando me encontré el otro día con Cantan los niños supe que el ángel-niño me seguía hablando y contando cosas tiernas (¡Arroyo claro / Corazón en fiesta) y amargas (Una rosa de sangre / De mi gran calavera) que, en realidad, son cosas de este mundo pero, que puestas en sus labios angelicales, me parecen eternas, mágicas, como pronunciadas desde otro planeta. Y si no haced la prueba vosotr@s:
Cantan los niños
Balada de la placeta
Cantan los niños
En la noche quieta:
¡Arroyo claro,
Fuente serena!
LOS NIÑOS
¿Qué tiene tu divino
Corazón en fiesta?
YO
Un
doblar de campanas,
Perdidas
en la niebla.
LOS NIÑOS
Ya
nos dejas cantando
En
la plazuela.
¡Arroyo
claro,
Fuente
serena!
¿Qué
tienes en tus manos
De
primavera?
YO
Una
rosa de sangre
Y
una azucena.
LOS NIÑOS
Mójalas
en el agua
De
la canción añeja.
¡Arroyo
claro,
Fuente
serena!
¿Qué
sientes en tu boca
Roja
y sedienta?
YO
El
sabor de los huesos
De
mi gran calavera.
LOS NIÑOS
Bebe
el agua tranquila
De
la canción añeja.
¡Arroyo
claro,
Fuente
serena!
¿Por
qué te vas tan lejos
De
la plazuela?
YO
¡Voy
en busca de magos
Y
de princesas!
LOS NIÑOS
¿Quién
te enseñó el camino
De
los poetas?
YO
La
fuente y el arroyo
De
la canción añeja.
LOS NIÑOS
¿Te
vas lejos, muy lejos
Del
mar y de la tierra?
YO
Se
ha llenado de luces
Mi
corazón de seda,
De
campanas perdidas,
De
lirios y de abejas,
Y
yo me iré muy lejos,
Más
allá de esas sierras,
Más
allá de los mares
Cerca
de las estrellas,
Para
pedirle a Cristo
Señor
que me devuelva
Mi
alma antigua de niño,
Madura
de leyendas,
Con
el gorro de plumas
Y
el sable de madera.
LOS NIÑOS
Ya
nos dejas cantando
En
la plazuela.
¡Arroyo
claro,
Fuente
serena!
Las
pupilas enormes
De
las frondas resecas,
Heridas por el viento,
Lloran las hojas muertas.
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