martes, 28 de julio de 2020

HITCHCOCK Y MR. MEMORY: SU FINAL MÁS HERMOSO

Para Norberto (él ya sabe porqué)

Cuando me han preguntado por mis directores de cine favoritos, cosa que tampoco han hecho tantas veces, tampoco mi opinión es tan “sagrada”, yo siempre he respondido que Alfred Hitchcock y Federico Fellini, y no precisamente por ese orden, sino sin orden ni concierto; o sea que lo mismo me da uno primero que otro, porque para mí los dos son “los más grandes”, los que “más grandes películas” han rodado a lo largo de sus carreras.

Pero por otro lado también he defendido siempre que una gran película debe tener un gran final; un final que se recuerde y que no te importe volver a ver una y otra vez, disfrutándolo a tope. En este sentido Fellini cumple con la regla. Los finales de Roma, El Casanova, 8 ½, Satyricon, Los clowns, La strada, etc. etc. no tienen desperdicio. Y el nudo en la garganta lo tienes garantizado mientras visionas esas secuencias o las revisas mil veces si hace falta.

Pero, sin embargo, con Hitchcock, sucede algo curioso. Sus películas para mí no tienen grandes finales a pesar de ser grandes películas. No es un gran finalizador, un gran "matador" pero hasta con eso el maestro inglés sabe plasmar su originalidad y excepcionalidad, y allá donde pone la cámara y su voz de “acción”, pone su talento. Por eso reconozco que sería un agravio no mencionar alguno, no muchos como Fellini, pero sí alguno de sus inolvidables finales: el de Vértigo con James Stewart plantado en lo alto un campanario, curado de su agarofobia pero absolutamente destrozado, o el de Los pájaros, con las aves adueñadas del pueblecito costero y suponiendo una amenaza que no se cierra con el final de la película sino que continúa más allá del negro que corta la ficción, aterradoramente sine die, y sobre todo y para mí, el favorito, el final en el teatro de los 39 escalones, una vieja película de su época británica, de 1939, justo antes de que el orondo director pegara el salto hacia las colinas hollywoodienses.

Y es que el final de 39 escalones siempre me ha tocado la fibra como pocas cosas lo han hecho, con el fantástico personaje de Mr. Memory, un buen hombre, un profesional que trabaja en un espectáculo de variedades gracias a su prodigiosa memoria y en cuya cabeza la organización de espionaje llamada, precisamente, los 39 escalones ha introducido unos informes secretos, haciéndoselos memorizar, para evadirlos, inocentemente, junto a su persona de Inglaterra.

Sin embargo la Policía, persiguiendo al clásico culpable-inocente  de Hitchcock,  acordona el teatro y el tiroteo con los espías termina matando a Mr. Memory. No obstante, mientras el hombre expira es preguntado por los 39 escalones a lo que como el impecable profesional que es, responde que se trata de una organización de espías que pretende evadir de Inglaterra importantísimos secretos militares. Dicho lo cual, orgulloso, pregunta, ¿es correcto, señor? A lo cual, tras elogiar su sorprendente memoria, Robert Donat responde que sí. Y Mr. Memory sonríe, le da las gracias y muere… Sin duda, a Mr. Memory su arte le cuesta la vida. ¡Quién da más!

Sí, me encanta, y cada vez que lo veo, me digo que ese final de los 39 escalones quizás sea el mejor final de Hitchcock, el que más me gusta; y seguro que el que más me ha emocionado desde que lo vi por primera vez... hace ya un porrón de años.






Leer más...

jueves, 9 de julio de 2020

COVID-19: COVID IS THE AIR, DE PAUL YOUNG


No sé cómo a nadie se le ha ocurrido todavía esta chorrada, al hilo de las últimas noticias sobre la dichosa pandemia y sobre la forma que tiene de viajar el dichoso Covid, que es por el aire, según las investigaciones que serán, me apuesto lo que sea, las penúltimas. Pero a mí sí que se me ha ocurrido. Quizás sea que con esto del blog y de las redes sociales ya me haya vuelto irremediablemente chorra o, quizás, no sea para tanto y sí que muchos antes que yo hayan pensado en la susodicha gracieta: cambiar en la conocida canción Love Is The Air, la palabra "Love" por "Covid", y al resto dejarlo todo-igual. Y entonces yo únicamente le pediría a John Paul Young que me perdonara. Y al que le apetezca, que cante la canción con el cambio propuesto. Y si alguna compañía de publicidad lo estima oportuno y saludable, que lo use también. Y que me registren. Porque a decir verdad ni siquiera a mí se me ocurrió la idea, sino que simplemente me la encontré sentada en un banco del parque mientras se tostaba bajo el sol de la tarde. Y sin mascarilla, claro...



Covid is in the air everywhere I look around
Covid is in the air every sight and every sound

And I don't know if I'm being foolish

Don't know if I'm being wise

But it's something that I must believe in

And it's there when I look in your eyes.
Covid is in the air, in the whisper of the tree

Covid is in the air in the thunder of the sea

And I don't know if I'm just dreaming

Don't know if I feel safe

But it's something that I must believe in

And it's there when you call out my name
Covid is in the air

Covid is in the air

Oh, oh, oh, oh, uh
Covid is in the air, in the rising of the sun

Covid is in the air, when the day is nearly done

And I don't know if you are illusion

Don't know if I see truth

But you are something that I must believe in

And you are there when I reach

Leer más...

sábado, 4 de julio de 2020

COVID-19: EL DESCONFINAMIENTO Y EL PADRE SCHEIFFLER

Esta entrada se publicó en el número Invierno/2020 de la revista "Ayer y hoy".

Yo también estudié con los jesuitas en Bilbao. Y descubrí que entre ellos había un santo. Han transcurrido desde entonces más de 40 años y no he conocido todavía a nadie más que pudiera merecer semejante calificativo. Los santos se venden caros. Hoy más que nunca. Se les ve venir a la legua y, desgraciadamente, puedo asegurar que no son muy abundantes. Y no hace falta que echemos una mirada al cielo porque ninguno baja desde allí, aunque después de que nos dejan, ése, a buen seguro, sea su permanente lugar de residencia.

Y el padre Scheiffler sí que era uno de ellos: un santo de los pies a la cabeza: el único con el que he tenido ocasión de charlar. Una bendición. Sí, él habría sido mi único santo conocido, por eso no me importa no haber sabido nunca su nombre de pila, porque los santos o tienen nombre o apellido, y rarísimas veces las dos cosas como los mortales comunes y corrientes, ya que ellos siempre estarán por encima del bien y del mal y de estos mundanos problemas que nos traen a los demás de cabeza. Porque el padre Scheiffler era un hombre bueno y sabio en el más amplio sentido de la palabra: con una bondad y sabiduría que le ponían más allá de estos mundanos asuntos que siempre resolvía recurriendo a una pasmosa claridad de argumentos, a una trascendencia que a uno, a mí que tengo nombre y apellido, me dejaba siempre con la boca abierta, y sin nada que añadir.

Y tan bueno y tan sabio era el querido padre Scheiffler, tan trascendente, que ahora pienso que sus enseñanzas se habrían adelantado unos cuantos decenios a las presentes medidas que el Gobierno ha adoptado para contrarrestar esta peligrosa y plomiza pandemia del Covid-19 que a todos nos continúa trayendo a mal andar. ¿O no nos hablaba muy a menudo el padre Scheiffler de las manzanas podridas, quiero decir, de los infectados por el virus, a las que había que aislar, separar del cesto, del resto de las manzanas sanas, quiero decir, ponerlos aparte, para que las otras manzanas, quiero decir, las otras personas pudieran conservar su buen aspecto o su buena salud? ¿Y no había que seguir, entonces,  atentos para que las buenas manzanas no se pudrieran y poner, para ello, los medios necesarios? ¿No era, en este caso,  la oración que nos pedía el padre Scheiffler, nuestra actual mascarilla? ¿No era el amor al prójimo, irónicamente, la distancia de 2 metros que debemos actualmente conservar respecto a nuestros semejantes para garantizar, a mal andar, nuestra continuidad sobre este planeta?

Sí, pero el padre Scheiffler nunca anduvo descaminado. Los santos rara vez malandan o se equivocan de camino. Por eso la otra tarde volví a acordarme de él. Fue unos días antes de que el Covid-19 hiciera su estruendosa aparición en nuestras vidas. Yo iba a comerme unas buenas fresotas. Y me fijé que algunas de ellas tenían un aspecto espléndido y que, sin embargo, había otras pochitas, tocadas, arrugadas, negruzcas y lamentables. Y me acordé, entonces, de aquel cesto de manzanas y de las manzanas podridas sobre las que nos instruía el padre Scheiffler y procedí según las enseñanzas infalibles de ese santo que nunca se equivocaba con las palabras. Y junté y separé las fresas estropeadas. No muchos días después, en solemne rueda de prensa Fernando Simón, el coordinador que el Gobierno español había nombrado para sortear la crisis sanitaria del Covid, llamaría a esta operación poner en cuarentena y yo, continuando con el padre Scheiffler en el recuerdo, coloqué  las otras fresas, las sanotas, a una prudencial distancia entre ellas y las vigilaba y cuidaba para que no se tocaran; a eso Fernando llamaría, no muchos días después, lavarse las manos, usar desinfectante y mantener la distancia de seguridad. Y con estos recuerdos del padre Scheiffler y estas medidas pude comerme unas increíbles fresas que me supieron a gloria. Y con helado añadido, porque el calor y la chicharra ya empezaban a darme la lata.

Y eso fue todo, lo que no me parece poco, ni mucho menos, ya que descubrí que la distancia que existe entre el padre Scheiffler y Fernando Simón no es tanta, terrenalmente hablando (celestialmente, casi con toda seguridad, habrá unos cuantos kilómetros). Que los santos imparten lecciones que, si les prestamos atención, nos ahorrarían muchísimos quebraderos de cabeza. Porque, y esto quizás sea lo más importante de todo, tuve la certeza (el padre Scheiffler siempre lo supo, por eso era un santo) que las diferencias entre los seres humanos y los cestos de fresas (o manzanas) no son tantas como a muchos les gustaría pensar. Así que no nos pongamos tan a menudo, tan de puntillas, ni saquemos tanto pecho-lobo, y que este Covid, el nº19, nos sirva, entre otras cosas, para doblar de vez en cuando el pescuezo y ser más humildes. Como el padre Scheiffler. Que sin ser ningún epidemeólogo de postín hubiera sabido hacer frente a esta pandemia sin decir que esta voz es mía.
Leer más...