Yo también estudié con los
jesuitas en Bilbao. Y descubrí que entre ellos había un santo. Han transcurrido
desde entonces más de 40 años y no he conocido todavía a nadie más que pudiera
merecer semejante calificativo. Los santos se venden caros. Hoy más que nunca.
Se les ve venir a la legua y, desgraciadamente, puedo asegurar que no son muy
abundantes. Y no hace falta que echemos una mirada al cielo porque ninguno baja
desde allí, aunque después de que nos dejan, ése, a buen seguro, sea su permanente
lugar de residencia.
Y el padre Scheiffler sí que era
uno de ellos: un santo de los pies a la cabeza: el único con el que he tenido
ocasión de charlar. Una bendición. Sí, él habría sido mi único santo conocido,
por eso no me importa no haber sabido nunca su nombre de pila, porque los
santos o tienen nombre o apellido, y rarísimas veces las dos cosas como los
mortales comunes y corrientes, ya que ellos siempre estarán por encima del bien
y del mal y de estos mundanos problemas que nos traen a los demás de cabeza.
Porque el padre Scheiffler era un hombre bueno y sabio en el más amplio sentido
de la palabra: con una bondad y sabiduría que le ponían más allá de estos
mundanos asuntos que siempre resolvía recurriendo a una pasmosa claridad de
argumentos, a una trascendencia que a uno, a mí que tengo nombre y apellido, me
dejaba siempre con la boca abierta, y sin nada que añadir.
Y tan bueno y tan sabio era el
querido padre Scheiffler, tan trascendente, que ahora pienso que sus enseñanzas
se habrían adelantado unos cuantos decenios a las presentes medidas que el
Gobierno ha adoptado para contrarrestar esta peligrosa y plomiza pandemia del
Covid-19 que a todos nos continúa trayendo a mal andar. ¿O no nos hablaba muy a
menudo el padre Scheiffler de las manzanas podridas, quiero decir, de los
infectados por el virus, a las que había que aislar, separar del cesto, del resto
de las manzanas sanas, quiero decir, ponerlos aparte, para que las otras manzanas, quiero decir, las otras
personas pudieran conservar su buen aspecto o su buena salud? ¿Y no había que seguir,
entonces, atentos para que las buenas
manzanas no se pudrieran y poner, para ello, los medios necesarios? ¿No era, en
este caso, la oración que nos pedía el
padre Scheiffler, nuestra actual mascarilla? ¿No era el amor al prójimo,
irónicamente, la distancia de 2 metros que debemos actualmente conservar
respecto a nuestros semejantes para garantizar, a mal andar, nuestra
continuidad sobre este planeta?
Sí, pero el padre Scheiffler nunca
anduvo descaminado. Los santos rara vez malandan
o se equivocan de camino. Por eso la otra tarde volví a acordarme de él. Fue
unos días antes de que el Covid-19 hiciera su estruendosa aparición en nuestras
vidas. Yo iba a comerme unas buenas fresotas. Y me fijé que algunas de ellas
tenían un aspecto espléndido y que, sin embargo, había otras pochitas, tocadas,
arrugadas, negruzcas y lamentables. Y me acordé, entonces, de aquel cesto de
manzanas y de las manzanas podridas sobre las que nos instruía el padre
Scheiffler y procedí según las enseñanzas infalibles de ese santo que nunca se equivocaba
con las palabras. Y junté y separé las fresas estropeadas. No muchos días
después, en solemne rueda de prensa Fernando Simón, el coordinador que el
Gobierno español había nombrado para sortear la crisis sanitaria del Covid,
llamaría a esta operación poner en cuarentena y yo, continuando con el
padre Scheiffler en el recuerdo, coloqué
las otras fresas, las sanotas, a una prudencial distancia entre ellas y
las vigilaba y cuidaba para que no se tocaran;
a eso Fernando llamaría, no muchos días después, lavarse las manos, usar desinfectante y mantener la distancia de seguridad. Y con estos
recuerdos del padre Scheiffler y estas medidas pude comerme unas increíbles
fresas que me supieron a gloria. Y con helado añadido, porque el calor y la
chicharra ya empezaban a darme la lata.
Y eso fue todo, lo que no me parece poco, ni mucho menos, ya que descubrí que la distancia que existe entre el padre Scheiffler y Fernando Simón no es tanta, terrenalmente hablando (celestialmente, casi con toda seguridad, habrá unos cuantos kilómetros). Que los santos imparten lecciones que, si les prestamos atención, nos ahorrarían muchísimos quebraderos de cabeza. Porque, y esto quizás sea lo más importante de todo, tuve la certeza (el padre Scheiffler siempre lo supo, por eso era un santo) que las diferencias entre los seres humanos y los cestos de fresas (o manzanas) no son tantas como a muchos les gustaría pensar. Así que no nos pongamos tan a menudo, tan de puntillas, ni saquemos tanto pecho-lobo, y que este Covid, el nº19, nos sirva, entre otras cosas, para doblar de vez en cuando el pescuezo y ser más humildes. Como el padre Scheiffler. Que sin ser ningún epidemeólogo de postín hubiera sabido hacer frente a esta pandemia sin decir que esta voz es mía.
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