martes, 31 de diciembre de 2019

LO MEJOR DEL 2019 HAN SIDO ELLAS

Sí, ellas, porque si me preguntara por el acontecimiento deportivo más reseñable de este año que ya, ya se termina, igual dudaría; pero si ese mismo alguien preguntón me apremiara, yo le preguntaría a su vez si podría quedarme con dos, y si el preguntón de turno me contestara que sí, ya no me comería tanto el tarro y diría que con la final de Wimbledon y la final de la Copa del Mundo de Rugby. Y creo que sin dudar.

La primera de ellas la jugaron durante casi 5 increíbles horas (en concreto, durante 4 horas y 57 minutos exactamente) Federer y Djokovic y la otra durante una hora y media (80 minutos reglamentados, OK), igualmente memorable, Inglaterra y Sudáfrica. Y la primera la ganó Djokovic. Y la segunda, Sudáfrica (12-32). Pero no mentiría si añadiera que eso de ganar o perder no debería tener demasiada importancia en estas excelsas circunstancias, aunque el bueno de Di Stéfano, QEPD, nunca estará de acuerdo conmigo.
 

Cierto es también que yo hubiera preferido que Federer hubiera ganado su 9º Wimbledon, pero qué se la va a hacer. Dice un manido proverbio que lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible. Porque, de hecho, es casi imposible jugar mejor de lo que lo hizo el suizo durante esas casi cinco horas de partidazo. Incluso dispuso de dos match balls. Una de ellas, incluso, con su servicio, creo recordar (y si no que alguien, ese alguien preguntón por ejemplo, me corrija). Pero ni aún así. Nada de nada. Y es que a Roger, que nunca se ha caracterizado ni por su sangre fría ni por su saber lidiar como se debe con los puntos decisivos de un partido, volvió a encogérsele el brazo. Le sucedía con 23 años. Y ahora, con 38, el músculo se le agarrota igual, aunque multiplicado por 2. Pero ésa fue la enseñanza que extraje del partidazo. Y comparad si no las estadísticas de la final…
 
DJOKOVIC                                     FEDERER



10

Saques directos

26

9

Dobles faltas

6

61 %

% de primer servicio

65 %

74 %

Gana % en el primer servicio

78 %

56 %

Gana % en el segundo servicio

56 %

3/8

Puntos de break

7/13

3

Tiebreaks ganados

0

64

Puntos de recepción ganados

79

204

Puntos ganados

218

32

Juegos ganados

36

3

Máximo juegos seguidos ganados

4

7

Máximo puntos seguidos ganados

8

140

Puntos de servicio ganados

139

26

Juegos de servicio ganados

29

… pero cuando a uno le tiembla el pulso en las situaciones más comprometidas de la vida o de un partidazo, por genética o capricho divino, según vaya cumpliendo años, según vaya ganando en experiencia, el pulso le temblará más y más, contraviniendo al sentido común y a la propia experiencia, como si ésta no contase para muchísimas cosas pero no para esto de controlar el “parkinson”. Curioso y paradójico pero, creedme, tan cierto como que la Tierra da vueltas. Yo, que siempre he llevado el tema de los exámenes y las charlas, por ejemplo, peor que horrible, a medida que me voy haciendo viejo, ¡hostias!, lo llevo peor. Y si antes un par de sumiales me bastaban para pasar el mal trago, hoy ya ni con dos cajas. Así que he decidido que, en esas ocasiones, mejor me aguanto y trago saliva hasta atragantarme. Lo paso fatal, y hasta que el cuerpo, o la cabeza en este caso, me diga, basta, Toni.

Luego la final de Wimbledon 2019 me enseñó eso. Que no estoy sólo en el mundo de los “cagaos”, y que si has nacido con marcadas tendencias hacia el “cague”, morirás con esas mismas tendencias elevadas a la potencia que se te ocurra o que te marquen los años. Pero eso sí: la final fue inolvidable: inolvidablemente injusta. Federer ganó a Djokovic en todos los apartados del juego menos en el más importante: en el marcador. Y esto es algo que puede y suele ocurrir en otros deportes pero, muy raramente, en el tenis.


1

Novak Đoković

7-7

1

7-7

4

13-7


2

Roger Federer

6-5

6

6-4

6

12-3

Aunque hasta en eso, podríamos añadir, que Federer es único porque perdió siendo el mejor en la majestuosa pista Central de Wimbledon donde, por cierto, se acabó con el 13-12 del 5º set con los interminables y absurdos sets sin tie-breaks (cualquier cosa, y cualquier partido- de tenis- no iba a ser menos, debemos saber cuándo se va a acabar).

¿Y 2020? Puede ser… Puede que repita. Y puede que no repita. Pero pase lo que pase estemos atentos porque seguro que Roger nos enseñará algo nuevo y útil. Es lo que tienen los maestros: que aunque se lo propongan nunca pueden dejar de enseñar. Y sin desperdicio.

Y ahora, respecto a la otra final qué decir. Que Sudáfrica es un fantástico equipo. Que Inglaterra venía de derrotar a los todopoderosos All Blacks en las semifinales y parecía que, por fin, la Copa Ellis estaba a su alcance pero no, este año tampoco, este año les vuelve tocar esperar, porque si por algo guardaré esta final en mi memoria deportiva 2019 es por ver jugar a un equipo al rugby como 15 ángeles catxotas; un equipo que fue Sudáfrica, los del appartheid, los de Nelson Mandela, los del 5º pino por aquello de las distancias kilométrica que nos separan de ellos, los que nos repiten que en este mundo nunca hay que darse por vencidos, que la victoria siempre puede sonreírnos y hacer que la derrota sea un símbolo de la injusticia y que las finales, como decía Di Stéfano, no estén para jugarlas, sino para ganarlas. Pero para ganarlas bien. Y en eso Sudáfrica estuvo bien sobrada de talento. El rubio, pequeño y explosivo Fat de Klerk, el almirante, el último en abandonar el navío en caso de zozobra, Handré Pollard, el diabólico extremo y las piernas más veloces del universo rugby, Cheslin Kolbe, el señor al que sólo cabe tratarle de “usted” (por la cuenta que te trae), Eben Etzebeth… y así hasta que el talento se nos salga por las orejas.


Claro que su entrenador también responde al nombre de Rassie Erasmus y, tal vez, por no desmerecer de su apellido, no se canse tampoco de enseñar. Y nosotros, de aprender con él.

Sí, creo que en 2019 me quedaré con estas dos finales. Y me imagino que me quedaré con ellas durante mucho tiempo… Mientras pueda y me tenga salud.

¡¡¡FELIZ AÑO!!!
 

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sábado, 30 de noviembre de 2019

KORNGOLD, EL ARQUERO DE SHERWOOD

Hay personas y artistas por las que siento una especial debilidad, me resultan entrañables. Hablando de música citaría al gran, desconocido e infravalorado Nino Rota (sí, el del padrino, pero también el de cualquiera de sus tres excelentes Sinfonías) y, justo a su lado, también le haría dar un paso al frente, a Korngold, quizás más (o por ahí, por ahí…) desconocido e infravalorado aún que el músico italiano y por motivos que se antojan muy similares: haber compaginado la todo santa-música-clásica compuesta para salas de conciertos, con la música de cine compuesta para escucharse mientras se está viendo tranquilamente una película. Y esto, por lo visto, para los grandes popes “clásicos” resulta algo imperdonable. Y si además en esa otra actividad musical se tiene éxito y se ganan unas buenas perras ya ni te cuento. Como si el gran músico debiera ser siempre pobre de solemnidad, sufrido o muy sufrido, atormentado o muy atormentado, con una desgraciadísima vida personal, y afecto a todas las calamidades que a un ser humano le pueden caer encima.


Pero Korngold no fue así. Nace en 1897 en Brno, por entonces parte del Imperio Austrohúngaro, en el seno de una familia, más o menos, acomodada, y durante su infancia goza del fervor de sus contemporáneos que ven en él a un nuevo niño prodigio, ¡el nuevo Mozart! Casi nada al aparato. Aunque, como tantas veces suele pasar, su vida pronto se torcería. Primero, aunque parezca mentira, con la llamada de Hollywood para que arreglara la partitura de El sueño de una noche de verano, de Mendelsshon en la bonita adaptación para el cinematógrafo que en 1935 realizaría William Dieterlie. Y escribo “aunque parezca mentira” porque Korngold se sintió tan a gusto con la experiencia que, entre la amenazadora subida al poder de Hitler y las perspectivas que le pintaba la Meca del Cine, decide quedarse y continuar con su labor como compositor de bandas sonoras. ¡Horror!, pensarían muchos de esos finitos y estirados oídos clásicos. Éste no es uno de los nuestros, añadirían también después, no sufre, ni se atormenta, ni es cojo, mudo, ni sordo. ¡Horror, sí, un músico normal! ¡Y además, esperad un segundo, ha ganado 2 Oscar por hacer musiquillas para películas y vive en una situación totalmente desahogada[1] Vade retro! Y sentenciarían, con este tipo de “afortunados” no queremos tener ninguna relación. Y así fue. Korngold al cubo de la basura de las salas y de los programas clásicos de música.



Pero, ¿quién se había molestado en escuchar, seriamente, su excelente score para Robin Hood, por ejemplo? Seguramente ni pitxitxi. Y menos aún cualquiera de esos grandes directores que dirigían desde el podio a las más renombradas orquestas europeas. Así que, ¿Korngold?, ¿quién coño es Korngold?, ¿uno que fue niño prodigio?, ¿de qué niño me estás hablando, y de qué prodigio? Por eso cuando, terminada la guerra, Korngold vuelve a Europa, Europa ni se digna a mirarle. Enseña los Oscar y todos esos endomingados y puristas de la música clásica le dan la espalda y ya, entonces, no le queda más remedio que ahuecar el ala y volver, abatido, a las Américas, a Hollywood donde compone un par de bandas sonoras más, unas melancólicas variaciones para orquesta y un sentido homenaje a Johann Strauss hijo. Después, como a todos nos pasará algún día, Erich Wolfgang Korngold muere a la edad de 60 años en 1957.



Y para mí al que la injusticia siempre le ha “tocado” y que aún me “toca” y que el cine, ¡cómo no!, también lo ha hecho y lo hace, Korngold sí que es uno de los míos. Cosa en la que me reafirmo cuando escucho sus trabajos para la gran pantalla (como esta Suite de Robin Hood que he dejado arriba) y que hicieron que la música de cine cobrara un valor con el que hasta entonces ni soñaba tener, tal y como lo han reconocido Leonard Bernstein o el mismo John la guerra de las galaxias Williams. Y en la que aún me reafirmaría, más si cabe, cuando oigo sus composiciones para orquesta: su bellísimo Concierto para violín, por ejemplo, o su increíble ópera La ciudad muerta, donde se incluye el aria Gluck, das mir verblieb (arriba también), y que es de lo más conmovedor que estas orejas (las mías) han tenido ocasión de escuchar.



[1] El bueno de Korngold los ganaría por Anthony Adverse (1935) y por Las aventuras de Robin Hood (1938) con Errol Flynn.
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jueves, 24 de octubre de 2019

ATHLETIC: JUGADORES DE PEQUEÑA, SÍ, PERO ¡A POR LA BANDERA!

Hace unos días me publicaron en el periódico digital de El desmarque de Bizkaia el siguiente artículo sobre el Athletic (de Bilbao, claro):

“Incluso los que no hemos jugado demasiado a las cartas pero hemos andado en torno a esas mesas donde se disputaban las copas después de las comidas en reñidas partidas, hemos escuchado y aprendido esa famosa coletilla que todo buen jugador de mus conoce, asume y que dice, jugador de pequeña, perdedor seguro.

Y si se me ha ocurrido durante estos días semejante gracieta no ha sido por otra cosa que por el panorama hacia el que apunta nuestro queridísimo Athletic de Gaizka Garitano. Y así también podríamos añadir aquello de, al César lo que es del César, ya que si por algo se ha caracterizado el bueno de Gaizka y, por ende, las plantillas a las que ha entrenado, han sido por ser venerables ejemplos de equipos que encajan pocos goles sí, pero que también ellos meten muy pocos. Aunque esto que no dejaría de ser una opción, y muy buena, para todos aquellos equipos que no están capacitados para meter cuatro o cinco goles por partido (cierto, pocos hay de éstos), y ya que marco pocos goles que me marquen también pocos a mí: correcto, pero detrás de esta sentencia se esconde una trampa que puede acabar siendo mortífera.

Porque aspirar a ser los campeones del 1-0, del 2-1 o del ¡2-0 a lo sumo! o, cuando se juega como visitante, claro, del 0-1 o del 1-2, amén de ser un auténtico gurú de los empates a 0 o a 1, entraña unos peligros que, desgraciadamente, nuestro Athletic ya está sufriendo durante las últimas jornadas ligueras.

Porque estemos al loro, y reconozcamos que la distancia que separa un 1-0 de un 0-0 es mínima, el capricho o la tontería de un VAR, por ejemplo; la misma que separa, cuando jugamos fuera de la Catedral, un digno 0-0, de un ingrato y puñetero 0-1. Pero son éstas las cosas que tienen el ser jugador de pequeña. Y todos tenemos la obligación de saber, por lo menos, a qué jugamos.

Sólo que el problema no tiene, a bote-pronto, una solución sencilla. Lo escuchamos a menudo por la calle, con esa tosca y simple sabiduría que tan bien nos supo transmitir Boskov, donde no hay, no hay. Así que si el Athletic de Gaizka no puede meter 4 o 5 golitos por partido que no los meta y juegue a pequeña. Vale, sí, de acuerdo. Pero sin olvidar, entonces, de un par de detalles, nada sencillos

1º. Cerrar nuestra portería con candado y con clave desconocida para desmoralizar a los más habilidosos mangantes. Defenderla con uñas y dientes, que aconsejaría un bestia. ¡En fin, dejar la portería a 0! Pero…

2º, y si no se puede lograr lo anterior, cuando el partido se vaya decantando por el rácano (es lo que tiene ser jugador de pequeña) 0-0 (me acuerdo del Mallorca) o 1-1 (me acuerdo del Leganés) entonces sí, ¡ir a por todas!, ¡ir a por la bandera!, que diría el bueno de Jon Rahm (y así habría vuelto a ganar el Open de España), ir a por 0-1 (me acuerdo todavía del Mallorca), o a por el 1-2 (me acuerdo todavía del Leganés) porque, como a todo jugador de pequeña, le llegarán los días de vacas flacas y no podremos permitirnos el lujo de haber dejado pasar ni la más mínima oportunidad de largo (me acuerdo del Mallorca y del Leganés).

Luego juguemos a pequeña si, pero como estrategia para ir a más, con los mil sentidos alerta. Esto es, con un gran sentido. No pasemos ni una y cuando intuyamos, con ese gran sentido que reclamo a los jugadores de pequeña (al Athletic de Gaizka), que, más allá de una pírrica derrota o de un pírrico empate, podemos igualar la contienda o ganar el partido, pues ¡a por él!, ¡hinquémosle el diente!, ¡y no cojamos prisioneros! Que luego no nos acordemos de lo que pudo ser y no fue. Que es éste siempre un irreversible y jodido pensamiento”.

Pues esto es, o esto fue el artículo en cuestión pero, como siempre he defendido las inequívocas similitudes que existen entre el Deporte y la Vida, añadiría ahora que incluso los jugadores de pequeña, o sea, los que no vamos por este mundo sacando pecho a las primeras de cambio, o levantando pendencieros la voz, o dando, en definitiva, el más latoso cante creyéndonos los más guapos y listos de la clase, debemos, en la medida de nuestras posibilidades, ¡ir a por la bandera!; que esto nadie nos lo puede impedir. Pequeños, pero siempre ambiciosos. Porque creo que la auténtica ambición más que con los resultados casa con el intento; sí, con lo único que nadie nos puede sustraer nunca, porque el intento no depende del tamaño o de la fuerza (pequeña o grande) sino, más bien, de una actitud valiente ante la Vida. Y si, por desgracia, no tuviéramos esa actitud, tendríamos que estudiarla, aprenderla y aplicarla. Se me antoja, incluso, que sería ésta nuestra humana obligación. Porque la Vida, esta Vida en la que andamos enzarzados, nos lo exige.
 
Y terminaría y volvería por donde empecé, con el Deporte, con el Athletic, porque todos los partidos de esta Vida nos exigen también, incluso desde la humildad, ser ambiciosos, corajudos como el que más. Y si no, morir en el intento. Figuradamente, claro- no vayamos a pasarnos de la raya. Porque el Deporte es como la Vida, y si no, no es.    
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lunes, 23 de septiembre de 2019

PUERTAS GIRATORIAS, CERRADAS Y ENTREABIERTAS


Aunque no diré nada sobre política (para ello me remito a lo que escribí en la entrada sobre la investidura el pasado 5 de julio y que me llevará a abstenerme, como Dios manda, el próximo 10N), hablar de puertas parece que se ha puesto de moda desde hace tiempo; y sin que, la mayoría de nosotros, seamos carpinteros ni llevemos un lapicero colgándonos de la oreja. Pero todos hablan sobre puertas, los mass media los primeros en dar el coñazo. Sobre todo, en cuanto se refiere a las “las puertas giratorias”. Sí, éstas son el gran-gran coñazo.

Por eso yo, en esta entrada, voy a hacer caso omiso de estas puertas, de las giratorias, y a quedarme con otras que me interesan mucho más, como son las puertas entreabiertas, ésas que, después de haberlas atravesado, no hemos cerrado del todo. Por descuido o a propósito. Esto último me interesa más.

Porque el mundo del arte está repleto de ellas. Y gracias. Por eso, porque sus puertas se quedan, a menudo, entreabiertas, el arte avanza (la exposición de las naturalezas muertas, de Giorgo Morandi en el Guggenheim bilbaíno habría sido apenas una última muestra de lo dicho). Porque si bien o mal todo lo que se mueve entre puertas giratorias está condenado al “trinque”, a la “impresentabilidad”, a las comisiones de investigación, a los paraísos fiscales, a los ceses y a la vergüenza más vergonzante, todo lo que se hace entre puertas cerradas lo está al aislamiento, a la reclusión, y a la extinción por pura inanidad. De esta forma no hay manera de innovar. Y esto para el arte supone una auténtica sentencia de muerte, ya que si nos olvidamos de aquello que nos ha precedido y que debe servirnos para aprender y reflexionar, para darle una o más vueltas, si es necesario, a la tarea que pretendemos afrontar en estos momentos, estamos perdidos, entregados al fracaso más estrepitoso, a la quietud más lacerante.

Por eso nosotros necesitamos que la puerta donde se guarda lo pasado se quede entreabierta y sus vapores se mezclen con nuestra respiración y hagan que no todo lo que realicemos (un libro, una película, una canción,…) sea algo completamente nuevo sino, más bien, una mixtura, un mestizaje que, al contrario que la pureza de las puertas cerradas, y no digamos, que el fraude de las giratorias, siempre crecerá y tirará para adelante alimentándose, al menos durante sus primeros momentos de existencia (sí, como un recién nacido), de aquello que ha venido y/o triunfado antes que él, de aquello que, seguramente, le ha dado su razón de ser.

Y esto sólo es posible cuando abandonamos una habitación dejando sus puertas entreabiertas para que, aún sin nuestra presencia en ella, el aire (sus influjos) continúe corriendo y “contaminando” nuestro entorno, lo cual se me habría ocurrido, o creo que viene a cuento, porque recientemente ha caído en mis manos (¡a buenas horas, me objetará, y con razón, más de un buen aficionado!) el mítico disco de Charles Mingus Mingus Ah-Um, editado en el año 59 del siglo pasado, durante los mismo días en que se anda celebrando los 60 años de la publicación del revolucionario The Shape of Jazz to Come, de Ornette Coleman, que abriría desde el free jazz, mas sujeto a la improvisación y a la atonalidad, nuevos senderos por donde el jazz podría transitar y por donde, aún hoy en día, continúa transitando.

Y así, durante estas efemérides, leí un artículo firmado por José Olarte en el que éste daba cuenta de cómo, efectivamente, hace justo seis décadas que Ornette Coleman daría un buen revolcón al jazz y anticiparía su futuro con la publicación de su trabajo sobre el que el propio Mingus opinaría que “(…) sus notas eran tan frescas que hacía que todo lo demás, incluido mi propio disco, sonara fatal”.

La sinceridad y la humildad son siempre encomiables, y en estos tiempos que corren tan engreídos, casi un milagro. Por ello quisiera dejar, ante todo, constancia que Mingus, siempre tan modesto, se queja y se minusvalora en sus declaraciones, pero lo hace sin motivo, porque la puerta, por la que él habría salido con su Mingus Ah-Um, la habría dejado entreabierta, y así se habría quedado para siempre; una puerta entreabierta por donde podrán filtrarse todos los sonidos inventados por él, y sus antecesores; sonidos que servirían para vertebrar, sin duda, y entre otros, el legado que Coleman recoge en su disco. Sin Charles Mingus, sin su Mingus Ah-Um, Coleman no habría sabido dar la misma forma al jazz que, en una continua progresión, muy pronto vendría, parafraseando el título de su magnífico LP.
 
 
Y si para muestra valdría un botón yo aquí os dejo dos (arriba uno; abajo, el otro), para demostrar todo o parte de lo que en esta entrada he querido exponer. De esta manera, y a través de la magnífica puerta entreabierta, escuchemos el precioso Self-Portrait in Three Colours, incluido en Mingus Ah-Um, y después el mítico Lonely Woman de The Shape of Jazz to Come el cual, me repito, sin el antecedente de Charles Mingus, y de tantas puertas que se quedaron felizmente entreabiertas, posiblemente, nunca se hubiera grabado.






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viernes, 6 de septiembre de 2019

TOSCA PER SEMPER


Llevo ya bastantes años con esto de la ópera. Como aficionado, que nadie se vaya a creer otra cosa. Pero como aficionado, que cada día va a más. Y creo, y espero, que no esto no pare; quiero decir, esta creciente afición por el bel canto.

Pero a veces echo la vista atrás y cuando me pregunto sobre el porqué empezó en mí esta afición, no creo equivocarme mucho si lo achaco, en una buena medida, a un escrito de la atinadísima pensadora americana Susan Sontag en el que hablaba sobre la rapidez que tiene el género operístico para plantear las situaciones y las emociones que embargan y guían las acciones de sus personajes. Siempre citaría como ejemplo el Che Gelida Manina, de La Boheme de Puccini (ved, oíd y disfrutad del aria con Pavarotti en el vídeo que inserto más abajo) en donde en apenas cuatro minutos el personaje de Rodolfo descubre su amor por Mimí y se lo descubre a ella, mientras nosotros, como espectadores sabemos al momento, que será un amor correspondido y eterno, más allá de la caída de cualquier "telón".

Y a mí, que ya por entonces andaba enfrascado en las lides cinematográficas, este tema me tocó (y me sigue tocando) porque con cuántas dificultades no me habré encontrado a la hora de plasmar emociones de este tipo en un guión o en una película. Y os animo a que lo corroboréis cada vez que veis una película o tratéis de escribir un guión. Aunque la ópera hace de esta dificultad casi una nimiedad, un asunto facilón, y sin que lo sea para nada, pero la conjunción de la música con las palabras consigue que se obre el milagro, y que en 4 minutos no nos cueste adivinar que a Rodolfo y a Mimí sólo la muerte logrará separarles, y sin estar aún del todo seguros de que la burda parca vaya a lograrlo (de ahí las comillas en las que antes he encerrado al "telón").

Luego esta dificultad emocional, digamos, que yo sentía al ponerme a escribir guiones o a dirigir la misma película y que la ópera, sus compositores y libretistas, convertían, y nunca mejor dicho en un asunto de coser y cantar me atrajo y me atrapó sin remedio y aún hoy continúa teniéndome cogido por los machos.

 
Pero si ahora tuviera que concretar y decidir desde cuándo la ópera me tiene enredado con sus historias, sin duda que no andaría muy descaminado si recurro a la primera representación que vi de la Tosca del mismo Giacomo Puccini hace ya más de 25 años en el hoy ya utilizado para otros menesteres, seguramente menos artísticos, Coliseo Albia de Bilbao. Porque Tosca, y hoy (cosa extraña en mí) no he cambiado ni un ápice mi parecer al respeto, continúa pareciéndome, aparte de una de mis tres o cuatro óperas favoritas, una ópera modélica, con tres actos perfectamente armados y ensamblados, donde todo ocurre con el increíble legato y velocidad a la que aludía la imprescindible Susan Sontag y donde se plantean temas que a mí, por lo menos, siempre me han interesado, como el enfrentamiento entre la vida (con todos sus reveses y maldades) y el arte (con todas sus virtudes y bondades) y del que se queja, amargamente, Tosca en su conmovedora aria Vissi d´arte (y más desde la portentosa garganta de Maria Callas), aunque sin reparar en que, desgraciadamente, sin la amarga vida no existiría el bondadoso arte, de que ambos extremos pertenecen y hacen la misma cuerda.

Sí, reconozco que por cosas como esta la ópera continúa teniéndome bien cogido por los machos. Pero yo, tan a gusto. La función puede continuar...

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viernes, 23 de agosto de 2019

PASOLINI LOVED MARILYN TOO

 

Como a los buenos, y a menudo tan engreídos, cocineros a mí también me gusta mezclar. Y si son ingredientes que se encuentran en las antípodas de los sabores, mucho mejor. Pero es que además, en mi caso, no recurriría tanto a ingredientes ni a sabores sino que ahora, y siguiendo aquello que apunté en la crítica (ver la entrada grandes películas, pequeñas críticas) a la última y excelente película de Quentin Tarantino sobre la muerte de la inocencia, lo haría a Marilyn, por ejemplo, un poema del imprescindible, terrenal, amigo de los arrabales y de las periferias, de los pobres y más oprimidos, Pier Paolo Pasolini y la instalada en el otro lado de la Emilia-Romaña pasoliniana, la susodicha, glamorosa, hollywoodiense y star por antonomasia, Marilyn Monroe susurrando, más que cantando en 1959, cuando la ingenuidad aún lo arropaba casi todo,  aquello de I wanna be loved que oíamos en la película de Billy Wilder Con faldas y a lo loco.
 
 
Vaya, un deseo como todo el mundo ha tenido alguna vez. Aunque no todos, posiblemente ni el lumpen Pier Paolo ni la dorada Marilyn entre ellos, puedan presumir de haberlo conseguido. Y es que las adversidades habrían hecho, sin duda, de estas dos almas tan diferentes, íntimos compañeros de infortunios y desgracias, con Marilyn como anticipo de esa muerte de la inocencia, a la que aludía antes, con su trágico fallecimiento en 1962, y el gran Paolo, con su brutal asesinato en 1975 como un epílogo tardío de la misma, cuando casi todos sabíamos ya que las cosas no iban tan bien ni iban a dar marcha atrás.

marilyn

Del mundo antiguo y del mundo futuro

permaneció solo la belleza, y tú,

pobre hermanita menor,

aquella que corre detrás de los hermanos más mayores,

y ríe y llora con ellos, por imitarlos,

y se pone sus bufanditas,

toca sin ser vista sus libros, sus navajitas,

tú, hermanita más pequeña,

que poseías tu belleza humildemente,

y tu alma hija de gente pequeña,

nunca has sabido tenerla,

porque de otro modo no hubiera sido belleza.

Disparas, como un polvillo de oro.

El mundo te lo ha enseñado.

Así tu belleza se vuelve suya.

Del estúpido mundo antiguo

y del feroz mundo futuro

permanecía una belleza que no se avergonzaba

de aludir a los pequeños senos de hermanita,

al pequeño vientre tan fácilmente desnudo.

Y por ello era belleza, la misma

que tienen los dulces mendigos de color,

los gitanos, las hijas de los comerciantes

vencedoras de los concursos en Miami o Roma

Dispara, como una paloma de oro.

El mundo te lo ha enseñado,

y así tu belleza no fue más belleza.

Pero tú continuabas siendo niña,

boba como la antigüedad, cruel como el futuro,

y entre tú y tu belleza poseída por el poder

se inmiscuye toda la estupidez y la crueldad del presente,

te la llevabas siempre detrás como una sonrisa detrás de las lágrimas

impúdica por pasividad, indecente por obediencia.

Dispara como una blanca sombra de oro.

Tu belleza sobrevivida del mundo antiguo,

reclamada por el mundo futuro, poseída

por el mundo presente, se convierte así en un mal.

Ahora los hermanos mayores finalmente se dan la vuelta,

detienen por un momento sus malditos juegos,

salen de sus inexorables distracciones,

y se preguntan: ¿Es posible que Marilyn,

la pequeña Marilyn nos haya indicado la calle?

Ahora eres tú, la primera, tú, la hermana más pequeña, aquella

que no cuenta nada, pobrecita, con su sonrisa,

eres tú la primera a través de las puertas del mundo,

abandonado a su destino de muerte.

 
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sábado, 27 de julio de 2019

LOS COEN BROTHERS, CLINT EASTWOOD Y ALLAN DWAN

Corren malos tiempos para la lírica, de acuerdo. Y para los maestros: Allan Dwan, por ejemplo, ¿quién se acuerda de él? Era un director de cine canadiense, nacido en Toronto en 1885 y muerto en Los Ángeles en 1981: o sea, que nació mudo; esto es, que sus primeros trabajos (1916-1925) los realizó durante la época silente del cinematógrafo; y murió hablando; esto es, que sus últimas películas (1929-1957) fueron ya rodadas bajo los estigmas del cine sonoro.

Por todo ello, para una parte de la crítica cinematográfica más sesuda y original (sic), Allan Dwan formará siempre parte de ese exclusivo grupo de primitivos (quizás como King Vidor): realizadores a caballo entre dos maneras de entender el cine y que, ya durante su periplo sonoro, nunca abandonarán (¿podrían haberlo hecho realmente?) sus formas y maneras silentes: ese ir al grano, a lo esencial de cada giro argumental, de cada secuencia que caracteriza las mejores películas mudas y que a mí, por lo menos, siempre me ha recordado la increíble lucidez y rapidez con la que los compositores de Ópera saben plantear las tramas de sus mejores obras.
 
Pero hoy, o en esta apresurada entrada (¿cuál no lo es?), quisiera llamar la atención, aparte de sobre la longevidad del director, ¡casi 100 años!, aparte de su retirada oficial del cine con “apenas” 72 años y víctima, sin duda, sobre esas nuevas maneras de entender el cine, que empezaron a extenderse por un Hollywood golpeado en su más firme línea de flotación por el moderno fenómeno televisivo, y que retirarían sin contemplaciones a estos gloriosos primitivos al desván de los trastos viejos. Porque sin salirnos de los ya mencionados, ahí tendríamos a Allan Dwan poniendo fin a su carrera en 1957 con Al borde del río, o al propio King Vidor en 1959 con Salomón y la reina de Saba.
 

 Pero además, y en el caso del director canadiense tendríamos en dos de sus últimas películas, concretamente, en sus excelentes, y proyectadas por televisión haciendo honor a su “primitivismo”: una, Filón de plata (1954), a las 11 de la mañana, entre semana, en la 2 de TVE; la otra, Ligeramente escarlata (1956), de madrugada, a las 3 o 4, en Antena3- ¡no vaya a ser que las vea alguien! Pero las dos con inequívocos rasgos y antecedentes, sobre todo en lo que respecta a sus tramas y a la caracterización de sus personajes principales, interpretados, curiosamente (¿o no?) por el mismo actor, el pétreo John Payne, con dos de mis películas modernas favoritas como son Sin perdón (1992), de Clint Eastwood y Muerte entre las flores (1990), de los Coen Bros. Y ahí os irían los siguientes enlaces para abrir boca:
 

Porque afirmar y mantener que los William Munny de Sin perdón o el Tom de Muerte entre las flores están ya prefigurados y anunciados en los personajes que interpreta el mismo John Payne en las dos películas mencionadas de Dwan es algo que siempre me ha llamado la atención, y sus coincidencias no deberían caer en saco roto. Para eso estamos aquí…

 
 
Porque aparte de representar la enésima prueba de que los americanos, residentes en Hollywood, son los mejores espectadores de cine del mundo, algo que nunca me cansaré de repetir- para hacer buen cine hay que ver, entre otras cosas, mucho cine-, es también el más meridiano ejemplo de cómo lo primitivo puede (¡y debe!) estrechase la mano con lo moderno y producir entre ambos dos obras maestras como Sin perdón o Muerte entre las flores.
 

¿Por qué no es el John Payne de Filón de plata un alter ego del Clint Eastwood de Sin perdón?, ¿no se presentan sus personajes, al principio de ambas películas, dedicados a lo que podríamos llamar tareas del hogar, uno de ellos a punto de casarse y el otro cuidando de su miserable granja de cerdos, escondiendo detrás de estas apacibles y actuales circunstancias, un pasado que para nada fue apacible y en donde, los dos, se manejaban como dos de los más habilidosos y terribles pistoleros del Far West?, ¿y no van a ser, precisamente, esos modi de la pacífica (sic) sociedad que les rodea los que consigan sacar a la luz aquello a lo que ambos hombres habían decidido renunciar y que, sin embargo y mal que les pese, vuelve a aflorar, y a apoderarse de ellos?

Quizás demasiadas preguntas, o demasiado largas pero, sin duda, que las respuestas a todas ellas es un rotundo SÍ. John Payne, al final de Filón de plata, pierde la paciencia y ajusta las cuentas con esa sociedad tan sonriente y cínica como la que forman sus vecinos de Silver Lode, y abandona su entrañable (sic) pueblecito, eso sí, sin la oscuridad demoníaca que sigue a Clint Eastwood en Sin perdón pero, y esto sí que sí, para no regresar a él nunca más. Porque, sin duda, una vez destapado el tarro de “lo siniestro”, “lo sublime” no puede ya ser lo mismo para nadie. Y que Eugenio Trías me perdone la alusión al título de su magnífico ensayo.

Y en cuanto a Ligeramente escarlata y Muerte entre las flores, ¿qué decir? Pues más de lo mismo. Primitivamente modernos. O, ¿no sería su John Payne un indiscutible antecedente del Gabriel Byrne- Tom de la segunda?, ¿no simula John Payne, al igual que Gabriel Byrne pasarse a la banda enemiga con el único objetivo de desmantelarla y salvar así la vida de su jefe y amigo- Leo, aun a costa de perder en el envite a su auténtico amor, llámese ésta Rhonda Fleming en Ligeramente escarlata, o Marcia Gay Harden en Muerte entre las flores?
 
Primitivos, sí; chochos y caducos, ni por el forro.
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