Yo a Abbas Kiarostami no le conocía personalmente, pero voy
a hacer como que sí, porque algunos artistas, y Kiarostami era uno de ellos, no
te dan la mano para que les puedas tratar de “tú” sino que, en su lugar, hacen
películas, por ejemplo como Abbas, y a través de ellas los que disfrutamos de
la suerte de verlas, nos vamos sintiendo cercanos al hombre que las ha rodado,
familiarizándonos con él, al extremo de que al tercer o cuarto visionado de
alguna de sus películas, ya nos sentimos como en casa, con arrestos suficientes
para tutearle (aunque no nos oiga directamente), y adjudicarle, sin temor a
equivocarnos, un puesto “entre los nuestros”.
O esto es, más menos,
lo que me ha ido pasando a mí con Kiarostami. Primero con A través de los olivos, su sexta película (si no cuento mal), allá
por 1994, después, y sin orden cronológico, con El sabor de las cerezas que le consagró en 1997 con la Palma de Oro en Cannes, pero
después, y ya ganándose un particular huequecito (del que va a costar sacarle)
en mi particular lista de filias cinematográficas, y más aún, humanas, con su
inolvidable Dónde está la casa de mi
amigo, en 1987 (por lo que esta casa
cumple este año 30 años), y con su secuela, cinco más tarde, Y la vida continua, ya en 1992.
Y como esta increíble facultad que atesora el cine de
Kiarostami hace que me sienta tan cercano a él como a mi querido tío Kote, su
nombre de pila Abbas siempre me recordará a otro gran amigo, y al que uno de
sus mejores amigos, llamaba cariñosamente Abans, porque éste era su apellido.
Así que Abbas y Abans. Uno, el amigo desconocido, murió en 2016;
el otro, el amigo conocido un poco antes. Y los dos prematuramente. Siempre
ocurre lo mismo con los amigos de verdad. A Abans le di la mano muchas veces, trabajé
y compartí con él muchos tragos y ratos divertidos. A Abbas no le di la mano
nunca, nunca trabajé con él, nunca nos bebimos un vinito juntos y nunca
llegamos a hablarnos. Pero vi sus películas. En especial Dónde está la casa de mi amigo que es como ese apretón de manos que
nunca nos dimos, como ese currelo en el que nunca nos enfrascamos, como esa
ronda que nunca nos bebimos o esa amistosa charla que nunca compartimos, pero,
aun y así, el más entrañable abrazo que se ha podido tejer con celuloide.
Por eso cuando me acuerdo de uno me acuerdo del otro, y esa
es una magnífica señal que me habla de dos hombres como la copa de un pino. Del
uno lo sé a ciencia cierta porque le traté, del otro lo sospecho y apuesto, por
sus películas, a que no me equivoco: Dónde
está la casa de mi amigo, 30 años después, me lo confirma cada vez que la
echo un vistazo. QDEP. Los dos. Estén ahora sus casas donde estén.
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