El otro día en el que mucho carnavalero estuvo “enterrando la sardina” yo, que soy poco de disfraces, estuve dirigiendo el coloquio de
O, ¿no lo es, acaso presenciar, hoy-en-día, en una sala oscura, en medio de un silencio ritual, o estando a lo que verdaderamente se está, que no es a otra cosa que a ver una película, presenciar, decía, dos películas de Michelangelo Antonioni como son El grito, una de las buenas, y La mirada de Michelangelo que apenas si dura 15 minutos y que algunos se empeñan en llamarla, con un cierto desdén, como siempre ocurre con estas “películas cortas”, “corto-metraje” (¿¡pero no habríamos quedado en que si lo breve es bueno, es doblemente bueno!?) cuando, en realidad, yo no veo en ella sino la culminación del arte de Antonioni, la culminación de su carrera, con un ascetismo y sobriedad que no pueden sino retrotraerme y llevarme de la mano hacia otras “últimas películas” como las también magistrales, hieráticas, sobrias Siete mujeres, de John Ford, donde Ozú y Mizoguchi se sienten por sus siete costados), o esa otra inolvidable fémina que es
Luego ahora voy a tratar de
completar lo que dije o de añadir lo que no dije sobre esta, para mí, obra
maestra. Porque sobre El grito todos
estuvimos, más o menos de acuerdo. Los que no la habían visto y los que la
habíamos visto y la recordábamos como entre brumas, como entre esas nieblas que
inundan los planos de la película a orillas del triste remanso del Po. Por eso
y porque La mirada de Michelangelo pasa
por ser un “corto” y hay que echarle un capote. Y a eso voy. Y encantado de la
vida. Aquí os va del tirón:
Y es que en La mirada vemos al propio Antonioni entrar en la romana iglesia de
San Pietro in Vincoli. Estamos en el 2004: o sea, Antonioni tiene ¡92 años!, y
cuenta 19 desde que sufrió el ictus que le dejó inmovilizado y sin habla.
Aunque después la rehabilitación obrara milagros y el cineasta pudiera
recuperar la movilidad de las piernas, la voz se quedó muda.
Y Antonioni entra en la
iglesia. El silencio, total. Apenas, un par de bocinazos sueltos, de algún
vehículo despistado, y algún que otro ruidito que se cuela desde la calle. Pero,
¿por qué Antonioni elige esa iglesia entrar en ella y rodar su película?
A mí, por lo menos, se me
ocurren dos razones. La primera, bastante obvia. En San Pietro se encuentra,
entre otras imponentes piezas de mármol, el monumental Moisés que otro Michelangelo, éste Buonarrotti, esculpió hace 5
siglos. Y con él, con el marmóreo Moisés, Antonioni quiere hablar estableciendo,
a falta de palabras, un diálogo hecho a base de miradas y roces.
Pero además de su mutismo, el
diálogo no será un simple diálogo como el que podemos entablar nosotros con un
amiguete en nuestra taberna favorita. Claro que no. Sobre todo, como ya hemos
señalado, porque el diálogo es mudo y, sobre todo, porque se trata de un
diálogo imposible. Es el diálogo que un creador mantiene con una obra, con una
obra maestra, en este caso. El diálogo del creador con una criatura que ha
creado, en este caso, otro creador con el que Antonioni comparte nombre y
oficio y… últimas voluntades. En eso
Antonioni y Buonarrotti se dan la mano a través del tiempo, de la creación
simbolizados en el Moisés que realizó
el genio de las pinturas de la Capilla Sixtina
a principios del siglo XVI.
Y me acuerdo, entonces, y
fijaos que las distancias entre las dos películas son siderales (¿o no tanto?),
de Blade Runner, y del sobrecogedor
diálogo (aunque éste se oye) de
Tyrell con la criatura que ha ayudado a crear, el inolvidable Nexos 6, el inolvidable Rutger Hauer (con el juega una partida de ajedrez como ¡el Caballero con la Muerte en El séptimo sello, de Bergman!)
Porque aunque Moisés no habría salido de
las manos de Antonioni, éste puede comprender y soñar con él sobre el destino
que, ¡ojalá!, aguarde, ¿o no?, a su
propia obra, a sus propias películas.
Pero Antonioni habla (en
silencio) con Moisés y, a través de
él, lo hace, cruzando el río del tiempo, con Miguel Ángel. Luego asistimos a un
increíble diálogo a tres bandas. Entre un cineasta en el ocaso de su vida, un
hombre del Renacimiento instalado hace ya muchos años más allá del ocaso, y la
criatura de este último que le sobrevive como un guardián de la memoria, como
inmejorable ejemplo de “esto que fuimos capaces de hacer juntos”, con nuestras
manos y con la tierra.
Y asistimos, incluso, a una
no menos increíble puesta en escena donde se juntan también ¡tres miradas!: la
mirada del creador de la película (Antonioni-director), la mirada pétrea de la
creación (Moisés) y la mirada del
protagonista (Antonioni-actor).
Sí, estas cosas sólo la magia
del cine puede conseguirlas. Y La mirada
de Michelangelo se me antoja uno de los momentos más mágicos e irrepetibles
del cine de este siglo que hemos estrenado (ya que hablamos de cine) hace ya 17
años.
Pero aún habría que añadir más,
porque Antonioni habla con Moisés, de acuerdo, pero debemos acordarnos que Antonioni
nace en 1912, en Ferrara, cantera por antonomasia del mejor mármol y,
posiblemente, esa “tierra” que permitió a Miguel Angel trabajar y dar forma a
su majestuosa estatua.
Luego cuando Antonioni entra
en San Pietro a contemplar el mármol en el que se inserta el Moisés está realizando un precioso e
imposible regreso a su hogar natal. Y me acuerdo entonces del bonito título de
la inacabada novela del gran Thomas Wolfe, We
Can´t Go Home Again o de la película de Nick Ray con el mismo título, o ya
que estamos con Wolfe y Ray, de esa vuelta que Robert Mitchum hace a su vieja y
abandonada casa en The Lusty Men,
donde encuentra bajo las tablas del porche el mismo rifle que usara de niño, y
de la que Wim Wenders llegaría a decir que es la “mejor vuelta al hogar” que ha
visto nunca en un cine. Yo lo suscrito. ¿Dónde habría que firmar? Aunque esta
vuelta a su “hogar” de Antonioni no le va a la zaga.
Al final de la película, Antonioni saldrá de la iglesia. Y se dirige hacia el exterior donde brilla la clara luz del día. Aunque yo creo que se dirige hacia la muerte. Y Antonioni lo sabe. Moriría apenas tres años después. La mirada será, por eso, y él lo sabe, su último trabajo, su testamento en el que, cinematográfica y milagrosamente, se aúnan
Por eso, según abandona San
Pietro, Antonioni deja el espacio de la iglesia al mármol de su Ferrara natal y
al Moisés que esculpiera Miguel Angel
hace 5 siglos, y al preci(o)so último plano que recoge ya el interior de un San
Pietro majestuoso y oscuro, silencioso y vacío como una tumba (¿o acaso no coronaba el Moisés la tumba del papa JulioII), la tumba del
propio Antonioni, cincelada además ésta con su
más sobrio celuloide, y que él acaba de realizar hace 5 segundos, y para el que desea,
¿cómo ponerlo en duda?, una posteridad tan dichosa como ésta de la que disfruta
Moisés.
Y acabo, porque podría
asegurar que nunca he visto, sobre una pantalla de cine, a la vida y a la
muerte estrecharse las manos de una manera más hermosa que en esta mirada de Michelangelo…
Sí, cosas de este tipo se me
ocurrieron después del coloquio. Y las escribo ahora. Porque mi memoria se me
ha vuelto traicionera e insiste en jugarme malas pasadas.
Como siempre, eres capaz de hacer interesante hasta los momentos que no tienen porqué serlo.
ResponderEliminarEspero poder acudir a Bidebarrieta y atender a la charla que tocara ese dia, la charla no, el interesante momento que crearas.