A Jose Mª Latorre
Anoche volví a ver Rebeca. Y como todas las obras de arte, ¿o
alguien se atrevería a llevarme la contraria y a defender que Rebeca no lo es?, volvió a sumergirme en
un mar de interminables sugerencias, de no estar, ni en las peores
circunstancias, perdiendo el tiempo sino, al contrario, prolongando cada
segundo como una goma que pudiera estirarse hasta el infinito, con nuevas ideas
que sacuden lo que “pensaba-que-sabía” y me hacen dudar con esas dudas mágicas
que te enriquecen, hasta que después de su último plano[1], y
nunca antes, me sueltan y tengo, entonces, la feliz sensación de haber asistido
a un espectáculo irrepetible.
Porque creo firmemente que estas
cosas tienen las obras maestras. Se las puede presentir, notar cuando se
aproximan y van a dejarte su inconfundible sello pero será después de los
clásicos The End, o Fine o Fin cuando se alejan con la
cabeza erguida, casi arrogantes ma non
troppo cuando comprendes que has sido tocado por su mágica varita y que ya
no podrás nunca ser el mismo que eras antes de haber compartido esa tarde con
ellas. Y acaso, en ese momento, rematada la misión se despidan con una sonrisa cómplice,
con un guiño de ojos, con un “hasta la próxima”, o simplemente con un seco e inolvidable
acorde en su banda sonora.
Y sobre estas cosas voy a hablar un rato. Me pondré cómodo y simularé, para
ello, que me siento en el porche de una agradable casita de madera, por
ejemplo, a la sombra de una cálida noche de verano, y que enciendo (aunque no me
las haya fumado en la vida) una pipa cargada con el más excelente de los
tabacos habaneros, de ésas que sólo pueden disfrutarse muy lentamente ya que
yo, para estas cosas, también voy a necesitar mi tiempo para no olvidarme de
ninguna, para escuchar atento todo aquello que tienen que decirme. Que no es
poco. Por eso me arrellano en la mecedora y dejo vagar la mirada hasta el
tranquilo horizonte que se confunde entre sombras con los campos. Silenciosos. Y
aspiro una profunda calada que me ayuda a recordar, a mí también, que anoche soñé que volvía a Manderley…
Porque, ¿qué es Manderley, aparte
del recuerdo de una imponente mansión, de ese montón de piedras ahora calcinadas
y derruidas que nuestros ojos apenas si aciertan a ver entre la niebla? ¿Por
qué, en esos primeros planos de Rebeca,
las verjas de Manderley se abren y nos descubren, sin que aparentemente nadie
salvo la memoria las haya abierto, un paraje tan inhóspito? ¿Por qué el aire que
fluye, que sube desde las raíces de la tierra casi puede tocarse? ¿Y por qué,
ya puestos a preguntar, la onírica voz que nos introduce en la historia nos suena
tan seca y melancólica y temerosa, como si ese recuerdo al que el sueño empuja
a la protagonista le cerrara los labios y, al mismo tiempo, le diera permiso
para hablar, para seguir contándonos, como si a la propia recurrencia del sueño
hubiera terminado por acostumbrarse haciendo de él un inquietante, sí, pero también
asiduo compañero de viaje, un maligno quiste que no crece, que no mata pero que
siempre está-ahí con ella, con nosotros, inextirpable?
Claro, Manderley es el Mal; el Mal que
se nos filtra entre nuestras más recónditas arterias y formas de ser. Rebeca es, así, desde sus planos iniciales
como un cuento que se recitara en voz baja, el relato de cómo todos los manderleys se mezclan con nuestra sangre
gracias a las sabios y aviesos conjuros de todas las Rebecas que en el mundo
han sido (¡fascinantes princesas del Mal!), dejando en nuestras venas el hálito
venenoso del que ya no podremos prescindir si no queremos con ello desgajarnos
de una órgano vital de nuestra más íntima condición de seres humanos. Una vez
que probado un bocado de Manderley su regusto nos acompaña para siempre. Para
siempre nos completa.
Y para contarnos este fantástico
proceso Rebeca, la película, elegirá a
una persona cualquiera. ¡De ella ni siquiera llegaremos a saber su nombre! Será
ingenua pero, sobre todo, resulta atractiva. No en vano la ingenuidad y la belleza
siempre han sido los mejores cebos para hacer que el Mal salga de su guarida,
olfatee la carne y se presente ante nosotros. ¿O alguna de las novias que
Drácula se echa a los dientes tiene algún desperdicio? La Hammer nos dice que no. Y
Joan Fontaine tampoco será un anzuelo desdeñable. Su simplicidad resulta casi
una provocación. Apetece zarandearla. Espabilar sus sentidos. Que abra los
ojos. Que se baje de las nubes. Que se entere, por fin, de qué va este viaje en
el todos estamos embarcados. Y quisiéramos
corromper tanta simplicidad. Semejante candidez se nos antoja fuera de sitio. Todo
ello nos impide dejarla pasar de largo. E irse de rositas. Y si no, ¿por qué el rígido señor de Winter iba a
fijarse en ella? ¿Cómo iba a proponerle en matrimonio cuando apenas si se han
conocido hace un par de días? ¿Por qué iba a querer hacer de ella una segunda
Rebeca de Winter, una segunda ama y señora de Manderley cuando el cadáver de la
primera aún rezuma y huele?
Claro, que entonces la proposición
de Maximiliam de Winter no es, en absoluto, inocente. Por supuesto que no. ¿Cómo
iba a serlo viniendo de quien viene, de los labios del… señor de Manderley? Rebeca, su primera compañera,
ha muerto. Le ha dejado solo. Aunque antes ya se le hubiera escapado. Se había
vuelto tan poderosa como él. Como el señor.
O más aún. El Mal tiene estas caprichosas maneras de hacerse sentir. Demuestra,
directamente, sus preferencias. Y en este caso eligió a Rebeca. Sin duda que es
un bocado más sabroso que el cuarteado y gélido
señor de Winter (y perdón por el
chiste fácil). Y así detrás del Mal correrá la película, también encantada,
transpirando la no-presencia de Rebeca por los cuatro costados, por cada uno de
sus fotogramas. Y el propio Maximiliam se plegará a sus embrujos. Pasa, por resumirlo
en una frase hecha, de amo a rehén.
Y en estas circunstancias, ¿no nos
parece ahora lógico que el señor de Mnaderley se rebele con su última gota de
soberbia decimonónica y trate de recolocar las piezas en su debido lugar?
Rebeca, la compañera que todo señor del Mal desea tener a su lado, ha
quebrantado demasiadas reglas. Y la principal de todas ellas. Ha ido demasiado
lejos. Ha olvidado la sumisión debida al señor del castillo. Y cuando, con la
rabia asomándole bajo la boca, le confiesa que le aborrece, que está embarazada
de otro hombre, un vulgar y advenedizo joven o George Sanders, para más señas,,
el señor de Manderley estalla y, con la furia del amo que se siente ultrajado
en sus más íntimas entrañas, acaba con la vida de la desagradecida Rebeca de
Winter aunque él, por supuesto (nobleza obliga), no lo reconocerá jamás.
Así las piezas encajan mejor. Por lo menos a mí. ¿O no se ha paseado el
señor de Winter por la Riviera
francesa en busca de una nueva compañera, una sustituta de la aquella primera e
infiel Rebeca? Y Joan Fontaine se nos antoja perfecta. Ya hemos hablado de estas cosas. Una impresionable criatura apenas
estrenada en los avatares de la vida; una ingenua que confunde al oscuro señor
de Winter por un melancólico y frágil Lord Byron arrebatado por pensamientos
sin duda demasiado profundos para que un vulgar espíritu pueda osar en
comprenderlos. Y Joan Fontaine se enamora del señor de Winter. Faltaría más.
Joan Fontaine se enamora de aquello que nadie puede evitar querer: la persona que
uno, en este caso una, se inventa; el hombre al que su propia fantasía ha
modelado según sus perfectos cánones[2].
Aunque Maximiliam de Winter también
juega con ello. Él sabe bien lo que podría ocurrir, y ha ocurrido. Y aprovecha
la circunstancia. La mosquita muerta se ha enredado en la tela de araña que él
ha urdido. Y ha caído. Y la araña, o sea, Maximiliam ahora sólo tiene que tenderle
el brazo, ayudarla a levantarse con la más increíble de las promesas. De hecho,
aunque ella obviamente no lo sepa aún, ya ha tomado, de su brazo, el camino del
castillo. De los Cárpatos a Londres. O
de la Riviera
a Manderley. Que en realidad aún resulta más irresistible que el grisáceo Londres.
Porque si Londres se encuentra en Inglaterra, Manderley no se encuentra en ningún
sitio. O, a lo sumo, en los sueños. Que siempre serán invulnerables. Y por eso,
más peligrosos que cualquier capital de Europa o que cualquier otra ciudad.
Así que, de momento, las piezas cuadran.
El señor de Manderley ya tiene nueva compañera. Y Manderley, nueva señora. Cierto
es que la señora Danvers, el ama de llaves de Manderley, no admite que una segunda
señora venga a ocupar el lugar que dejó Rebeca, la primera. Sobre todo cuando
Joan Fontaine, a pesar de su belleza, no resiste con ella la mínima
comparación. Su simplicidad representará para la señora Danvers el mismo
insulto que nos suponía a nosotros cuando la vimos por primera vez acompañando
a su vieja y vulgar tía por los hoteles de la Riviera. Y sobre todo,
¿con qué derecho semejante realidad se impone a los recuerdos?, ¿o las copias a
los ideales? Y por si esto no fuera suficiente Joan Fontaine entabla la pelea
en terreno hostil. Introduce su ingenuidad en un terreno de calientes panteras.
Porque la señora Danvers amaba a Rebeca. ¿O alguien lo pone en duda? La turbia
señora Danvers amaba a la resplandeciente Rebeca. Con el amor más desgarrador de
todos. Ellas que son animales en celo. El amor no tanto o también hacia una
persona, hacia un cuerpo y un alma, sino el amor hacia los detalles, hacia las cosas del ser amado: el fetiche, el
hechizo por sus objetos, el conjuro más dramático y absoluto.
Y Joan Fontaine se siente
rechazada. Impelida hacia la puerta. ¿Cómo podía ser de otro modo? Aunque ella,
con esa ingenuidad aún no quebrada, no acierta a entender la nueva situación. Las
ambiguas relaciones entre la señora Danvers y Rebeca de Winter forman parte de
un espacio que ella aún no está en condiciones de pisar. Pero, ¿cómo la compañera del señor de Manderley no iba a
despertar el interés de una vulgar ama de llaves? La señora Danvers estaba muy unida a Rebeca, creo recordar que le
dice Lawrence Olivier a Joan Fontaine (tratémosles de tú a tú, no seamos rebecas). Y el señor de Winter respira tranquilo…
… hasta la sorpresa que le reserva el giro
final de la película atizándole un guantazo en su severo rostro de gran señor,
cuando el cadáver de la auténtica Rebeca surja de las profundidades del lago,
de lo más hondo de la trama, y el señor de Manderley se sienta, por primera vez
en su vida (seguramente), atrapado. Será, entonces, el momento de revolver de
nuevo las piezas. De alterar su disposición. De reparar, por ejemplo, en su
segunda señora de Manderley. De solicitar sibilínamente, ¿podría ser de otra
manera?, su ayuda. Y ella, por supuesto, encantada. Que por algo el señor fue a
buscarla hasta las costas francesas.
¿O, acaso, el señor de Manderley no
se sirve del amor que sabe que despierta en Joan Fontaine para hacer de ello la
coartada preci(o)sa que le liberará de cualquier implicación que pudiera hacerle
parecer culpable de la muerte de Rebeca? ¿Quién o qué podría inducirnos a pensar
lo contrario? El señor de Winter (¿hay alguna razón para que nosotros,
espectadores, le creamos?) le ha contado a Joan Fontaine que Rebeca le confesó
estar enamorada de otro hombre y, reprochándole su pusilánime carácter, le
había asegurado sonriendo que esperaba un hijo de ese hombre. Y supurando todo su odio se habría abalanzando sobre él.
Pero tropezó y se golpeó contra las maderas del suelo. Una caída fortuita y una
muerte instantánea. El señor de Winter, asustado, ante las conclusiones que
pudiera extraer la Policía
y que, sin duda, le incriminarían decidió esconder el cuerpo de Rebeca en el
fondo de un velero de su propiedad que, posteriormente, habría hundido
agujereando el casco del balandro. Días después un cuerpo (el azar, siempre
dispuesto a confundirnos), en avanzado estado de descomposición, había emergido
flotando sobre las aguas. Y el señor de Winter habría identificado en él el
cadáver de su infortunada esposa. Y Rebeca, enterrada. Y el caso, cerrado. Y
Joan Fontaine suspira aliviada y cree en sus lágrimas, ¡claro que sí!, abducida
por la desesperación, por la fragilidad que de repente enseña su desamparado
señor o quizás, ¿porque no creer en sus
palabras supondría una amenaza para ese nuevo status que ha adquirido como segunda
señora de Winter? La ausencia de respuestas, la indefinición a la que se acoge
en estos momentos la película, hará que Rebeca
sea también un trozo de Manderley, del puro Mal-igno.
Porque la segunda de Winter lo ha
escuchado todo. Y piensa en silencio mientras su marido habla y cuenta y se
descompone a medida que la confesión sale de su garganta. Sí, Joan Fontaine piensa por primera vez en su vida.
También en ella Manderley estaría dejando su huella borrando cualquier atisbo de
ingenuidad. O, ¿no nos resulta sorprendente cómo desde ese instante la segunda
señora de Manderley pasa a la acción? ¿Cómo la compañera defiende a su esposo y
señor porque seguramente intuye que sin él lo pierde todo? En Manderley lo que primero
importa es el yo. Los demás-que-no-son-yo están detrás ocupando siempre un
puesto indudablemente secundario. Y será en esta acción donde la nueva Joan
Fontaine se erige en protagonista. El personaje crece. El veneno que destila el
Mal-igno, Manderley, Rebeca, ha penetrado y aromado hasta la última célula de
su sangre. La niña-mujer (¡y que nadie me hable de Julio Iglesias, por favor!),
la hacendosa polilla que acompañaba a la tía solterona en la Riviera francesa, ha
despertado convertida en una espléndida y ¡calculadora! mariposa. Es la segunda
pero ya es también la auténtica señora de Manderley. Y, en su defensa del amor (y
devoción) que siente por el señor de Manderley, no estará dispuesta a dejarse engañar.
Y, ahora que lo sabe todo, aprende a callar. Y desde ese instante estará
atrapada. Pero no importa. El señor de Manderley también lo está. Por ella y
con ella. En Manderley. Incluso aquel ingrato e insuficiente papel de compañera
o concubina habrá quedado atrás. Es una igual a su señor. Y así se comporta cuando
el último hallazgo (el último apretón de manos que nos ofrece el azar) coloque
a todas las circunstancias y a la película entera en su contra.
El velero de Max reaparece casualmente
(again!) varado e incrustado en las
ciénagas del lago, y en su interior el cuerpo de una mujer. Las preguntas
surgen por sí solas. (El azar siempre juega con buenas cartas). ¿Quién es entonces
la persona enterrada en la tumba de Rebeca? ¿Y por qué Maximiliam de Winter
certificó que se trataba de Rebeca? Pero Max tiene, ahora, un nuevo y valioso hombro
sobre el que apoyarse. La nueva señora de Manderley no va dejarle solo. Max es marido; el amo y señor de
Manderley. Y ella, la señora. Y esa ayuda impedirá que Max se derrumbe y reconozca
otra versión de los hechos que pudieran hacerle aparecer como culpable.
Pero en ese impasse exasperado, y en una postrera y maliciosa devolución de
favores, Hitchcock deja que el azar se adelante y suba a la palestra, acudiendo
en auxilio de su nueva heroína. El sabio director sabe que ninguna trama puede
sostenerse sin él, que el azar no puede faltar en ninguna fiesta digna en
llamarse “ficción”. Porque el azar siempre nos cogerá desprevenidos. Hará que
saltemos en las butacas. Porque Rebeca no estaba embarazada sino que sus
visitas al médico obedecían a que padecía un cáncer mortal desde hacía varios
meses. Luego el veredicto no presenta dudas. Ella misma subió al velero. Y lo hundió. Y el señor y la señora de Manderley
respiran aliviados.
Luego, ¿podríamos concluir que el
azar se posiciona del lado de los “malos”? Y no, no es eso. Lo que ocurre es
que para el azar no existen ni malos ni buenos. El azar nos dice que todo depende. Que esa manía nuestra por
separar y distinguir a lo bueno de lo malo es sólo eso: una patética terquedad.
Porque el azaroso y cancerígeno tumor de Rebeca ha cerrado el caso. Por segunda
vez. ¿La definitiva? ¿Quién podría asegurarlo? Depende… Aunque el señor y la segunda señora de Manderley hayan
sido salvados por esa campana que no es sino la forma en que al azar le gusta
llegar hasta nuestros oídos. ¡Talan-talan!. ¿Las oímos bien? Porque ésas no son
campanadas de boda. Ni de “comieron perdices”. Rebeca nada nos propone para que desviemos la mirada hacia otra
dirección y nos traguemos los pajaritos sin rechistar, ni para que creamos que
el Happy End es, realmente, tan happy como pretende ser aparentemente, y no the last y el más genial escalofrío con que Hitchcock nos arropa.
Puñetero y mal-icioso también él. Y el Mal-igno se quedará, así, con nosotros, adoptando
las trazas de esas mismas mantas que nos cubren y nos calientan, por ejemplo,
durante esas noches que soñamos que volvemos a Manderley. No pretendamos
separarle del Bien y arrojarle de la cama, porque estad seguros que volverá a
subirse a ella mientras dormimos plácidamente.
Y la nueva señora de Manderley ya nunca
estará preocupada por la salud de su querida y achacosa tía. Las señoras de Manderley
no se ocupan de esas cosas. Se ocupan, en su lugar, de que personas como ella
(como la tía) o como nosotros nos vayamos pre-ocupando.
Ahora la segunda señora de Manderley ya ha arrojado tierra sobre la primera. Y
será por eso más poderosa. Ha sellado con el señor de Manderley una unión que
en este mundo nadie se atreverá a destrenzar. El Mal-igno, Manderley garantiza esa
alianza.
¿Y todo ha terminado? Claro, depende…. Porque la segunda señora de
Manderley sueña. Sueña que, anoche volví
a Manderley. Del Mal-igno uno no se desprende como de una vulgar camiseta.
El Mal-igno se cobra su precio con este tipo de cosas. No nos salvamos
haciéndonos malos, (¿y mayores?) sin
abonar algo a cambio, sin abandonar a las muñecas y a los “geypermanes”. Manderley
y la segunda señora de Manderley tampoco podrán separarse nunca. Será este
sueño de Manderley, me temo, un sueño muy
recurrente. La segunda señora lo
volverá a soñar. Y tantas veces como Manderley se anime a visitarla. Porque Manderley,
desde sus nebulosas ruinas, desde su invisibilidad onírica siempre sabrá cómo hacernos
llegar su mal-sano aliento. Es el trato. La contrapartida por habernos ayudado
a hacernos mayores. Y tomémonos un segundo de silencio. La gratificante e
imaginaria pipa ya se ha consumido. Y apenas si añadiré un par de detalles
sobre estas cosas que nos vienen
ocupando.
Porque Alfred Hitchcock nos habría
contado todo esto con la primera película que rodaría en los Estados Unidos. O
en Manderley[3]. Y con ella
también él se habría hecho mayor. Como el personaje no name de Joan Fontaine. Y este hecho marca las diferencias de tono
y de valor entre el cine que Hitchcock realizara anteriormente en Inglaterra y
el cine que, desde Manderley, dirigirá en Hollywood. Sobre sus colinas Hitchcock
entrará en contacto con eso-que-entre-nosotros-no-va-tan-bien, con Manderley,
con el Mal-igno. Y lo acoge entre sus brazos. Y ya no lo suelta. Y como
Manderley agita los sueños de la segunda señora de Winter también agitará las ficciones
de Sir Alfred durante el resto de su carrera cinematográfica, y americana.
O, quizás lo hiciera hasta 1972. Hasta
Frenesí. Porque pienso que su
posterior y última película, La trama,
no representa sino una vuelta a los más ligeros (pero, ¡atentos!, nunca
despreciables) modos que Alfred Hitchcock practicara en suelo británico. Pienso
en que fue como si el viejo Sir intuyendo que sus días estaban agotándose
hubiera querido cerrar el círculo y des-cruzar el charco, regresar al lugar de
donde una vez vino, joven y libre[4]. Porque
si en Inglaterra Alfred Hitchcock demostró ser uno de los directores de cine
más hábiles e inteligentes, todo un maestro de la técnica y del suspense; en
Hollywood añade a estos logros el descubrimiento de Manderley, aquello que nos
obliga a mirar siempre más allá de la sorpresa, del puro entretenimiento y del suspense,
a reservar un hueco a la, no siempre grata pero sí indispensable reflexión.
Porque Manderley, el Mal-igno completará todas sus ficciones a partir de Rebeca. Aunque esté reducido a cenizas, o
tal vez por eso mismo, ya que ni un vulgar incendio ni un insignificante y devoto
sicario del Mal-igno, o la señora Danvers, podrán acabar nunca con él. Por eso Manderley
se filtrará siempre en nuestros sueños impregnando el mismísimo aire que recorre
nuestros pulmones. Que alienta para que él, Sir Alfred, no sólo aterrice en América
sino para que se haga mayor, y pueda
completar uno de los estudios más penetrantes que sobre el ser humano artista alguno
haya elaborado jamás, a partir de nuestras holísticas maneras de ser-humanos,
de vivir o de soñar, simultáneamente, con nuestros particulares fantasmas, con todos
esos manderleys que siempre nos
acecharán y alimentarán desde lo más
profundo e ignoto de nuestras almas.
[1] Al que, por cierto, el
espabilado Welles no duda en tributar reconocimiento o en “fusilar”
directamente su último plano para su, también, último plano de su, también,
aclamada opera prima o Ciudadano Kane
(si se nos permite decir que Rebeca fue para Hitchcock su ópera prima
estadounidense). Las llamas que se apoderan del dormitorio de Rebeca, de la
almohada de su cama donde vemos delicadamente bordada la recurrente e
inconfundible “R” no pueden sino recordarnos el “Rosebud” tallado sobre el
trineo que, igualmente, se consume en el fuego de la chimenea de la abandonada
mansión de Charles Foster Kane; apenas a la vuelta de la esquina, o un año
después de que Hitchcock diera la voz de “corten” sobre el incendio que
destruía Manderley.
[2] Casi treinta años después el propio Hitchcok haría otra película
profundizando sobre este tema. Se llamará Vértigo.
[3] El siempre turbio y
espabilado Lars von Trier habría tomado muy buena nota de estas enseñanzas. Con
su Manderlay no me deja lugar a la
duda. No debemos equivocarnos por un inocuo cambio de vocales.
[4] Y ahora que lo escribo no
puedo dejar de acordarme del John Wayne de El
hombre tranquilo, de John Ford. También en ella Sean Thronton regresa a su
hogar, en Irlanda, después de haber pasado muchos años en los Estados Unidos.
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